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Martes, 19 de marzo de 2024

Escritura

De Enciclopedia Católica

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Sagrada Escritura es uno de los varios nombres que designan los escritos inspirados que componen el Antiguo y el Nuevo Testamento.

Uso de la Palabra

La correspondiente palabra en latín scriptura aparece en algunos pasajes de la Vulgata en el sentido general de “escritura”; por ejemplo, Éxodo 32,16: “la escritura, grabada sobre las mismas, era escritura de Dios”; además, 2 Crón. 36,22: “(Ciro) que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino.”. En otros pasajes de la Vulgata la palabra denota un documento privado (Tobías 8,24) o público (Esdras 2,62; Nehemías 7,64), un catálogo o índice (Sal. 87(86),6), o finalmente porciones de la Escritura, tal como el cántico de Ezequías (Isaías 38,5), y los dichos de los sabios (Sirácides 44,5). El escritor de 2 Crónicas 30,5.18 se refiere a las prescripciones de la Ley con la fórmula “como está escrito”, que los traductores de Los Setenta traducen como kata ten graphen; para ten graphen, “según la Escritura”. La misma expresión se halla en Esdras 3,4 y Neh. 8,15; aquí tenemos el comienzo de la última forma de apelación a la autoridad de los libros inspirados “gegraptai” (Mt. 4,4.6.10; 21,13; etc.), o “kathos gegraptai” (Rom 1,11; 2,24, etc.), “está escrito”, “como está escrito”.

Como el verbo graphein se usaba para denotar pasajes de los escritos sagrados, así el nombre correspondiente he graphe gradualmente vino a significar lo que es principalmente el escrito, o el escrito inspirado. Ese uso de la palabra se puede ver en Juan 7,38 y 10,35; Hch. 8,32; Rom. 4,3 y 9,17; Gál. 3,8 y 4,30; 2 Tim. 3,16; Stgo. 2,8; 1 Pedro 2,6; 2 Ped. 1,20; la forma plural del nombre, ai graphai, se usa en el mismo sentido en Mt. 21,42; 22,29; 26,54; Mc. 12,24; 14,49; Lc. 24,27.45; Juan 5,39; Hch. 17,2.17 y 18,24-28; 1 Cor. 15,3-4. En un sentido similar se emplean las expresiones graphai hagiai (Rom. 1,2), ai graphai ton propheton (Mt. 26,56), graphai prophetikai (Rom. 16,26). La palabra tiene un sentido algo modificado en la pregunta de Cristo, “¿no habéis leído esta Escritura? (Mc. 12,10). En el lenguaje de Cristo y los Apóstoles la expresión “escritura” o “escrituras” denota los libros sagrados de los judíos. El Nuevo Testamento usa las expresiones en este sentido cerca de cincuenta veces; pero ocurren más frecuentemente en el Cuarto Evangelio y en las Epístolas que en los Evangelios Sinópticos. A veces el contenido de la Escritura se indica más exactamente como que incluye la Ley y los Profetas (Rom. 3,21; Hch. 28,23), o la Legislación de Moisés, los Profetas y los Salmos (Lc. 24,44). El apóstol San Pedro extiende la designación Escritura también a “tas loipas graphas” (2 Pedro 3,16), denotando las Epístolas Paulinas; San Pablo (1 Tim. 5,18) parece referirse con la misma expresión tanto a Deut. 25,4 y Lc. 10,7.

Se ha disputado si la palabra graphe en el singular se ha usado en el Antiguo Testamento como un todo. Lightfoot ( Gál. 3,22) expresa la opinión que el singular graphe” en el Nuevo Testamento siempre significa un pasaje particular de la Escritura. Pero en Rom. 4,3, él modifica su opinión y apela a la declaración sobre el caso del Dr. Vaughan. Él cree que el uso de San Juan puede admitir alguna duda, aunque esa no es su opinión personal; pero la práctica de San Pablo es absoluta y uniforme. Mr. Hort dice (1 Pedro 2,6) que en San Juan y San Pablo he graphe puede ser entendido como aproximado al sentido colectivo (cf. Westcott, "Hebr.", págs. 474 ss.; Deissmann, "Bibelstudien", págs. 108 ss., Eng. tr., págs. 112 ss., Warfield, "Pres. and Reform. Review", X, julio de 1899, págs. 472 ss.). Aquí surge la pregunta de si la expresión de San Pedro (2 Ped. 3,16) “tas loipas graphas” se refiere a la colección de las Epístolas Paulinas. Spitta sostiene que el término “graphai” se usa en un sentido general no técnico, y que denota sólo los escritos de los asociados de San Pablo (Spitta, "Der zweite Brief des Petrus und der Brief des Judas", 1885, p. 294). Zahn refiere el término a escritos de carácter religioso que podrían reclamar respeto en círculos cristianos ya sea debido a sus autores o a su uso en el culto público. (Einleitung, págs. 98 ss., 108). Pero Mr. F.H. Chase se adhiere al principio de que la frase “ai graphai” usada absolutamente señala a una colección de escritos definida y reconocida, es decir, Escrituras. Las palabras acompañantes, kai, tas loipas, y el verbo streblousin en el contexto confirma la convicción de Mr. Chase (cf. Dicc. de la Biblia, III, p. 810b).

Naturaleza de la Escritura

Según los Judíos:

Si los términos graphe, graphai, y sus expresiones sinónimas to biblion ( Neh. 8,8), ta biblia (Daniel 9,2), kephalis bibliou (Sal. 40(39),8), he iera biblos (2 Mac. 8,23), ta biblia ta hagia (1 Mac. 12,9), ta iera grammata (2 Tim. 3,15) se refieren a escritos particulares o a una colección de libros, al menos muestran la existencia de un número de documentos escritos cuya autoridad era generalmente aceptada como suprema. Se puede inferir la naturaleza de esta autoridad por un número de otros pasajes. Según Deut. 31,9-13, Moisés escribió el Libro de la Ley (del Señor), y se lo entregó a los sacerdotes para que lo guardaran y se lo leyeran al pueblo; vea también Ex. 17,14; Deut. 17,18-19; 27,1; 28,1; 58-61; 29,20; 30,10; 31,26; 1 Samuel 10,25; 1 Reyes 2,3; 2 Rey. 22,8. Es claro por 2 Rey. 23,1-3 que hacia fines del reinado judío el Libro de la Ley del Señor era tenido en el más alto honor porque contenía los preceptos del Señor mismo.

De Nehemías 8,1-9.13.14.18 se puede inferir que éste era también el caso después del Cautiverio; el libro mencionado ahí contenía los mandatos respecto a la Fiesta de las Tiendas de Lev. 23,34 ss; Deut. 16,13 ss., y es por lo tanto idéntico con los Libros Sagrados pre exílicos. Según 1 Mac. 1,57-59, Antíoco ordenó que se quemaran los Libros de la Ley del Señor y se condenaba a muerte al poseedor. Por 2 Mac. 2,13 sabemos que en el tiempo de Nehemías existía una colección de libros que contenían escritos históricos, proféticos y salmódicos; puesto que se representa la colección como uniforme, y puesto que las partes se consideraban ciertamente como de autoridad divina, podemos inferir que esta característica se le adscribía a todos, por lo menos en cierto grado. Llegando al tiempo de Cristo encontramos que Flavio Josefo le atribuye autoridad divina a los veintidós libros protocanónicos del Antiguo Testamento, sosteniendo que habían sido escritos bajo inspiración divina y que contenían las enseñanzas de Dios (Contra Appion., I, VI-VIII). El helenista Filo Judeo también estaba familiarizado con las tres partes de los libros sagrados judíos, a los cuales le atribuye una autoridad irrefragable, porque contienen los oráculos de Dios expresados a través del escritor sagrado como instrumento ("De vit. Mosis", págs. 469, 658 ss.; "De monarchia", p. 564).

Según la vida cristiana:

La enseñanza cristiana sostiene completamente este concepto de escritura. Jesucristo mismo apeló a la autoridad de la Escritura, “investigad las Escrituras” ( Jn. 5,39); Él afirma que “una i o una tilde no pasarán de la ley, hasta que todo se cumpla” ( Mt. 5,18); Él considera como principio que “la Escritura no puede fallar” (Jn. 10,35); presenta la palabra de la Escritura como la palabra del Padre eterno (Jn. 5,33-41), como la palabra del escritor inspirado por el Espíritu Santo (Mt. 22,43), como la palabra de Dios (Mt. 19,4-5; 22,31); declara que “es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí” ( Lc. 24,44). Los Apóstoles sabían que “ninguna profecía ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios” (2 Ped. 1,21); consideraban “toda Escritura inspirada por Dios” como “provechosa para enseñar, reprobar, corregir e instruir en la justicia” (2 Tim. 3,16). Consideraban las palabras de la Escritura como palabras de Dios hablando en el escritor inspirado o por boca del escritor inspirado (Hebreos 4,7; Hch. 1,15-16; 4,25). Finalmente, apelaban a la Escritura como a una autoridad irresistible (Rom., passim), suponían que las partes de la Escritura tienen un sentido típico que sólo Dios puede usar (Jn. 19,36; Heb. 1,5; 7,3 ss), y derivaban la mayoría de las conclusiones importantes incluso de unas pocas palabras o ciertas formas gramaticales de la Escritura ( Gál. 3,16; Heb. 12,26-27).

No es sorprendente entonces que los Padres de la Iglesia hablen de las Escrituras en el mismo tenor. San Clemente de Roma (1 Cor. 45) le dice a sus lectores que busquen en las Escrituras las verdaderas expresiones del Espíritu Santo. San Ireneo (Contra Herejías II.38.2) considera las Escrituras como proclamadas por el Verbo de Dios y su Espíritu. Orígenes testifica que tanto judíos como cristianos aceptan que la Biblia fue escrita bajo la influencia del Espíritu Santo (Contra Celso, V.10); además, considera como probado por la Encarnación que la Ley y los Profetas fueron escritos por un carisma celestial, y que los escritos considerados como palabras de Dios no son obra del hombre (De princ., IV, VI). Clemente de Alejandría recibe la voz de Dios quien ha dado las Escrituras como una prueba confiable (Stromata I.2).

Según documentos eclesiásticos:

Sin multiplicar el testimonio patrístico para la autoridad divina de la Escritura, podemos añadir la doctrina oficial de la Iglesia sobre la naturaleza de las Sagradas Escrituras. El Quinto Concilio Ecuménico condenó a Teodoro de Mopsuestia por su oposición a la autoridad divina de los libros de Salomón, el Libro de Job, y el Cantar de los Cantares. Desde el siglo IV la enseñanza de la Iglesia respecto a la naturaleza de la Biblia es prácticamente resumida en la fórmula dogmática de que Dios es el autor de la Sagrada Escritura. Según el primer capítulo del Concilio de Cartago (398 d.C.), antes de su consagración los obispos deben expresar su creencia en esta fórmula, y esta profesión de fe se les exige incluso en la actualidad. En el siglo XIII el Papa Inocencio III le impuso esta fórmula a los valdenses; Clemente IV le exigió esta aceptación a Miguel Paleólogo y el emperador realmente la aceptó en su carta al Segundo Concilio de Lyons (1272). La misma fórmula fue repetida en el siglo XV por el Papa Eugenio IV en su Decreto para los jacobitas, en el siglo XVI por el Concilio de Trento (Ses. IV, decr. De can. Script.), y en el siglo XIX por el Concilio Vaticano I. Lo que se implica con esta autoría divina de la Sagrada Escritura, y cómo se explica, se ha establecido en el artículo Inspiración de la Biblia.

Colección de Libros Sagrados

Lo que se ha dicho implica que Escritura no se refiere a un solo libro, sino que comprende un número de libros escritos en diferentes tiempos y por diferentes escritores obrando bajo la inspiración del Espíritu Santo. De ahí la pregunta ¿cómo pudo haber sido hecha esa colección y cómo fue construida de hecho?

Cuestión de Derecho:

La principal dificultad en cuanto a la primera pregunta (quoestio juris) surge del hecho de que un libro debe ser divinamente inspirado para que pueda reclamar la dignidad de ser considerado como Escritura. Se han sugerido varios métodos para afirmar el hecho de la inspiración. Se ha pretendido que el llamado criterio interno es suficiente para llevarnos al conocimiento de este hecho. Pero en una investigación minuciosa prueba ser inadecuado.

  • Los milagros y profecías requieren una intervención divina para poder suceder, no para que puedan ser registrados; de ahí que una obra respecto a milagros o profecías necesariamente no es inspirada.
  • El llamado criterio ético-estético es inadecuado. Falla en establecer que ciertas partes de la Escritura son escritos inspirados, por ejemplo, las tablas genealógicas y los relatos resumidos de los reyes de Judá, mientras que favorece la inspiración de ciertas obras post apostólicas, por ejemplo la “Imitación de Cristo” y las epístolas de San Ignacio de Antioquía mártir.
  • Lo mismo puede decirse del criterio psicológico, o el efecto que la lectura atenta produce en el corazón del lector. Tales emociones son subjetivas, y varían en diferentes lectores. La Epístola de Santiago le pareció ficticia a Martín Lutero y divina a Juan Calvino.
  • Estos criterios interiores son inadecuados incluso si fuesen tomados colectivamente. Las llaves equivocadas no podrán abrir una cerradura ya se usen solas o en conjunto.

Otros estudiantes de este asunto han intentado establecer la autoría apostólica como un criterio de inspiración. Pero esta respuesta no nos da un criterio para la inspiración de los libros del Antiguo Testamento, ni toca la inspiración de los Evangelios de San Marcos y San Lucas, ninguno de los cuales fue un apóstol. Además, los Apóstoles estaban dotados con el don de la infalibilidad en su enseñanza, y en sus escritos en la medida en que formaban parte de su enseñanza; pero infalibilidad en la escritura no implica inspiración. Ciertos escritos del Papa pueden ser infalibles, pero no son inspirados; Dios no es su autor. Ni el criterio de inspiración puede ser colocado en el testimonio de la historia, pues la inspiración es un hecho sobrenatural, conocido sólo por Dios y probablemente por el escritor inspirado. Por lo tanto el testimonio humano respecto a la inspiración está basado, a lo mejor, en el testimonio de una persona que es, naturalmente hablando, una parte interesada en el asunto respecto al cual testifica. La historia de los falsos profetas de tiempos antiguos así como los de nuestros días nos enseña la futilidad de tal testimonio. Es cierto que los milagros y las profecías a veces pueden confirmar tal testimonio humano sobre la inspiración de una obra. Pero, en primer lugar, no todos los escritores inspirados han sido profetas u obradores de milagros; en segundo lugar, para que los milagros y profecías puedan servir como prueba de inspiración, debe estar claro que los milagros se realizaron y las profecías se profirieron, para establecer el hecho en cuestión; en tercer lugar, si esta condición se verifica, el testimonio para la inspiración ya no es meramente humano, sino que se ha vuelto divino. Nadie dudará de la suficiencia del testimonio divino para establecer el hecho de la inspiración; por otro lado, nadie puede negar la necesidad de tal testimonio para poder distinguir con certeza entre un libro inspirado y uno no inspirado.

Cuestión de Hecho:

Es un problema bastante difícil establecer con certeza cómo y cuándo la comunidad religiosa recibió como sagrados los libros del Antiguo y Nuevo Testamento. Deuteronomio 31,9.24 ss., nos informa que Moisés le entregó el Libro de la Ley a los levitas y a los ancianos de Israel para ser depositados “al lado del Arca de la Alianza”; según Deut. 17,18, el rey debía tener consigo una copia de por lo menos parte del libro para que “la leyera todos los días de su vida”. Josué (24,26) añadió su parte al Libro de la Ley de Israel, y éste debe ser considerado como el segundo paso en la recopilación de los escritos del. Según Isaías 34,16 y Jeremías 36,4, los Profetas Isaías y Jeremías coleccionaron sus respectivos pronunciamientos proféticos. Las palabras de 2 Crón. 29,30 nos lleva a suponer que en los días del rey Ezequías existió o se originó una colección de los Salmos de David y de Asaf. De Proverbios 25,1 se puede inferir que al mismo tiempo se hizo una colección de los escritos de Salomón, que pudieron haber sido añadidos a la colección de Salmos. En el siglo II a.C. los profetas menores ya habían sido juntados en una obra (Ecclus., XLIX, 12) la cual se cita en Hch. 7,42 como “los libros de los profetas”. Las expresiones en Daniel 9,2 y en 1 Mac. 12,9 sugieren que incluso estas pequeñas colecciones habían sido recopiladas en un cuerpo mayor de libros sagrados. Tal colección mayor está ciertamente implícita en las palabras de 2 Mac. 2,13 y en el prólogo del Eclesiástico. Puesto que estos dos pasajes mencionan las divisiones principales del Canon del Antiguo Testamento, éste debió haber sido completado, por lo menos respecto a los primeros libros, durante el curso del siglo II a.C.

Se admite generalmente que los judíos del tiempo de Jesucristo reconocían como canónicos o incluidos en su colección de escritos sagrados todos los llamados libros protocanónicos del Antiguo Testamento. Cristo y los Apóstoles respaldaron esta fe de los judíos, de modo que tenemos autoridad divina para su carácter bíblico. Puesto que hay sólidas razones para afirmar que algunos de los escritores del Nuevo Testamento usaron la Versión de los Setenta, la cual contenía los libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento, estos últimos también son atestiguados como parte de las Sagradas Escrituras. Además, 2 Pedro 2,15-16 clasifica todas las Epístolas de San Pablo con las “otras escrituras” y 1 Tim. 5,18 parece citar a Lucas 10,7, y ponerlo a nivel de Deuteronomio 25,4. Pero estos argumentos para la cualidad de canónicos de los libros deuterocanónicos del Antiguo Testamento, de las Epístolas Paulinas y del Evangelio según San Lucas no excluyen toda duda razonable. Sólo la Iglesia, la portadora infalible de la tradición, puede proveer certeza invencible en cuanto al número de libros divinamente inspirados del Antiguo y del Nuevo Testamento. Vea Canon del Nuevo Testamento.

División de la Escritura

Antiguo y Nuevo Testamentos:

Puesto que las dos dispensaciones de la gracia separadas entre sí por la venida de Jesús son llamadas el Antiguo y Nuevo Testamento ( Mt. 26,28; 2 Cor. 3,14), así desde tiempos antiguos los libros inspirados pertenecientes a la economía de la gracia fueron llamados libros del Antiguo o del Nuevo Testamento, o simplemente el Antiguo o el Nuevo Testamento. Este nombre de las dos grandes divisiones de los escritos inspirados prácticamente ha sido común entre los cristianos latinos desde el tiempo de Tertuliano, aunque Tertuliano mismo a menudo emplea el nombre “Instrumentum” o documento legalmente auténtico; Casiodoro usa el título “Pandectas Sagradas” o sagrado digesto de la ley.

Protocanónicos y Deuterocanónicos:

Al principio la palabra “canon” designaba la regla material o instrumento usado en varios oficios; en sentido metafórico significaba la forma o perfección que debía ser lograda en las varias artes u oficios. En este sentido metafórico algunos de los primeros Padres propusieron el canon de la verdad, el canon de la tradición, el canon de la fe, el canon de la Iglesia contra los dogmas erróneos de los primeros herejes (San Clemente, 1 Cor. 7; Clemente de Alejandría, Stromata I.16; Orígenes, De Principiis IV.9; etc.) San Ireneo empleó otra metáfora, y llamó al Cuarto Evangelio el canon de la verdad (Contra Herejías, III.11); San Isidoro de Pelusio aplica el nombre a todos los escritos inspirados (Epist., IV, 14). En la época de San Agustín (Contra Crescent., II, XXXIX) y San Jerónimo (Prolog. Gal.), la palabra “canon” comenzó a denotar la colección de las Sagradas Escrituras; entre escritores posteriores se usó prácticamente en el sentido de catálogo de libros inspirados.

En el siglo XVI Sixto Senensis, O.P., distinguió entre libros protocanónicos y deuterocanónicos. Esta distinción no indica una diferencia de autoridad, sino sólo una diferencia de tiempo en el cual la Iglesia reconocía los Libros como divinamente inspirados. Por lo tanto, los deuterocanónicos son aquellos libros cuya inspiración fue puesta en duda por algunas iglesias más o menos seriamente por un tiempo, pero que fueron aceptados por toda la Iglesia como realmente inspirados, luego de que el asunto fue minuciosamente investigado. En cuanto al Antiguo Testamento, los Libros de Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, 1 y 2 Macabeos, y también Ester 10,4 - 16,24, Daniel 3,24-90, 13,1 - 14,42, son en este sentido deuterocanónicos; lo mismo se puede decir de los siguientes libros y porciones del Nuevo Testamento: Hebreos, Santiago, 2 de Pedro, 3 de Juan, Judas, Apocalipsis, Mc. 13,9-20, Lc. 22,43-44, Juan 7,53 - 8,11. Los escritores protestantes a menudo llaman a los libros deuterocanónicos del Nuevo Testamento los apócrifos.

División Tripartita de los Testamentos:

El prólogo del Eclesiástico muestra que los libros del Antiguo Testamento eran divididos en tres partes: la Ley, los Profetas y los Escritos (la hagiógrafa). Esa misma división se menciona en Lc. 24,44 y ha sido mantenida por los judíos posteriores. La Ley o Torá consta sólo del Pentateuco. La segunda parte contiene dos secciones: los primeros profetas (Josué, Jueces, Samuel y Reyes), y los profetas posteriores (Isaías, Jeremías, Ezequiel, y los profetas menores, llamados los Doce, y contados como un solo libro). La tercera división comprende tres clases de libros; primero, los libros poéticos (Salmos, Proverbios, Job); segundo, los cinco Megilloth o Rollos (Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester); tercero, los tres libros restantes (Libro de Daniel, Esdras, Paralipómenos. Por lo tanto, al añadir los cinco libros de la primera división a los ocho de la segunda, más los once de la tercera, el Canon completo de las Escrituras judías consta de veinticuatro libros. Otro arreglo conecta a Rut con el Libro de los Jueces, y Lamentaciones con Jeremías, y así reduce el número de libros en el canon a veintidós.

La división de los libros del Nuevo Testamento en Evangelios y el Apóstol (Evangelium et Apostolus, Evangelia et Apostoli, Evangelica et Apostolica) comenzó en los escritos de los Padres Apostólicos (San Ignacio, "Ad Philad.", V; "Epist. ad Diogn., XI) y fue comúnmente adoptada a fines del siglo II (San Ireneo, Contra Herejías, I.3; Tertuliano, "De praescr.", XXXIV; Clemente de Alejandría, Stromata VII.3, etc.); pero los Padres posteriores no se adhirieron a ella. Se ha hallado conveniente dividir tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo en cuatro, o aún mejor en tres partes. Las cuatro partes distinguen entre libros legales, históricos, didácticos o doctrinales, mientras que la división tripartita añade los libros legales (el Pentateuco y los Evangelios) a los históricos, y retiene las dos otras clases, es decir, la didáctica y los libros proféticos.

Organización de los Libros:

El catálogo del Concilio de Trento organiza los libros inspirados parte en orden topológico y en parte en orden cronológico. En el Antiguo Testamento, tenemos primero todos los libros históricos, excepto los dos libros de los Macabeos, que se supone fueron escritos último que todos. Estos libros históricos fueron organizados de acuerdo al orden de tiempo sobre el que tratan; los libros de Tobías, Judit y Ester, sin embargo, ocupan el último lugar porque se refieren a historias personales. El cuerpo de obras didácticas ocupa el segundo lugar en el Canon, siendo arreglada en el orden del tiempo en que se supone que vivieron los escritores. El tercer lugar se le asigna a los profetas, primero los cuatro mayores y luego los doce menores, según su respectivo orden cronológico.

El Concilio sigue un método similar en la organización de los libros del Nuevo Testamento. El primer lugar se le da a los libros históricos, es decir, los Evangelios y los Hechos; los Evangelios siguen el orden de su composición estimada. Los libros didácticos ocupan el segundo lugar, las Epístolas Paulinas siguiendo a las Católicas. Las primeras son enumeradas según el orden de dignidad de la alocución y según la importancia del asunto tratado. De ahí resulta la serie: Romanos; 1 y 2 Corintios; Gálatas; Efesios; Filipenses; Colosenses; 1 y 2 Tesalonicenses, 1 y 2 Timoteo; Tito; Filemón; la Epístola a los Hebreos ocupa el último lugar debido a su recepción tardía en el canon. En su disposición de las Epístolas Católicas el Concilio sigue el llamado orden occidental: 1 y 2 Pedro; 1, 2 y 3 de Juan; Santiago; Judas; nuestra edición de la Vulgata sigue el orden oriental (Santiago; 1, 2 y 3 de Juan; Judas) el cual parece basarse en Gálatas 2,9. En el Nuevo Testamento, el Apocalipsis ocupa el lugar correspondiente al de los Profetas en el Antiguo Testamento.

División Litúrgica:

Las necesidades de la liturgia ocasionaron una división de los libros inspirados en partes más pequeñas. En tiempos de los Apóstoles era una costumbre aceptada en el servicio sabatino de la sinagoga leer una porción del Pentateuco (Hch. 15,21) y una parte de los Profetas (Lc. 4,16; Hch. 13,15.27). Así el Pentateuco fue dividido en cincuenta y cuatro parashas según el número de sábados en el año lunar intercalar. A cada parasha corresponde una división de los escritos proféticos, llamada haphtara. El Talmud habla de más divisiones pequeñas, pesukim, que casi se asemejan a nuestros versículos. La Iglesia transfirió al domingo cristiano la costumbre judía de leer parte de las Escrituras en las reuniones de los fieles, pero pronto le añadió, o sustituyó, las lecturas judías por partes del Nuevo Testamento (San Justino, “I Apol.”, LXVII; Tert., “De praescr.”, XXXVI, etc.). Puesto que las iglesias particulares diferían en la selección de las lecturas dominicales, esta costumbre no ocasionó ninguna división generalmente aceptada en los libros del Nuevo Testamento. Además, desde fines del siglo V, estas lecturas dominicales ya no se tomaron en orden, sino que se escogía las secciones según se adaptaban a las temporadas y fiestas eclesiásticas.

Divisiones para facilitar la referencia:

Para la conveniencia de los lectores y estudiantes el texto tuvo que ser dividido más uniformemente de lo que hemos visto hasta ahora. Tales divisiones se remontan al tiempo de Taciano en el siglo II. En el siglo III Amonio dividió el texto del Evangelio en 1162 “kephalaia” para facilitar una armonía en los Evangelios. Eusebio, Eutalio y otros llevaron a cabo este trabajo de división en los siglos siguientes, de modo que en el siglo V o VI los Evangelios quedaron divididos en 318 partes (tituli), las Epístolas en 254 (capitula), y el Apocalipsis en 96 (24 sermones, 72 capitula). Casiodoro relata que el texto del Antiguo Testamento estaba dividido en varias partes (De inst. div. Lit., I, II). Pero todas estas variadas divisiones eran demasiado imperfectas y demasiado desiguales para el uso práctico, especialmente cuando en el siglo XIII se comenzó a construir concordancias (vea Concordancias de la Biblia). Alrededor de este tiempo, el cardenal Stephen Langton, arzobispo de Canterbury (m. 1228), dividió uniformemente todos los libros de la Escritura, una división que halló su camino casi inmediatamente en los códices de la versión de la Vulgata e incluso en los códices de textos originales, y pasó a todas las ediciones impresas luego de la invención de la imprenta. Como los capítulos eran demasiado largos para una pronta referencia, el cardenal Hugo de San Cher los dividió en secciones más pequeñas, las cuales indicó con las letras mayúsculas A, B, etc. Robert Stephens, probablemente imitando a R. Nathan (1437), dividió los capítulos en versículos, y publicó su división completa en capítulos y versículos primero en el texto de la Vulgata (1548) y luego también en el original griego del Nuevo Testamento (1551).

Escritura

Puesto que la Escritura es la palabra de Dios escrita, sus contenidos son verdades divinamente garantizadas, reveladas ya sea en el sentido amplio de la palabra o en el estricto. Además, puesto que la inspiración de un escrito no se puede conocer sin el testimonio divino, Dios debe haber revelado cuáles son los libros que constituyen la Sagrada Escritura. Además, los teólogos enseñan que la Revelación cristiana estaba completa con los Apóstoles, y que su depósito fue confiado a los Apóstoles para guardarlo y promulgarlo. Por lo tanto, el depósito apostólico de la revelación no contenía meramente la Sagrada Escritura en lo abstracto, sino también el conocimiento sobre sus libros constituyentes. La Escritura, entonces, es un depósito apostólico confiado a la Iglesia, y a la Iglesia pertenece su legítima administración. Esta posición de la Sagrada Escritura en la Iglesia implica las siguientes consecuencias:

(1) Los Apóstoles promulgaron tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento como un documento recibido de Dios. Es anteriormente probable que Dios no lanzaría su Palabra escrita sobre los hombres como una mera fruta arrastrada por el viento, proveniente de una autoridad desconocida, sino que confiaría su publicación al cuidado de aquellos que Él estaba enviando a predicar el Evangelio a todas las naciones, y a quienes les había prometido estar con ellos por siempre, incluso hasta la consumación del mundo. En conformidad con este principio, San Jerónimo (De Script. Eccl.) dijo del Evangelio según San Marcos: “Cuando Pedro lo oyó, ambos lo aprobaron y ordenaron que se leyera en las iglesias”. Los Padres testifican la promulgación de la Escritura por los Apóstoles donde tratan sobre la transmisión de los escritos inspirados.

(2) La transmisión de los escritos inspirados consiste en la entrega de la Escritura por los Apóstoles a sus sucesores con el derecho, el deber y el poder de continuar su promulgación, de preservar su integridad e identidad, de explicar su significado, de usarla para ilustrar y probar la enseñanza católica, de oponerse y condenar cualquier ataque a su doctrina, o cualquier abuso de su significado. Podemos inferir todo esto por el carácter de los escritos inspirados y la naturaleza del apostolado; pero también es atestiguado por alguno de los importantes escritores de la Iglesia primitiva. San Ireneo insiste sobre estos puntos contra los gnósticos, quienes apelaron a la Escritura como a documentos históricos privados. Él excluye la opinión gnóstica, primero al insistir en la misión de los Apóstoles y en la sucesión en el apostolado, especialmente según visto en la Iglesia de Roma (Haer., III, 3-4); segundo, al mostrar que la predicación de los Apóstoles continuada por sus sucesores contiene una garantía sobrenatural de infalibilidad a través de la morada del Espíritu Santo (Haer., III, 24); tercero, al combinar la sucesión apostólica y la garantía sobrenatural del Espíritu Santo (Haer., IV, 26). Parece claro que, si la Escritura no puede ser considerada como un documento histórico privado debido a la misión oficial de los Apóstoles, debido a la sucesión oficial en el apostolado de sus sucesores, y debido a la ayuda del Espíritu Santo prometido a los Apóstoles y sus sucesores, la promulgación de la Escritura, la preservación de su integridad e identidad, y la explicación de su significado debe pertenecer a los Apóstoles y sus legítimos sucesores. Los mismos principios fueron defendidos por el gran doctor alejandrino, Orígenes (De princ., Praef.). “Que sólo”, dice él, “se debe creer como verdad lo que no difiere en nada de la tradición apostólica y eclesiástica.” En otro pasaje (in Matth. tr. XXIX, n. 46-47), él rechaza el alegato presentado por los herejes “tan a menudo como presenten Escrituras canónicas en que todos los cristianos concuerden y crean”, que “en las casas esté la palabra de verdad”; “pues de ella (la Iglesia]] solamente ha salido el sonido a toda la tierra, y sus palabras hasta el fin del mundo”. Que la Iglesia africana concuerda con la alejandrina es claro por las palabras de Tertuliano (De praescript., nn, 15, 19). Él protesta contra la admisión de los herejes “a cualquier discusión tocante a las Escrituras”. “Primero se debe proponer esta pregunta, que es ahora la única a ser discutida, “¿A quién pertenece la fe misma?, ¿de quién son las Escrituras?... Pues las verdaderas Escrituras y las verdaderas exposiciones y todas las verdadera regla cristiana estarán donde estén tanto las verdaderas reglas y fe cristianas”. San Agustín endosa la misma posición cuando dice: “Yo no le creería al Evangelio excepto sobre la autoridad de la Iglesia Católica” (Con epist. Manichaei, fundam., n. 6).

3) En virtud de su promulgación oficial y permanente, la Escritura es un documento público, cuya autoridad divina es evidente para todos los miembros de la Iglesia.

(4) La Iglesia necesariamente posee un texto de la Escritura que es internamente auténtico, o substancialmente idéntico al original. Cualquier forma o versión del texto, cuya autenticidad la Iglesia ha aprobado ya sea por su uso universal y constante o por una declaración formal, disfruta del carácter de autenticidad externa o pública, es decir, su conformidad con el original no puede ser meramente presumida jurídicamente, sino que debe ser aceptada como cierta debido a la infalibilidad de la Iglesia.

(5) El texto auténtico, legítimamente promulgado, es una fuente y regla de fe, aunque permanece sólo como un medio o instrumento en las manos del cuerpo docente de la Iglesia, el cual es el único con el derecho a interpretar autoritativamente la Escritura.

(6) La administración y custodia de la Escritura no se confía directamente a toda la Iglesia, sino a su cuerpo docente, aunque la Escritura misma es propiedad común de los miembros de toda la Iglesia. Aunque el uso privado de la Escritura está opuesto al hecho de que es propiedad común, sus administradores están obligados a comunicar su contenido a todos los miembros de la Iglesia.

(7) Aunque la Escritura es propiedad eclesiástica solamente, aquellos fuera de su límite la pueden usar como medio de descubrir o entrar a la Iglesia. Pero Tertuliano muestra que ellos no tienen derecho a aplicar la Escritura a sus propios propósitos o a tornarla contra la Iglesia. Él también enseña a los católicos cómo disputar el derecho de los herejes a apelar del todo a la Escritura (por una especie de objeción), antes de argüir con ellos sobre puntos únicos de la doctrina bíblica.

(8) Los derechos del cuerpo docente de la Iglesia incluyen también el de emitir y poner en vigor decretos para promover el uso correcto, o prevenir el abuso de la Escritura. Sin mencionar la definición del Canon (vea Canon del Nuevo Testamento), el Concilio de Trento emitió dos decretos respecto a la Vulgata, y un decreto respecto a la interpretación de la Escritura. (Vea exégesis bíblica, hermenéutica, y esta última aprobación y sanción fue repetida de forma más concluyente por el Concilio Vaticano I (Ses. III, Conc. Trid., Ses. IV). Las varias decisiones de la Comisión Bíblica derivan su poder coercitivo del mismo derecho del cuerpo docente de la Iglesia (cf. Thomas Stapleton, Princ. Fid. Demonstr., X-XI; Wilhelm y Scannel, “Manual de Teología Católica”, Londres, 1890, I, 61 ss.; Scheeben, "Handbuch der katholischen Dogmatik", Friburgo, 1873, I, 126 ss.).

Actitud de la Iglesia Hacia la Lectura de la Biblia en el Vernáculo

La actitud de la Iglesia en cuanto a la lectura de la Biblia en el vernáculo puede ser inferida de la práctica y legislación de la Iglesia. Ha sido su práctica proveer a las naciones recién convertidas, tan pronto sea posible, con versiones de la Escritura en su idioma vernáculo; de ahí las versiones orientales y latinas tempranas, las versiones existentes entre los armenios, los eslavos, los ostrogodos, los italianos, los franceses y las traducciones parciales al inglés. En cuanto a la legislación de la Iglesia sobre este asunto, podemos dividir su historia en tres grandes períodos:

(1) Durante el curso del primer milenio de su existencia, la Iglesia no promulgó ninguna ley respecto a la lectura de la Biblia en el vernáculo. Más bien se alentaba a los fieles a leer los Libros Sagrados de acuerdo a sus necesidades espirituales (cf. San Ireneo, Contra Herejías, III.4).

(2) Los próximos quinientos años muestran sólo regulaciones locales respecto al uso de la Biblia en el vernáculo. El 2 de enero de 1080, el Papa San Gregorio VII le escribió al Duque de Bohemia que no permitiría la publicación de las Escrituras en el lenguaje de su país. Esta carta fue escrita principalmente para rechazar la petición de los bohemios de un permiso para conducir el servicio divino en el lenguaje eslavo. El Papa temía que la lectura de la Biblia en el vernáculo podría llevar a irreverencia y falsas interpretaciones del texto inspirado (San Gregorio VII, “Epist.”, VII, XI). El segundo documento pertenece al tiempo de los valdenses y de las herejías albigenses. El obispo de Metz le había escrito al Papa Inocencio III que existía en su diócesis un frenesí perfecto por la Biblia en el vernáculo. En 1199 el Papa le contestó que en general, el deseo de leer las Escrituras era digno de encomio, pero que la práctica era peligrosa para los simples e incultos ("Epist., II, CXLI; Hurter, "Gesch. des. Papstes Innocent III", Hamburgo, 1842, IV, 501 ss.). Luego de la muerte de Inocencio III, en 1229 el Sínodo de Tolosa dirigió su décimo cuarto canon contra el mal uso de la Sagrada Escritura de parte de los cátaros:  : "prohibemus, ne libros Veteris et Novi Testamenti laicis permittatur habere" (Hefele, "Concilgesch", Friburgo, 1863, V, 875). En 1233 el Sínodo de Tarragona emitió una prohibición similar en su segundo canon, pero ambas leyes estaban destinadas sólo para los países sujetos a la jurisdicción de los respectivos sínodos (Hefele, ibid., 918). En 1408 el Tercer Sínodo de Oxford, debido a los desórdenes de los lolardos, quienes en adición a sus crímenes de violencia y anarquía, habían introducido virulentas interpolaciones en el texto sagrado en su vernáculo, emitió una ley en virtud de la cual sólo se permitiría a los laicos leer las versiones aprobadas por el ordinario local o el consejo provincial (Hefele, op. cit., VI, 817).

(3) Es sólo al comienzo de los últimos cinco centurias que encontramos una ley general de la Iglesia respecto a la lectura de la Biblia en el vernáculo. El 24 de marzo de 1564 elPapa Pío IV promulgó en su Constitución “Dominici gregis” el Índice de Libros Prohibidos. Según la tercera regla, el Antiguo Testamento puede ser leído en el vernáculo por hombres piadosos e instruidos, según el juicio del obispo, como una ayuda para el mejor entendimiento de la Vulgata. La regla cuarta coloca en manos del obispo o inquisidor el poder de permitir la lectura del Nuevo Testamento en el vernáculo a laicos que según el juicio de su confesor o pastor se pueden beneficiar de esta práctica. El Papa Sixto V se reservó este poder para sí mismo o la Sagrada Congregación del Índice, y Clemente VIII le añadió esta restricción a la cuarta regla del Índice, a modo de apéndice. Benedicto XIV requirió que la versión vernácula leída por los laicos debía ser aprobada por la Santa Sede o provista con notas tomadas de los escritos de los Padres o de autores instruidos y piadosos. Entonces se volvió una pregunta abierta si este orden de Benedicto XIV intentaba sustituir la legislación anterior o restringirla más. Esta duda no fue aclarada por los tres documentos siguientes: la condena de ciertos errores del jansenista Pasquier Quesnel en cuanto a la necesidad de leer la Biblia, la Bula Unigénito emitida por Clemente XI el 8 de septiembre de 1713 (cf. Denzinger, “Enchir.”, nn. 1294-1300); la condena de la misma enseñanza sostenida en el Sínodo de Pistoia por la Bula “Auctorem Fidei” emitida el 28 de agosto de 1794 por el Papa Pío VI; la advertencia contra el permitir a los laicos leer indiscriminadamente las Escrituras en el vernáculo, dirigida al obispo de Mohileff por el Papa Pío VII el 3 de septiembre de 1816. Pero el Decreto emitido por la Sagrada Congregación del Índice el 7 de enero de 1836 parece haber dejado claro que de ahí en adelante los laicos podían leer versiones de la Biblia en el vernáculo, si estaban aprobadas por la Santa Sede o si poseían notas tomadas de los escritos de los Padres o de autores católicos instruidos. La misma regulación fue repetida por el Papa Gregorio XVI en su Encíclica del 8 de mayo de 1844. En general, la Iglesia ha permitido siempre la lectura de la Biblia en el vernáculo, si es deseable para las necesidades espirituales de sus hijos; sólo lo ha prohibido cuando ha sido casi cierto que causa daño espiritual serio.

Otros Asuntos Bíblicos

La historia de la preservación y la propagación del texto de la Escritura se describe en los artículos Manuscritos de la Biblia, Códice Alejandrino (etc.), Versiones de la Biblia, Ediciones de la Biblia, Crítica Textual; la interpretación de la Escritura se trata en los artículos Hermenéutica, Exégesis Bíblica, Comentarios a la Biblia, y Alto Criticismo. Información adicional sobre estos asuntos aparece en los artículos Introducción Bíblica, Antiguo Testamento, Nuevo Testamento. La historia de la versión inglesa se trata en el artículo Versiones de la Biblia.


Bibliografía: Una lista de literatura católica sobre temas bíblicos ha sido publicada en la Revista Eclesiástica Americana, XXXI (agosto de 1904), 194-201; esta lista está bastante completa hasta la fecha de su publicación. Vea también las obras citadas a través del curso del artículo. Muchas de los asuntos relacionados con la Escritura se tratan en artículos especiales a través del curso de la Enciclopedia, por ejemplo, además de los mencionados arriba, vea San Jerónimo, Canon de las Sagradas Escrituras; Concordancias de la Biblia, Inspiración de la Biblia, Antiguo Testamento, Nuevo Testamento, etc. Cada uno de estos artículos tiene abundante guía literaria hacia su propio aspecto de las Escrituras.

Fuente: Maas, Anthony. "Scripture." The Catholic Encyclopedia. Vol. 13. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/13635b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina.