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Miércoles, 24 de abril de 2024

Reforma del Calendario

De Enciclopedia Católica

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Para la medición del tiempo las unidades más importantes proporcionadas por los fenómenos naturales son el día y el año. En lo que se refiere a ambos, es conveniente y usual hablar de los movimientos aparentes del sol y las estrellas como si fueran reales, y no ocasionados por la rotación y la revolución de la tierra.

El día es el intervalo entre dos pasos sucesivos del sol por el meridiano de cualquier lugar. Comúnmente se calcula a partir de la medianoche del paso a través del meridiano inferior en el lado opuesto del globo, pero los astrónomos lo calculan por el paso al mediodía siguiente. El día civil es, pues, doce horas antes del astronómico.

El día solar, que es lo que siempre denotamos con el término día, es más largo por unos cuatro minutos de tiempo que el sidéreo, o el paso sucesivo de una estrella fija a través del mismo meridiano; ya que, debido a la revolución de la tierra en su órbita de este a oeste, el sol parece viajar anualmente en un camino (la eclíptica), también de oeste a este, entre las estrellas alrededor de todo el cielo. La banda de constelaciones por las que parece proceder es llamada el zodiaco. Durante la mitad del año (de marzo a septiembre) la eclíptica se encuentra al norte del ecuador celeste; durante la otra mitad (de septiembre a marzo), al sur. Los puntos donde la eclíptica y el ecuador intersecan se llaman equinoccios. En el hemisferio norte al equinoccio de marzo (o "primer punto de Aries") se le llama el equinoccio vernal; al equinoccio de septiembre ("primer punto de Libra"), el otoñal.

El año (año trópico) es el período en el que el sol hace un circuito completo de los cielos y vuelve al punto en el zodíaco donde comenzó; y el problema a resolver por los que construyen calendarios es encontrar la medida exacta de este período anual en términos de días, pues el número de éstos ocupado por el viaje anual del sol no es exacto. Tomando el equinoccio vernal como un conveniente punto de partida, se observa que antes de que el sol llegue allí de nuevo, ya han pasado los 365 días y algo más. Estos son, por supuesto, días solares; de días sidéreos, cada uno más corto por cuatro minutos, hay 366.

El primer intento por encontrar una solución práctica a este problema fue realizado por Julio César, quien introdujo el calendario juliano. Con la ayuda de los astrónomos de Alejandría, determinó la verdadera longitud del año de 365 días y 6 horas, o una cuarta parte de un día. De esto se desprende que el cómputo del año civil comenzara demasiado pronto, es decir, seis horas antes de que el sol llegara al punto donde comenzó su ciclo anual. En cuatro años, por lo tanto, el año comenzaría un día entero demasiado pronto. Para remediar esto César instituyó el año bisiesto, al introducir un día 366to cada cuatro años, para cubrir las partes fraccionarias de un día así acumulado. Este día adicional fue asignado a febrero, cuyos días 24 y 25 fueron llamados en año bisiesto el sexto antes de las calendas (o primero) de marzo; de ahí el nombre de Bissextile (bisiesto) dado a esos años.

La reforma de César, que fue introducida en el año 46 a.C., habría sido perfecta si el cálculo sobre el que se basó hubiese sido exacto. En realidad, sin embargo, la porción de un día a tratar, por encima de los 365 completos, no es del todo seis horas, sino 11 minutos y 14 segundos menos. La adición de un día cada cuatro años fue, por lo tanto, casi tres cuartos de hora en exceso, y el año nuevo siguiente comienza 44 minutos y 52 segundos después de que el sol había pasado el equinoccio. Al final de un siglo estos errores acumulados ascendieron a alrededor de tres cuartos de un día, y al final de cuatro siglos a tres días enteros. Los inconvenientes prácticos de este defecto en el sistema no tardaron en hacerse sentir, tanto más cuanto que, César fue asesinado poco después (44 a.C.), año bisiesto, por una mala interpretación de su plan, tuvo lugar cada tres años, en lugar de cada cuatro. En el momento de la reforma juliana el sol pasó el equinoccio vernal el 25 de marzo, pero para la época del Concilio de Nicea (325 d.C.), este había sido cambiado para el 21, que se fijó entonces como la fecha correcta del equinoccio ---una fecha de gran importancia para el cálculo de la Pascua, y por lo tanto de todas las fiestas móviles en todo el año.

Pero el error, por supuesto, continuó operando y perturbando dichos arreglos. En el siglo XIII el año estaba siete días atrasado al cálculo de Nicea. En el XVI estaba en diez días de demora, por lo que el equinoccio vernal cayó el 11 de marzo y el otoñal el 11 de septiembre; el día más corto era el 11 de diciembre y el más largo el 11 de junio, fiesta de San Bernabé, de donde la vieja rima:

Bernabé brillante, el día más largo y la noche más corta.

Estas alteraciones eran demasiado evidentes para ser ignoradas, y a lo largo de la Edad Media, muchos observadores los señalaron y trataron de idear una solución. Para este propósito era necesario, sin embargo, no sólo determinar con precisión la cantidad exacta del error juliano, sino también descubrir un medio práctico para corregirlo. Fue este último problema el que sobre todo se puso en el camino de la reforma, pues la cantidad de error se determinó casi exactamente ya para el siglo XIII. Se insistió continuamente en la necesidad de una reforma, sobre todo por las autoridades eclesiásticas, que sentían la necesidad en relación con el calendario eclesiástico. En consecuencia se llamó fuertemente la atención del Papa en los concilios de Constanza, Basilea, Letrán (1511) y finalmente en la última reunión del Trento (1563).

Diecinueve años más tarde la obra fue realizada por el Papa Gregorio XIII (de quien la reforma gregoriana toma su nombre) con la ayuda principalmente de Lilio, Clavio y Chacón o Chaconio. Había dos principales objetivos que alcanzar: en primer lugar, el antedicho error de diez días, que se habían introducido y tenía que ser corregido; en segundo lugar, había que prevenir su recurrencia para el futuro. El primero se alcanzó mediante la omisión en el calendario de los diez días superfluos, a fin de que las cosas volviesen a su posición correcta. Para evitar la recurrencia del mismo inconveniente, se decidió omitir tres años bisiestos cada cuatro siglos, y así eliminar los tres días superfluos, que, como hemos visto, se introdujeron en ese período bajo el sistema juliano. Para llevar a cabo esto, sólo se retuvieron como años bisiestos los años de siglo cuyas primeras dos cifras eran múltiplos exactos de 4 ---como 1600, 2000, 2400--- y los otros años de siglo, como 1700, 1800, 1900, 2100, etc., se convirtieron en años comunes de 365 días cada uno. Mediante este artificio relativamente simple se efectuó una aproximación a una precisión perfecta, que para todos los fines prácticos es más que suficiente, ya que, aunque la longitud del año gregoriano excede la verdadera medición astronómica por 26 segundos, pasarán aproximadamente treinta y cinco siglos antes de que el resultado sea un error de un día, y, como dice ciertamente Lord Grimthorpe, antes de que llegue ese momento la humanidad tendrá tiempo abundante para idear un modo de corrección. Para la implantación real del calendario gregoriano o Nuevo estilo, en toda la cristiandad, vea CRONOLOGÍA GENERAL, Luis Lilio y Cristóbal Clavio.


Fuente: Gerard, John. "Reform of the Calendar." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908. 1 Jan. 2013 <http://www.newadvent.org/cathen/03168a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina.