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Martes, 19 de marzo de 2024

La Encarnación

De Enciclopedia Católica

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Introducción

La Encarnación es el misterio y el dogma de la Palabra hecha carne. En este sentido técnico la palabra encarnación se adoptó, durante el siglo XII, procedente del normando-francés, que a su vez había tomado la palabra del latín incarnatio (Vea Diccionario de Oxford, s.v.). Los Padres latinos, desde el siglo IV, hacen uso común de la palabra; así los santos Jerónimo, Ambrosio, Hilario, etc. El latín incarnatio (in: caro, carne) corresponde al griego sarkosis o ensarkosis, palabras que se basan en Juan (1, 14) kai ho Logos sarx egeneto, “Y la Palabra se hizo carne”. Estos dos términos fueron usados por los Padres griegos desde la época de San Ireneo —esto es, según Harnack, los años 181-189 d.C. (cf. Iren., “Adv. Haer.” III, 19, n. I.; Migne, VII, 939). El verbo sarkousthai, hacerse carne, aparece en el credo del Concilio de Nicea (cf. Denzinger, “Enchiridion”, n.86).

En el lenguaje de la Sagrada Escritura, carne significa, por sinécdoque, naturaleza humana u hombre (cf. Lucas 3,6; Rom. 3,20). Suárez cree que la elección de la palabra encarnación ha sido muy adecuada. El hombre es llamado carne para enfatizar la parte más débil de su naturaleza. Cuando se dice que el Verbo se ha encarnado, se ha hecho carne, se expresa mejor la bondad divina por medio de la cual Dios “se despojó de sí mismo... y apareció en su porte (schemati) como hombre” (Flp. 2,7); tomó sobre sí mismo no sólo la naturaleza de hombre, una naturaleza capaz de sufrimiento y enfermedad y muerte, se hizo hombre en todo excepto sólo en el pecado (cf. Suárez, “De Incarnatione”, Praef. n.5). Los Padres de vez en cuando utilizan la palabra henanthropesis, el acto de convertirse en hombre, al que corresponde el término inhumanatio, usado por algunos Padres latinos, y “Menschwerdung”, corriente en alemán. El misterio de la Encarnación se expresa en la Escritura por otros términos: epilepsis, el acto de asumir una naturaleza (Heb. 2,16); epiphaneia, apariencia (2 Tim. 1,10); phanerosis hen sarki, manifestación en la carne (I Tim. 3, 16); somatos katartismos, la adaptación a un cuerpo, que algunos Padres latinos llaman incorporatio (Heb. 10, 5); kenosis, el acto de despojarse de sí mismo (Flp. 2,7). En este artículo trataremos del hecho, naturaleza y efectos de la Encarnación.

El Hecho de la Encarnación

La Encarnación implica tres hechos: (1) La Persona Divina de Jesucristo; (2) La Naturaleza Humana de Jesucristo; (3) La Unión Hipostática de la Naturaleza Humana con la Divina en la Persona Divina de Jesucristo.

La Persona Divina de Jesucristo

Presuponemos la historicidad de Jesucristo —es decir, que fue una persona real de la historia (vea el artículo JESUCRISTO; el mesiazgo de Jesús; el valor histórico y autenticidad de los Evangelios y los Hechos; el carácter de enviado divino de Jesucristo establecido por medio de ellos; el establecimiento de un infalible y perdurable organismo docente que tenga y mantenga el depósito de la verdad revelada confiada a él por el enviado divino, Jesucristo; la transmisión de todo ese depósito por tradición y de parte del mismo por la Sagrada Escritura; el canon e inspiración de las Sagradas Escrituras— todas estas cuestiones se encontrarán tratadas en sus correspondientes lugares. Además, asumimos que la naturaleza divina y la personalidad divina son una e inseparable (ver TRINIDAD). La finalidad de este artículo es probar que la persona histórica, Jesucristo, es real y verdaderamente Dios, —esto es, tiene la naturaleza de Dios, y es una persona divina. La divinidad de Jesucristo es establecida por el Antiguo Testamento, por el Nuevo Testamento y por la Tradición.

A. Pruebas del Antiguo Testamento

Las pruebas del Antiguo Testamento de la divinidad de Jesús presuponen su testimonio de Él como el Cristo, el Mesías (ver MESÍAS). Dando entonces por supuesto que Jesús es el Cristo, el Mesías prometido en el Antiguo Testamento, de los términos de su promesa resulta seguro que el prometido es Dios, es una Persona Divina en el sentido estricto de la palabra, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo del Padre, uno en naturaleza con el Padre y el Espíritu Santo. Nuestro argumento es acumulativo. Los textos del Antiguo Testamento tienen peso por sí mismos; tomados junto a su cumplimiento en el Nuevo Testamento y con el testimonio de Jesús, sus apóstoles y su Iglesia, forman un argumento acumulado a favor de la divinidad de Jesucristo que es abrumador en su fuerza. Las pruebas del Antiguo Testamento las extraemos de los Salmos, de los Libros Sapienciales y de los Profetas.

(a) Testimonio de los Salmos

Salmo 2, 7. “El Señor me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” Aquí Yahvéh, esto es, el Dios de Israel, habla al Mesías prometido. Así interpreta San Pablo el texto (Heb. 1, 5) mientras que prueba la divinidad de Jesús a partir de los Salmos. Se plantea la objeción de que San Pablo no está aquí interpretando sino sólo acomodando la Escritura. El aplica las mismas palabras del Salmo 2, 7 al sacerdocio (Heb. 5, 5) y a la resurrección (Hechos 13, 33) de Jesús; pero sólo en un sentido figurado engendra el Padre al Mesías en el sacerdocio y en la resurrección de Jesús; de ahí que sólo en un sentido figurado engendra a Jesús como su Hijo. Respondemos que San Pablo habla figuradamente y acomoda la Escritura en la cuestión del sacerdocio y la resurrección pero no en la cuestión de la generación eterna de Jesús. Todo el contexto de este capítulo muestra que hay una cuestión de filiación real y real divinidad de Jesús. En el mismo versículo, San Pablo aplica a Cristo las palabras de Yahvéh a David, el arquetipo de Cristo: “Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo”. (II Reyes 7, 14). En el versículo siguiente, Cristo es mencionado como primogénito del padre, y es objeto de adoración de los ángeles, pero sólo Dios es adorado: “Tu trono, oh Dios, es para siempre jamás...Tu Dios, oh Dios, te ha ungido” (Sal. 44, 7,8). San Pablo refiere estas palabras a Cristo como el Hijo de Dios (Heb. 1, 9). Seguimos el texto masorético, “Tu Dios, oh Dios”. La versión de los Setenta y del Nuevo Testamento, ho theos, ho theos sou, “Oh Dios, tu Dios” es susceptible de la misma interpretación. Por tanto el Cristo es llamado aquí Dios dos veces; y de su trono o reino se dice que va a ser por toda la eternidad. Salmo 109, 1: “Dijo el Señor a mi Señor (Heb. Dijo Yahveh a mi Adonai): Siéntate a mi diestra”. Cristo cita este texto para probar que Él es Adonai (un término hebreo usado sólo para la deidad), sentado a la derecha de Yahvéh, que es invariablemente el gran Dios de Israel (Mat. 22, 44). En el mismo salmo, Yahvéh dice a Cristo: “Antes de la aurora, Yo te engendré”. Por tanto Cristo es el engendrado de Dios; fue engendrado antes de que el mundo existiera, y se sienta a la derecha del Padre celestial. Otros salmos mesiánicos podrían ser citados para demostrar el claro testimonio de estos poemas inspirados de la divinidad del Mesías prometido.

(b) Testimonio de los Libros Sapienciales

Tan claramente describen estos Libros Sapienciales a la Sabiduría increada como una Persona Divina distinta de la Primera Persona, que los racionalistas tienen que recurrir a un subterfugio y afirmar que la doctrina de la Sabiduría increada fue tomada por los autores de estos libros de la Filosofía neoplatónica de la escuela de Alejandría. Hay que señalar que en los libros presapienciales del Antiguo Testamento, el Logos increado, o hrema, es el principio activo y creativo de Yahvéh (ver Salmos 32, 4; 32, 6; 118, 89; 102, 20; Is. 40, 8; 54, 11). Más tarde el logos se convirtió en sophia, la Palabra increada se hizo increada Sabiduría. A la sabiduría se le atribuían todas las obras de creación y providencia divina (ver Job 26, 12; Prov. 8 y 9; Eccles. 1, 1; 24, 5-12; Sab. 6, 21; 9, 9) En Sab. 9, 1,2, tenemos un notable ejemplo de atribución de la actividad de Dios tanto al Logos como a la Sabiduría. Esta identificación del Logos premosaico con la sabiduría sapiencial y el Logos Joánico (ver LOGOS) es la prueba de que el subterfugio racionalista no es eficaz. La Sabiduría sapiencial y el Logos Joánico no son un desarrollo alejandrino de la idea platónica, sino el desarrollo hebraísta del premosaico Logos o Palabra increado y creador.

Ahora en cuanto a las pruebas sapienciales: En Eccl. 24, 7, la Sabiduría es descrita como increada, la “primera nacida del Altísimo antes de todas las criaturas”, “desde el principio y antes de los siglos me creó” (ibíd., 14). Tan universal fue la identificación de la Sabiduría con Cristo, que incluso los arrianos estaban de acuerdo con los Padres en esto; y se afanaban en probar mediante la palabra ektise, hecho o creado, del versículo 14, que la Sabiduría encarnada fue creada. Los Padres no respondieron que por la palabra Sabiduría no tenía que entenderse a Cristo, sino que explicaron que la palabra ektise tenía que ser interpretada aquí en relación con otros pasajes de la Sagrada Escritura y no según su significado habitual – el de la versión de los Setenta de Gén. 1, 1. No conocemos la palabra original hebrea o aramea; puede haber sido la misma palabra que aparece en Prov. 8, 22: “El Señor me ha poseído (en hebreo, me ha engendrado por generación; ver Gén. 4, 1) en la primicia de sus caminos, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui moldeado”. La Sabiduría que habla de sí misma en el libro del Eclesiástico no puede contradecir lo que la Sabiduría dice de sí misma en Proverbios y otros lugares. De ahí que los Padres tuvieran toda la razón al explicar que ektise no significaba hecho o creado en el sentido estricto del término (ver S. Atanasio, “Sermo ii contra Arianos”, n. 44; Migne, P.G., XXVI, 239). El Libro de la Sabiduría, también, habla claramente de la Sabiduría como “la que hizo todas las cosas... una emanación pura de la gloria del Omnipotente...el brillo de la luz eterna, y el espejo sin mancha de la majestad de Dios, y la imagen de su bondad” (Sab. 7, 21-26). San Pablo parafrasea este bello pasaje y lo refiere a Jesucristo (Heb. 1, 3). Está claro, entonces, por el estudio del texto de los propios libros, por la interpretación de estos libros por San Pablo, y especialmente, por la interpretación aceptada por los Padres y los usos litúrgicos de la Iglesia, que la sabiduría personificada de los Libros sapienciales es la Sabiduría increada, el Logos encarnado de San Juan, el Verbo hipostáticamente unido a la naturaleza humana, Jesucristo, el Hijo del Padre Eterno. Los Libros Sapienciales prueban que Jesús fue real y verdaderamente Dios.

(c) Testimonio de los Libros Proféticos

Los profetas claramente afirman que el Mesías es Dios. Isaías dice: “Vendrá Él mismo y os salvará” (35, 4); “Preparad el camino de Yahvéh” (40, 3); “Adonai Yahvéh vendrá con fortaleza” (40, 10). Que Yahvéh es aquí Jesucristo está claro por la utilización del pasaje por San Marcos (1, 3). El gran profeta de Israel da a Cristo un nuevo y especial nombre divino: “Será llamado Emmanuel” (Is. 7, 14). Este nuevo nombre divino San Mateo lo refiere como realizado en Jesús, e interpreta que significa la divinidad de Jesús. “Se le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere decir, Dios con nosotros” (Mat., 1, 23). También en 9, 6, Isaías llama al Mesías Dios: “Un niño nos ha nacido... será llamado Maravilloso Consejero, Dios Fuerte, Padre Perpetuo, Príncipe de la Paz”. Los católicos explican que el mismo niño es llamado Dios Fuerte (9, 6) y Emmanuel (7, 14); la concepción del niño es profetizada en el último versículo, el nacimiento del mismo niño se profetiza en el primero. El nombre Emmanuel (Dios con nosotros) explica el nombre que traducimos como “Dios Fuerte”. Es acrítico y prejuicioso por parte de los racionalistas salir de Isaías y buscar en Ezequiel (32, 21) el significado “más poderoso entre los héroes” para una palabra que en todos los demás lugares de Isaías es el nombre de “Dios Fuerte” (ver Is. 10, 21). Teodocio traduce literalmente theos ischyros; los Setenta lo hacen por “mensajero”. Nuestra interpretación es la comúnmente admitida por los católicos y por los protestantes de la escuela de Delitzsch (“Profecías Mesiánicas”, p. 145). Isaías también llama al Mesías “retoño de Yahvéh” (4, 2), esto es, que el que ha brotado de Yahvéh es de la misma naturaleza que Él. El Mesías es “Dios nuestro rey” (Is. 52, 7), “el Salvador enviado por nuestro Dios” (Is. 52, 10, donde la palabra que traducimos por Salvador es la forma abstracta de la palabra que traducimos por Jesús); “Yahvéh el Dios de Israel” (Is. 52, 12): “El que es tu hacedor, Yahvéh de los ejércitos es su nombre” (Is. 54, 5).

Los demás profetas son tan claros como Isaías, aunque no tan detallados, en su predicción de la divinidad del Mesías. Para Jeremías, es “Yahvéh nuestra Justicia” (23, 6; también 33, 16). Miqueas habla de la doble venida del Niño, su nacimiento en el tiempo en Belén y su procesión en la eternidad del padre (5, 2). El valor mesiánico de este texto se prueba por su interpretación en Mateo (2, 6). Zacarías hace que Yahvéh hable del Mesías como “mi compañero”; pero un compañero está en pie de igualdad con Yahvéh (13, 7). Malaquías dice: “He aquí que envío a mi mensajero, y él preparará el camino delante de mí, y enseguida el Señor, a quien buscáis, y el ángel de la alianza, a quien deseáis, vendrán a su templo” (3, 1). El mensajero del que se habla aquí es ciertamente San Juan el Bautista. Las palabras de Malaquías se interpretan como dichas respecto del Precursor por el propio Nuestro Señor (Mat., 11, 10). Pero el Bautista preparó el camino delante de Jesucristo. De ahí que sea Cristo el que hablaba por medio de las palabras de Malaquías. Pero las palabras de Malaquías son pronunciadas por Yahvéh, el gran Dios de Israel. De ahí que Cristo o el Mesías y Yahvéh sean una y la misma Persona divina. El argumento se hace más forzoso incluso por el hecho de que no sólo es el que habla, Yahvéh Dios de los ejércitos, uno y el mismo aquí que el Mesías delante del cual iba el Bautista: sino que la venida del Señor al templo aplica al Mesías un nombre que siempre se reserva para solo Yahvéh. Ese nombre aparece siete veces (Ex. 23, 17; 34, 23; Is. 1, 24; 3, 1; 10, 16 y 33; 19, 4) fuera de Malaquías, y es clara su referencia al Dios de Israel. El último de los profetas de Israel da testimonio claro de que el Mesías es el mismo Dios verdadero de Israel. Este argumento de los profetas en favor de la divinidad del Mesías es más convincente si se recibe a la luz de la revelación cristiana, a cuya luz lo presentamos. La fuerza acumulada del argumento está bien expuesta en “Cristo en símbolo y profecía” de Maas.

B. Pruebas del Nuevo Testamento

Daremos el testimonio de los cuatro Evangelistas y de San Pablo. El argumento del Nuevo Testamento tiene un peso acumulado que es abrumador en su efectividad, una vez que se prueban la inspiración del Nuevo Testamento y el carácter de enviado divino de Jesús (ver INSPIRACIÓN; CRISTIANISMO). El proceso de construcción dogmática y apologética católico es lógico y sin fisuras. Los teólogos católicos establecen primero el organismo de enseñanza al que Cristo dio su depósito de verdad revelada, para tener, guardar y transmitir ese depósito sin error ni defecto. Este organismo de enseñanza nos da la Biblia; y nos da el dogma de la divinidad de Cristo en la Palabra de Dios escrita y no escrita, esto es, la tradición y la escritura. Cuando la comparamos con la postura protestante de “la Biblia, toda la Biblia y nada más que la Biblia” – no, ni siquiera algo que nos diga qué es y qué no es la Biblia – la postura católica del organismo de enseñanza establecido por Cristo, indefectible, sin errores, es inexpugnable. La debilidad de la postura protestante se evidencia en el asunto de esta misma cuestión de la divinidad de Jesucristo. La Biblia es la única y sola regla de fe de los Unitarianos, que niegan la divinidad de Jesús; de los protestantes modernistas, que hacen de su divinidad una evolución de su conciencia interior; de todos los demás protestantes, sean los que sean sus pensamientos sobre Cristo. La fuerza de la postura católica resultará clara para cualquiera que haya seguido la evolución del Modernismo fuera de la Iglesia y la supresión del mismo dentro de ella.

(a) Testimonio de los Evangelistas

Aquí damos por supuesto que los Evangelios son auténticos, documentos históricos que nos han sido dados por la Iglesia como la Palabra inspirada de Dios. Renunciamos a plantear la cuestión de la dependencia de Mateo respecto de los Logia, del origen de Marcos a partir de “Q”, de la dependencia literaria o de otro tipo de Lucas respecto de Marcos; todas estas cuestiones se tratan en sus lugares apropiados y no pertenecen al proceso de la teología dogmática y apologética. Aquí tratamos de los cuatro Evangelios como la Palabra inspirada de Dios. El testimonio de los Evangelios sobre la divinidad de Cristo es de diversas clases.

Jesús es el Mesías Divino

Los Evangelistas, como hemos visto, refieren las profecías de la divinidad del Mesías como cumplidas en Jesús (ver Mateo 1, 23; 2, 6; Marcos 1, 2; Lucas 7, 27).

Jesús es el Hijo de Dios

Según el testimonio de los Evangelistas, el propio Jesús dio testimonio de su filiación divina. Como enviado divino no podía dar falso testimonio. En primer lugar, preguntó a sus discípulos en Cesarea de Filipo, “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” (Mt. 16, 13). Este nombre Hijo del Hombre era normalmente usado por el Salvador respecto de Sí mismo; testimoniaba su naturaleza humana y unidad con nosotros. Los discípulos contestaron que los demás decían que era uno de los profetas. Cristo les apremió. “Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (ibíd. 15) Pedro, como portavoz, replicó: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo” (ibíd. 16). A Jesús le satisfizo esta respuesta; le colocaba por encima de todos los profetas que eran hijos adoptados de Dios; le hacía Hijo natural de Dios. Pedro no tenía necesidad de especial revelación para conocer la filiación adoptiva divina de todos los profetas. Esta filiación natural divina le fue dada a conocer al jefe de los apóstoles sólo por una revelación especial. “Ni la carne ni la sangre te han revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos” (ibíd. 17). Jesús claramente asume este importante título en este sentido enteramente nuevo y especialmente revelado. Admite que es el Hijo de Dios en el pleno sentido de la palabra.

En segundo lugar, encontramos que permitió a los demás darle este título y demostrar mediante el acto de adoración efectiva que ellos interpretaban como real la filiación. Los posesos caían y le adoraban y el espíritu inmundo gritaba “Tú eres el Hijo de Dios” (Mc. 3, 12). Sus discípulos le adoraban y decían, “Verdaderamente eres el Hijo de Dios” (Mt. 14, 33). Y no sugería Él que se equivocaban al darle el homenaje debido a solo Dios. El centurión en el Calvario (Mt. 27, 54; Mc. 15, 39), el evangelista San Marcos (1, 1), el hipotético testimonio de Satán (Mt. 4, 3) y de los enemigos de Cristo (Mt. 27, 40) todos muestran que Jesús fue llamado y estimado como el Hijo de Dios. El propio Jesús claramente asume el título. Constantemente habla de Dios como “Mi Padre” (Mt. 7, 21; 10, 32; 11, 27; 15, 13; 16, 17, etc.).

En tercer lugar, el testimonio de Jesús sobre su filiación divina está bastante claro en los Sinópticos, como vemos por los argumentos precedentes y veríamos por la exégesis de otros textos; pero es aún quizá más evidente en Juan. Jesús indirecta pero claramente asume el título cuando dice: “¿Cómo decís que aquél a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo blasfema por haber dicho Yo soy el Hijo de Dios?...el Padre está en Mí y Yo en el Padre” (Juan 10, 36,38). Un testimonio incluso más claro se da en la narración de la curación del ciego en Jerusalén. Jesús dice: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?” Él respondió, diciendo: “¿Quién es, Señor, para que crea en Él? Y Jesús le dijo: Le has visto; el que está hablando contigo. Y él dijo: Creo, Señor. Y postrándose, le adoró” (Juan, 9, 35-38). Aquí como en otros lugares, el acto de adoración es permitido, y de este modo se da asentimiento implícito a la afirmación de la filiación divina de Jesús.

En cuarto lugar, igualmente ante sus enemigos, Jesús hizo indudable profesión de su filiación divina en el sentido real y no en el figurado de la palabra; y los judíos entendieron que decía que era realmente Dios. Su manera de hablar ha sido algo esotérica. A menudo hablaba en parábolas. Quería entonces, como quiere ahora, que la fe sea “la evidencia de las cosas que no se ven” (Heb. 11, 1). Los judíos intentaban hacerle caer en una trampa, para lo que hacían que hablara abiertamente. Le encontraron en el pórtico de Salomón y dijeron: “¿Hasta cuando nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente” (Juan 10, 24). La respuesta de Jesús es típica. Los desconcierta durante un rato; y al final les dice la tremenda verdad: “El Padre y Yo somos uno” (Juan 10, 30). Ellos traen piedras para matarlo. Él les pregunta por qué. Les hace admitir que le han comprendido bien. Responden: “ No queremos apedrearte por ninguna buena obra, sino por blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (ibíd. 33). Estos mismos enemigos hacen una clara afirmación de la pretensión de Jesús la última noche que Él pasó en la tierra. Dos veces comparece ante el Sanedrín, la suprema autoridad de la esclavizada nación judía. La primera vez el sumo sacerdote, Caifás, se levantó y le preguntó: “Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Mt. 26, 63). Jesús antes había guardado silencio. Ahora su misión pedía una respuesta. “Tú lo has dicho” (ibíd. 64). La respuesta fue probablemente –a la manera semítica – una repetición de la pregunta con tono de afirmación en vez de interrogación. San Mateo registra esa respuesta de una forma que podría dejar alguna duda en nuestras mentes, si no tuviéramos el relato de San Marcos de la misma respuesta. Según San Marcos, Jesús responde clara y simplemente: “Yo soy” (Mc. 14, 62). El contexto de San Mateo aclara la dificultad respecto al significado de la respuesta de Jesús. Los judíos comprendían que se hacía igual a Dios. Probablemente se habrían reído y mofado de su pretensión. Él continuó: “Sin embargo os declaro que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del poder de Dios, y venir sobre las nubes del cielo” (Mt. 26, 64). Caifás desgarró sus vestiduras y acusó a Jesús de blasfemia. Todos se unieron condenándolo a muerte por la blasfemia de la que ellos le acusaban. Claramente entendían que Él afirmaba ser el verdadero Hijo de Dios; y Él les permitió entenderlo así, y condenarle a muerte por esta interpretación y rechazo de su afirmación. Sería estar ciego a la verdad evidente negar la fuerza de este testimonio a favor de que Jesús afirmó ser el verdadero Hijo de Dios. La segunda comparecencia de Jesús ante el Sanedrín fue como la primera; por segunda vez se le preguntó para que dijera claramente: “¿Eres tú el Hijo de Dios?” Él respondió: “Vosotros lo decís: Yo soy”. Ellos comprendieron que hacía una afirmación de divinidad. “¿Qué necesidad tenemos ya de testigos?, pues nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca” (Lucas 22, 70,71). Este doble testimonio es especialmente importante, en cuanto que se hace ante el Gran Sanedrín, y en cuanto que es causa de la sentencia de muerte. Ante Pilatos, los judíos presentan al principio un mero pretexto. “Hemos encontrado a éste alborotando, prohibiendo pagar tributo al César y diciendo que él es Cristo Rey” (Lucas 23, 2) ¿Cuál fue el resultado? ¡Que Pilatos no encontró causa de muerte en Él! Los judíos buscaron otro pretexto. “Solivianta al pueblo... desde Galilea hasta aquí” (Ibíd. 5). Este pretexto fracasa. Pilatos remite el caso de sedición a Herodes. Herodes no encuentra la acusación de sedición digna de seria consideración. Una vez más los judíos presentan un nuevo subterfugio. Una vez más Pilatos no encuentra causa en Él. Al final los judíos declaran su motivo real contra Jesús. Al decir que se ha proclamado rey y promovido una sedición y rehusado el tributo al César, se esfuerzan en hacer creer que ha violado la ley romana. El motivo real de su queja no era que Jesús violaba la ley romana, sino que ellos le acusaban como violador de la ley judía. ¿Cómo? “Nosotros tenemos una ley; y según esa ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios” (Juan 19, 7). La acusación era muy seria; motivó que el gobernador romano incluso “se atemorizase aún más”. ¿A qué ley se referían aquí? No hay duda. Es la terrible ley del Levítico: “El que blasfeme el nombre de Yahvéh será muerto; toda la comunidad le lapidará. Sea forastero o nativo, si blasfema el Nombre, morirá” (Lev. 24, 16). En virtud de esta ley, los judíos estuvieron a menudo a punto de lapidar a Jesús; en virtud de esta ley, le reprendieron a menudo por blasfemo, cuantas veces se presentó Él como Hijo de Dios; en virtud de esta misma ley, pedían ahora su muerte. Está simplemente fuera de cuestión que estos judíos tuvieran intención de acusar a Jesús de la asunción de esa filiación adoptiva de Dios que todo judío tenía por sangre y todo profeta había tenido por especial don gratuito de la gracia de Dios.

En quinto lugar, sólo podemos dar un resumen de otras utilizaciones del título Hijo de Dios con relación a Jesús. El ángel Gabriel anuncia a María que su hijo “será llamado Hijo del Altísimo” (Lucas 1, 32); “el Hijo de Dios” (Lucas 1, 35); San Juan habla de Él como “Hijo único del Padre” (Juan 1, 14); en el Bautismo de Jesús y en su Transfiguración, una voz del cielo exclama: “Este es mi hijo muy amado” (Mt. 3, 17; Mc. 1, 11; Lc. 3, 22; Mt. 17, 3); San Juan declara como auténtico propósito de su Evangelio “que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios” (Jn. 20, 31).

En sexto lugar, en el testimonio de Juan, Jesús se identifica absolutamente con el Padre divino. Según Juan, Jesús dice: “el que me ve a mí, ve al Padre” (ibíd. 14, 9). San Atanasio enlaza este claro testimonio a otro testimonio de Juan: “El Padre y Yo somos uno” (ibíd. 10, 30); y establece por tanto la consustancialidad del Padre y el Hijo. San Juan Crisóstomo interpreta el texto en el mismo sentido. Una última prueba de Juan está en las palabras que cierran su primera Epístola: “ Sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al verdadero Dios, y estemos en su verdadero Hijo. Este es el verdadero Dios y la vida eterna” (I Jn. 5, 20). Nadie niega que “el Hijo de Dios” que ha venido es Jesucristo. Este Hijo de Dios es el “verdadero Hijo” del “verdadero Dios”; de hecho, este verdadero hijo del Verdadero Dios, esto es, Jesús, es el verdadero Dios y es la vida eterna. Tal es la exégesis de este texto dada por todos los Padres que lo han interpretado (ver Corluy, “Spicilegium Dogmatico-Biblicum”,ed. Gandavi, 1884, II, 48). Todos los Padres que han interpretado o citado este texto, refieren outos a Jesús, e interpretan “Jesús es el verdadero Dios y la vida eterna”. Surge la cuestión de que la frase “verdadero Dios” (ho alethismos theos) siempre se refiere, en Juan, al Padre. Sí, la frase está consagrada al Padre, y aquí se usa precisamente por eso, para demostrar que el Padre que es, en este mismo versículo, llamado en primer lugar “el verdadero Dios”, es uno con el Hijo que es llamado en segundo lugar “el verdadero Dios” en el mismísimo versículo. Esta interpretación se realiza mediante el análisis gramatical de la frase; el pronombre este (outos) se refiere por necesidad al sustantivo más próximo, esto es, su verdadero Hijo Jesucristo. Además, el Padre no es llamado nunca “vida eterna” por Juan; mientras que el término se lo asigna él a menudo al Hijo (Jn. 11, 25; 14, 6; I Jn. 1, 2; 5, 11-12). Estas citas prueban más allá de toda duda que los Evangelistas dan testimonio de la filiación natural y real divina de Jesucristo.

Fuera de la Iglesia Católica, está hoy de moda intentar explicar todas estas utilizaciones de la frase Hijo de Dios, como si, en realidad, no significaran la filiación divina de Jesús, sino, presumiblemente su filiación adoptiva – una filiación debida bien a su pertenencia a la raza judía o bien derivada de su carácter mesiánico. Contra ambas explicaciones se alzan nuestros argumentos; contra la última explicación se alza el hecho de que en ningún lugar del Antiguo Testamento se da la expresión Hijo de Dios como nombre peculiar al Mesías. Los protestantes avanzados de este Siglo XX no están satisfechos con este último y anticuado intento de explicar el título de Hijo de Dios asumido. Para ellos sólo significa que Jesús era un judío (un hecho que es ahora negado por Paul Haupt). Ahora tenemos que afrontar la extraña anomalía de ministros del Cristianismo que niegan que Jesús sea el Cristo. Antiguamente se consideraba un atrevimiento que un unitariano se llamara cristiano y negara la divinidad de Jesús; ahora se encuentran “ministros del Evangelio” que niegan que Jesús es Cristo, el Mesías (ver artículos en el Hibbert Journal para 1909, por el Reverendo Mr. Roberts, también los artículos reunidos bajo el título”¿Jesús o Cristo?” Boston, 19m.). Dentro de los límites de la Iglesia también, no faltan algunos que siguieron la tendencia del Modernismo en medida tal como para admitir que en ciertos pasajes, la expresión “Hijo de Dios” en su aplicación a Jesús, presuntamente sólo significa la filiación adoptiva de Dios. Contra estos escritores se publicó la condena de la proposición: “En todos los textos de los Evangelios, el nombre Hijo de Dios es meramente el equivalente del nombre Mesías, y no significa en manera alguna que Cristo sea el Hijo verdadero y natural de Dios” (ver decreto “Lamentabili”, S. Off., 3-4 de Julio de 1907, proposición xxxii). Este decreto no afirma ni siquiera implícitamente que toda utilización del nombre “Hijo de Dios” en los Evangelios signifique Filiación natural y verdadera de Dios. Los teólogos católicos defienden generalmente la proposición de que cuantas veces, en los Evangelios, se usa el nombre “Hijo de Dios” en singular, de manera absoluta y sin ninguna explicación adicional, como nombre propio de Jesús, significa invariablemente la Filiación Divina natural y verdadera de Jesucristo (ver Billot, “De Verbo Incarnato”, 1904, p. 529). Corluy un estudioso muy prudente de los textos originales y de las versiones de la Biblia, declaraba que, cuantas veces se da a Jesús en el Nuevo Testamento el título de Hijo de Dios, este título tiene la significación inspirada de Filiación natural divina; por este título se dice que Jesús tiene la misma naturaleza y sustancia que el Padre celestial (ver Spicilegium, II, p. 42).

Jesús es Dios

San Juan afirma con claras palabras que Jesús es Dios. El propósito determinado por el anciano discípulo era enseñar la divinidad de Jesús en el Evangelio, las Epístolas y el Apocalipsis que nos ha dejado; fue incitado a la acción contra los primeros herejes que atacaban a la Iglesia. “Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Pues si hubieran sido de los nuestros, sin duda habrían permanecido con nosotros” (I Jn. 2, 19). No confesaban a Jesucristo con esa confesión que tenían obligación de hacer (I Jn. 4, 3). El Evangelio de Juan nos da la más clara confesión de la divinidad de Jesús. Podemos traducir del texto original:”En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios” (Jn. 1, 1). Las palabras ho theos (con el artículo) significan en el griego de Juan, el Padre. La expresión pros ton theon recuerda forzosamente al to pros ti de Aristóteles. Esta forma aristotélica de expresar relación encuentra su semejante en la filosofía platónica, neoplatónica y alejandrina; y fue la influencia de esta filosofía alejandrina en Éfeso y en otros lugares la que Juan se dispuso a combatir. Era, entonces, totalmente natural que Juan adoptara algo de la fraseología de sus enemigos, y por la expresión ho logos en pros ton theon diera a entender el misterio de la relación entre el Padre y el Hijo:“la Palabra estaba con el Padre”, esto es, incluso en el principio. De cualquier modo la oración theos en ho logos significa “la Palabra era Dios”. Este significado se subraya, en la irresistible lógica de San Juan, por el siguiente versículo: “Todo se hizo por ella”. La Palabra, entonces, es la Creadora de todas las cosas y es verdadero Dios. ¿Quién es la Palabra? Se hizo carne y habitó entre nosotros (versículo 14); y de esta Palabra dio testimonio Juan el Bautista (versículo 15). Pero ciertamente fue Jesús, según Juan el Evangelista, quien habitó entre nosotros en la carne y de quien el Bautista dio testimonio. De Jesús dice el Bautista: “Este es aquel de quien dije: Viene un hombre detrás de mí que se ha puesto delante de mí” (versículo 30). Este testimonio y otros pasajes del Evangelio de San Juan son tan claros que los racionalistas modernos se protegen de su fuerza afirmando que todo el Evangelio es una contemplación mística y en absoluto una narración de hechos (ver JUAN, EVANGELIO DE SAN). Los católicos no pueden sostener esta opinión que niega la historicidad de Juan. El Santo Oficio, en el decreto “Lamentabili”, condenó la siguiente proposición: “Las narraciones de Juan no son historia propiamente dicha sino una contemplación mística del Evangelio: los discursos contenidos en su Evangelio son meditaciones teológicas sobre el misterio de la salvación y están desprovistas de verdad histórica” (ver prop. 16).

(b) Testimonio de San Pablo

No es propósito determinado de San Pablo, fuera de la Epístola a los Hebreos, probar la divinidad de Jesucristo. El gran apóstol da por asegurado este principio fundamental del Cristianismo. Aun así, tan claro es el testimonio de Pablo sobre este hecho de la divinidad de Cristo, que los racionalistas y los luteranos racionalistas de Alemania se han esforzado en escapar de la fuerza del testimonio del apóstol rechazando su forma de Cristianismo como no acorde con el Cristianismo de Jesús. De ahí que exclamen: Los von Paulus, züruck zu Christus”; esto es, “Lejos de Pablo, vuelta a Cristo” (Ver Jülicher, “Paulus und Christus” ed. Mohr, 1909). Damos por supuesta la historicidad de la Epístolas de Pablo; para un católico, el Cristianismo de San Pablo es uno y el mismo que el Cristianismo de Cristo. (Ver PABLO, SAN). A los Romanos, Pablo escribe: “Dios habiendo enviado a su propio Hijo, en una carne semejante a la del pecado” (8, 3). A su propio Hijo (ton heautou) envía el padre, no a un Hijo por adopción. Los ángeles son por adopción hijos de Dios; participan de la naturaleza del Padre por los dones que libremente Él les ha concedido. No así el propio Hijo del Padre. Como hemos visto, Él es más el vástago del Padre que lo son los ángeles ¿Cuánto más? En cuanto que es adorado como es adorado el Padre. Tal es el argumento de Pablo en el primer capítulo de la Epístola a los Hebreos. Por tanto, en la teología de San Pablo, el propio Hijo del Padre, a quien los ángeles adoran, que fue engendrado en el hoy de la eternidad, que fue enviado por el Padre, claramente existía antes de su manifestación en la carne, y es, como cuestión de hecho, el gran “Yo soy el que soy” – el Yahvéh que habló a Moisés en el Horeb. Esta identificación de Cristo con Yahvéh parecería ser indicada, cuando San Pablo habla de Cristo como ho on epi panton theos, “el que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos” (Rom. 9, 5). Esta interpretación y puntuación son sancionadas por todos los padres que han utilizado el texto; todos refieren a Cristo las palabras “El que es Dios sobre todo”. Petavius (De Trin. 11,9, n.2) cita quince, entre los que están Ireneo, Tertuliano, Cipriano, Atanasio, Gregorio de Nisa, Ambrosio, Agustín, e Hilario. La versión Peshitta tiene la misma traducción que hemos dado. Alford, Trench, Westcott y Hort, y la mayor parte de los protestantes son unánimes con nosotros en esta interpretación.

Esta identificación de Cristo con Yahvéh es más clara en la Primera Epístola a los Corintios. De Cristo se dice que fue el Yahvéh del Éxodo: “Y todos bebieron la misma bebida espiritual (pues bebieron de la roca espiritual que les seguía, y la roca era Cristo)” (10, 4). Fue a Cristo a quien algunos de los israelitas “tentaron, y perecieron por las serpientes” (10, 10); fue contra Cristo contra quien “algunos de ellos murmuraron, y perecieron bajo el exterminador” (10, 11). San Pablo toma la traducción de los Setenta de Yahvéh como ho kyrios, y hace de este título distintivo de Jesús. Los Colosenses están amenazados de engaño por la filosofía (2, 8). San Pablo les recuerda que creen según Cristo; “porque en Él reside toda la plenitud de la Divinidad (pleroma tes theotetos) corporalmente” (2, 9); y no deben rebajarse tanto como para dar a los ángeles a los que no ven la adoración que sólo se debe a Cristo (2, 18,19). “Porque en Él fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados y potestades; todas las cosas fueron creadas por Él y para Él” (eis auton). Él es la causa y el fin de todas las cosas, incluso de los ángeles a quienes los colosenses estaban tan extraviados como para preferirle a Él (1, 16). Los cultos macedonios de Filipos son enseñados que en “el nombre de Jesús toda rodilla se doble, en los cielos, en la tierra y en los abismos; y que toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor en la gloria de Dios padre” (2, 10,11). Esta es la misma genuflexión que se ordena hacer a los romanos ante el Señor y a los judíos ante Yahvéh (ver Rom. 14, 6; Is. 14, 24). El testimonio de San Pablo podría darse con mucha mayor extensión. Estos textos son sólo los principales entre muchos otros que aportan el testimonio de Pablo sobre la divinidad de Jesucristo.

C. Testimonio de la Tradición

Las dos fuentes principales de donde extraemos nuestra información sobre la Tradición, o Palabra de Dios no escrita, son los Padres de la Iglesia y los concilios ecuménicos.

(a) Los Padres de la Iglesia

Los Padres son prácticamente unánimes en enseñar explícitamente la divinidad de Jesucristo. El testimonio de muchos ha sido dado en nuestra exégesis de los textos dogmáticos que prueban que Cristo era Dios. Tomaría demasiado espacio citar adecuadamente a los Padres. Nos limitaremos a los de las épocas apostólica y apologética. Al unir estos testimonios a los de los Evangelistas y de San Pablo, podemos ver claramente que el Santo Oficio tenía razón al condenar estas proposiciones del Modernismo: “La divinidad de Cristo no está probada por los Evangelios sino que es un dogma que la conciencia cristiana ha desarrollado a partir de la noción de un Mesías. Se puede dar por seguro que el Cristo que nos muestra la historia es muy inferior al Cristo que es objeto de la Fe” (ver prop. 27 y 29 del Decreto “Lamentabili”).

San Clemente de Roma (años 93-95, según Harnack), en su primera epístola a los corintios, 16, 2, habla del “Señor Jesucristo, el Cetro del Poder de Dios” (Funk, “Patres Apostolici”, ed.Tübingen, 1901, p. 118), y describe, citando a Isaías 3, 1-12, la humillación que fue predicha y vino a suceder en la autoinmolación de Jesús. Como los escritos de los Padres Apostólicos son muy escasos, y en absoluto apologéticos, sino más bien devotos y exhortativos, no buscaremos en ellos esa clara y llana defensa de la divinidad de Cristo que se evidencia en los escritos de los apologistas y Padres posteriores.

El testimonio de S. Ignacio de Antioquía (años 110-117, según Harnack) es casi el de la época apologética, en cuyo espíritu parece haber escrito a los efesios. Puede muy bien ser que en Éfeso estuvieran haciendo estragos las mismas herejías que unos diez años antes o, según la cronología de Harnack, en la misma época, San Juan había tratado de destruir escribiendo su Evangelio. Si esto es así, comprendemos la audaz confesión de la divinidad de Jesucristo que este gran confesor de la Fe formula en sus salutaciones, al principio de su carta a los efesios. “Ignacio... a la Iglesia...que está en Éfeso... en la voluntad del Padre y de Jesucristo Nuestro Dios (tou theou hemon)”. Dice: “El Médico en Uno, de la carne y del espíritu, engendrado y no engendrado, que fue Dios en carne (en sarki genomenos theos)... Jesucristo Nuestro Señor” (c. vii; Funk, I, 218). “Pues Nuestro Dios Jesucristo fue llevado en el vientre por María” (c. xviii, 2; Funk, I, 226). A los romanos escribe: “Pues Nuestro Dios Jesucristo, que permanece en el Padre, es incluso más manifiesto” (c. iii, 3; Funk, I, 256).

El testimonio de la carta de Bernabé: “He aquí, de nuevo, que Jesús no es el hijo del hombre sino el Hijo de Dios, hecho manifiesto en forma de carne. Y puesto que los hombres iban a decir que Cristo era hijo de David, el mismo David, temiendo y comprendiendo la malicia de los inicuos, profetizó: Dijo el Señor a mi Señor...He aquí como David le llama el Señor y no hijo” (c. xiii; Funk, I, 77).

En la época apologética, San Justino Mártir (Harnack, año 150) escribía: “Puesto que la Palabra es el primogénito de Dios, es también Dios” (Apol. 1, n. 63; P.G., VI, 423). Es evidente por el contexto que Justino entiende por la Palabra a Jesucristo; ya había dicho que Jesús era la Palabra antes de hacerse hombre, y utilizaba para manifestarse la forma de fuego o de alguna otra imagen incorpórea. San Ireneo prueba que Jesucristo es correctamente llamado el único y solo Dios y Señor, en cuanto que se dice que todas las cosas han sido creadas por Él (ver “Adv. Haer.”, III, viii, n.3; P.G., VII, 868; libro IV, 10, 14, 36). El Deutero-Clemente (Harnack, año 166; Sanday, año 150) insiste: “Hermanos, creemos en Jesucristo como en el mismo Dios, como Juez de los vivos y los muertos” (ver Funk, I, 184). San Clemente de Alejandría (Sanday, año 190) habla de Cristo como “verdadero Dios sin controversia alguna, el igual del Señor de todo el universo, puesto que es el Hijo y la Palabra está en Dios” (Cohortatio ad Gentes, c. x; P.G., VIII, 227).

(b) Escritores paganos

Al testimonio de estos Padres de las épocas apostólica y apologética, añadimos algunos testimonios de escritores contemporáneos paganos. Plinio (año 107) escribió a Trajano que los cristianos tenían costumbre de reunirse antes de amanecer y cantar alabanzas “a Cristo como Dios” (Epist. 10, 97). El emperador Adriano (año 117) escribía a Serviano que muchos egipcios se habían hecho cristianos, y que los conversos al Cristianismo estaban “obligados a adorar a Cristo”, puesto que era su Dios (ver Saturnino, c. vii). Luciano se burla de los cristianos porque han sido persuadidos por Cristo “a renunciar a los dioses de los griegos y a adorarle a Él atado a una cruz” (De Morte Peregrini, 13). Aquí se puede mencionar también el conocido graffito que caricaturiza la adoración del Crucificado como Dios. Esta importante contribución a la arqueología se encontró, en 1857, en una pared del Paedagogium, una parte interior de la Domus Gelotiana del Palatino, y está ahora en el Museo Kircher de Roma. Tras el asesinato de Calígula (año 41) esta parte interior de la Domus Gelotiana se convirtió en una escuela de formación de pajes de la corte, llamada el Paedagogium (ver Lanciani, “Ruinas y Excavaciones de la antigua Roma”, ed. Boston, 1897, p. 186). Este hecho y el lenguaje del graffito conduce a considerar que el paje que se burló de la religión de uno de sus compañeros se ha convertido así en un testigo importante de la adoración cristiana de Jesús como Dios en el Siglo I o, como muy tarde, II. El graffito representa a Cristo en una cruz y en plan de burla le dota de una cabeza de asno; un paje está toscamente esbozado de rodillas y con las manos extendidas en actitud de plegaria; la inscripción dice “Alexamenos adora a su Dios” (Alexamenos sebetai ton theon). Celso acusa a los cristianos precisamente sobre la base de que creen que Dios se hizo hombre (ver Orígenes, “Contra Celsum”, IV, 14; P.G., XI, 1043). Arístides escribió al emperador Antonino Pío (años 138-161) lo que parece haber sido una apología en pro de la Fe de Cristo: “El mismo se llamó Hijo de Dios; y ellos enseñan de Él que bajó del cielo y se hizo carne de una virgen hebrea” (ver “Theol. Quartalschrift”, Tübingen, 1892, p. 535).

(c) Testimonio de los Concilios

El primer concilio ecuménico de la Iglesia fue convocado para definir la divinidad de Jesucristo y condenar a Arrio y su error (ver ARRIO). Antes de esa época, los herejes habían negado este gran dogma fundamental de la Fe; pero los Padres habían sido unánimes en la tarea de refutar el error y resistir la marea de la herejía. Ahora la marea de la herejía era tan fuerte como para necesitar de la autoridad de la Iglesia universal para resistirla. En su “Thalia”, Arrio enseñaba que la Palabra no era eterna (en pote ote ouk en) ni engendrada por el Padre, sino creada de la nada (ex ouk onton hehonen ho logos); y aunque fue antes de que el mundo existiera, aun así era algo hecho, una cosa creada (poiema o ktisis). Contra esta audaz herejía, el Concilio de Nicea (325) definió el dogma de la Divinidad de Cristo en los términos más claros: “Creemos... en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, el Unigénito, engendrado por el Padre (hennethenta ek tou patros monogene), esto es, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, de la misma naturaleza que el Padre (homoousion to patri) por Quien todo fue hecho” (ver Denzinger, 54).

La Naturaleza Humana de Jesucristo

Los gnósticos enseñaban que la materia era por su propia naturaleza mala, algo así como en la actualidad los seguidores de la Ciencia cristiana enseñan que es un “error de la mente mortal”; por tanto Cristo como Dios no ha tenido un cuerpo material, y su cuerpo era sólo aparente. Estos herejes, llamados doketae incluían a Basílides, Marción, los maniqueos y otros. Valentín y otros admitían que Jesús tuvo un cuerpo, pero algo celestial y etéreo; por tanto Jesús no nació de María, sino que su cuerpo aéreo pasó a través de su cuerpo virginal. Los apolinaristas admitían que Jesús tuvo un cuerpo ordinario, pero le negaban un alma humana; la naturaleza divina tomó el lugar de la mente racional. Contra todas estas diversas formas de herejía que niegan que Cristo sea verdadero hombre se alzan incontables y clarísimos testimonios de la Palabra escrita y no escrita de Dios. El título característico de Jesús en el Nuevo Testamento es Hijo del Hombre; aparece unas ochenta veces en los Evangelios; era el título que acostumbraba a darse a Sí mismo. La frase es aramea, y parecería ser una forma idiomática de decir “hombre”. La vida, muerte y resurrección de Cristo sería todo una mentira si Él no fuera un hombre; y nuestra Fe sería vana (I Cor. 15, 14). “Porque hay un solo Dios y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre” (I Tim. 2, 5). Por eso Cristo incluso enumera las partes de su cuerpo: “Mirad mis manos y mis pies, soy Yo mismo; palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que Yo tengo” (Lc. 24, 39). San Agustín dice sobre este asunto: “Si el Cuerpo de Cristo era una fantasía, entonces Cristo erró; y si Cristo erraba, no es la Verdad. Pero Cristo es la Verdad; por tanto su Cuerpo no es una fantasía” (QQ lxxxiii, q. 14; P.L. XL, 14). Respecto al alma humana de Cristo, la Escritura es igualmente clara. Sólo un alma humana puede haber estado triste y turbada. Cristo dice: “Mi alma está triste hasta la muerte” (Mt. 26, 38). “Ahora mi alma está turbada” (Jn. 12, 27). Su obediencia al Padre celestial y a María y José supone un alma humana (Jn. 4, 34; 5, 30; 6, 38; Lc., 22, 42). Finalmente Jesús nació realmente de María (Mt. 1, 16), nacido de mujer (Gál. 4, 4), después de que el ángel prometió que sería concebido por María (Lc. 1, 31); esta mujer es llamada la madre de Jesús (Mt. 1, 18; 2, 11; Lc. 1, 43; Jn. 2, 3); de Cristo se dice que es realmente la descendencia de Abraham (Gál. 3, 16), el hijo de David (Mt.1,1) nacido del linaje de David según la carne (Rom. 1, 3), y descendiente de la sangre de David (Hech. 2, 30). Tan claro es el testimonio de la Escritura sobre la perfecta naturaleza humana de Jesucristo, que los Padres sostienen como principio general que cualquier cosa que la Palabra no hubiera asumido no se salvaría, esto es, no recibiría los efectos de la Encarnación.

La unión hipostática

Aquí consideramos esta unión como un hecho; la naturaleza de esta unión será analizada después. Ahora nuestro propósito es probar que la naturaleza divina estaba real y verdaderamente unida con la naturaleza humana de Jesús, esto es, que una y la misma persona, Jesucristo, era Dios y hombre. No hablamos aquí de una unión moral, ni de unión en sentido figurado de la palabra; sino de una unión que es física, una unión de dos sustancias o naturalezas de forma que hagan una persona, una unión que signifique que Dios es hombre y que el hombre es Dios en la persona de Jesucristo.

A. El Testimonio de la Sagrada Escritura

San Juan dice: “La Palabra se hizo carne” (1, 14), esto es, el que era Dios en el Principio (1, 2) y por quien todo fue hecho (1, 3), se hizo hombre. Según el testimonio de San Pablo, la misma persona, Jesucristo, “siendo de condición divina [en morphe Theon hyparxon] ... se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo [morphe doulou labon]” (Filip. 2, 6,7)Es siempre una y la misma persona, Jesucristo, de quien se dice es Dios y Hombre, o se le atribuyen predicados que denotan su naturaleza humana y divina. Del autor de la vida (Dios) se dice que ha sido muerto por los judíos (Hech. 3, 15); pero no podía ser muerto si no fuera hombre.

B. Testimonio de la Tradición

Las primeras formulaciones del credo hacen todas profesión de fe, no en un Jesús que es Hijo de Dios y en otro Jesús que es hombre y fue crucificado, sino “en un solo Señor Jesucristo, el Unigénito del Padre, que se hizo hombre por nosotros y fue crucificado”. Las fórmulas varían, pero la sustancia de cada credo invariablemente atribuye a uno y el mismo Jesucristo los predicados de la esencia divina y de hombre (ver Denzinger, “Enchiridion”). Franzelin (tesis xvii)llama especialmente la atención al hecho de que, mucho antes de la herejía de Nestorio, según Epifanio (Ancorat., II, 123, en P.G., XLII, 234), fuera costumbre en la Iglesia Oriental proponer a los catecúmenos un credo que era mucho más detallado que el propuesto a los fieles; y este credo decía: “Creemos... en un Señor Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado por Dios Padre...que es de la sustancia del Padre...que por nosotros los hombres descendió y se hizo carne, esto es, fue perfectamente engendrado de María siempre Virgen por el Espíritu Santo; que se hizo hombre, esto es, tomó perfecta naturaleza humana, alma y cuerpo y mente y todo lo que es humano salvo el pecado, sin la semilla del hombre; no en otro hombre, sino en sí mismo Él se hizo carne en una santa unidad [eis mian hagian henoteta]; no como inspiró, habló y obró en los profetas, sino que se hizo perfectamente hombre; pues la Palabra se hizo carne, no porque experimentara un cambio ni intercambiara su divinidad por la humanidad, sino porque unió a su carne en una única santa totalidad y divinidad [eis mian ...heautou hagian teleioteta te kai theoteta]” “La única santa totalidad”, considera Franzelin, significa personalidad, una persona que es un sujeto individual y completo de actos racionales. Este credo de los catecúmenos atribuye incluso la divinidad a la totalidad, esto es, el hecho de que la persona individual de Jesús es una persona divina y no humana. De esta intrincada cuestión hablaremos más adelante.

El testimonio de la tradición respecto al hecho de la unión de las dos naturalezas en la única persona de Jesús está clara no sólo por los símbolos o credos en uso antes de la condena de Nestorio, sino también por las palabras de los Padres anteriores a Nicea. Ya hemos dado las citas clásicas de San Ignacio Mártir, San Clemente de Roma, San Justino Mártir, en todas las cuales se atribuyen a una persona, Jesucristo, las acciones o atributos de Dios y del hombre. Melitón, obispo de Sardes (hacia 176), dice: “Puesto que el mismo (Cristo) era al mismo tiempo Dios y hombre perfecto, hizo evidentes para nosotros sus dos naturalezas; su naturaleza divina por los milagros que obró durante los tres años después de su bautismo; su naturaleza humana por los treinta años que vivió antes, durante los cuales la modestia de la carne cubría y escondía todos los signos de la divinidad, aunque era al mismo tiempo verdadero y eterno Dios” (Frag. vii en P.G., V, 1221). San Ireneo, hacia el final del Siglo II, alega: “Si una persona sufría y otra persona permanecía incapaz de sufrir; si una persona nació y otra persona descendió sobre el que había nacido y tiempo después lo dejó, se comprueba que no era una sino dos personas... mientras que el apóstol sólo conoció a uno que nació y que sufrió” (“Adv. Haer.”, III, xvi, n.9, en P.G., VII, 928). Tertuliano aporta un firme testimonio: ¿No fue Dios realmente crucificado? ¿No murió realmente como realmente fue crucificado?” (“De Carne Christi”, c.v, en P.L. II, 760).

Naturaleza de la Encarnación

Hemos tratado del hecho de la Encarnación, esto es, el hecho de la naturaleza divina de Jesús, el hecho de la naturaleza humana de Jesús, el hecho de la unión de estas dos naturalezas en Jesús. Ahora abordamos la cuestión crucial de la naturaleza de este hecho, la manera de este tremendo milagro, la forma de unirse la naturaleza divina con la humana en una y la misma persona. Arrio había negado el hecho de esta unión. Ninguna otra herejía quebró y desgarró el cuerpo de la Iglesia en tan gran medida en esta cuestión de hecho tras la condena de Arrio en el Concilio de Nicea (325). Pronto surgió una nueva herejía en la explicación del hecho de la unión de las dos naturalezas en Cristo. Nicea había, en realidad, definido el hecho de la unión; no había definido explícitamente la naturaleza de ese hecho; no había dicho si la unión era moral o física. El concilio había implícitamente definido la unión de las dos naturalezas en una hipóstasis, una unión llamada física en oposición a la mera yuxtaposición o conjunción de las dos naturalezas llamada una unión moral. Nicea había profesado fe en “Un solo Señor Jesucristo... Dios verdadero de Dios verdadero... que se hizo carne, se hizo hombre y sufrió”. Esta fe era en una persona que era al mismo tiempo Dios y hombre, esto es, tenía al mismo tiempo naturaleza divina y humana. Tal enseñanza era una definición implícita de todo lo que más tarde fue negado por Nestorio. Encontraremos al gran Atanasio, durante cincuenta años el decidido enemigo del heresiarca, interpretando el decreto de Nicea justo en este sentido; y Atanasio debe haber conocido el sentido pretendido por Nicea, en donde fue el antagonista del hereje Arrio.

Nestorianismo

A despecho de los esfuerzos de Atanasio, Nestorio, que había sido elegido Patriarca de Constantinopla (428), encontró una excusa para evitar la definición de Nicea. Nestorio llamaba a la unión de las dos naturalezas una misteriosa e inseparable conjunción (synapheian), pero no admitía que la unidad (enosin) en el estricto sentido de la palabra fuera el resultado de esta conjunción (ver “Serm.”, ii, n. 4; xii, n.2, en P.L., XLVIII). La unión de las dos naturalezas no es física (physike) sino moral, una mera yuxtaposición en el estado de ser (schetike); la Palabra habita en Jesús como Dios habita en el justo (loc. cit.); la forma de habitar de la Palabra en Jesús es, sin embargo, más excelente que la forma de habitar Dios en el hombre justo por la gracia, puesto que la forma de habitar la Palabra se propone la Redención de toda la humanidad y la más perfecta manifestación de la actividad divina (Serm. vii, n. 24); como una consecuencia, María es la Madre de Cristo (Christotokos), no la Madre de Dios (Theotokos). Como es habitual en estas herejías orientales, el refinamiento metafísico de Nestorio era falaz, y le condujo a la negación práctica del misterio que él mismo se había propuesto explicar. Durante la discusión que suscitó Nestorio, se esforzó en explicar que su teoría de la habitación (enoikesis) era enteramente suficiente para mantenerlo dentro de las exigencias de Nicea; insistió en que “el hombre Jesús debía ser co-adorado con la unión divina y Dios todopoderoso [ton te theia synapheia to pantokratori theo symproskinoumenon anthropon]” (Serm., vii, n.35); forzosamente negaba que Cristo fueran dos personas, pero lo proclamaba como una persona (prosopon) hecha de dos sustancias. La unicidad de la persona era sin embargo sólo moral, y en absoluto física. A despecho de lo que Nestorio dijo como pretexto para salvarse de la etiqueta de herejía, continua y explícitamente negaba la unión hipostática (enosin kath hypostasin, kata physin, kat ousian), esa unión de entidades físicas y sustancias que la Iglesia defiende en Jesús; él afirmaba una yuxtaposición en autoridad, dignidad, energía, relación y estado de ser (synapheia kat authentian, axian, energeian, anaphoran, schesin); y mantenía que los Padres de Nicea en ningún momento habían dicho que Dios hubiera nacido de la Virgen María (Sermo v, nn.5 y 6).

Nestorio con esta distorsión del sentido de Nicea claramente iba en contra de la tradición de la Iglesia. Antes de que negara la unión hipostática de las dos naturalezas en Jesús, esa unión había sido enseñada por los más grandes Padres de su tiempo. San Hipólito (hacia 230) enseñaba: “la carne [sarx] separada del Logos no tenía hipóstasis [oude... hypostanai edynato, era incapaz de actuar como principio de actividad racional], pues su hipóstasis estaba en la Palabra” (Contra Noet., n. 15, en P.G. X, 823). San Epifanio (hacia 365): “El Logos unió cuerpo, mente, y alma en una totalidad e hipóstasis espiritual” (“Haer.”, xx, n.4, en P.G., XLI, 277). “El Logos hizo que la carne subsistiera en la hipóstasis del Logos [eis heauton hypostesanta ten sarka]” (“Haer.”, cxxvii, n.29, en P.G., XLII, 684). San Atanasio (hacia 350): “Yerran quienes dicen que hay una persona que es el Hijo que sufrió, y otra que no sufrió...; la carne se hizo propia de Dios por naturaleza [kata physin], no porque se hiciera consustancial con la divinidad del Logos como si con eso se hiciera coeterna, sino que se hizo carne propia de Dios por su misma naturaleza [kata physin]”. En todo este discurso (“Contra Apollinarium”, I, 12, en P.G., XXXVI, 1113), San Atanasio ataca directamente los especiosos pretextos de los arrianos y los argumentos que Nestorio más tarde asumió, y defiende la unión de dos naturalezas físicas en Cristo [kata physin], como opuesta a la mera yuxtaposición o conjunción de las mismas naturalezas [kata physin]. San Cirilo de Alejandría (hacia 415) hace uso de la misma fórmula más a menudo incluso que los demás Padres; llama a Cristo “la Palabra unida en naturaleza con la carne [ton ek theou Patros Logon kata physin henothenta sarki] (“De Recta Fide”, n. 8, en P.G., LXXVI, 1210). Para otras y muy numerosas citas, ver Petavius (111, 4). Los Padres siempre explican que esta unión física de las dos naturalezas no significa el entremezclarse de las naturalezas, ni tal unión implicaría cambio en Dios, sino sólo tal unión como era necesaria para explicar el hecho de que una Persona Divina tuviera naturaleza humana como su propia naturaleza verdadera junto con su naturaleza divina.

El Concilio de Éfeso (431) condenó la herejía de Nestorio, y definió que María era madre en la carne de la Palabra de Dios hecha carne (canon I). Anatematizó a todo el que negara que la Palabra de Dios Padre se unió con la carne en una hipóstasis (kath hypostasin); a todo el que negara que hay un solo Cristo con carne que es suya propia; a todo el que negara que el mismo Cristo es Dios y hombre al mismo tiempo (canon II). En los restantes diez cánones, redactados por San Cirilo de Alejandría, el anatema está directamente dirigido a Nestorio. “Si en el único Cristo alguien divide las sustancias, después de que han sido unidas, y las pone juntas meramente por medio de una yuxtaposición [mone symapton autas synapheia] de honor o de autoridad o de poder y no más bien por una unión en una unidad física [synode te kath henosin physiken], sea condenado” (canon III). Estos doce cánones condenan por partes los diversos subterfugios de Nestorio. San Cirilo veía la herejía que acechaba en frases que parecían bastante inocentes a los confiados. Incluso la teoría de la co-adoración es condenada como un intento de separar en Jesús la naturaleza divina de la humana dando a cada una una hipóstasis separada (ver Denzinger, “Enchiridion” ed. 1908, nn. 113-26).

Monofisismo

La condena de la herejía de Nestorio salvó para la Iglesia el dogma de la Encarnación, “el gran misterio de piedad” (I Tim. 3, 16), pero le hizo perder una porción de sus hijos que, aunque reducidos a cantidades insignificantes, aún permanecen separados de su guarda. La unión de las dos naturalezas en una persona se salvó. La batalla por el dogma aún no estaba ganada. Nestorio había postulado dos personas en Jesucristo. Pronto empezó una nueva herejía. Postulaba una sola persona en Jesús, y esa era la persona divina. Fue aún más lejos. Fue demasiado lejos. La nueva herejía defendía una sola naturaleza, además de una persona en Jesús. El jefe de esta herejía era Eutiques. Sus seguidores fueron llamados monofisitas. Divergían en sus formas de explicarse. Unos pensaban que las dos naturalezas estaban entremezcladas en una. De otros se dice que han elaborado una especie de conversión de lo humano en divino. Todos fueron condenados en el Concilio de Calcedonia (451). Este Cuarto Concilio Ecuménico de la Iglesia definió que Jesucristo permaneció, tras la Encarnación, “perfecto en divinidad y perfecto en humanidad... consustancial con el Padre según su divinidad, consustancial con nosotros según su humanidad... uno y el mismo Cristo, el Hijo, el Señor, el Unigénito, ha de ser reconocido en dos naturalezas no entremezcladas, no cambiadas, no divisibles, no separables” (ver Denzinger, n. 148). Por esta condena del error y definición de la verdad, el dogma de la Encarnación fue una vez más salvado para la Iglesia. Una vez más una amplia porción de fieles de la Iglesia Oriental se perdieron para su madre. El monofisismo dio lugar a las Iglesias nacionales de Siria, Egipto y Armenia. Estas iglesias nacionales siguen siendo heréticas, aunque en los últimos tiempos se han constituido ritos católicos llamados ritos sirios, coptos y armenios católicos. Los ritos católicos, como los caldeos católicos, son menos numerosos que los heréticos.

Monotelismo

Uno supondría que no había más espacio para la herejía en la explicación de la naturaleza de la Encarnación. Siempre hay espacio para la herejía en materia de explicación de un misterio, si uno no oye al organismo de enseñanza infalible al cual y únicamente al cual Cristo confió sus misterios para tenerlos y guardarlos y enseñarlos hasta el fin de los tiempos. Tres Patriarcas de la Iglesia Oriental dieron origen, por lo que sabemos, a la nueva herejía. Estos tres heresiarcas fueron Sergio, el Patriarca de Constantinopla, Ciro, el Patriarca de Alejandría, y Atanasio, el Patriarca de Antioquía. San Sofronio, el Patriarca de Jerusalén, permaneció fiel y denunció a sus colegas patriarcas ante el Papa Honorio. Su sucesor en la sede de Pedro, San Martín, valerosamente condenó el error de los tres patriarcas orientales, que admitían los decretos de Nicea, Éfeso y Calcedonia; defendían la unión de dos naturalezas en una Persona Divina, pero negaban que esta Persona Divina tuviera dos voluntades. Su principio se expresó por las palabras, en thelema kai mia energeia, por lo que parece que querían decir que tenía una voluntad y una actividad, esto es, sólo un principio de acción y de pasión en Jesucristo y ese único principio divino. Estos herejes fueron llamados monotelistas. Su error fue condenado por el Sexto Concilio Ecuménico (el Tercer Concilio de Constantinopla, 680). Éste definió que en Cristo había dos voluntades naturales y dos actividades naturales, la divina y la humana, y que la voluntad humana no era en absoluto contraria a la divina, sino más bien perfectamente sujeta a ésta. (Denzinger, n. 291). El emperador Constante envió a San Martín al exilio al Quersoneso. Sólo tenemos noticias de un grupo de monotelitas. Los maronitas, alrededor del monasterio de Juan Maron, se convirtieron del monotelismo en la época de las Cruzadas y han sido fieles a la fe desde entonces. Los demás monotelitas parecen haber sido absorbidos en el monofisismo, o más tarde en el cisma de la Iglesia Bizantina.

El error del monotelismo es claro a la luz tanto de la escritura como de la Tradición. Cristo hizo actos de adoración (Jn. 4, 22), humildad (Mt. 11, 29), reverencia (Heb. 5, 7). Estos actos son los de una voluntad humana. Los monotelitas negaban que hubiera una voluntad humana en Cristo. Jesús oró: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22, 42). Aquí es cuestión de dos voluntades, la del Padre y la de Cristo. La voluntad de Cristo estaba sujeta a la voluntad del Padre. “Como el Padre me ha ordenado, obro yo” (Jn. 14, 31). Se hizo obediente hasta la muerte (Filip. 2, 8). La voluntad divina en Jesús no podía estar sujeta a la voluntad del padre, con la que realmente se identificaba.

La fe católica

Hasta aquí tenemos lo que es de Fe en esta cuestión de la naturaleza de la Encarnación. Las naturalezas divina y humana están unidas en una Persona Divina de forma tal que siguen siendo exactamente las que eran, a saber, naturalezas divina y humana con actividades propias distintas y perfectas. Los teólogos van más lejos en su intento de dar alguna explicación del misterio de la Encarnación, de forma tal que, al menos, muestren que no hay en ello contradicción, nada a lo que la recta razón no pueda con seguridad adherirse. Esta unión de las dos naturalezas en una persona ha sido llamada durante siglos unión hipostática, esto es, una unión en la Hipóstasis Divina. ¿Qué es una hipóstasis? La definición de Boecio es clásica: rationalis naturae individua substantia (P.L., LXIV, 1343), un todo completo cuya naturaleza es racional. Este libro es un todo completo; su naturaleza no es racional; no es una hipóstasis. Una hipóstasis es un todo racional individual. Santo Tomás define la hipóstasis como substantia cum ultimo complemento (III: 2:3, ad 2um), una sustancia en su integridad. La Hipóstasis añade a la noción de sustancia racional esta idea de integridad; la idea de sustancia racional no incluye esta noción de integridad. La naturaleza humana es el principio de las actividades humanas; pero sólo una hipóstasis, una persona, puede ejercer estas actividades. Los escolásticos discuten la cuestión de si la hipóstasis tiene algo más de realidad que la naturaleza humana. Para entender la discusión, uno necesita estar versado en Filosofía escolástica. Sea lo que sea en el caso de la naturaleza humana que no está unida con la divina, la naturaleza humana que está unida hipostáticamente con la divina, esto es, la naturaleza humana que la Hipóstasis o Persona Divina asume en Sí misma, tiene ciertamente más realidad unida a ella que la que tendría la naturaleza humana de Cristo si no estuvieran hipostáticamente unidas en la Palabra. El Logos divino identificado con la naturaleza divina (Unión Hipostática) significa entonces que la Hipóstasis Divina (o Persona, o Palabra, o Logos) se apropia Ella misma de la naturaleza humana, y toma desde todos los puntos de vista el lugar de la persona humana. De esta manera, la naturaleza humana de Cristo, aunque no una persona humana, no pierde nada de la perfección del hombre perfecto; pues la Persona Divina ocupa el lugar de la humana.

Ha de recordarse que, cuando la Palabra se hizo carne, no hubo cambio en la Palabra; todo el cambio fue en la carne. En el momento de la concepción, en el vientre de la Santísima Madre, por medio de la fuerza de la actividad de Dios, no sólo fue creada el alma humana de Cristo sino que la Palabra asumió al hombre que era concebido. Cuando Dios creó al mundo, el mundo cambió, esto es, pasó del estado de no entidad al estado de existencia; y no hubo cambio en el Logos o Palabra Creadora de Dios Padre. Ni hubo cambio en ese Logos cuando empezó a concluir la naturaleza humana. Sobrevino una nueva relación, sin duda; pero esta nueva relación no implicaba nueva realidad en el Logos, ningún cambio real; toda la nueva realidad, todo el cambio real, estaba en la naturaleza humana. Quienquiera desee adentrarse en esta intrincadísima cuestión de la forma de la Unión Hipostática de las dos naturalezas en la única Personalidad Divina, puede con gran provecho leer a Santo Tomás (III: 4: 2); a Escoto (en III, Dist., i); (De Incarnatione, Disp. II, sec.3); Gregorio de Valencia (en III, D. i, q. 4). Cualquier texto moderno de teología dará diversas opiniones respecto a la forma de la unión de la Persona que asume con la naturaleza asumida.

Efectos de la Encarnación

Sobre el propio Cristo

A. En el Cuerpo de Cristo

¿Eliminó la unión con la naturaleza divina todas las imperfecciones corporales? Los monofisitas estaban divididos en dos partidos por esta cuestión. Los católicos sostienen que, antes de la Resurrección, el Cuerpo de Cristo estaba sujeto a todas las debilidades corporales a las que la naturaleza humana no asumida está sujeta universalmente; tal como el hambre, la sed, el dolor, la muerte. Cristo tuvo hambre (Mt., 4, 2), sed (Jn. 19, 28), se fatigó (Jn. 4, 6) sufrió el dolor y la muerte.”No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas: sino uno probado en todo como nosotros, excepto en el pecado” (Heb. 2, 18). Todas estas debilidades corporales no fueron producidas milagrosamente por Jesús; eran el resultado natural de la naturaleza humana que Él asumió. Claro que podían haber sido impedidas y fueron libremente queridas por Cristo. Eran parte de la oblación libre que comenzó en el momento de la Encarnación. “Por eso al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo” (Heb. 10, 5). Los Padres niegan que Cristo asumiera la enfermedad. No hay mención en la escritura de ninguna enfermedad de Jesús. La enfermedad no es una debilidad que corresponda necesariamente a la naturaleza humana. Es verdad que la mayor parte de la humanidad sufre enfermedades. No es verdad que alguna enfermedad específica sea sufrida por toda la humanidad. No todos los hombres han de haber pasado el sarampión. Ninguna enfermedad concreta pertenece universalmente a la naturaleza humana; por tanto ninguna enfermedad concreta fue asumida por Cristo. San Atanasio da la razón de que sería indecoroso que pudiese curar a los demás el que no se curó a Sí mismo (P.G., XX, 133). Las debilidades debidas a la vejez son comunes a la humanidad. Si Cristo hubiera vivido hasta la vejez, habría sufrido tales debilidades tal como sufrió las debilidades que son comunes a la infancia. La muerte por vejez le habría llegado a Jesús, si no hubiera sido muerto violentamente (ver San Agustín, “De Peccat.”, II, 29; P-L-, XLIV, 180). El carácter razonable de estas imperfecciones corporales en Cristo es claro a partir del hecho de que Él asumió la naturaleza humana para dar satisfacción por el pecado de esa naturaleza. Ahora bien, para dar satisfacción por el pecado de otro hay que aceptar la pena de ese pecado. De ahí que sea adecuado que Cristo asumiera sobre Sí todas las penas del pecado de Adán que son comunes al hombre que se adecuan, o al menos no son inapropiadas a la Unión Hipostática. (Ver Summa Theologica III: 14 para otros razones). Igual que Cristo no tomó sobre Sí la enfermedad, así no tuvo otras imperfecciones, que no son comunes a la humanidad. San Clemente de Alejandría (III Paedagogus, c. 1), Tertuliano (De Carne Christi, c. ix), y algunos otros autores enseñaban que Cristo era deforme. Malinterpretaban las palabras de Isaías: “No tenía apariencia, ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar” etc. (53, 2). Las palabras se refieren sólo al Cristo sufriente. Los teólogos ahora son unánimes en la opinión de que Cristo fue de porte noble y constitución hermosa, tal como un hombre perfecto debe ser; pues Cristo era, en virtud de su Encarnación, un hombre perfecto (ver Stentrup, “Cristología”, tesis lx, lxi).

B. Sobre el Alma humana de Cristo

(a) En la voluntad

Impecabilidad

El efecto de la Encarnación sobre la voluntad humana de Cristo fue dejarla libre en todo excepto sólo el pecado. Era absolutamente imposible que mancha alguna de pecado pudiera ensuciar el alma de Cristo. Ni acto pecaminoso de la voluntad ni hábito pecaminoso del alma están en armonía con la Unión Hipostática. El hecho de que Cristo nunca pecó es un artículo de fe (ver Concilio de Éfeso, canon X, en Denzinger, 122, en donde la impecabilidad de Cristo está implícita en la definición de que no se ofreció a Sí mismo por Sí mismo, sino por nosotros). Este hecho de la impecabilidad de Cristo es evidente en la Escritura. “No hay pecado en Él” ( I Jn. 3, 5). “A quien no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros”, esto es, una víctima por el pecado (II Cor. 5, 21). La imposibilidad de un acto pecaminoso de Cristo es enseñada por todos los teólogos, pero explicada diversamente. Günther defendía una imposibilidad consiguiente solamente a la previsión divina de que no pecaría (Vorschule, II, 441). Esto no es imposibilidad en absoluto. Cristo es Dios. Es absolutamente imposible, antecedente a la previsión divina, que Dios permitiera a su carne pecar. Si Dios permitiera pecar a su carne, podría pecar, esto es, podría rechazarse a Sí mismo, ser infiel a sus atributos divinos. Los escotistas enseñan que esta imposibilidad de pecar, antecedente a la previsión divina, no se debe a la Unión Hipostática, sino que es como la imposibilidad de pecar de los bienaventurados, y se debe a una Providencia divina especial (ver Escoto, en III, d. 13, Q. I). Santo Tomás (III: 15: 1) y todos los tomistas, Suárez (d. 33, 2), Vázquez (d. 11, c. 3) de Lugo (d. 26, 1, n. 4) y todos los teólogos de la Compañía de Jesús enseñan la ahora casi universalmente admitida explicación de que la absoluta imposibilidad de un acto pecaminoso por parte de Cristo se debía a la unión hipostática de su naturaleza humana con la divina.

Libertad

La voluntad de Cristo siguió siendo libre tras la Encarnación. Esto es un artículo de fe. La Escritura es muy clara en este punto. “Después de probarlo, no quiso beber” (Mt. 27, 34). “Quiero, queda limpio” (Mt. 8, 3). La libertad de Cristo fue tal como Él la merecía. “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó “ (Filip. 2, 8). “El cual en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz” (Heb. 12, 2). Que Cristo fue libre en la cuestión de la muerte, es la enseñanza de todos los católicos; de otro modo el no habría merecido ni satisfecho por nosotros con su muerte. Precisamente cómo reconciliar esta libertad de Cristo con la imposibilidad suya de cometer pecado ha sido siempre una cruz para los teólogos. Se han dado unas diecisiete explicaciones (ver Summa Theologica III: 47: 3, ad. 3; Molina, “Concordia”, d. 53, membr. 4).

(b) En el intelecto

Los efectos de la Unión Hipostática en el conocimiento de Cristo se tratarán en un artículo específico.

(c) Santidad de Cristo

La humanidad de Cristo fue santificada por una doble santidad: la gracia de unión y la gracia santificante. La gracia de unión, esto es, la Unión Sustancial e Hipostática de las dos naturalezas en la Palabra Divina, es llamada la santidad sustancial de Cristo.

San Agustín dice: “Tunc ergo sanctificavit se in se, hoc est hominem se in Verbo se, quia unus est Christus, Verbum et homo, sanctificans hominem in Verbo” (Cuando la Palabra se hizo carne entonces, en realidad, se santificó a Sí misma en Sí misma, esto es, Ella misma como hombre en Ella misma como Palabra; puesto que Cristo es una Persona, Palabra y Hombre, y hace santa su naturaleza humana en la santidad de su naturaleza divina). (In Johan. Tract. 108, n. 5, en P.L. XXXV, 1916). Aparte de esta santidad sustancial de la gracia de la Unión Hipostática, había en el alma de Cristo la santidad accidental llamada gracia santificante. Esta es la enseñanza de San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Cirilo de Alejandría, y en general de los Padres. La Palabra estaba “llena de gracia” (Jn. 1, 14), y “de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia” (Jn. 1, 16). La Palabra no estaría llena de gracia, si le faltara alguna gracia que fuera adecuada a su naturaleza humana. Todos los teólogos enseñan que la gracia santificante es una perfección adecuada a la humanidad de Cristo. El Cuerpo Místico de Cristo es la Iglesia de la que es Cabeza Cristo (Rom. 12, 4; I Cor. 12, 11; Ef. 1, 20; 4, 4; Col. 1, 18; 2, 10). En este sentido específico es en el que decimos que la gracia fluye de la Cabeza a través de los canales o sacramentos de la Iglesia – a través de las venas del Cuerpo de Cristo. Los teólogos generalmente enseñan que desde el mismo comienzo de su existencia, Él recibió la plenitud de gracia santificante y otros dones sobrenaturales (excepto la fe, la esperanza y la virtud moral de la penitencia); y que nunca aumentó esos dones ni esa gracia santificante. Pues aumentarlo sería hacerse más agradable a la Divina Majestad, y esto era imposible en Cristo. De ahí que San Lucas lo que quiere decir (2, 52) es que Cristo mostraba cada vez más día tras día los efectos de la gracia en su apariencia externa.

(d) Gustos y antipatías

La Unión Hipostática no privaba al alma humana de Cristo de sus gustos y antipatías. Los afectos de un hombre, las emociones de un hombre fueron suyas en tanto en cuanto fueran adecuadas a la gracia de unión, en tanto en cuanto no fueran desordenadas. San Agustín lo argumenta bien: “Los afectos humanos no estaban fuera de lugar en Aquel en quien había real y verdaderamente un cuerpo humano y un alma humana” (De Civ. Dei, XIV, ix, 3). Encontramos que estaba expuesto a la ira contra la ceguera de corazón de los pecadores (Mc. 3, 5); al temor (Mc. 14, 33); a la tristeza (Mt. 26, 37): a las afecciones sensibles de esperanza, de deseo, y de alegría. Estos gustos y aversiones estaban bajo el entero control de la voluntad de Cristo. El fomes peccati, el combustible del pecado – esto es, esos gustos y aversiones que no están bajo absoluto y pleno control de la recta razón y del fuerte poder de la voluntad – no podía, como es obvio, haber estado en Cristo. Él no podía ser tentado por tales gustos y antipatías para pecar. Si hubiera asumido esta culpa de pecado no habría estado en armonía con la absoluta y sustancial santidad que está implícita por la gracia de la unión en el Logos.

C. Sobre el Dios-Hombre (Deus-Homo, theanthropos)

Uno de los efectos más importantes de la unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en una Persona es un intercambio mutuo de atributos, divino y humano, entre Dios y el hombre, la Communicatio Idiomatum. El Dios-Hombre es una Persona, y a Él en concreto se pueden aplicar los predicados que se refieren a la Divinidad tanto como los que se refieren a la humanidad de Cristo. Podemos decir que Dios es hombre, que nació, murió, fue enterrado. Estos predicados se refieren a la Persona cuya naturaleza es humana, tanto como divina; a la Persona que es hombre, tanto como a Dios. No queremos decir que Dios, en cuanto Dios, naciera; pero Dios, que es hombre, nació. No podemos predicar la Divinidad en abstracto de la humanidad en abstracto, ni la Divinidad en abstracto del hombre concreto, ni viceversa; ni el Dios concreto de la humanidad abstracta, ni viceversa. Predicamos lo concreto de lo concreto: Jesús es Dios; Jesús es hombre; el Dios-Hombre estuvo triste; el Hombre–Dios fue muerto. Algunas formas de hablar no deben emplearse, no porque no puedan ser explicadas correctamente, sino porque pueden fácilmente ser malinterpretadas en un sentido herético.

La adoración de la humanidad de Cristo

La naturaleza humana de Cristo, hipostáticamente unida con la naturaleza divina, es adorada con el mismo culto que la naturaleza divina (ver ADORACIÓN). Adoramos la Palabra cuando adoramos al hombre Cristo; pero la Palabra es Dios. La naturaleza humana de Cristo no es en absoluto la razón de nuestra adoración a Él; la razón es sólo su naturaleza divina. El objeto íntegro de nuestra adoración es la Palabra Encarnada; el motivo de la adoración es la Divinidad de la Palabra Encarnada. El objeto parcial de nuestra adoración puede ser la naturaleza humana de Cristo: el motivo de la adoración es el mismo motivo de adoración que se extiende al objeto entero. Por tanto, el acto de adoración de la Palabra Encarnada es el mismo acto absoluto de adoración que abarca a la naturaleza humana. La Persona de Cristo es adorada con el culto llamado de latría. Pero el culto que se debe a una persona se le debe en similar manera a toda la naturaleza de esa persona y a todas sus partes. De ahí que, puesto que la naturaleza humana es la verdadera y real naturaleza de Cristo, esa naturaleza humana y todas sus partes sean objeto del culto llamado de latría, esto es, adoración. Aquí no entraremos en la cuestión de la adoración del Sagrado Corazón de Jesús. (Para la Adoración de la Cruz, CRUZ Y CRUCIFIJO, subtítulo II).

Otros efectos de la Encarnación

Los efectos de la Encarnación en la Santísima Madre y en nosotros, se encontrarán tratados en sus respectivas materias específicas (Ver GRACIA; JUSTIFICACIÓN, Inmaculada Concepción, Santísima Virgen María).


Bibliografía: Padres de la Iglesia: SAN IRENEO, Adversus Haer.; SAN ATANASIO, De Incarnatione Verbi; IDEM, Contra Arianos; SAN AMBROSIO, De Incarnatione; SAN GREGORIO DE NY}ISA, Antirrheticus adversus Apollinarium; IDEM, Tractatus ad Theophilum contra Apollinarium; los escritos de SAN GREGORIO NACIANCENO, SAN CY}IRILO DE ALEJANDRÍA, y otros que atacaron a los arrianos, nestorianos, monofisitas y monotelitas. Escolásticos: SANTO TOMÁS, Summa Theologica, III, QQ. 1-59; SAN BUENAVENTURA, Brevil., IV; IDEM, en III Sent.; BELARMINE, De Christo Capite Tolius Ecclesia, Controversiae., 1619; SUÁREZ, De Incarnatione, DE LUGO, De Incarnatione, III; PETAVIO, De incarn. Verbi: Theologia Dogmatica, IV.

Fuente: Drum, Walter. "The Incarnation." The Catholic Encyclopedia. Vol. 7, pp. 706-716. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/07706b.htm>.

Traducido por Francisco Vázquez