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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Renacimiento

De Enciclopedia Católica

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El Renacimiento se puede considerar en sentido general o particular como (1) los logros de lo que se denomina el espíritu moderno en oposición al espíritu que prevaleció durante la Edad Media; o (2) el resurgimiento del aprendizaje clásico, especialmente el griego, y la recuperación del arte antiguo en los campos de la escultura, pintura y arquitectura, perdidos durante mil años en la cristiandad occidental. Aunque sea imposible separar estos elementos de todo el movimiento en el que entran, podemos distinguirlos de este para nuestro propósito actual, a saber, resumir las influencias, ya sean buenas o malas, que se pueden rastrear a la Antigüedad pagana o precristiana de letras y restos plásticos, según se conoció y estudió desde finales del siglo XIV en adelante, en relación con la Iglesia Católica.

La historia eclesiástica atraviesa períodos análogos a los cambios provocados por las revoluciones sociales. Hablando en términos generales, la época de los Padres corresponde al período imperial romano terminado en 476 d.C.; la Edad Media ocupa esos años tumultuosos cuando los bárbaros convertidos al cristianismo aprendían lentamente a ser civilizados, de 476 a 1400; mientras que las relaciones modernas entre Iglesia y Estado comenzaron con el surgimiento definido de naciones en Occidente, en una era muy crítica, señalada por la destrucción del Imperio Griego, la invención de la imprenta de tipos móviles, el descubrimiento de América y todo esto conducente a la Reforma Protestante. La historia, como la vida, es una red continua; sus diversas etapas se suceden entre sí en los grados más tenues. Pero después de que el Gran Cisma fue sanado por el Concilio de Constanza en 1417, la Iglesia volvió la espalda de una vez por todas al feudalismo desgastado, y ya no involucrada en luchas con los emperadores teutones, se encontró en presencia de nuevas dificultades; el carácter de los tiempos fue alterado manifiestamente.

Vivimos ahora en esta época moderna. La Edad Media se ha convertido en un interludio, claramente limitado en ambas extremidades por una idea de vida más civilizada o humana, que los hombres se esfuerzan por realizar en política, educación, costumbres, literatura y religión. Esta combinación de épocas y pueblos ampliamente divididos por virtud de un tipo complejo en un sistema histórico consistente, aunque muy ampliado, se debió al Renacimiento, tomado en su conjunto. Un vistazo al mapa nos recordará el hecho sorprendente de que el cristianismo está ligado en el espacio no menos que en el tiempo al mundo griego y romano. Nunca ha florecido ampliamente fuera de estas fronteras, excepto en la medida en que sometió a la cultura antigua a las tribus a las que ofreció el Evangelio.

Existe un vínculo misterioso y providencial, reconocido en el Nuevo Testamento por San Pablo, San Juan y San Pedro, entre Roma como cabeza del dominio secular y el visible Reino de Cristo. El derecho romano protegió así como persiguió a los discípulos; la filosofía griega le prestó sus términos al dogma católico. La escuela de Alejandría, enseñada por Clemente y Orígenes, no tuvo escrúpulos en citar la literatura ateniense para ilustrar las verdades reveladas. San Gregorio Nacianceno escribió poemas griegos en un estilo que fue moldeado en los clásicos trágicos. Siempre hubo en Occidente un espíritu puritano, del cual, desde Tertuliano y Novaciano hasta el español Prisciliano, podemos señalar ejemplos; pero los santos que establecieron nuestra tradiciónCipriano, Agustín, Jerónimo— tenían puntos de vista más tolerantes; aunque San Jerónimo sintió aflicciones contritas por los días y las noches que le había dado a Plauto o Cicerón, su propia dicción es severamente clásica. Su Vulgata Latina, aunque obedece a la construcción del hebreo, está escrita en un lenguaje cultivado y no rústico. San Gregorio despreciaba la gramática como un logro subordinado, pero él mismo era un buen erudito.

La pérdida de autores griegos y el declive del latín eclesiástico fueron desgracias en una ruina universal; ninguno de estos eventos fue consecuencia de una ruptura deliberada con la Antigüedad. El latín y el griego se habían vuelto lenguajes sagrados; las liturgias occidentales y orientales los llevaron con la Sagrada Escritura dondequiera que iban. La Roma católica era latina por tradición y por elección. Ningún dialecto alemán alcanzó los privilegios del santuario que San Cirilo ganó para el eslavo antiguo de parte del Papa Nicolás I. Bajo estas circunstancias, podría haberse previsto un renacimiento del aprendizaje, tan pronto como Occidente fuera capaz de hacerlo. Y era igualmente de prever que el Vaticano no rechazaría un movimiento de reconciliación, similar a aquel por medio del cual muchos de los usos antiguos se habían adaptado a fines cristianos desde hacía mucho tiempo.

Hablando del siglo II, Walter Pater observa: "Se manifestó incluso entonces el que ha sido en general el método de la Iglesia, como un 'poder de dulzura y paciencia', al tratar asuntos como el arte y la literatura paganos". En esa época había habido un "Renacimiento temprano e intachable". El principio católico, de acuerdo con su nombre, asimila, purifica, consagra, todo lo que no es pecado, siempre que se someta a la ley de santidad. Y los autores clásicos centrales, en cuyo estudio la educación liberal se estableció entre los griegos desde la era de Aristóteles, desde la era de Augusto en Roma, estuvieron felizmente dispuestos al bautismo purificador. Como literatura, los libros escolares principales estaban singularmente libres de deformidades morales; sus enseñanzas no alcanzaron el Nuevo Testamento, pero a menudo eran heroicas y sus peligros admitían corrección. Newman describe felizmente la civilización grecorromana como “el terreno en el cual creció el cristianismo”. Y Pater concluye que “fue por los obispos de Roma... que se definió así el camino de lo que debemos llamar humanismo", como el ideal, a saber, de un entrenamiento perfecto en sabiduría y belleza. Muy al unísono con tal temperamento mental, el Papa León X en 1515 escribió a Beroaldo, el editor de Tácito: "Nada más excelente o útil ha sido dado a los hombres por el Creador, si exceptuamos el verdadero conocimiento y adoración de sí mismo, que estos estudios".

Por lo tanto, cuando Nicolás V (1447-55) fundó la Biblioteca del Vaticano, su acto se inspiró en la tradición de la Santa Sede, merecidamente conocida como la madre lactante de las escuelas y universidades, en las que siempre se había enseñado las ”siete artes liberales". París, la mayor de ellas, había recibido el reconocimiento formal en 1211 de Inocencio III. Entre los años 1400 y 1506 podemos contar unos veintiocho estatutos otorgados por los Papas a tantas universidades, desde San Andrés a Alcalá y desde Caén y Poitiers a Wittenberg y Fráncfort del Oder.

Pero el humanismo se propagó principalmente desde los centros italianos y por profesores italianos o griegos. Debemos tener en cuenta un hecho que a menudo se pierde de vista que la filosofía escolástica nunca había echado raíces profundas en la Península, y que sus maestros florecieron principalmente al norte de los Alpes. Alejandro de Hales, Escoto, Middletown, Occam, eran británicos; Alberto Magno era alemán; Santo Tomás de Aquino, su discípulo enseñó en París.

Por otro lado, el renacimiento del derecho romano, que permitió a Federico Barbarroja y a sus sucesores resistir al papado, comenzó con Irnerio en Bolonia. Además fue Petrarca (1303-1374) quien inauguró el trascendente movimiento que reclamó para la literatura —es decir, para la poesía, retórica, historia y todas sus ramas— el rango hasta ahí ocupado por la lógica y la filosofía; Dante, que cristaliza la "Summa" de Santo Tomás en verso milagroso, sigue siendo medieval; Petrarca es moderno precisamente por esta diferencia, aunque no debemos imaginar que se opuso a la Iglesia o la Biblia. Además, se buscaba ávidamente los manuscritos griegos, y cuando Cicerón dictaba los cánones de estilo latino, el silogismo con su arena de disputa no podía dar lugar a la silla del orador y al escritorio de la secretaria. La finalidad del estudio no era la ciencia, sino la vida. No observamos ningún logro considerable en metafísica hasta que hubo pasado tanto el período culminante del humanismo como de la Reforma.

En 1455, la biblioteca del Papa Nicolás contenía 824 manuscritos latinos y 352 griegos. En 1484, a la muerte de Sixto IV, los manuscritos griegos habían aumentado a 1,000. A partir de los catálogos inferimos que se tomó mucho interés en coleccionar a los grandes Padres, el derecho canónico y la teología medieval. Nicolás poseía el famoso Códice Vaticano (B) de la Sagrada Escritura; Sixto tenía en su poder 58 Biblias o partes de Biblias. El cardenal Besarión entregó su magnífica colección de libros a la Catedral de San marcos en Venecia; y la Biblioteca Medicea, recogida en Florencia, donde aún reposa (la Laurenciana), fue transferida a Roma por un tiempo por Clemente VII. En Basilea el cardenal dominico Juan de Ragusa dejó importantes manuscritos griegos, de partes del Nuevo Testamento, que Reuchlin y Erasmo usaron provechosamente.

Estas ilustraciones pueden ser suficientes para indicar el movimiento, que se volvió universal en toda la Europa católica, hacia la recuperación multilateral de los tesoros del pasado. Otro paso muy importante fue la impresión de lo que se había recuperado. La imprenta fue un invento alemán. Los ordinarios y casas religiosas locales la favorecieron enormemente. Los claustros se convirtieron en el hogar de la prensa; entre ellos podemos citar a Marienthal (1468), San Ulrico en Augsburgo (1472), los benedictinos en Bamberg (1474). Los Hermanos de la Vida Común introdujeron la tipografía a Bruselas en 1474. Se autodenominaron "predicadores no en palabra sino en tipo"; y los primeros libros impresos en Alemania eran de carácter bíblico, educativo, devocional y popular.

A la etapa inicial del Renacimiento pertenece el honor de la difusión generalizada de la Vulgata latina impresa, así como a las traducciones de ella a la mayoría de los idiomas europeos, por supuesto, con la aprobación de la Iglesia. Antes de 1500 se habían publicado 98 ediciones completas de la Vulgata; una docena de ediciones precedieron a la aparición en tipo de cualquier clásico latino. El primer libro producido por Gutenberg fue esa sumamente hermosa Biblia de "42 líneas" según la versión de San Jerónimo, conocida luego como la Biblia de Mazarino y de la cual aún existen varias copias. La primera Biblia fechada salió de Maguncia en 1462; la primera veneciana, en 1475, fue seguida por veintiuna ediciones. El texto hebreo se imprimió en Soncino y Nápoles entre 1477 y 1486; la Biblia rabínica fue dedicada a León X en Venecia en 1517. El cardenal Jiménez renovó las labores de Orígenes por su Políglota de Alcalá, 1514-22, que incluía el Nuevo Testamento griego. Pero Erasmo anticipó su publicación con un texto indiferente en 1516. Aldo imprimió los Setenta en 1518.

En cuanto a las traducciones del lado católico, continuaron antes y después de Lutero, desde la española de Bonifacio Ferrer en 1405 a la inglesa de Douai en 1609. Todas estas fueron impresas, pero el espacio aquí no permitirá más que una referencia a los detalles o a los cambios en política provocados bajo el papado de Paulo IV y el Concilio de Trento, debido a las traducciones heréticas y al abuso de la lectura de las Escrituras. Durante el período comúnmente asignado al apogeo del Renacimiento (1453-1527), la libertad era la regla. Nicolás V intentaba convertir a Roma en el centro intelectual del mundo. Sus sucesores entraron en gran medida a la misma idea. Pío II (Piccolomini) era un hombre de letras, no muy diferente al gran Erasmo. Paulo II, aunque severo con los neopaganos, como Pomponazzi, no condenó el movimiento clásico. Alejandro VI era estadista, no erudito ni italiano. El recio y espléndido Julio II, sin cultura, les dio comisiones a Rafael y a Miguel Ángel, pero despreciaba abiertamente a los pedantes de su corte. De León X su época recibe su título —fue la "encarnación del Renacimiento en su forma más brillante".

Había comenzado un entusiasmo extraordinario por la Antigüedad, combinado con una libertad de opinión ilimitada, con una laxitud de la moral que desde entonces ha escandalizado tanto a creyentes como a no creyentes, y con una magnificencia festiva que recuerda los días y las noches de la "casa dorada" de Nerón. El medio siglo que termina en el saqueo de Roma (1527) por parte de los soldados luteranos, aunque deslumbrante desde un punto de vista escénico, no puede ser visto con satisfacción por ningún católico, incluso cuando hemos descontado las enormes falsedades por mucho tiempo en boga entre los historiadores, que aceptaron las sátiras y declaraciones partidarias a su propio valor. Los eclesiásticos en puestos altos estaban constantemente ajenos a la verdad, la justicia, la pureza, la abnegación; muchos habían perdido todo sentido de los ideales cristianos; no pocos estaban profundamente manchados por vicios paganos.

El temperamento de eclesiásticos como Bembo y Bibbiena, expuesto en las comedias de este último cardenal, según representadas ante la corte romana e imitadas a lo largo y a lo ancho, no es menos incomprensible para nosotros que poco edificante. Los primeros años de Enea Silvio, toda la carrera de Rodrigo Borgia, la vida del propio Farnesio, así como la Curia, todos exhibieron la unión de la astucia, el vigor y otras cualidades mundanas, lo que nos deja en un asombro mudo y triste. Julio II luchó e intrigó como un simple príncipe secular; León X, aunque ciertamente era creyente, era sumamente frívolo; Clemente VII se ganó el desprecio y el odio de todos los que trataban con él, por sus formas torcidas y subterfugios cobardes que llevaron a la toma y saqueo de Roma.

Ahora bien, es justo trazar en estos Papas, así como en sus consejeros, un cierto tipo común, cuyo patrón era César Borgia, en algún momento cardenal, pero siempre condotiero en mente y acción, mientras que su filósofo era Maquiavelo. Podemos expresarlo en palabras de Villari como una "actividad intelectual prodigiosa acompañada de la decadencia moral". La pasión por la literatura antigua, vivificada e ilustrada cuando los mármoles clásicos enterrados salieron a la luz, simplemente intoxicó a esa generación. No solo se apartaron de las severidades monásticas, sino que perdieron todo el autocontrol decente y varonil. Los sobrevivientes de una época menos corrupta, como Miguel Ángel en sus sonetos, nos recuerdan que el genio italiano nativo había hecho grandes cosas antes de que este nuevo espíritu tomara posesión de él.

Pero no se puede negar que en sus días triunfantes el Renacimiento admiraba la belleza y apartaba la vista del deber, como estándar y ley de vida. No tenía ojos ni sentido para la belleza de la santidad. Cuando se le llama "pagano" nos referimos a esta influencia anárquica corruptora, representada muy graciosamente por poetas genuinos y hombres de letras como Policiano, más groseramente por cantantes licenciosos como Casa de Médici |Lorenzo de' Medici]], por Poggio, Bandello, Aretino y otros miles, quienes declararon que la moral de Petronio Arbiter era lo suficientemente buena para ellos. Cuando Savonarola huyó en 1475 al claustro dominico en Ferrara, y allí compuso su lamento sobre "la ruina de la Iglesia", gritó: "El templo ha caído y la casa de castidad". Pero el terremoto aún no había llegado; pasarían cosas peores que las que él había visto. Y fue inevitable una catástrofe, de la cual él sería el profeta en San Marcos, Florencia, enviado a un mundo parcialmente crédulo y aún más exasperado.

Savonarola (1453-98), Erasmo (1466-1536) y Tomás Moro (1478-1535) se pueden tomar como figuras en lo que se ha llamado a veces el Renacimiento cristiano. Representan sin lugar a dudas la mente de la Iglesia respecto a esos autores antiguos, sin sacrificar la fe a la erudición, o la Sagrada Escritura a Homero y Horacio, mientras le conceden a la cultura su provincia y sus privilegios. Tal sería el concordato duradero entre la divinidad y las humanidades, pero no hasta que el paganismo le hubo robado a Italia su independencia, después de que los Papas pusieron en orden su casa, y se le hubo encomendado a la Compañía de Jesús la educación de la juventud. Sobre la base de su protesta contra la literatura indecorosa y degradante que abundaba en su tiempo, Savonarola fue condenado como puritano; su "quema de vanidades" en 1497 fue citada como prueba; y empleó un lenguaje mordaz (ver la Carta a Verino, 1497) que puede llegar a esta conclusión. Pero entre sus penitentes había artistas, poetas y eruditos: Pico della Mirandola, Fray Bartolomeo, Botticelli, Miguel Ángel. El propio fraile compró a precio muy alto para San Marcos la famosa Biblioteca Medicea; y cada lector cándido percibirá en su denuncia de los libros y pinturas en boga una protesta cristiana honesta contra los vicios cancerosos que estaban minando la vida de Italia.

Cuando llegamos a Erasmo, seguramente no fanático, descubrimos que él también marcó la diferencia entre lo puro y lo impuro. Erasmo rió para despreciar las pedanterías ciceronianas de Bembo y Sadoleto; citó con disgusto los términos paganizantes con los que algunos predicadores romanos disfrazaban a las personas y escenas de los Evangelios. Sentía celo por la Palabra inspirada, y su Nuevo Testamento griego y latino fue el principal evento literario del año que vio su publicación. Editó las obras de San Jerónimo con minucioso cuidado (1516); hizo algo por los principales Padres latinos, y no poco por los griegos. En su prefacio a San Hilario, este verdadero erudito elogia todo aprendizaje, antiguo o nuevo, pero le da a cada departamento su valor apropiado, desde las Escrituras incluso a los escolásticos. Su “Elogio de la Locura” y otros escritos satíricos fueron un ataque, no al genio medieval, sino contra la ignorancia confiada que declamaba en contra de la buena literatura sin saber lo que significaba. Tan raro e infatigable, un tasador de todas las formas de obras literarias, no podía ser insensible a los méritos de San Agustín, por mucho que se deleitara con Virgilio. La beca de Erasmo, dada al mundo en un latín animado, era universal y a menudo profunda. También era honestamente cristiano; dar a conocer y comprender la Sagrada Escritura era el propósito supremo que tenía en mente. Y así, el "príncipe de los humanistas" pudo permanecer católico, mientras buscaba una restauración moral durante el torbellino de la revuelta de Lutero. En él, el Renacimiento había desechado su paganismo.

Su amigo, Tomás Moro, un erudito liberal, un santo, un mártir, mediante la cortesía encantadora de su conversación diaria y el simple y casi irónico heroísmo que desplegó en la tribuna, probó cuánto aprendizaje antiguo y cuánta virtud católica se pueden combinar en el más elevado de los ideales. La "Utopía" de Moro ganó un lugar por sí misma, que aún conserva, muy por encima de la literatura imitativa y pasajera de esos versificadores latinos, esos retóricos vanidosos, que en el mejor de los casos eran escoliastas, pero que con demasiada frecuencia desperdiciaban sus pequeños talentos al reproducir débilmente los temas y metros clásicos. El canciller inglés tomó un control firme de los problemas sociales y religiosos, no tanto respecto a la teoría como al intento de reforma según los principios católicos. Escribió latín con mayor fuerza que elegancia; sus obras en lengua vernácula tienen sal y sabor, ingenio e idioma para recomendar su ortodoxia. En la misma categoría de humanistas cristianos podemos asociar con Moro a un buen número de ingleses, desde los benedictinos Hadley y Selling, que eran estudiantes en Padua en 1464, hasta Crocyn, Linacre, Colet, Fox y el martirizado cardenal Fisher.

En Alemania, las primeras etapas del revivido aprendizaje habían estado libres de la relajación italiana y las doctrinas paganas. El cardenal Nicolás de Cusa reformó la Iglesia, mientras promovía la filosofía por sus propias especulaciones y coleccionaba manuscritos. Rodolfo Agrícola (1443-85) unió el estudio de los antiguos con la devoción a la Sagrada Escritura; von Langen, latinista consumado, remodeló las escuelas de Westfalia; fue preboste de la catedral en Deventer. El ilustre Wimpfeling, nacido en 1450, enseñó educación en principio y práctica sobre líneas ortodoxas. Fue maestro de Reuchlin, un erudito genuino, celoso contra los recién importados modos no cristianos de los llamados “poetas”; y cuando Lutero se levantó, Wimfeling se opuso a él como se había opuesto a las intromisiones del Derecho Romano |derecho romano]]. Con Reuchlin estamos inmersos en el debate y la controversia; pero él también era sinceramente religioso, y en 1516 triunfó en Roma sobre sus adversarios, y obtuvo así una victoria para la erudición hebrea, que de otra manera los Papas habían tomado bajo su amparo.

Muchos humanistas pronto hicieron causa común con la Reforma; Melanchthon, Zwinglio, Calvino, eran eminentemente estudiosos. Pero el Renacimiento nunca fue absorbido por ningún movimiento teológico; el celo reformista dispersó las bibliotecas, vació la universidades y muy a menudo retrasó la educación, hasta que se agotó su primera furia. El espíritu del cual el puritanismo es una plena expresión no tenía afinidad con la literatura clásica; a su toque cayó al polvo el mundo del arte, de la poesía dramática, de la pintura, sagrada o secular, del humanismo en la vida y fuera de los libros escolares. Heine (Ueber Deutschland) vio que la Reforma era, en efecto, una respuesta teutónica al Renacimiento; y ahora percibimos que, mientras los dogmas de Lutero y Calvino habían perdido el control de los corazones humanos, el renacimiento de las letras se ampliaba a una transformación de la democracia por medio de la cultura: hic labor, opus hoc; la cuestión de cómo conciliar una vida humana perfectamente equipada con una religión ascética y las demandas de libertad para todos, es algo que ninguno de los reformadores contemplaba, y mucho menos lograron resolver.

Ese problema no se discutió al principio entre los franceses, a quienes debemos la palabra renaissance. El italiano Aleandro, que llegó a París en 1508, dio conferencias en griego, latín y hebreo. Fue nombrado rector de la Universidad y se convirtió en un vigoroso oponente de Lutero. Mark Pattison acusa a la Sorbona de perseguir al gran impresor Robert Estienne (1503-59), aunque siempre obtuvo licencia para vender sus Biblias y Testamentos. La Sorbona se opuso, sin embargo, a cualquier publicación de la Escritura sin notas católicas aprobadas; y esto en una época que podría calificarse justamente como reprensión y blasfemia.

Francia tuvo su propio tipo de humanista en ese hombre extraordinario, Rabelais (1490-1553), médico, sacerdote y bufón obsceno cuyo libro es la gloria y la vergüenza de su lengua materna. Rabelais, que trata la religión cristiana como un credo gastado, recurre a una especie de platonismo liberal; él dejaría a los hombres a sus instintos y a la alegría de la vida. La misma filosofía, aunque en tonos más graves, es insinuada por Montaigne (1533-92) en ensayos teñidos de escepticismo y desencanto. Estos dos escritores, que yacen más allá de la marea primaveral del avivamiento, abren en Francia la guerra anticristiana que ha durado, con una violencia creciente, hasta nuestros días. Pero el siglo XVII fue testigo de una adaptación de las formas clásicas a la literatura y la predicación de los católicos de genio, por Pascal, Bossuet, Racine y Fénelon, que produjo una mezcla muy original de religión con prosa elocuente y verso refinado. En general, sin embargo, probablemente aceptaremos la afirmación de Taine de que la influencia de los clásicos (latín en lugar de griego siempre) en la educación francesa no ha sido favorable al cristianismo.

En Roma prevaleció una “increíble libertad” de discusión bajo el hechizo del Renacimiento. Lord Acton cita ejemplos bien conocidos. Poggio, el burlón adversario del clero, estuvo durante medio siglo al servicio de los Papas. Nicolás V recompensó generosamente por sus abominables sátiras a Filelfo, un pagano desvergonzado e inmundo. Pío II tenía los defectos de un periodista social astuto, ni se tomaba en serio a sí mismo ni a su edad. Platina, con quien Paulo II se peleó por motivos políticos, escribió un libro vengativo y difamatorio: "Las Vidas de los Pontífices Romanos ", que, sin embargo, en cierta medida estaba justificado por el proyecto de reforma en "cabeza y miembros" constantemente presentado y nunca cumplido hasta que la cristiandad hubo sido dividida en dos. Aún así, Papa Sixto IV nombró a Platina bibliotecario de el Vaticano. Es igualmente significativo que "El Príncipe", de Maquiavelo, se publicó con licencia papal, aunque luego se prohibió severamente. Esta tolerancia al mal tuvo una buena consecuencia: permitió que la crítica histórica tuviese un buen comienzo. Había la necesidad de una revisión que todavía no está completa, que abarcase todo lo que se había transmitido desde la Edad Media bajo el estilo y el título de los Padres, los concilios, los archivos romanos y otros archivos oficiales. En todos estos departamentos, la falsificación y la interpolación, así como la ignorancia, habían causado daños a gran escala.

En 1440, Lorenzo Valla aconsejó a Eugenio IV que no confiara en la Donación de Constantino, que se probó era espuria. Ulrich von Huten imprimió el tratado de Valla; dicho tratado se hizo popular entre los alemanes e influyó en Lutero, pero le abrió a este enemigo del poder temporal un lugar en la casa de Nicolás V. Para otro comienzo de crítica, estamos en deuda con el mismo desagradable pero perspicaz hombre de letras. Fue Valla quien primero negó la autenticidad de aquellos escritos que durante siglos habían sido considerados como tratados compuestos por Dionisio el Areopagita. Tres siglos más tarde, los benedictinos de San Maur y los bolandistas todavía se dedicaban a separar lo verdadero de lo falso en la literatura patrística, en la hagiografía y en la historia de la fundación de las iglesias locales. Mabillon, Ruinart, Papebroch y sus sucesores han despejado el terreno para la investigación de los orígenes cristianos; han permitido que los teólogos consideren una teoría del desarrollo, cuyos materiales se confundieron irremediablemente cuando Valla atacó la Donación misma, aceptada y deplorada como un hecho por Dante. Por grande fuese esa confusión, las ediciones benedictinas de los Padres, que en gran parte le pusieron fin, muestran abundantemente: no se le podía dar su pleno valor a las "evidencias auténticas y necesarias de la religión histórica" hasta que esa obra quedase terminada. Requirió una disposición a la vez literaria y crítica, que el viejo método de entrenamiento no creó y que apenas toleraría. Pero este capítulo queda fuera de los límites de nuestro tema.

Es notable que el uso cristiano saludable de la literatura antigua estaba destinado a ser enseñado por un santo reformador español, él mismo no erudito y ciertamente no dilettante. Este fue Ignacio de Loyola, cuyos antecedentes no le prometieron la herencia que Bembo y los otros pedantes ciceronianos habían convertido en tan mala expresión. San Ignacio, que comenzó su orden en París, que caminaba por las mismas calles con Erasmo, Calvino y Rabelais, realizó la hazaña más sorprendente registrada en la historia moderna. Reformó la Iglesia por medio del papado cuando estaba hundido en su punto más bajo; y tomó los clásicos paganos de los neopaganos para convertirlos en instrumentos de educación católica. España había sido poco afectada por el Renacimiento. En temperamento cruzado y todavía medieval, su poesía, drama, teología, se distinguían por cualidades peculiarmente propias. La manera italiana aún no tenía imitadores en su corte cuando Ignacio escribió sonetos caballerescos a una dama desconocida. Su mentalidad intensamente práctica lo llevó a emplear todos los talentos en el servicio Divino; y vio que si se podía limpiar el aprendizaje de sus manchas actuales, no solo adornaría sino que defendería el Lugar Santo. Había examinado las producciones más ligeras de Erasmo, las cuales le dieron una sacudida; pero reconoció el poder, si no el encanto, que el humanismo ejercía sobre la imaginación de los jóvenes. Su Compañía militante retomó, sin percibirla claramente, la tarea que Erasmo pretendía y que Petrarca había establecido ante los italianos doscientos años antes.

En mayo de 1527 una banda de malhechores arrasó a Roma, profanó sus iglesias, saqueó sus bibliotecas; "Pero", dijo el cardenal Cajetan, "fue un juicio justo sobre los romanos". El Renacimiento pagano cayó, herido de muerte; ya era hora de que comenzara la Contrarreforma. El Concilio de Trento y la Compañía de Jesús se unieron para distinguir entre lo permitido y lo prohibido al tratar con la literatura. El Papa Paulo IV estableció el Índice Romano; una censura rigurosa vigilaba la imprenta italiana. Para 1600 había cesado la importación de libros alemanes a través de los Alpes. Si consideramos la grandeza del cambio ahora forjado, podemos comparar el "Orlando Furioso" de Ariosto, dedicado en 1516 al cardenal Ippolito d'Este, con el "Gerusalemme" de Tasso, especialmente según lo revisó el propio poeta, y en el dictado del censor romano, Antoniano. Fue un cambio tan marcado que Escalígero calificó a los italianos en general de hipócritas; pero sabemos por el calendario de los santos de esa época y por otras fuentes cuánto se había hecho para revisar la licencia salvaje de pensamiento y lenguaje en la Península. Giordano Bruno, renegado y panteísta, fue quemado en 1600; Campanella pasó largos años en prisión. No necesitan comentario las diferentes medidas impuestas a Copérnico por Clemente VII y a Galileo por Paulo V. De ahí en adelante el papado tuvo como objetivo convertirse en un "gobierno ideal bajo hombres espirituales y convertidos". Urbano VIII (1623-44) fue el último en ser considerado pontífice renacentista.

San Ignacio, sensible a las causas que habían provocado la rebelión del clero en muchas naciones, hizo del aprendizaje, la piedad y la obediencia los principios rectores en su plan de reforma. Antes de 1450 el antiguo sistema de artes y enseñanza ya se estaba volviendo obsoleto. El humanismo había comenzado a ocupar el lugar del escolasticismo. Vittorino da Feltre (1378-1446), un laico devoto, estableció sus clases en Mantua en 1435 sobre la base del buen latín, incluyendo poesía, oratoria, historia romana y disciplina estoica; dio una formación integral: social, física, religiosa. En Venecia y Ferrara, su amigo Guarino (1370-1460) fue otro eminente maestro de escuela, poderoso en griego.

Hemos visto cómo Erasmo, con el ejemplo y la crítica, promovió la causa de la literatura, que en adelante se reconoció como el tema apropiado de una educación liberal. Un caballero, el cortegiano descrito por Castiglione, debe ser competente en el lenguaje de la Antigüedad; tal era la idea de la escuela pública en todas partes, y tal permanece en Inglaterra hasta el día de hoy. La Orden de los Jesuitas, que surgió después de 1530, no fundada en la tradición de la benedicta o la dominica, adoptó este punto de vista, y su "Ratio Studiorum" (1599) fue, en consecuencia, un esquema clásico literario. El primero de sus colegios surgió en Coimbra (1542); en París tenían el Hotel de Clermont; en Alemania comenzaron en Ingoldstadt. El Colegio Alemán en Roma, debido a San Francisco de Borja, como el Colegio Romano de la Sociedad misma, las ingleses y otras casas gobernadas por ellos, atestiguaban su celo por el aprendizaje y su éxito en la controversia.

Los Padres jesuitas fueron siempre hombres cultivados; enseñaban "un buen latín plateado" y escribían con facilidad, aunque apenas con la vivacidad idiomática que admiramos en Erasmo y Joseph Scaliger. Pronto poseyeron cien casas y colegios; "Durante casi tres siglos", dice un crítico reciente, "fueron considerados los mejores maestros de escuela en Europa". El juicio de Bacon nunca puede pasarse por alto: "En cuanto a la parte pedagógica, la regla más breve sería consultar a las escuelas de los jesuitas; porque nada mejor se ha puesto en práctica" (De Augment., VI, 4). Establecieron escuelas diurnas gratuitas, idearon nuevos libros escolares, expurgaron autores desagradables, predicaron doctrinas sólidas en un claro estilo latino y otorgaron incluso los tecnicismos de la lógica medieval con cierta gracia. Algunos, como Mariana, escribieron con poder nativo en las formas clásicas. Pero su hombre más revelador en el campo de la teología es Petavio, que pertenece a Francia y al siglo XVII. Sus grandes volúmenes sobre los Padres pueden compararse en términos de lenguaje con los "Institutos" de Calvino y los "Agustinos" de Jansen. Desechan el método familiar para Escoto y Santo Tomás; proporcionan en cierta medida tanto la crítica como la historia, y sugieren el desarrollo del dogma con un enfoque a su filosofía, que ni Bossuet ni Bull podrían comprender.

Todas estas cosas forman parte de "ese Renacimiento maduro y completo" mediante el cual se eliminó el mal que lo había hecho peligroso en el mismo grado para la fe que para la moral. Nicolás V y otros Papas hicieron bien en no negarse a agregar cultura, incluso la más fina de los griegos, a la religión. Su culpa yace en la debilidad que no pudo resistir el lujo pagano y un diletantismo frívolo. Ahora se emprendió un trabajo serio por el bien de la Iglesia. Gregorio XIII reformó el calendario; se corrigió el texto de derecho canónico; bajo los papados de Sixto V y Clemente VIII la Vulgata Latina obtuvo su forma actual luego de años de revisión; y la Versión de los Setenta Vaticana salió a la luz en 1587. Baronio, impulsado por San Felipe Neri, publicó once volúmenes en folio de "la mayor historia eclesiástica jamás escrita". El Breviario Romano, ampliado y editado nuevamente, fue republicado por la autoridad de San Pío V y Urbano VIII.

Pero el Renacimiento había satisfecho su "orgullo de estado, de conocimiento y de sistema" con consecuencias desastrosas para nuestra herencia cristiana. Pisoteó la Edad Media y no pudo entender en ella lo que era realmente original. El latín de Cicerón cultivado por Urbano VIII, los metros de Horacio, hicieron un mal grave a la prosa y al verso de los oficios eclesiásticos, en la medida en que fueron alterados. La arquitectura llamativa ahora diseñada, aunque a veces magnífica, no fue inspirada por la religión; en poco tiempo se hundió al rococó y lo grotesco; y llenó las iglesias de monumentos paganos para desedificar a las celebridades. En pintura descendemos del cielo de Fray Angélico a la “corregiosidad” de Corregio, no, aún más bajo, porque con demasiada frecuencia Venus se disfraza como la Virgen. El arte cristiano se convirtió en cosa del pasado cuando la catedral gótica era considerada bárbara incluso por campeones de la fe como Bossuet y Fénelon.

Nunca un poeta inspirado en modelos renacentistas —ni siquiera Vida ni Sannazzaro— llegó a la sublimidad del "Dies Irae", nunca ese estilo produjo una obra igual a la "Imitación". Dante triunfa como el cantor católico supremo; Santo Tomás de Aquino no puede ser destronado de su soberanía como el Doctor Angélico, aun así, en cuanto a la fe y la filosofía, él es el verdadero "maestro de los que saben". Pero Dante y Santo Tomás vivieron antes del Renacimiento, el cual no fue lo suficientemente grande o liberal como para absorber la Edad Media. De ahí su fracaso al principio como movimiento filosófico, su falta de los motivos humanos más profundos, su superficialidad y sus pedanterías; de ahí, luego, su caída en el lugar común, y la extinción del arte en la vulgaridad, de la literatura en la retórica vacía.

De ahí, finalmente, la necesidad de una Revolución Francesa, para enseñarle que la vida era algo más serio que un "Carneval de Venise", y del romanticismo para descubrir, entre los coros arruinados y en los santuarios descuidados por los que los hombres habían pasado de largo despectivamente, muestras de ese poderoso genio medieval, católico, latino, teutón y francés, cuyo malentendido fue la locura, y el botín de sus logros fue el crimen, del que debemos acusar al Renacimiento en el día de su poder. "Permaneció para una edad posterior", dice uno que lo glorificó, "concebir el verdadero método para lograr una reconciliación científica del sentimiento cristiano con las imágenes, las leyendas, las teorías sobre el mundo, la poesía y la filosofía paganas" (Pater , "Renacimiento", 49). No menos se convirtió en tarea de Goethe, Scott, Chateaubriand, Ruskin, de Friedrich Schlegel y los mejores críticos alemanes, mostrar que la cultura europea, divorciada de la Edad Media, habría sido un pálido reflejo de la Antigüedad muerta.


Bibliografía: Además de las monografías bajo nombres especiales, consulte Cambridge Mod. History, I (Cambridge, Eng., 1902); CREIGHTON, History of the Papacy (2da ed., Londres 1897); JANSSENS, Gesch. Des deutschen Volkes, tr. CHRISTIE (Londres 1902—); PASTOR, Gesch. Der Papste, tr. ANTROBUS (Londres, 1895—); BURCKHARDT, Die Cultur der Renaissance (Basle, 1860); GEIGER, Humanismus in Ital. u. Deutschland (Berlín, 1882); MICHELET, Hist. De France, I (Paris, 1855); STONE, Reformation and Renaissance (Londres, 1904); SYMONDS, Renaissance in Italy (Londres, 1875-86); también para detalles BURCARD, Diarium (París, 1883); GASQUET, Eve of the Reformation (Londres, 1900); GOTHEIN, Ignatius v. Loyola u. die Gengenreform (Halle, 1895); HETTINGER, Kunst in Christenthum (Wurtzburg, 1867); HOFLER, Rodrigo di Borgia (Vienna, 1888-89); HUGHES, Loyola and the Educational System of the Jesuits (Londres, 1892); INFESSURA, Diario d. Citta di Roma (Florence, 1890); LILLY, Renaissance Types (Londres, 1901); KRAUS, Gesch. der christilch. Kunst (Freiburg, 1896-1908); KUNZ, Jacob Wimpheling (Lucerna, 1883); MUNTE, Renaissance a l'epoque de Charles VIII (París, 1885); IDEM, La Bibliotheque au Vatican (París, 1887); Monnier, Les arts a la cour des Papes (París, 1878); NICHOLS, Select Epistles of Erasmus (tr. Londres, 1901); RASHDALL, the Universityes in the Middle Ages (Oxford, 1895); REUSCH, Index der verbotenen Bucher (Bonn. 1883); SADOLETO, Epistolae (Roma, 1760); VILLARI, Savonarola (Florencia, 1887); tr. Londres, 1890; IDEM, Machiavelli (Florencia, 1878-83; tr. Londres, 1900); VOIGHT, Enea Silvio Piccollomini (Berlin, 1856); WOODWARD, Vittorino da Feltre etc. (Cambridge, 1897). Para juicios sobre el Renacimiento a partir de puntos de vista opuestos, vea PATER, Essays (Londres, 1873); IDEM, The Renaissance (1873); BARRY, Heralds of Revolt (Londres, 1906); RUSKIN, Modern Painters, II; IDEM, Stones of Venice, III (Londres, 1903).

Fuente: Barry, William. "The Renaissance." The Catholic Encyclopedia. Vol. 12, págs. 765-769. New York: Robert Appleton Company, 1911. 28 junio 2020 <http://www.newadvent.org/cathen/12765b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina