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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Nuevo Testamento

De Enciclopedia Católica

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Nombre

La palabra testamento viene de testamentum, palabra con la cual los escritores eclesiásticos latinos traducían el griego diatheke. Con los autores profanos este último término siempre significa, excepto quizás un pasaje de Aristófanes, la disposición legal de sus bienes que hace una persona para después de su muerte. Sin embargo, en tiempos primitivos, los traductores alejandrinos de la Escritura, conocidos como los Setenta, empleaban la palabra como equivalente del hebreo berith, la cual significa un pacto, una alianza, más específicamente la alianza de Yahveh con Israel. En San Pablo (1 Cor. 11,25) Jesucristo usa las palabras “nuevo testamento” con el significado de alianza establecida por Él mismo entre Dios y el mundo, y ésta es llamada “nueva” como opuesta a aquella en que Moisés era el mediador. Más tarde, el nombre de testamento se le dio a la colección de textos sagrados que contenían la historia y la doctrina de las dos alianzas, aquí de nuevo y por la misma razón nos hallamos con la distinción entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Con este significado la expresión Antiguo Testamento (he palaia diatheke) se halla por primera vez en San Melitón de Sardes, hacia el año 170. Hay razones para pensar que en esa fecha la correspondiente palabra “testamentum” ya se usaba entre los latinos. De cualquier modo era común en tiempos de Tertuliano.

Descripción

El Nuevo Testamento, según lo aceptan las Iglesias cristianas, se compone de veintisiete libros diferentes atribuidos a ocho autores diferentes, seis de los cuales se cuentan entre los apóstoles (Mateo, Juan, Pablo, Santiago, Pedro, Judas) y dos entre sus discípulos inmediatos (Marcos, Lucas). Si consideramos sólo el contenido y forma literaria de estos escritos, pueden ser divididos en libros históricos (Evangelios y Hechos), libros didácticos (epístolas) y libro profético (Apocalipsis). Antes que se comenzara a usar el nombre del Nuevo Testamento, los escritores de la segunda parte del siglo II decían “Evangelio y escritos apostólicos” o simplemente “el Evangelio y el apóstol”, queriendo decir, el apóstol San Pablo. Los Evangelios se subdividen en dos grupos: aquéllos comúnmente llamados sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas), porque sus narrativas son paralelas, y el cuarto Evangelio (el de San Juan), el cual hasta cierto punto completa a los primeros tres. Todos se relacionan con la vida y enseñanzas personales de Jesucristo.

Los Hechos de los Apóstoles, como indica suficientemente su título, trata sobre las predicaciones y obras de los apóstoles. Narra la fundación de las Iglesias de Palestina y Siria solamente; en él se menciona a Pedro, Juan, Santiago, Pablo y Bernabé; luego, el autor dedica dieciséis capítulos de veintiocho a las misiones de San Pablo a los greco-romanos. Hay trece epístolas de San Pablo, y quizás catorce, si, con el Concilio de Trento, lo consideramos autor de la Epístola a los Hebreos. Con la excepción de esta última, ellas son dirigidas a iglesias particulares (Romanos, 1 y 2 Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, 1 y 2 Tesalonicenses) o a individuos (1 y 2 Timoteo; Tito; Filemón). Las siete epístolas siguientes (Santiago, 1 y 2 Pedro, 1, 2 y 3 Juan; Judas) son llamadas “católicas” porque la mayoría de ellas son dirigidas a los fieles en general. El Apocalipsis, dirigido a las siete Iglesias de Asia Menor (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea) parece de algún modo una carta colectiva. Contiene la visión que Juan tuvo en Patmos respecto al estado interior de las antedichas comunidades, la lucha de la Iglesia con la Roma pagana, y el destino final de la nueva Jerusalén.

Origen

El Nuevo Testamento no fue escrito todo de una vez. Los libros que lo componen aparecieron uno tras otro en un período de cincuenta años, es decir, en la segunda mitad del siglo I. Escritos en países distantes y diferentes y dirigidos a Iglesias particulares, se tomaron algún tiempo en difundirse a través de toda la cristiandad, y mucho más tiempo para ser aceptados. La unificación del canon se logró con mucha controversia (vea Canon de las Sagradas Escrituras). Aun así se puede decir que desde el siglo III, o quizás antes, ya se conocía en todas partes la existencia de todos los libros que hoy forman el Nuevo Testamento, aunque todos no eran universalmente aceptados, por lo menos como ciertamente canónicos. Sin embargo, en Occidente existía uniformidad desde el siglo IV. Oriente tuvo que esperar al siglo VII para ver un fin a todas las dudas sobre el asunto. En los primeros tiempos los asuntos de canonicidad y autenticidad no se discutían separada e independientemente una de otra, siendo la última aducida como razón para la primera; pero en el siglo IV, se sostuvo la canonicidad, especialmente San Jerónimo, debido a la prescripción eclesiástica y, por el hecho, la autenticidad de los libros disputados se volvió de menor importancia. Tenemos que llegar al siglo XVI para oír repetirse el asunto de si la Epístola a los Hebreos fue escrita por San Pablo, o si las epístolas llamadas “católicas” fueron en realidad compuestas por los apóstoles cuyos nombres llevan. Algunos humanistas como Erasmo y el cardenal Cayetano, revisaron las objeciones mencionadas por San Jerónimo, y las cuales están basadas en el estilo de dichos escritos. Martín Lutero añadió a esto la inadmisibilidad de la doctrina en cuanto a la Epístola de Santiago. Sin embargo, fueron prácticamente los luteranos quienes trataron de disminuir el Canon tradicional, el cual el Concilio de Trento definiría en 1546.

Estuvo reservado a tiempos modernos, especialmente en el siglo XIX, disputar y negar la verdad de la opinión recibida desde antiguo respecto al origen de los libros del Nuevo Testamento. Esta duda y la negación respecto a los autores tuvieron su causa primaria en la incredulidad religiosa del siglo XVIII. Estos testigos de la verdad de una religión ya no creída eran inconvenientes, si era cierto que habían visto y oído lo que narraban. Al analizarlos, se necesitó poco tiempo para hallar indicaciones de un origen posterior. Las conclusiones de la escuela Tübingen, que trajo al siglo II las composiciones de todo el Nuevo Testamento excepto cuatro Epístolas de San Pablo (Romanos, Gálatas y 1 y 2 Corintios), fueron muy comunes en el siglo XIX en los círculos críticos (vea Dict. Apolog. de la foi catholique, I, 771-6). Cuando la crisis de la incredulidad hubo pasado, el problema del Nuevo Testamento comenzó a examinarse con más calma, y especialmente, más metódicamente.

De los estudios críticos de los pasados dos siglos se puede concluir lo siguiente, que es ahora en sus perfiles generales aceptado por todos: fue un error atribuir el origen de la literatura cristiana a una fecha posterior; estos textos, en conjunto, se remontan a la segunda mitad del siglo I, en consecuencia son obra de una generación que contó con un buen número de testigos directos de la vida de Jesucristo. De etapa en etapa, de Strauss a Renán, de Renán a Reuss, Weizsäcker, Holtzmann, Jülicher, Weiss, y de éstos a Zahn, Harnack, el criticismo sólo ha vuelto sobre sus pasos por la distancia que había recorrido tan irreflexivamente bajo la guía de Christian Baur. Hoy día se acepta que los primeros Evangelios fueron escritos alrededor del año 70. Apenas se puede decir que los Hechos sean posteriores; incluso Harnack piensa que fueron compuestos cerca del año 60 en lugar del 70. Las epístolas de San Pablo quedan fuera de toda disputa, excepto la de los Efesios y la de los Hebreos, y las epístolas pastorales, sobre las cuales todavía existe duda. Del mismo modo hay muchos que impugnan las Epístolas Católicas; pero incluso si la Segunda Epístola de Pedro se retrasa hasta cerca del año 120 ó 130, muchos sitúan la Epístola de Santiago en el mismo comienzo de la literatura cristiana, entre los años 40 y 50, las primeras epístolas de San Pablo alrededor del 52 hasta el 58.

Al presente el embate de la lucha se centra alrededor de los escritos de San Juan (el cuarto Evangelio, las tres epístolas de Juan y el Apocalipsis). ¿Fueron estos textos escritos por el apóstol Juan, hijo de Zebedeo, o por Juan el presbítero de Éfeso que menciona San Papías? No hay nada que nos obligue a endosar las conclusiones de los críticos radicales sobre este asunto. Por el contrario, el testimonio sólido de la tradición le atribuye estos escritos al apóstol San Juan, ni se debilita del todo por criterios internos, siempre que no perdamos de vista el carácter del cuarto Evangelio---llamado por Clemente de Alejandría “un evangelio espiritual”, al compararlo con los otros tres, a los que llamó “corporales”. Teológicamente debemos tomar en cuenta algunos documentos eclesiásticos modernos (Decreto “Lamentabili”, prop. 17, 18 y la respuesta de la Comisión Romana para Asuntos Bíblicos, 29 de mayo de 1907). Estas decisiones apoyan el origen juanino y apostólico del cuarto Evangelio. Sean cuales fueren los puntos de estas controversias, un católico debe estar, y eso en virtud de sus principios, en circunstancias excepcionalmente favorables por aceptar las justas exigencias del criticismo. Si se estableciese que 2 Pedro pertenece a una clase de literatura común en ese entonces, a saber, el pseudo epígrafe, su canonicidad no se comprometerá debido a eso. La inspiración y la autenticidad son distintas e incluso separables, cuando no hay una cuestión dogmática envuelta en su unión.

El asunto del origen del Nuevo Testamento envuelve todavía otro problema literario, especialmente respecto a los Evangelios. ¿Son estos escritos independientes unos de otros? Si uno de los evangelistas utilizó la obra de sus predecesores, ¿cómo supondremos que sucedió? ¿Fue Mateo que usó el de Marcos o viceversa? Luego de treinta años de estudio constante, la pregunta ha sido contestada sólo por conjeturas. Entre éstas se debe incluir la teoría documental misma, incluso en la forma en que se admite actualmente, la de las “dos fuentes”. El punto de partida de esta teoría, es decir la prioridad de Marcos y el uso que Mateo y Lucas hicieron de él, aunque se ha convertido en un dogma en el criticismo, para muchos se puede decir que no es más que una hipótesis. Por muy desconcertante que sea, no es menos cierto. Ninguna de las soluciones propuestas ha sido aprobada por todos los estudiosos que son realmente competentes en la materia, porque todas estas soluciones, mientras que resuelven algunas de las dificultades, dejan casi otras tantas irresolutas. Si nos damos por satisfechos con hipótesis, por lo menos debemos preferir la más satisfactoria. El análisis del texto parece concordar bastante bien con la hipótesis de las dos fuentes---Marcos y Q (es decir, Quelle, el documento no de Marcos); pero un crítico conservador lo adoptará sólo hasta donde no sea incompatible con la información de la tradición respecto al origen de los Evangelios como ciertos o dignos de respeto.

Esta información puede ser resumida como sigue:

  • Los Evangelios son realmente obra de aquéllos a quienes se les ha atribuido siempre, aunque esta adscripción pueda quizás ser explicada por una autoría más o menos mediata. Así, el apóstol San Mateo, al escribir en arameo, no tradujo al griego él mismo el Evangelio canónico que nos ha llegado bajo su nombre. Sin embargo, el hecho de que se le considere el autor de este Evangelio necesariamente supone que entre el texto original arameo y el texto griego hay, por lo menos, una conformidad substancial. El texto original de San Mateo ciertamente es anterior a la ruina de Jerusalén, incluso hay razones para datarlo antes que las epístolas de San Pablo y por consiguiente cerca del año 50. No sabemos nada definido sobre la fecha en que fue traducido al griego.
  • Todo parece indicar que la fecha de composición de San Marcos fue cerca de la muerte de San Pedro, o sea, entre 60 y 70.
  • San Lucas nos dice claramente que antes que él “muchos intentaron narrar ordenadamente” el Evangelio. ¿Cuál fue entonces la fecha de su propia obra? Cerca del año 70. Se debe recordar que no debemos esperar de los antepasados la precisión de nuestra cronología moderna.
  • Los escritos de Juan pertenecen al final del siglo I, desde el año 90 al 100 (aproximadamente); excepto quizás el Apocalipsis, que algunos críticos modernos sitúan alrededor del final del reinado de Nerón, 68 d.C. (Vea Evangelios).

Transmisión del Texto

Ningún libro de los tiempos antiguos nos ha llegado exactamente como salió de las manos de su autor---todos han sido alterados de una u otra forma. Las condiciones materiales bajo las cuales se difundió un libro antes de la invención de la imprenta (1440), el poco cuidado de los copistas, correctores y glosadores para el texto, tan diferente al deseo de precisión actual, explica bastante las divergencias que encontramos entre los varios manuscritos de la misma obra. A estas causas se debe añadir, respecto a las Escrituras, las dificultades exegéticas y las controversias dogmáticas. Para eximir a los escritos sagrados de las condiciones ordinarias habría sido necesaria una providencia muy especial, y no ha sido la voluntad de Dios ejercer dicha providencia. En los testimonios más antiguos se han hallado más de 150,000 diferentes variantes al texto del Nuevo Testamento---el cual es en sí mismo una prueba de que las Escrituras no son el único, ni el principal, medio de revelación. En el orden concreto de la presente economía Dios sólo tuvo que prevenir las alteraciones de los textos sagrados que pondrían a la Iglesia en la necesidad moral de anunciar con certeza como palabra de Dios lo que en realidad era una declaración humana. Sin embargo, digamos desde el principio, que el contenido substancial del texto sagrado no ha sido alterado, a pesar de la incertidumbre que se cierne sobre algunos pasajes dogmáticos o históricos más o menos largos o importantes. Además---y esto es muy importante---estas alteraciones no son irremediables; por lo menos a menudo podemos, al estudiar las variantes en los textos, eliminar las interpretaciones defectuosas y así reestablecer el texto primitivo. Este es el objeto del criticismo textual.

Breve Historia del Criticismo Textual

Los escritores antiguos estaban conscientes de las variantes en el texto y en las versiones del Nuevo Testamento; Orígenes, San Jerónimo y San Agustín particularmente insistían en este estado de cosas. En todas las épocas y en diferentes lugares se hicieron esfuerzos para remediar el mal; en África en tiempos de San Cipriano de Cartago (250); en Oriente, por medio de las obras de Orígenes (200-54); luego por las de San Luciano de Antioquía y Hesiquio de Alejandría, a principios del siglo IV. Luego (383) San Jerónimo revisó la versión latina con la ayuda de lo que consideró las mejores copias del texto griego. Entre 400-450 Rábulas de Edesa hizo lo mismo con la versión siríaca. En el siglo XIII las universidades, los dominicos y los franciscanos emprendieron la corrección del texto latino. En el siglo XV la imprenta aminoró, aunque no suprimió completamente, la diversidad de interpretaciones, porque publicó el mismo tipo de texto, es decir, el que los helenistas del Renacimiento obtuvo de los eruditos bizantinos, que vinieron en números de Italia, Alemania y Francia después de la captura de Constantinopla. Después que Erasmo, Robert Estienne y Teodoro de Beze revisaron dicho texto, finalmente, en 1633, surgió la edición elzeviriana, que llevaría el nombre de “texto recibido”. Permaneció como el texto ne varietur del Nuevo Testamento para los protestantes hasta el siglo XIX. La Sociedad Bíblica Inglesa y Extranjera continuó publicándola hasta 1904. Todas las versiones protestantes oficiales dependían de este texto de origen bizantino hasta la revisión de la Versión Autorizada de la Iglesia Anglicana, la cual se efectuó en 1881.

Los católicos por su parte siguieron la edición oficial de la Vulgata Latina (que es en substancia la versión revisada de San Jerónimo), publicada en 1592 por orden del Papa Clemente VIII, y debido a esto se llamó la Biblia Clementina. Así se puede decir que durante por lo menos dos siglos en Occidente el Nuevo Testamento se leyó en dos formas diferentes. ¿Cuál de las dos era la más exacta? Según se descubrían y editaban los antiguos manuscritos del texto, los críticos señalaban y registraban las diferencias presentadas en estos manuscritos, y también las divergencias entre ellos y el texto griego comúnmente admitido, así como la Vulgata Latina. Había comenzado el trabajo de comparación y criticismo más urgente, y por casi dos siglos muchos eruditos lo han realizado con diligencia y método. Entre éstos merecen mención especial: Mill (1707), Bentley (1720), Bengel (1734), Wetstein (1751), Semler (1765), Griesbach (1774), Hug (1809), Scholz (1830), ambos católicos, Lachmann (1842), Tregelles (1857), Tischendorf (1869), Westcott y Hort, Abbé Martin (1883), y en el siglo XX B. Weiss, H. Von Soden, R.C. Gregory.

Recursos del Criticismo Textual

Nunca fue tan fácil como al presente el ver, consultar y controlar los más antiguos documentos del Nuevo Testamento. Reunidos de todas partes, se hallan en las bibliotecas de nuestras grandes ciudades (Roma, París, Londres, San Petersburgo, Cambridge, etc.) donde pueden ser vistos y consultados por todos. Estos documentos son los manuscritos del texto griego, las versiones antiguas y las obras de eclesiásticos y otros escritores que han citado el Nuevo Testamento. Esta colección de documentos, que aumenta en número diariamente, ha sido llamada el apparatus criticus. Para facilitar el uso de los códices del texto y versiones han sido clasificados y denominados por medio de letras de los alfabetos hebreo, griego y latino. Von Soden introdujo otra notación, que consiste esencialmente en la distribución de todos los manuscritos en tres grupos designados respectivamente con las tres letras griegas d (es decir, diatheke, los manuscritos que contienen los Evangelios y algo más), e (es decir, euaggelia, los manuscritos que contienen los Evangelios solamente), y a (es decir, apostolos, los manuscritos que contienen los Hechos y las Epístolas. En cada serie los manuscritos se numeran según su edad.

(1) Manuscritos del Texto: Ya se han catalogado y estudiado parcialmente más de 4,000, de los cuales sólo pocos contienen el Nuevo Testamento. Veinte de estos textos son anteriores al siglo VIII, doce son del siglo VI, cinco del V y dos del IV. Debido a la cantidad y antigüedad de estos documentos el texto del Nuevo Testamento se establece mejor que el de nuestros clásicos griegos y latinos, excepto Virgilio, el cual, desde un punto de vista crítico, está casi en las mismas condiciones. Los más famosos de esos manuscritos son:

A estas copias del texto en pergaminos se debe añadir una docena de fragmentos en papiro encontrados en Egipto, muchos de los cuales datan del siglo IV, e incluso del III.

(2) Versiones Antiguas: Muchas se derivan de los textos originales previos a los manuscritos griegos más antiguos. Estas versiones son, siguiendo el orden de edad, latina, siríaca, egipcia, Armenia, etíope y georgiana. Las primeras tres, especialmente las latina y siríaca, son de la mayor importancia.

(a) Versión Latina: Hasta cerca de fines del siglo IV, estaba difundida en Occidente (África Proconsular, Roma, norte de Italia, y especialmente en Milán, en Galia y en España) en formas levemente diferentes. La más conocida de éstas es la de San Agustín llamada la “Itala”, cuyas fuentes se remontan tan lejos como el siglo II. En 383 San Jerónimo revisó el tipo itálico con los manuscritos griegos, los mejores de los cuales no diferían mucho del texto representado por el Vaticano y el Sinaítico. Fue esta revisión, alterada aquí y allá por variantes de la versión latina primitiva y otras variantes más recientes, que prevaleció en Occidente desde el siglo VI bajo el nombre de Vulgata.

(b) Versión Siríaca: El Diatessaron de Tatiano (s. II) representa tres tipos primitivos: el palimpset de Sinaí, llamado el códice Lewis por el nombre de la dama que lo halló (siglo III, quizás de fines del II) y el Códice de Cureton (siglo III). La versión siríaca de esta época primitiva que todavía sobrevive contiene sólo los Evangelios. Más tarde, en el siglo V, fue revisada con el texto griego. La más difundida de estas revisiones, la cual se convirtió en la versión oficial, es la llamada “Pesittâ” (Peshitto, simple, Vulgata); las otras son llamadas filoxenas (siglo VI), heracleanas (siglo VII) y siro-palestina (siglo VI).

(c) Versión Egipcia: El tipo mejor conocido es el llamado Boharico (usado en el Delta desde Alejandría a Menfis) y también cóptico por el nombre genérico copto, el cual es una corrupción del griego aiguptos egipcio. Es la versión del Bajo Egipto y data del siglo V. Un mayor interés se le aplica a la versión del Alto Egipto, llamada la Sahidica, o tebana, la cual es una obra del siglo III, quizás incluso del II. Desafortunadamente lo que se conoce hasta ahora está incompleto.

Estas versiones antiguas son consideradas testigos firmes y precisos del texto griego de los tres primeros siglos sólo cuando tenemos ediciones críticas de ellas; pues ellas mismas están representadas por copias que difieren entre sí. El trabajo ya se comenzó y está bastante adelantado. La versión latina primitiva ya había sido reconstruida por el benedictino D. Sabatier (“Bibliorum Sacorum latinæ versiones antiquæ seu Vetus Italica”, Reims, 1743, 3 vols.); el trabajo fue emprendido nuevamente y completado en la colección en inglés “Textos Bíblicos Latinos Antiguos” (1883-1911). La edición crítica de la Vulgata Latina publicada en Oxford por los anglicanos Wordsworth y White, desde 1889 a 1905, da los Evangelios y los Hechos. En 1907 los benedictinos recibieron del Papa San Pío X la comisión de preparar una edición crítica de la Biblia Latina de San Jerónimo (Antiguo y Nuevo Testamento). Conocemos el “Diatessaron” de Tatiano por la versión arábiga editada en 1888 por Mgr. Ciasea, y por la versión armenia del comentario de San Efrén (que se halla en el siríaco de Tatiano) traducido al latín en 1876 por los mequitaristas Auchar y Moesinger. Las publicaciones de H. Von Soden han contribuido a dar a conocer mejor la obra de Tatiano. La señora A. S. Lewis ha publicado una edición comparativa del “palimpset” siríaco de Sinaí (1910); F. C. Burkitt ya había hecho esto para el códice Cureton en 1904. También existe una edición crítica del Peshitto por G. H. Gwilliam (1901). En cuanto a las versiones egipcias de los Evangelios, la edición de G. Horner (1901-1922, 5 vols.) las ha puesto a la disposición de todos los que leen el cóptico y el sahídico. La traducción al inglés que los acompaña está destinada a un círculo de lectores más amplio.

(3) Citas de Autores Eclesiásticos: El texto completo del Nuevo Testamento puede ser constituido poniendo juntas todas las citas de los Padres. Sería particularmente fácil para los Evangelios y las importantes epístolas de San Pablo. Desde un punto de vista puramente crítico, el texto de los Padres de los tres primeros siglos es particularmente importante, esepcialmente San Ireneo, San Justino, Orígenes, Clemente de Alejandría, Tertuliano, San Cipriano de Cartago y especialmente sobre Efrén, San Cirilo de Alejandría, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y San Agustín de Hipona. Aquí de nuevo el crítico debe tomar un paso preliminar. Antes de pronunciar que un Padre leyó y citó el Nuevo Testamento en éste u otro modo, debemos primero estar seguros de que el texto como está en su forma presente no había sido armonizado con la variante comúnmente aceptada en el tiempo y país donde fueron editadas (en imprenta o manuscrito) las obras de dicho Padre. Las ediciones de Berlín para los Padres griegos y la de Viena para los Padres Latinos, y especialmente las monografías sobre las citas del Nuevo Testamento en los Padres Apostólicos (Sociedad de Oxford para la Teología Histórica, 1905), en San Justino (Bousset, 1891), en Tertuliano (Ronsch, 1871), en Clemente de Alejandría (Barnard, 1899), en San Cipriano (von Sodon, 1909), en Orígenes (Hautsch, 1909), en San Efrén (Burkett, 1901), in Marción (Zahn, 1890), son una ayuda valiosa en este trabajo.

Método Utilizado

(1) Primero se anotaron las diferentes interpretaciones que atestiguaban por la misma palabra, luego fueron clasificadas según sus causas: variantes involuntarias, lapsus, homoioteleuton, itacismus, scriptio continua, variantes voluntarias, armonización de los textos, exegesis, controversias dogmáticas, adaptaciones litúrgicas. Esto sin embargo fue una acumulación de materia para discusiones críticas.

(2) Al principio, el proceso empleado fue el llamado examen individual. Este consiste en examinar cada caso en sí mismo, y casi siempre tuvo como resultado que la interpretación hallada en la mayoría de los documentos era considerada la correcta. En unos pocos casos, sólo la gran antigüedad de ciertas variantes prevaleció sobre la superioridad numérica. Aun así un testigo puede estar más correcto que cientos otros, quienes a menudo dependen de fuentes comunes. Aun el texto más antiguo que tenemos, si no es el original, puede estar corrupto, o derivarse de una reproducción infiel. Para evitar estas ocasiones de error hasta donde fuera posible, los críticos daban preferencia a la calidad en vez de al número de documentos. Las garantías de fidelidad de una copia se conocen por la historia de los intermediarios que la conectan con el original, esto es, por su genealogía. El proceso genealógico fue puesto en boga especialmente por dos grandes eruditos de Cambridge, Westcott y Hort. Al dividir los textos, versiones y citas patrísticas por familias, llegaron a las siguientes conclusiones:

(a) Los documentos del Nuevo Testamento se agrupan en tres familias que pueden ser llamadas alejandrina, siríaca y occidental. Ninguna de éstas está libre de alteraciones.

  • El texto llamado occidental, mejor representado por D, es el más alterado aunque se había propagado ampliamente en los siglos II y III, no sólo en Occidente (versión latina primitiva, San Ireneo, San Hipólito, Tertuliano, San Cipriano de Cartago) sino también en Oriente (versión siríaca primitiva, Tatiano, e incluso Clemente de Alejandría). Sin embargo, hallamos en él cierto número de interpretaciones originales que se han preservado sólo en él.
  • El texto alejandrino es el mejor, éste era el texto admitido en Egipto y, hasta cierto grado, en Palestina. Se halla en C, aunque adulterado (por lo menos en cuanto a los Evangelios). Es más puro en la versión “bohaïric” y en San Cirilo de Alejandría. El texto alejandrino actual, sin embargo, no es primitivo. Parece ser un sub-tipo derivado de un texto más antiguo y mejor preservado que aparece casi puro en B y N. Es el texto que Westcott y Hort llaman neutral, porque se ha conservado, no absolutamente, pero mucho más que los otros, libre de influencias deformantes que han creado sistemáticamente los diferentes tipos de texto. Orígenes da testimonio del texto neutral que es superior a todos los otros, aunque no perfecto. Antes de él no tenemos testimonio positivo, sino analogías históricas y especialmente la información del criticismo interno muestra que debe ser primitivo.
  • Entre el texto occidental y el alejandrino está el siríaco, que fue el usado en Antioquia de Capadocia y en Constantinopla en tiempos de San Juan Crisóstomo. Es el resultado de una “confluencia” metódica del texto occidental con el admitido en Egipto y Palestina hacia mediados del siglo III. El texto siríaco debió haber sido editado entre los años 250 y 350. Este tipo no tiene valor para la reconstrucción del texto original, pues todas las interpretaciones que le son peculiares son simplemente alteraciones. En cuanto a los Evangelios, el texto siríaco se halla en A y E, F, G, H, K, y también en la mayoría de los manuscritos Peschitto, versión Armenia y especialmente en San Juan Crisóstomo. El “texto admitido” es el descendiente moderno de este texto siríaco.

(b) La Vulgata Latina no puede ser clasificada en ninguno de estos grupos. Evidentemente depende de un texto ecléctico. San Jerónimo revisó un texto occidental con un texto neutral y otro no determinado todavía. Fue contaminado completo, antes o después de él, por el texto siríaco. Lo que sí es cierto es que su revisión trajo a la versión latina perceptiblemente más cerca de un texto neutral, que es decir a lo mejor. En cuanto al texto admitido que fue compilado sin ningún método realmente científico, debe ser puesto aparte completamente. Difiere en cerca de 8,000 lugares del texto encontrado en el Códice Vaticano, que es el mejor texto conocido.

(c) No debemos confundir un texto admitido con el texto tradicional. Un texto admitido es un tipo determinado de texto usado en algún lugar en particular, pero nunca aceptado generalmente en toda la Iglesia. El texto tradicional es el que tiene a su favor el testimonio constante de la tradición cristiana completa. Considerando la substancia del texto, se puede decir que toda Iglesia tiene el texto tradicional, pues ninguna Iglesia fue alguna vez privada de la substancia de la Escritura (hasta donde haya preservado la integridad del Canon); pero, en cuanto al criticismo textual cuyo objeto es recuperar la ipsissima verba del original, no hay ningún texto existente que pueda ser llamado correctamente “tradicional”. El texto original está todavía por ser establecido, y eso es lo que las ediciones llamadas críticas han estado tratando de efectuar por los pasados siglos.

(d) Después de más de dos siglos de trabajo, ¿hay todavía interpretaciones dudosas? Según Westcott y Hort siete octavos del texto, esto es 7,000 de 8,000 versículos, se pueden considerar definitivamente establecidos. Aun más, las discusiones críticas incluso ahora pueden resolver la mayoría de los casos disputados, de modo que no existan dudas excepto respecto a cerca de un sexto del contenido del Nuevo Testamento. Quizás incluso no excede de doce el número de pasajes cuya autenticidad no ha tenido una demostración crítica suficiente, por lo menos en cuanto a alteraciones substanciales. Sin embargo, no debemos olvidar que los críticos de Cambridge no incluyen en estos cálculos ciertos pasajes más largos considerados por ellos como no auténticos, es decir, el final de San Marcos (16,9-20) y el episodio de la mujer adúltera ([[Evangelio de Juan|Juan 8,1-11).

(3) Estas conclusiones de los editores del texto de Cambridge han sido generalmente aceptadas por la mayoría de los estudiosos. Los que escribieron desde ellos, en el siglo XIX, B. Weiss, H. Von Soden, R. C. Gregory, ciertamente han propuesto diferentes clasificaciones; pero en realidad apenas difieren en sus conclusiones; sólo en dos puntos difieren de Westcott y Hort. Según ellos, estos dos últimos han dado demasiada importancia al texto del Códice Vaticano y no suficiente al llamado Occidental. En cuanto a este último, descubrimientos modernos lo han dado a conocer mejor y muestran que no debe ser menospreciado.

Contenido del Nuevo Testamento

El Nuevo Testamento es la principal y casi única fuente de la historia primitiva del cristianismo en el siglo I. Todas las “Vidas de Jesucristo” han sido compuestas a partir de los Evangelios. La historia de los apóstoles, según narrada por Renan, Farrar, Fouard, Weizsäcker y Le Camus, está basada en los Hechos de los Apóstoles y las epístolas. Las “Teologías del Nuevo Testamento”, de las cuales se han escrito tantas, son [prueba]] de que con textos canónicos podemos construir un sistema doctrinal compacto y bastante completo. ¿Pero cuál es el valor de estas síntesis y narraciones? ¿Hasta qué punto nos ponen en contacto con los hechos reales? Es el asunto del valor histórico del Nuevo Testamento lo que todavía preocupa al alto criticismo.

Historia

Todos concuerdan que los primeros tres Evangelios (Sinópticos) reflejan las creencias comunes respecto a Jesucristo y su obra durante el último cuarto del siglo I, es decir, a una distancia de cuarenta o cincuenta años de los eventos. Pocos de los primeros historiadores estaban en tan favorables condiciones. Las biografías de los césares (Suetonio y Tácito) no estaban en mejor posición de obtener información exacta. Además, todos están forzados a admitir que en las epístolas de San Pablo entramos en contacto inmediato con la mente del más influyente propagador del cristianismo, y a un cuarto de siglo desde la Ascensión. La fe de los apóstoles representa la forma de pensamiento cristiano más victoriosa y más difundida en el mundo greco-romano. Los escritos de San Juan nos introducen a los problemas de la Iglesia después de la caída de la sinagoga y del primer encuentro del cristianismo con la violencia de la Roma pagana; su Evangelio expresa, por decir lo menos, la actitud cristiana hacia Cristo en esa época. Los Hechos nos informan, de todos modos, lo que se pensaba en Siria y Palestina hacia el año 65 de la fundación de la Iglesia; presentan ante nuestros ojos el diario de un viajero que nos permite seguir a San Pablo día a día durante los diez años de sus misiones.

¿Debe nuestro conocimiento terminar aquí? ¿Pertenecen los primeros monumentos de la literatura cristiana a la clase de escritos llamados “memorias”, y revelan sólo las impresiones y juicios de sus autores? Ni un solo crítico (los que son estimados como tales) se han atrevido a menospreciar el valor histórico del Nuevo Testamento tomado en su totalidad. Los antiguos ni siquiera esbozaban la pregunta, tan evidente les resultaba que estos textos narraban fielmente la historia del cristianismo primitivo. Lo que hizo surgir la desconfianza de los críticos modernos fue el caprichoso descubrimiento de que estos escritos aunque sinceros eran muy parcializados. Compuestos, como se decía, por creyentes y para creyentes o, de todos modos, a favor de la fe, ellos se inclinan mucho más a hacer creíble la vida y enseñanzas de Jesús en lugar de un simple relato de lo que Él hizo o predicó. Y entonces ellos dicen que estos textos contienen contradicciones irreconciliables que atestiguan de la incertidumbre y variedad en la tradición expuesta por ellos en diferentes etapas de su desarrollo.

(1) Todos están de acuerdo que los autores del Nuevo Testamento eran sinceros. ¿Fueron ellos engañados? Si es así los escritos de la historia verdadera deberían aparentemente ser abandonados por completo. Ellos estuvieron cerca de los eventos: todos testigos presenciales o que dependían inmediatamente de testigos presenciales. En su opinión la primera condición a ser concedida para “atestiguar” sobre la historia del Evangelio es haber visto al Señor, especialmente al Señor resucitado (Hechos 1,21-22; 1 Cor. 9,11; 11,23; 1 Juan 1,1-4; Lc. 1-1-4). Estos testigos garantizan asuntos fáciles de observar y al mismo tiempo de suprema importancia para sus lectores. Los últimos deben haber controlado afirmaciones que reclaman imponer una obligación de fe y atendidos con consecuencias prácticas considerables; tanto más puesto que este control era fácil, puesto que los asuntos eran en asuntos que se habían realizado en público y no “en los rincones”, como dice San Pablo (Hch. 26,26; cf. 2,22; 3,13-14). Además, ¿qué esperanza razonable había para obtener libros aceptados que contenían una forma alterada de la tradición familiar desde la enseñanza de las Iglesias por más de treinta años, y queridos con el mismo afecto que se le tenía a Jesucristo en persona? Es en este sentimiento que debemos buscar la razón final para la tenacidad de las tradiciones eclesiásticas. Finalmente, estos textos se controlan entre sí. Escritos en diferentes circunstancias, con preocupaciones variadas, ¿por qué la concordancia en substancia? Porque la historia sólo conoce a un Cristo y un Evangelio; y esta historia está basada en el Nuevo Testamento, la realidad objetiva sola explica este acuerdo.

Es cierto que estos mismos textos presentan un sinnúmero de diferencias en detalles, pero la variedad y vaguedad a las cuales puede dar origen no debilita la estabilidad del todo desde un punto de vista histórico. Además, esto es compatible con la inspiración e inerrancia de la Sagrada Escritura, vea Inspiración de la Biblia. Las causas de estas aparentes contradicciones han sido señaladas desde hace mucho tiempo; es decir, narraciones fragmentadas de los mismos eventos abruptamente puestas lado a lado, diferentes perspectivas del mismo objeto según uno tome una posición de frente o de lado; diferentes expresiones que significan lo mismo; adaptación, no alteración, del asunto-materia según las circunstancias que un rasgo trajo al relieve; documentos o tradiciones que no concuerdan en todos los puntos, y los que sin embargo el autor sagrado ha relatado, sin reclamar garantizarlos en todo o decidir el asunto de su divergencia. Estos no son artificios o subterfugios inventados para excusar tanto como sea posible a nuestros Evangelistas. Observaciones similares se le pueden hacer a los autores profanos si se ganase algo con eso; por ejemplo tratar de armonizar a Tácito consigo mismo en “Historiæ”, V, IV, Y V, IX. Pero Herodoto, Polibio, Tácito, Livy no narraron la historia de un Dios que vino a la tierra a hacer que los hombres sometan toda su vida a su Palabra. Es bajo la influencia del prejuicio naturalista que alguna gente fácilmente, y como si fuese a priori, se oponen al testimonio de los autores bíblicos. ¿Acaso no han demostrado los descubrimientos recientes que San Lucas es un historiador más preciso que Flavio Josefo? Es cierto que los autores del Nuevo Testamento eran todos cristianos, pero para ser sinceros, ¿debemos ser indiferentes hacia los hechos que relatamos? El amor no necesariamente nos hace ciegos o mentirosos, por el contrario, nos puede permitir penetrar más hondamente en el conocimiento de nuestros temas. En cualquier caso, el odio expone al historiador a un peligro mayor de parcialidad; ¿y es posible estar sin amor u odio hacia el cristianismo?

(2) Siendo estas las condiciones, si el Nuevo Testamento nos ha traído una historia falsificada, la falsificación debe haber venido desde una fecha más temprana, y no debe ser asignada ni a la insinceridad ni a la incompetencia de sus autores. Es de la tradición cristiana primitiva de la que depende de la que se sospecha en sus fuentes vitales, como si hubiese sido formada bajo la influencia de instintos religiosos, que la condenaron irremediablemente a ser mística, legendaria o, de nuevo, idealista, como los simbolistas la colocan. Lo que nos trasmitió no fue tanto las figuras históricas de Cristo (en la aceptación moderna del término), sino su imagen profética. El Jesús del Nuevo Testamento se había convertido en el que pudo o debió ser imaginado por alguien que veía en Él al Mesías. Es, sin duda, por el dicho de Isaías, “He aquí que una doncella dará a luz”, que surge la creencia en la concepción sobrenatural de Jesús---una creencia que es formulada definitivamente en las narraciones de San Mateo y San Lucas. Tal es la explicación corriente entre los no creyentes de hoy día, y entre el cada día creciente número de protestantes liberales, notoriamente la de Harnack.

Reconocidamente o no, este modo de explicar la formación de la tradición evangélica ha sido expuesto principalmente para explicar el elemento sobrenatural con el cual se permea el Nuevo Testamento: a la objetividad de este elemento se le niega reconocimiento por razones de orden filosófico, anteriores a cualquier criticismo del texto. El punto de partida de esta explicación es meramente un prejuicio especulativo. A la objeción de que las posiciones de Strauss eran insostenibles el día en que los críticos comenzaron a admitir que el Nuevo Testamento era obra del siglo I, y por lo tanto, un testigo que seguía cercanamente los eventos, Harnack contesta que veinte años e incluso menos son suficientes para la formación de leyendas. En cuanto a la posibilidad abstracta de que la formación de una leyenda que pueda ser, pero todavía queda por ser probado que es posible que una leyenda se forme, aun más, que gane aceptación, en las mismas condiciones concretas que la narrativa evangélica. ¿Cómo es que los apócrifos no lograron abrirse paso en la poderosa corriente que llevó a los escritos canónicos a todas las Iglesias, y lograron ser aceptados? ¿Por qué los más antiguos no fueron conocidos por nosotros no compuestos hasta por lo menos un siglo después de los eventos?

Además, si la narrativa evangélica es realmente una creación exegética basada en las profecías del Antiguo Testamento ¿cómo vamos a explicar que sea lo que es? No hay referencia en él a los textos de los cuales la naturaleza mesiánica es patente y aceptada por las escuelas judías. Es extraño que la “leyenda” de los Reyes Magos que vinieron de Oriente a adorar al Niño Jesús llamados por una estrella haya dejado completamente fuera la estrella de Jacob (Nm. 24,17) y el famoso pasaje de Isaías (60,6-8). Por otro lado, se apela a textos en el que el mesianismo no es obvio, y que no parecen haber sido interpretados comúnmente (por lo menos entonces) por los judíos del mismo modo que por los cristianos. Ese es exactamente el caso con San Mateo (2,15-23 y quizás 1,23). Los evangelistas representan a Jesús como el predicador popular, par excellence, el orador de la multitud en pueblo y campo; nos lo muestran con el látigo en la mano, y ponen en su boca palabras aun más punzantes dirigidas a los fariseos. Según San Juan (7,28.37; 12,44), Él “gritó” incluso en el Templo de JerusalénTemplo. ¿Puede ese rasgo de su fisonomía ser fácilmente explicado por Isaías 42,2, que había predicho del siervo de Yahveh: “No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír en la calle su voz”? De nuevo, “Serán vecinos el lobo y el cordero… y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano.” (Is. 11,6-8) habría aportado material para un idilio encantador, pero los evangelistas han dejado ese realismo a los apócrifos y a los milenaristas. ¿Cuál pasaje de los profetas o incluso del apocalipsis judío inspiró a la primera generación de cristianos con la doctrina fundamental del carácter transitorio de la Ley; y sobre todo, con la predicción de la destrucción de Jerusalén y su Templo? Una vez se admite el paso inicial en esta teoría, uno es guiado lógicamente a no dejar nada establecido en la narrativa evangélica, ni siquiera la crucifixión de Jesús, ni su existencia misma. Salomón Reinach realmente pretende que la historia de la Pasión es meramente un comentario sobre el salmo 22(21), mientras que Arthur Drews niega la misma existencia de Jesucristo.

Otro factor que contribuyó a la alegada distorsión de la historia evangélica fue la necesidad impuesta sobre el cristianismo primitivo de alterar, si iba a durar, la concepción del Reino de Dios predicado por Jesús en persona. En sus labios, se dice, el Evangelio era meramente un grito de “Sauve qui peut” dirigido al mundo, el cual Él creía que estaba pronto a finalizar. Tal era también la persuasión de la primera generación cristiana. Pero pronto se percibió que ellos tendrían que bregar con un mundo perecedero, y la enseñanza del Maestro tenía que ser adaptada a la nueva condición de las cosas. Esta adaptación no se logró sin mucha violencia, hecha, inconscientemente, es cierto, a la realidad histórica, pues se sintió la necesidad de derivar del Evangelio todas las instituciones eclesiásticas de fecha reciente. Tal es la explicación escatológica propagada particularmente por J. Weiss, Schweitzer, Loisy; y recibida favorablemente por los pragmáticos.

Es cierto que sólo fue más tarde que los discípulos entendieron el significado de ciertas palabras y hechos de su Maestro. Pero tratar y explicar toda la historia evangélica con la retrospección de la segunda generación cristiana es como tratar de balancear una pirámide sobre su ápice. Realmente la hipótesis, en su aplicación general, implica un estado de la mente difícil de reconciliar con la calma y serenidad que es fácilmente admitida en los evangelistas y San Pablo. En cuanto al punto de partida de la teoría, es decir, que Cristo fue víctima de una ilusión sobre la inminente destrucción del mundo, no tiene base en el texto, incluso para los que consideran a Cristo un simple hombre, excepto al distinguir dos clases de discursos (y eso sobre la fuerza de la teoría misma), los que se remontan a Jesús mismo y los que se le han atribuido luego a Jesús; esto es lo que se llama un círculo vicioso. Finalmente, es falso que la segunda generación cristiana estaba imbuida de la idea de remontar todo, per fas et nefas---instituciones y doctrinas---a Jesús en persona. La primera generación decidió por sí misma más de una vez asuntos de la mayor importancia al referirse no a Jesús sino al Espíritu Santo y a la autoridad de los apóstoles. Este fue especialmente el caso con la conferencia apostólica en Jerusalén (Hch. 15), en la cual se decidiría en cuáles observancias concretas el Evangelio reemplazaría a la Ley. San Pablo distingue claramente las doctrinas o las instituciones que él promulga en virtud de su autoridad apostólica, desde las enseñanzas que la tradición remontaba a Cristo (1 Cor. 7,10.12.25).

Además se debe presumir que si la tradición cristiana había sido formada bajo la alegada influencia, y eso, con tal libertad histórica, hubiera quedado menos contradicciones aparentes. Son bien conocidos los esfuerzos hechos por los apologistas para armonizar los textos del Nuevo Testamento. Si el apelativo “Hijo de Dios” señala una nueva actitud de la conciencia cristiana hacia Jesucristo, ¿por qué la misma simplemente no ha sustituido la de “Hijo del Hombre”? La supervivencia de esta última expresión en los Evangelios, muy cercana en los mismos textos a su equivalente (que sola mostraba claramente la fe real de la Iglesia) sólo podía ser un estorbo; no más, quedó como una indicación indiscreta del cambio que vino (después). Se puede decir quizás que la evolución de las creencias populares, que vinieron instintivamente y poco a poco, no tiene nada que ver con las exigencias de una lógica racional, y por lo tanto, no tiene coherencia. Concedido en su totalidad, pero no se debe olvidar que, la literatura del Nuevo Testamento es una obra reflexiva, razonada e incluso apologética. Nuestros adversarios pueden todo lo menos negar su carácter, que, según ellos, los autores del Nuevo Testamento son “tendenciosos”, es decir, inclinados más de lo debido a dar un sesgo a las cosas para hacerlas aceptables.

Doctrinas

Fuente: Durand, Alfred. "The New Testament." The Catholic Encyclopedia. Vol. 14. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/14530a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina.