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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Deber

De Enciclopedia Católica

Revisión de 02:16 18 sep 2016 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (Desarrollo Histórico de la Idea de Deber)

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Definición

La definición del término deber dada por los lexicógrafos es: "algo que se debe", "servicio obligatorio"; "algo que uno está obligado a realizar o evitar". En este sentido se habla de un deber, deberes; y, en general, la suma total de estos deberes se denota por el término abstracto en singular, el deber. La palabra se utiliza también para significar ese factor único de la conciencia que se expresa en las definiciones anteriores por "obligatorio", "unido", "tener que" y "obligación moral".

Analicemos este dato de la conciencia. Cuando, respecto a actos proyectados, uno toma la decisión “debo hacerlo”, las palabras expresan un juicio intelectual. Pero a diferencia de los juicios especulativos, éste se percibe como no meramente declaratorio, ni es simplemente preferencial; se afirma a sí mismo como imperativo y magisterial. Va acompañado de un sentimiento que impulsa a uno, a veces efectivamente, a veces ineficazmente, a ajustar su conducta con él. Presume que hay una manera correcta y una manera incorrecta abierta, y que la correcta es mejor o más digna que la errónea. Todos los juicios morales de este tipo son aplicaciones particulares de un juicio universal que se postula en cada uno de ellos: se ha de hacer lo correcto, se ha de evitar lo incorrecto.

Otro fenómeno de nuestra conciencia moral es que estamos conscientes de que la naturaleza ha constituido un orden jerárquico entre nuestros sentimientos, apetitos y deseos. Instintivamente sentimos, por ejemplo, que la emoción de la reverencia es superior y más noble que el sentido del humor; que es más digno de nosotros como seres racionales encontrar satisfacción en un drama noble que en observar una pelea de perros; que el sentimiento de la benevolencia es superior al del egoísmo. Además somos conscientes de que, a menos que se haya debilitado o atrofiado por la negligencia, el sentimiento que atiende a los juicios morales se afirma como el más alto de todos; despierta en nosotros el sentimiento de reverencia; y exige que todos los demás sentimientos y deseos, como motivos de acción, se reduzcan a la subordinación al juicio moral. Cuando la acción se ajusta a esta demanda, surge un sentimiento de auto-aprobación, mientras que un curso contrario es seguido por un sentimiento de auto-reproche. A partir de este análisis se puede exponer la teoría del deber de acuerdo con la ética católica.

El Deber en la Ética Católica

El camino de la actividad propia y congenial a todo ser es fija y determinada por la naturaleza que el ser posee. El orden cósmico que impregna todo el universo no humano está predeterminado en las naturalezas de la innumerable variedad de cosas que componen el universo. Para el ser humano, también, el curso de acción adecuado a él se indica mediante la constitución de su naturaleza. Una gran parte de su actividad es como la totalidad de los movimientos del mundo no humano, bajo la mano de hierro del determinismo; hay grandes clases de funciones vitales, sobre las que no tiene control volitivo; y su cuerpo está sujeto a las leyes físicas de la materia. Pero, a diferencia de todo el mundo inferior, él mismo es el dueño de su acción a través de una amplia gama de vida que conocemos como conducta. Él es libre de elegir entre dos cursos opuestos; puede elegir, en circunstancias innumerables, hacer o no hacer; realizar esta acción, o hacer aquella otra que es incompatible con ella. Entonces, ¿no le da su naturaleza indicadores para su conducta? ¿Es toda forma de conducta igualmente congenial e igualmente indiferente para la naturaleza humana? De ninguna manera. Su naturaleza le indica la línea de acción que es adecuada, y la línea que es detestable para él. Esta demanda de la naturaleza es entregada en parte en ese orden jerárquico que existe en nuestros sentimientos y deseos como motivos de acción; en parte a través de la razón reflexiva que decide qué tipo de acción es congruente con la dignidad de un ser racional; comprensiblemente y con una aplicación práctica inmediata a las acciones en los juicios morales que implican el "deber". Esta función de la razón, ayudada así por la buena voluntad y la experiencia práctica, es lo que llamamos conciencia.

Ahora hemos llegado a la primera hebra del lazo que conocemos como obligación moral o deber. El deber es una deuda con la naturaleza racional de la cual el portavoz y representante es la conciencia, que exige imperativamente para la satisfacción de la reclamación. Pero, ¿es esta la esencia y conclusión del deber? La idea de deber, de endeudamiento, implica otro yo o persona a quien se le debe la deuda. La conciencia no es otro yo, es un elemento de la propia personalidad. ¿Cómo uno puede decir, excepto a través del lenguaje figurado, que está endeudado con uno mismo? Aquí debemos tomar en cuenta otra característica de la conciencia. Es que la conciencia de una manera tenue, indefinible, pero muy real, parece que se coloca sobre el resto de nuestra personalidad. Sus insinuaciones despiertan, como no lo hace ningún otro ejercicio de nuestra razón, sentimientos de asombro, reverencia, amor, miedo, vergüenza, como son provocados en nosotros por otras personas, y solamente por personas. La universalidad de esta experiencia es atestiguada por las expresiones que las personas emplean comúnmente cuando hablan de conciencia; la llaman una voz, un juez, dicen que deben responderle a la conciencia por su conducta. Su actitud hacia ella es algo no totalmente idéntico a sí mismos; toda su génesis no se puede explicar describiéndola como una función de la vida.

Algunos dicen que es el efecto de la educación y la formación. Ciertamente, la educación y la formación pueden hacer mucho para desarrollar esta impresión de que, en conciencia, hay otro yo implicado más allá de nosotros mismos. Sin embargo, la rapidez con la que el niño responde a su instructor o educador en este punto demuestra que él siente dentro de sí algo que confirma la lección de su maestro. Los filósofos éticos, y notablemente entre ellos el cardenal Newman, han argumentado que aquellos que escuchan con reverencia y obediencia los dictados de su conciencia, inevitablemente descubren ellos mismos que emanan, originalmente, de "un Gobernante Supremo, un juez, santo, justo, poderoso, omnisciente, retributivo". Sin embargo, si aceptamos la opinión de Newman como una verdad universal, no podemos admitir fácilmente que, como generalmente se afirma y se cree, hay muchas personas que obedecen la conciencia y aman la justicia, y, sin embargo, no creen en un regente del universo moral y personal. ¿Por qué el teísta más inflexible no puede admitir que la guía moral que el Creador ha implantado en nuestra naturaleza es lo suficientemente potente como para cumplir satisfactoriamente su función, al menos en casos ocasionales, sin desplegar plenamente sus implicaciones? Uno de los principales moralistas unitarios ha expresado elocuentemente esta opinión:

”El profundo sentido de autoridad e incluso sacralidad de la ley moral es a menudo notable entre personas cuyos pensamientos aparentemente nunca recurren a cosas sobrehumanas, pero que están penetradas por un culto secreto al honor, a la verdad y al derecho. Si este noble estado de ánimo fuese sacado de su estado impulsivo y fuese hecho para desplegar sus contenidos implícitos, de hecho revelaría una fuente mayor que la naturaleza humana para la augusta autoridad de la justicia. Pero es innegable que esa autoridad se puede sentir donde no se ve —se siente como si fuera el mandato de una Voluntad Perfecta, mientras que todavía no hay un reconocimiento explícito de tal voluntad: es decir, la conciencia puede actuar como humana, antes que se descubra que es divina. Al propio agente le puede parecer que toda su historia está en su propia personalidad y en sus relaciones sociales visibles; y sin embargo, le servirá como un oráculo, aunque Aquel que la emite se esconda de él” (Martineau, A Study of Religion, Introd., p. 21.).

Sin embargo, hay que admitir que tales personas son relativamente pocas; y ellas también dan testimonio de la implicación de su otro yo en las insinuaciones de la conciencia; porque, como dice Ladd:

”personifican la concepción de la suma total de las obligaciones éticas, están dispuestos a deletrear las palabras con mayúsculas y juran lealtad a esta concepción puramente abstracta. Ellos hipostasian y deifican una abstracción, como si fuera en sí misma existente y divina” (Ladd, Philosophy of Conduct, p. 385).

La doctrina de que la conciencia es autónoma, independiente, soberana, una legisladora que deriva su autoridad de una fuente inferior, lógicamente hablando, ni satisfará la idea del deber, ni salvaguardará suficientemente la moral. Uno no puede, después de todo, tener una deuda con uno mismo, no puede imponer un mandato sobre uno mismo. Si los juicios morales no pueden reclamar un origen más alto que la propia razón, entonces bajo una inspección severa y estrecha deben ser considerados como simplemente preferenciales. El tono magistral portentoso en el que la conciencia habla es una mera ilusión; no puede mostrar ninguna garantía o derecho a la autoridad que pretende ejercer. Cuando, bajo la presión de la tentación, una persona que no cree en un legislador mayor que la conciencia, percibe que surge en su mente la pregunta inevitable, ¿por qué estoy obligado a obedecer a mi conciencia cuando mi deseo tiende hacia otra dirección?, se ve tentado peligrosamente a ajustar su código moral a sus inclinaciones; y el artificio de deletrear deber con mayúscula probará ser sólo un soporte débil contra el ataque de las pasiones.

La razón resuelve el problema del deber, y reivindica la santidad de la ley de justicia al rastrearlos hacia su fuente que es Dios. Dado que el orden cósmico es un producto y expresión de la voluntad divina, asimismo lo es la ley moral que se expresa en la naturaleza racional. Dios quiere que ajustemos nuestra acción libre o conducta a esa norma. La razón reconoce nuestra dependencia del Creador, y reconoce su majestad inefable, su poder, su bondad y santidad, y por eso nos enseña que le debemos amor, reverencia, obediencia, servicio y, en consecuencia, le debemos la observancia de la ley que Él ha implantado dentro de nosotros como el ideal de conducta. Este es nuestro primer deber y el que lo abarca todo, en el que todos los demás deberes tienen su raíz. A la luz de esta verdad la conciencia se explica a sí misma y se transfigura. Es la representante acreditada del Eterno; Él es el imponente original de la obligación moral; y el desobedecer a la conciencia es desobedecerlo a Él.

La infracción de la ley moral no es solo una violencia hecha a nuestra naturaleza racional; también es una ofensa a Dios, y este aspecto de su malicia se designa con el nombre de pecado. Las sanciones de conciencia, la autoaprobación, y el autoreproche se ven reforzadas por la sanción suprema, la cual, si se puede usar la expresión, actúa automáticamente. Consiste en esto, que por la obediencia a la ley llegamos a nuestra perfección y nos alcanza nuestro Bien Supremo; mientras que, por otra parte, el transgresor se condena a sí mismo a perderse ese bien en cuya consecución solamente reside la felicidad que es incorruptible. Para obviar un posible malentendido se puede señalar aquí que la distinción entre el bien y el mal no depende de cualquier decreto arbitrario de la voluntad divina. Lo correcto es lo correcto y lo erróneo es lo erróneo debido al prototipo del orden creado, del cual la ley moral forma parte, es la naturaleza divina misma, el fundamento último de toda verdad intelectual y moral.

Ética Errónea

Ya hemos tratado ligeramente el tema de la debilidad de la teoría de Kant, que trata a la conciencia como autónoma. Otro error de Kant es que en su sistema “deber” y “correcto” son términos afines. Un momento de reflexión es suficiente para darse cuenta de que esto es un error. Hay muchas buenas acciones concebibles que uno puede hacer, y que sería muy loable llevarlas a cabo, sin embargo, ninguna persona razonable, no importa cuán riguroso pueda ser su ideal de conducta, diría que está obligado a realizarlas. El deber y lo correcto son dos círculos concéntricos. El interior, el deber, abarca todo lo se ha de observar bajo pena de no poder vivir racionalmente. El exterior contiene al interior, pero se extiende mucho más allá y permite una extensión indefinida a los caminos de la virtud que conducen a una rectitud consumada y a la santidad. Cada sistema filosófico que abarca como uno de sus principios la doctrina del determinismo se compromete con la negación de la existencia de la obligación moral. El deber implica que el sujeto tiene el poder de observar la ley o desobedecerla, y el poder de elegir entre estas alternativas. ¿Qué reproche le puede hacer lógicamente un mentor determinista a quien ha cometido una mala acción? "¿No deberías haber hecho eso"? El culpable le puede responder: “Pero tú me has enseñado que el libre albedrío es una ilusión; que nadie puede actuar de otra forma que como lo hace. Así, bajo las circunstancias bajo las que yo me hallaba, me fue imposible contenerme de la noción que tú condenas. ¿Qué, entonces, quieres tú denotar cuando me dices que no debí actuar así? Tú me reprochas, así mismo repróchale a un tigre el haberse comido a su hombre, o repróchale a un volcán el haber arruinado una aldea.”

Respecto a la existencia del deber cada forma de panteísmo, o monismo, lógicamente se encuentra a sí misma en el campo del determinismo. Cuando el hombre es considerado como uno con el Infinito sus acciones no son realmente suyas, sino que pertenecen propiamente al Ser Universal. La parte asignada a él, en sus actividades, es similar a la desempeñada por un quemador de carbono en relación con la corriente eléctrica generada por una dínamo. El poder divino que pasa a través de él se reviste con sólo una individualidad aparente, mientras que todo el curso de acción, la dirección que toma, y los resultados en los que culmina, pertenecen al Ser Supremo. Si esto fuese cierto, entonces la mentira, la corrupción, el robo, el asesinato serían igualmente dignos que la castidad, la veracidad, la honestidad, la benevolencia; pues todos serían igualmente manifestaciones de una divinidad universal. Entonces desde el punto de vista de los resultados, aún podría hacerse una clasificación de la conducta en dos categorías opuestas; pero la idea del valor moral, que es la esencia misma de la vida moral y el primer postulado del deber, habría desaparecido. El hedonismo en todos sus matices —epicúreo, utilitario, egoísta, evolutivo — que se basa en una u otra forma del principio de "mayor felicidad" y convierte el placer y el dolor en la norma discriminatoria del bien y del mal, no es capaz de reivindicar ninguna autoridad para el deber, o incluso reconocer la existencia de la obligación moral. Ninguna combinación de impulsos, si se consideran desde el punto de vista meramente biológico o puramente empírico, pueden convertirse, por cualquier malabarismo de palabras, en una jerarquía moral. El hedonista está condenado a encontrar todo su esfuerzo para establecer que las bases del orden moral terminan en "es", pero nunca en "debe ser", en un hecho, pero nunca en un ideal. Lecky ha sintetizado claramente la solución hedonista al problema del deber: "Todo lo que se denota al decir que deberíamos hacer una acción es que si no la hacemos vamos a sufrir."

El placer, dicen los epicúreos y egoístas, es el único motivo de la acción; y las acciones son buenas o malas en la medida en que produzcan un exceso de placer sobre el dolor, o contribuyan o disminuyan el bienestar. Entonces nos preguntamos ¿debo siempre buscar lo que me parece más placentero o lo más remunerativo? Si la respuesta es sí, hemos llegado de nuevo al determinismo. Si la respuesta es que puedo elegir, pero que debo elegir lo que produzca la mayor felicidad, entonces me pregunto, ¿por qué debería yo elegir el curso que produce la mayor felicidad o placer si yo prefiero hacer otra cosa? Los epicúreos y los egoístas no tienen respuesta para esta pregunta. Además, la conducta más placentera puede ser una que todos los hombres razonables condenen como errónea, porque es lesiva a uno o al otro. Aquí el egoísta se ve obligado a entregarle la dificultad al altruista. Éste trata de deshacerse de ella al señalar que el objeto de la buena conducta no es sólo la propia felicidad del agente, sino la de todos los concernidos. Pero de nuevo, ¿por qué estoy obligado a tomar en consideración el bienestar de los demás?, y el altruista permanece en silencio.

El evolucionista del tipo de Spencer interviene con una teoría pesada que al estimar la medida en que las acciones producen bienestar o lo disminuyen, se deben considerar no sólo los resultados inmediatos, sino también y sobre todo, los remotos. Luego procede a demostrar que, como consecuencia hereditaria de la experiencia de nuestros antepasados de que los resultados remotos son más importantes que los inmediatos, hemos llegado a la fantasía de que los resultados remotos tienen una cierta autoridad. Además, a partir de las experiencias desagradables de nuestros antepasados, heredamos una tendencia, cuando se piensa en las acciones perjudiciales, a pensar también en las sanciones externas que van unidas a tales acciones. Estos dos elementos que se funden en uno, dan lugar, se nos dice, al sentimiento de la obligación moral. Así la convicción común de que la obligación moral tiene realmente alguna autoridad vinculante es una mera ilusión. Spencer es lo suficientemente honesto como para extraer el corolario inevitable de la doctrina que es que nuestro sentido del deber y la obligación moral son transitorios y determinados a desaparecer. Los escritores éticos de las escuelas de “moralidad independiente” han diseñado un modo hermosamente simple de escapar de la vergüenza de explicar la validez de la obligación moral. Ignoran el tema por completo y refieren al investigador decepcionado al metafísico. La ética, declaran con suavidad, es una ciencia descriptiva, no normativa; de ahí esa imposición de una serie de obras que profesan tratar científicamente de la moral, pero que ignoran calmadamente el factor fundamental de la vida moral.

Desarrollo Histórico de la Idea del Deber

Trazar el desarrollo del concepto de deber sería revisar la historia de la raza humana. Incluso en las razas más bajas se ha de hallar algún código moral, aunque tosco y erróneo. Otro hecho universal es que la raza, en todas partes y siempre, ha colocado la moral bajo una sanción religiosa o cuasi religiosa. El salvaje, en una medida que corresponde a su basto desarrollo moral e intelectual, atestigua este impulso universal mediante la observación de innumerables costumbres porque cree que tiene alguna sanción superior a la de sus compañeros de tribu o de su jefe. Las grandes naciones de la antigüedad, China, Caldea, Babilonia, Egipto, vieron en sus deidades la fuente de sanción de sus códigos morales —al menos hasta que el ideal religioso y moral se volvió simultáneamente corrupto. En Grecia y Roma asimismo la religión y la moral estaban íntimamente asociadas, hasta que la religión resultó falsa a su confianza. El mismo fenómeno se encuentra en la raza aria de India y Persia, mientras que los pueblos semitas, especialmente los judíos, siempre continuaron mirando a la religión para la razón de sus códigos morales. Cuando el paganismo clásico introdujo entre los dioses los vicios de los hombres, la antigua tradición continuó siendo reivindicada por los poetas y por algunos de los filósofos. No hay necesidad de citar aquí los magníficos testimonios de los poetas trágicos griegos, de Platón, Aristóteles y Cicerón del origen sobrehumano de la ley moral y el deber. Pero cuando la tradición religiosa perdió su fuerza y la filosofía se convirtió en el guardián de la moralidad el resultado inevitable fue un conflicto de escuelas rivales, ninguna de las cuales poseía la autoridad suficiente para hacer prevalecer sus principios con la masa del pueblo; y como la fe religiosa declinó, se hizo más pronunciada la tendencia a encontrar una base no-religiosa para el deber. La consecuencia fue que la idea del deber se desvaneció, y surgieron sistemas, que, al igual que la “moralidad independiente” de nuestros días, no tenía lugar para la obligación moral.

El cristianismo restauró y perfeccionó la unidad del ideal moral y religioso. El Evangelio reivindicó el origen divino del deber, y declaró que su cumplimiento constituye la esencia misma de la religión. Esta idea ha sido la fuerza motriz principal para sacar al mundo occidental del caos moral al que el decadente paganismo lo había arrastrado. La doctrina de que toda persona es un ser inmortal creado por Dios para estar unidos con Él en una existencia sin fin, siempre que observe la ley de justicia, en la que se expresa la voluntad de Dios, establece la dignidad del hombre y la sacralidad del deber en toda su nobleza. La maldad de la delincuencia moral se revela en que es un pecado contra el Altísimo —una idea apenas conocida para la antigüedad fuera del pueblo hebreo.

La religión cristiana presentó con mayor claridad y enseñó con la autoridad de Dios el código de la ley natural, mucha de la cual la razón sin ayuda desarrolló sólo en un tono vacilante y sin la autoridad necesaria para imponerla efectivamente como obligatoria para todos. Al cristiano se le enseñó que el cumplimiento del deber es la única preocupación suprema de la vida ante la cual todos los demás intereses se deben inclinar y que su cumplimiento es impuesto mediante las más tremendas sanciones concebibles. El Evangelio dio una solución satisfactoria a la anomalía que había tenido perplejos a los filósofos y que los había engañado hacia doctrinas erróneas respecto al significado de la vida moral. ¿Cómo puede la virtud ser la perfección, bien y fin del hombre cuando el cumplimiento del deber significa en muchos casos la frustración de muchos deseos y anhelos naturales? La historia del deber, responde el cristiano, no descansa por completo en los confines de la vida terrenal; su meta última está más allá de la tumba.

La doctrina cristiana de la Paternidad de Dios y de la filiación del hombre lleva a una percepción más clara de los deberes principales y de su importancia. Se ve que la vida humana es una cosa sagrada, inviolable en nosotros mismos y en los demás; la mujer la igual, no la esclava del hombre; la familia es ordenada por Dios, y su piedra angular es el matrimonio monógamo. El Estado es colocado también sobre una base más firme, ya que la doctrina cristiana enseña que obtiene la garantía de su existencia no de la fuerza, o de un mayor consenso de voluntades humanas, sino de Dios. Finalmente, la ley cristiana del amor correlaciona el círculo exterior de la rectitud con el interior del deber estricto. El amor de Dios se convierte en el motivo adecuado para luchar por la santidad personal más alta; el amor al prójimo por el ejercicio más amplio de benevolencia más allá del límite del deber estricto. En la persona del Maestro, el cristianismo nos ofrece el Ejemplar sin ley del ideal moral, la conformidad perfecta de la voluntad y la acción a la voluntad divina. Su ejemplo ha demostrado ser lo suficientemente potente como para inspirar con lealtad heroica al deber a "los millones que innumerables y sin nombre, que han recorrido el camino dura y riguroso". Los estándares morales de nuestra civilización se han desarrollado y mantenido por la eficiencia de la idea cristiana del deber. Las condiciones contemporáneas proveen proporcionan indicios inequívocos de que éstos estándares se han degradado y desacreditado al ser arrancados de la tierra de donde surgieron.

Deberes

Fuente: Fox, James. "Duty." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5, pp. 215-218. New York: Robert Appleton Company, 1909. 16 Sept. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/05215a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina