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Martes, 19 de marzo de 2024

Padres Apostólicos

De Enciclopedia Católica

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Se le llama Padres Apostólicos a los escritores cristianos de los siglos I y II que se sabe o se considera que se relacionaron personalmente con algunos de los apóstoles, o que fueron influidos por ellos, de modo que sus escritos se consideren ecos de las enseñanzas apostólicas genuinas. Aunque algunos lo restringen a aquellos que realmente fueron discípulos de los apóstoles, el término se aplica por extensión a ciertos escritores que se cree que anteriormente lo fueron y virtualmente incluye todos los restos de literatura cristiana primitiva anterior a las grandes apologías del siglo II, y que forman el vínculo de la tradición que une a éstos últimos escritores con los del Nuevo Testamento.

Aparentemente el nombre era desconocido en la literatura cristiana antes de fines del siglo XVII. Sin embargo, el término apostólico se usaba comúnmente para designar las Iglesias, personas, escritos, etc. de principios del siglo II, cuando San Ignacio de Antioquía en el exordio a su Epístola a los Tralios saludó a su Iglesia “al modo apostólico”. En 1672 Jean-Baptiste Cotelier (Colelerio) publicó su "SS. Patrum qui temporibus apostolicis floruerunt opera", cuyo título se abrevió a “Bibliotheca Patrum Apostolicorum” por L. J. Ittig en su edición (Leipzig 1699) de los mismos escritos. El término se usa universalmente desde entonces.

La lista de Padres incluidos bajo este título ha variado, pues el criticismo literario ha removido algunos que anteriormente se consideraban escritores del siglo II, mientras que la publicación (Constantinopla, 1883) del Didache le ha añadido uno a la lista. Son de suma importancia los tres obispos del siglo I: San Clemente de Roma, San Ignacio de Antioquía y San Policarpo de Esmirna, de cuyas relaciones personales con los apóstoles no hay duda. Clemente, obispo de Roma y tercer sucesor de San Pedro en el papado, “había visto a los santos apóstoles (Pedro y Pablo y había conversado con ellos” (San Ireneo, Adv. Haer., III, III, 3). Ignacio fue el segundo sucesor de San Pedro en la Sede de Antioquia (Eusebio, Historia de la Iglesia, III.36) y durante su vida en ese centro de actividad cristiana puede haberse encontrado con otros del grupo apostólico. Una tradición aceptada, substanciada por la similitud de los pensamientos de Ignacio con las ideas de los escritos de Juan, lo declara discípulo de San Juan. Policarpo fue “instruido por los apóstoles” (Ireneo, op. cit., III, III, 4) y había sido discípulo de San Juan (Eusebio, op. cit., III, 36; V.20) cuyo contemporáneo fue por casi veinte años.

Además de éstos, cuyo rango como Padres Apostólicos en el sentido estricto de la palabra es irrefutable, hay dos escritores del siglo I a quienes generalmente se les concede un lugar con ellos: el autor del Didache y el autor de la “Epístola de Bernabé”. El primero afirma que su enseñanza es la de los apóstoles, y su obra, quizás la pieza más antigua existente de literatura cristiana no inspirada, le da visos a su reclamo; al último, incluso si él no fue el apóstol y compañero de San Pablo, muchos le adscriben haber escrito durante la última década del siglo I, y puede haber estado directamente bajo la influencia apostólica, aunque su epístola no lo sugiere claramente

Al extender el término de modo que comprenda la literatura extra-canónica existente de la época sub-apostólica, se incluye al “Pastor” de Hermas, el Profeta del Nuevo Testamento, que se cree es al que se refería San Pablo (Rm. 16,14), pero a quien una tradición más segura hace hermano del Papa San Pío I (c. 140-150); los escasos fragmentos de las “Exposiciones de los Discursos del Señor” por San Papías, quien puede haber sido discípulo de San Juan (Ireneo, Adv. Haer., V, 331-334), aunque muy probablemente recibió su enseñanza de segunda mano por un “presbítero” de ese nombre (Eusebio, Hist. Igl., III.39); la “Carta a Diogneto”, cuyo autor desconocido afirma su discipulado con los apóstoles, pero su reclamo debe ser tomado en el sentido amplio de conformidad en espíritu y enseñanza. Además de éstos, antes se incluía los escritos apócrifos de algunos de estos Padres, las “Constituciones” y los “Cánones de los Apóstoles” y las obras acreditadas a Dionisio el Pseudo-Areopagita, quien, aunque sí fue discípulo de los apóstoles, no fue el autor de las obras que llevan su nombre. Aunque generalmente es rechazada, algunos consideran la homilía de Pseudo-Clemente (Epistola secunda Clementis) como digna de ocupar un lugar entre los Padres Apostólicos, como lo es su contemporánea, el “Pastor” de Hermas.

El período de tiempo cubierto por estos escritos se extiende desde las últimas dos décadas del siglo I con el Didache (80-100). Clemente (c. 97) y probablemente Pseudo-Bernabé (96-98), durante la primera mitad del siglo II, y la cronología aproximada cubre a Ignacio (110-117), Policarpo (110-120), Hermas, en su forma presente (c. 150), Papías (c. 150). Geográficamente, a Roma la representan Clemente y Hermas; Policarpo escribió desde Esmirna, de donde también Ignacio envió cuatro de las siete epístolas que escribió en su camino de Antioquía a Asia Menor; San Papías fue obispo de Hierápolis en Frigia; el Didache fue escrito en Egipto o Siria; la carta a Bernabé, en Alejandría. Los escritos de los Padres Apostólicos generalmente están en forma epistolar, a manera de las epístolas canónicas, y fueron escritos en su mayoría, no con el propósito de instruir a los cristianos en general, sino para una guía a individuos o iglesias locales en alguna necesidad momentánea. Felizmente, los escritores ampliaron tanto su tema que se combinaron para hacer un precioso retrato de la comunidad cristiana en la época que siguió a la muerte de San Juan. Así Clemente, en una preocupación paternal por las Iglesias encomendadas a su cuidado, intentó sanar una disensión en Corinto e insistió en los principios de unidad y sumisión a la autoridad, como el mejor conducente a la paz; Ignacio, ferviente en su gratitud a las Iglesias que lo consolaron en su camino al martirio, les envía cartas de reconocimiento, llenas con admoniciones contra la prevaleciente herejía y exhortaciones altamente espirituales para mantener la unidad de la fe en sumisión a los obispos; Policarpo, al enviar las cartas de Ignacio a Filipo, envía, según requerido, una simple carta de consejo y aliento.

La carta del Pseudo-Bernabé y la de Diogneto, una polémica, la otra en tono apologético, mientras que retienen la msima forma, parecen tener a la vista un más amplio círculo de lectores. Las otras tres están en forma de tratados: el Didache, un manual de moral e instrucción litúrgica; el “Pastor”, un libro de edificación en forma apocalíptica, en una representación alegórica de la Iglesia, las fallas de sus hijos y la necesidad de penitencia; las “Exposiciones” de Papías, un comentario exegético sobre los Evangelios.

Escritas bajo tales circunstancias, las obras de los Padres Apostólicos no se caracterizan por exposiciones sistemáticas de doctrina o brillantez de estilo. Solo “Diogneto” evidencia habilidad literaria y refinamiento. Ignacio sobresale por su notable personalidad y profundidad de opinión. Cada cual escribe para su propósito presente, en vista primariamente a las necesidades reales de sus auditores, pero, en la exuberancia de la caridad y entusiasmo primitivos, su corazón destila su mensaje de fidelidad a la gloriosa herencia apostólica, de ánimo en sus dificultades presentes, de cuidado para el futuro con sus amenazantes peligros. El tono dominante es el de devoción ferviente a los hermanos en la fe, revelando la profundidad y anchura del celo que le impartieron los apóstoles. Las cartas de los tres obispos, junto con el Didache proclaman la más sincera alabanza a los apóstoles, cuya memoria ellos mantienen con devoción filial y profunda; pero su reconocimiento de la superioridad inaccesible de sus maestros es igualmente bien confirmada por la ausencia de su cartas de ese tono inspirado claro que marca los escritos de los apóstoles.

Sin embargo, más abrupta es la transición entre el estilo modesto de los Padres Apostólicos y la forma científica de los tratados de los Padres de períodos posteriores. La piedad ferviente, el resplandor de los días de la espiritualidad apostólica, no se encontraría en tal plenitud y simplicidad. Cartas que respiraban tal simpatía y afán eran tenidas en gran estima por los primeros cristianos y algunos le concedían una autoridad poco inferior a la de la Escritura. La “Epístola de Clemente” era leída en las asambleas dominicales en Corinto durante el siglo II y después (Eusebio, Hist. de la Igl., III.16 y IV.23); la carta de Bernabé era similarmente honrada en Alejandría; Hermas era popular en toda la cristiandad, pero particularmente en Occidente. Clemente de Alejandría citó el Didache como “Escritura”. Algunos de los Padres Apostólicos se hallan en los más antiguos manuscritos del Nuevo Testamento al final de los libros canónicos. A Clemente se le conoció por primera vez a través del Código Alejandrino; de igual forma Hermas y el Pseudo-Bernabé se añadieron a los libros canónicos en el Códice Sinaítico.

Al estar entre la era del Nuevo Testamento y la florescencia literaria de fines del siglo II, esos escritores representan los elementos originales de la tradición cristiana. Ellos no pretenden tratar sobre la doctrina y práctica cristiana de forma completa y eruditamente y no puede esperarse, por lo tanto, que contesten todas las preguntas respecto a los orígenes cristianos. Su silencio en algunos puntos no implican su ignorancia sobre ellos, mucho menos su negación; ni sus afirmaciones dicen todo lo que debe saberse. El valor dogmático de su enseñanza es, sin embargo, del más alto orden, considerando la gran antigüedad de los documentos y la competencia de los autores para trasmitir la doctrina apostólica más pura. Este hecho no recibió su debido aprecio incluso durante el período de la actividad teológica medieval. El creciente entusiasmo por la Teología Positiva que marcó el siglo XVII centró su atención en los Padres Apostólicos; desde entonces ellos han sido los testigos más ávidamente consultados para las creencias y prácticas de la Iglesia durante la primera mitad del siglo II. Su enseñanza está basada en las Escrituras, es decir, el Antiguo Testamento, y en las palabras de Jesucristo y sus apóstoles. La actividad de estos últimos fue decisiva. Aunque, a juzgar por sus escritos, el Canon del Nuevo Testamento no estaba todavía definitivamente establecido, es significativo que con la excepción de la Tercera Epístola de San Juan y posiblemente la de San Pablo a Filemón, uno u otro de los Padres Apostólicos citan o aluden más o menos claramente a cada libro del Nuevo Testamento, mientras que las citas de los “apócrifos” son sumamente raras. De igual autoridad que la palabra escrita es la de la tradición oral (Eusebio, Hist. Igl. III.39; Epístola a Clemente 7), hasta la cual se pueden rastrear ciertas citas de los “Dichos” de Nuestro Señor y los Apóstoles no halladas en las Escrituras.

Parcos como necesariamente son en su testimonio, los Padres Apostólicos son testigos de la fe de los cristianos en sus principales misterios de la Unidad y Trinidad divinas. La fórmula Trinitaria aparece frecuentemente. Si a la Divinidad del Espíritu Santo se alude sólo una vez obscuramente en Hermas, se debe recordar que la Iglesia no estaba todavía perturbada por las herejías anti-Trinitarias. El error dominante del período era el docetismo, y su refutación le brinda a estos autores la ocasión para tratar con mayor amplitud sobre la Persona de Jesucristo. Él es el Redentor que los hombres necesitaban. Ignacio sin vacilar le llama Dios (Trall., VII; Eph., I, y passim). La soteriología de la Epístola a los Hebreos forma la base de su enseñanza. Jesucristo es nuestro sumo sacerdote (Epístola de Clemente 36-64) en cuyo sufrimiento y muerte está nuestra redención (Ignacio, Eph., I, Magnes., IX; Bernabé V; Diogneto IX); cuya sangre es nuestro rescate (Epístola de Clemente 12-21). Los frutos de la redención, aunque no son tratados científicamente, son de modo general la destrucción de la muerte o del pecado, el don al hombre de la vida inmortal y el conocimiento de Dios (Bernabé IV-V, VII, VIV; Didache XVI; Ep. De Clemente 24-25; Hermas, Simil., V, 6).

La justificación se recibe tanto por la fe como por las obras; y se insiste tan claramente en la eficacia de las buenas obras que es fútil representar a los Padres Apostólicos como fracasados en comprender las enseñanzas pertinentes de San Pablo. Se cita tanto los puntos de vista tanto de San Pablo como de Santiago, y ambos son considerados complementarios (Ep. Clemente 31-35; Ignacio a Policarpo VI). Hermas insiste sobre las buenas obras (Vis., III, 1 Simil., V, 3), y Bernabé proclama (c. XIX) su necesidad para la salvación.

La Iglesia, la Iglesia “Católica”, como la llama Ignacio por primera vez (de Esmirna 8) toma el lugar del pueblo escogido; es el Cuerpo Místico de Cristo, siendo los fieles sus miembros, unidos por una sola fe y una sola esperanza, y por la caridad que nos mueve a la ayuda mutua. La organización jerárquica del ministerio y la debida sumisión de los inferiores a la autoridad aseguran esta unidad. Sobre este punto la enseñanza de los Padres Apostólicos parece representar un marcado desarrollo en el avance de la práctica del período apostólico. Pero se debe notar que el tono familiar con el cual se trata la autoridad episcopal descarta la posibilidad de que sea una novedad. El Didache puede aún así tratar sobre “profetas”, “apóstoles” y misioneros itinerantes (X-XI, XIII-XIV), pero esta no es una etapa en el desarrollo. Es anómalo, fuera de la corriente del desarrollo. Clemente e Ignacio presentan la jerarquía, organizada y completa, con sus órdenes de obispos, sacerdotes y diáconos, ministros de la liturgia eucarística y administradores de temporalidades.

La Epístola de Clemente es la filosofía de la “apostolicidad”, y su corolario, la sucesión apostólica. Ignacio da abundantes ilustraciones prácticas de lo que Clemente estableció en principio. Para Ignacio el obispo es el centro de la unidad (Efesios 4), cuya autoridad todos debemos obedecer como se obedecería a Dios, en cuyo lugar el obispo gobierna (Policarpo 6, Magnesios 6 y 13, de Esmirna 8 y 11, Tralios 12); pues la unidad con y sumisión al obispo son la única seguridad de fe. El que ocupa la Silla de San Pedro en Roma es la suprema autoridad en la Iglesia. La intervención de Clemente en los asuntos de Corinto y el lenguaje de Ignacio al hablar de la Iglesia de Roma en el exordio de su Epístola a los Romanos debe ser entendido a la luz del cargo que Cristo confirió a San Pedro. Uno gira alrededor del otro. La más profunda reverencia por la memoria de San Pedro es visible en los escritos de San Clemente y San Ignacio. Ellos parean su nombre con el de San Pablo, y así efectivamente confutan el antagonismo entre ambos apóstoles, que la teoría de Tübingen postulaba al trazar el pretendido desarrollo de la Iglesia unida a partir de las discordantes facciones de Pedro y Pablo.

Entre los Sacramentos a los que se alude está el Bautismo, al cual Ignacio se refiere (Policarpo 2 y de Esmirna 8), y del cual Hermas habla como el modo necesario de entrar a la Iglesia y a la salvación (Vis., III, 3, 5; Simil., IX, 16), el modo de pasar de la muerte a la vida (Simil., VIII,6), mientras que el Didache trata sobre él litúrgicamente. (VII). El Didache e Ignacio mencionan la Eucaristía (14), y el ultimo utiliza el término para significar el “cuerpo de Nuestro Salvador Jesucristo” (de Esmirna 7; Efesios 20; de Filadelfia 4). El tema de Hermas es la penitencia, y la aconseja como necesaria y un posible recurso para todo el que peque después del bautismo (Vis., III, 7; Simil., VIII, 6, 8, 9, 11). El Didache se refiere a la confesión de los pecados (IV, XIV) como hace Bernabé (XIX). Una exposición de las enseñanzas dogmáticas de los Padres individuales se halla bajo sus respectivos nombres.

Los Padres Apostólicos, como un grupo, no se hallan en ningún manuscrito. La historia literaria de cada uno se hallará en relación con los estudios individuales. La primera edición fue la antedicha de Cotelerio (París, 1672). Contenía a Bernabé, Clemente, Hermas, Ignacio y Policarpo. Una reimpresión por Jean Leclerc (Clérico) (Amberes, 1698-1700; Amsterdan, 1724) contenía mucho material adicional. Las últimas ediciones son las del Obispo anglicano, J.B. Lightfoot, "Los Padres Apostólicos" (5 vols., Londres, 1889-1890); edición abreviada, Lightfoot-Harmer, Londres, I vol., 1893; Gebhardt, Harnack, y Zahn, "Patrum Apostolicorum Opera" (Leipzig, 1901); y von Funk, "Patres Apostolici" (2da. ed., Tübingen, 1901), en todos los cuales se hallan abundantes referencias a la literatura de los dos siglos anteriores. El último trabajo mencionado apareció primero (Tübingen, vol. I, 1878, 1887; vol. II,,1881) como una quinta edición de la "Opera Patr. Apostolicorum" de Hefele (Tübingen, 1839; 4ta ed., 1855) enriquecido con notas (críticas, exegéticas, históricas), prolegómeno, índices y una versión en latín. La segunda edición llena todas las Justas demandas de una presentación crítica de estos antiguos e importantes escritos, y en su introducción y notas ofrece el mejor tratado católico sobre este tema.


Bibliografía: P.G. (París, 1857), I, II, V; Eng. tr. en Biblioteca Ante-Nicena (Edimburgo, 1866), I, y ed. americana (Nueva York, 1903), I, 1-158; Freppel, Les Peres Apostoliques et leur époque (Paris, 1885); Batiffol, La litt. eccl. grecque (Paris, 1901); Holland, Los Padres Apostólicos (Londres, 1897); Wake, Las Epístolas Genuinas de los Padres Apostólicos (Londres, 1893); Fleming, Testigos Cristianos Primitivos (Londres, 1878); Crutwell, Historia Literaria del Cristianismo Primitivo (Londres, 1893), I, 21-127; Sociedad Histórico-Teológica de Oxford, El Nuevo Testamento en los Padres Apostólicos (Oxford, 1905); Lightfoot en Dict. de Biogr. Cr., s.v.; para la doctrina, vea Tixeront, Histoire des dogmes (Paris, 1905), I, 115-163; Bareille en Dicc. de Teol. Cat. (París, 1903), I, 1634-46; Bardenhewer, Geschichte d. altkirchl. Litt., I.

Fuente: Peterson, John Bertram. "The Apostolic Fathers." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01637a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina