Fe
De Enciclopedia Católica
Contenido
- 1 El significado de la palabra
- 2 La fe puede ser considerada objetiva o subjetivamente
- 3 Análisis del objeto o término en un acto de fe divina
- 4 Motivos de credibilidad
- 5 Análisis del Acto de Fe desde el Punto de Vista Subjetivo
- 6 Definición de fe
- 7 El hábito de la fe y la vida de fe
- 8 La génesis de la fe en el alma individual
- 9 La fe en relación con las obras
- 10 Pérdida de la fe
- 11 La fe es razonable
- 12 La fe es necesaria
- 13 La unidad e inmutabilidad objetiva de la fe
- 14 Bibliografía
El significado de la palabra
(Pistis, fides). En el Antiguo Testamento la palabra hebrea significa esencialmente firmeza, inmutabilidad, cf. Éxodo 17,12, donde se usa para describir la fuerza de las manos de Moisés; por lo tanto viene a significar fidelidad, lealtad, ya sea de Dios hacia el hombre (Deut. 32,4) o del hombre hacia Dios (Sal. 119(118),30). En la medida que denota la actitud del hombre hacia Dios significa confianza o “fiducia”. Sin embargo, sería ilógico concluir que en el Antiguo Testamento la palabra no puede y no significa creencia o fe, pues está claro que uno no puede confiar en las promesas de una persona sin previamente afirmar o creer en la pretensión de esa persona a tal confianza. Por lo tanto aun si no se puede probar que el hebreo no contiene en sí mismo la noción de creencia, necesariamente lo debe presuponer. Pero la palabra contiene en sí misma la noción de creencia, lo cual se deduce del uso del radical, el cual en la conjugación causal, o Hiph'il, significa “creer”, por ejemplo en Gén. 15,6 y Deut. 1,32, en cuyo último pasaje se combinan los dos significados: creer y confiar. Que el nombre en sí mismo significa fe o creer es claro por Habacuc 2,4, donde el contexto lo demanda. El testimonio de la Versión de los Setenta es decisivo; ellos traducen el verbo por “pisteuo”, y el nombre por “pistis”; y aquí de nuevo se denotan con el mismo término los dos factores, fe y confianza. Pero a partir de Eurípides (Helena, 710) es claro que incluso en el griego clásico “pisteuo” se usaba para significar “creer” “logois d’emoisi pisteuson tade”; y el “theon d’ouketi pistis arage” (Medea, 414; cf. Hip., 1007) del mismo dramaturgo demuestra que el “pistis” podía significar “creencia”
En el Nuevo Testamento surgen a la vista los significados de “creer” y “creencia” para “pisteon” y “pistis”; en el lenguaje de Cristo, “pistis” frecuentemente significa “confiar”, pero también “creencia” (cf. Mt. 8,10). En los Hechos se refiere objetivamente a los principios de los cristianos, pero a menudo se interpreta como “creencia” (cf. 17,31; 20,21; 26,8). En Romanos 14,23, tiene el significado de “conciencia”---“porque todo lo que no procede de la buena fe es pecado”---pero el apóstol lo usa repetidamente en el sentido de “creencia” (cf. Rom. 4 y Gál. 3). Para todos los que estén familiarizados con la literatura teológica moderna será evidente la gran necesidad de señalar esto; así, cuando un escritor en el “Diario Hibbert” (oct. 1907) dice “Desde un lado al otro de la Escritura, la fe es confianza y sólo confianza”, es difícil ver cómo él explicaría el pasaje en 1 Corintios 13,13 y Hebreos 11,1. La verdad es que muchos escritores teológicos se dan a un pensamiento muy laxo, y en nada es esto tan evidente como en su tratamiento de la fe. En el articulo citado leemos: “La confianza en Dios es fe, fe es creencia, creencia puede significar credo, pero credo no es equivalente a confiar en Dios.” Una vaguedad similar fue especialmente notable en la controversia “¿Creemos?”---un corresponsal dice---“Nosotros los no creyentes, si hemos perdido la fe, nos aferramos más fuertemente a la esperanza y, a la más grande de todas, la caridad” (“¿Creemos?, p. 180, ed. W. L. Courtney, 1905). Los escritores no católicos han rechazado toda idea de la fe como una aquiescencia intelectual, y en consecuencia, fracasan en percibir que la fe necesariamente debe resultar en un cuerpo de creencias dogmáticas. “¿Cómo y mediante cuál influencia”, dice Harnack, “fue la fe viva transformada en un credo a creerse, el rendimiento a Cristo en una cristología filosófica?” (citado en el Diario Hibbert, loc. Cit.).
La fe puede ser considerada objetiva o subjetivamente
Objetivamente, representa la suma de verdades reveladas por Dios en la Escritura y la tradición, y que la Iglesia nos presenta (ver regla de fe) de forma breve en sus credos. Subjetivamente, la fe representa el hábito o virtud por el cual obtemperamos a esas verdades. Es este aspecto subjetivo de la fe el que nos interesa principalmente aquí. Antes de proceder a analizar el término fe, debemos aclarar ciertas nociones preliminares:
(a) El doble orden del conocimiento: “La Iglesia Católica” dice el Concilio Vaticano I, III, IV, “siempre ha afirmado que hay un doble orden de conocimiento, y que estos dos órdenes se distinguen entre sí no sólo en su principio sino en su objeto; en uno conocemos por la razón natural, en el otro por la fe divina; el objeto de uno es la verdad obtenible por la razón natural, el objeto del otro es los misterios escondidos en Dios, pero los que tenemos que creer y que sólo podemos conocer por revelación divina.”
(b) Ahora bien, el conocimiento intelectual se puede definir de modo general como la unión entre el intelecto y el objeto inteligible. Pero una verdad nos es inteligible sólo en la medida que es evidente, y la evidencia es de diferentes clases; por lo tanto, según el carácter variable de la evidencia, tendremos varias clases de conocimiento. Así una verdad puede ser evidente en sí misma---por ejemplo, el todo es mayor que su parte---en cuyo caso se dice que tenemos conocimiento intuitivo de ella; o la verdad puede ser no evidente en sí misma, pero deducible de las premisas en las que está contenida---tal conocimiento se llama conocimiento razonado; o además una verdad puede no ser ni evidente en sí misma ni deducible de las premisas en las que está contenida, aun así el intelecto puede estar obligado a asentir a ella porque de otro modo tendría que rechazar otra verdad universalmente aceptada. Por último, se puede inducir al intelecto a asentir a una verdad por ninguna de las razones anteriores, sino solamente debido a que esta verdad, aunque no sea evidente en sí misma, descanse en una grave autoridad---por ejemplo, aceptamos la aseveración de que el sol está a 90,000,000 millas distante de la tierra porque autoridades competentes y veraces garantizan ese hecho. Esta última clase de conocimiento es lo que se llama fe, y es claramente necesario en la vida diaria. Si en la autoridad en la que basamos nuestro asentimiento es humana y por lo tanto falible, tendremos fe humana y falible; si la autoridad es divina, tendremos fe divina e infalible]. Si a esto se añade el medio por el cual se nos presenta la autoridad divina para ciertas declaraciones, por ejemplo, la Iglesia Católica, tenemos fe divina católica (vea regla de fe).
(c) De nuevo, sin importar de qué fuente provenga, la evidencia puede ser de varios grados y así causar mayor o menor firmeza de adhesión de parte de la mente del que asiente a la verdad. Así los argumentos o autoridades en pro y en contra de una verdad pueden ser escasos o parejamente balanceados, en este caso el intelecto no cede en su adhesión a la verdad, sino que permanece en un estado de duda o suspensión absoluta de juicio; o pueden predominar los argumentos de un lado, aunque sin excluir los del otro lado; en este caso no tenemos completa adhesión del intelecto a la verdad en cuestión, sino solamente una opinión. Por último, los argumentos o autoridades presentados pueden ser tan convincentes que la mente da su asentimiento categórico a la declaración propuesta y no tiene miedo a que no pueda ser cierta; este estado mental se llama certeza, y es la perfección del conocimiento. La fe divina, entonces, es esa forma de conocimiento derivado de la autoridad divina, y que consecuentemente engendra certeza en la mente del recipiente.
(d) La necesidad de tal fe divina se deduce del hecho de la revelación divina, pues revelación significa que la Verdad Suprema le ha hablado al hombre y le ha revelado verdades que no son en sí mismas evidentes a la mente humana. Debemos, entonces, o rechazar completamente la revelación, o aceptarla por fe; es decir, debemos someter nuestro intelecto a las verdades que no podemos entender, pero que nos llegan por autoridad divina.
(e) Llegaremos a un mejor entendimiento del hábito o virtud de fe si hemos analizado previamente un acto de fe; y este análisis se facilitará al examinar un acto de visión ocular y un acto de conocimiento razonado. En la visión ocular distinguimos tres cosas; el ojo o facultad visual, el objeto a colores y la luz que sirve como medio entre el ojo y el objeto. Es común llamar al color el objeto formal (objectum formale quod) de la visión, puesto que es lo que sólo y precisamente hace a una cosa el objeto de la visión, el objeto individual que se ve se puede llamar el objeto material, es decir, la manzana, el hombre, etc. Similarmente, la luz que sirve como medio entre el ojo y el objeto se llama la razón formal (objectum formale quo) de nuestra visión real. Del mismo modo, cuando analizamos un acto de asentimiento intelectual a cualquier verdad dada, debemos distinguir la facultad intelectual que produce el acto, el objeto inteligible al cual se dirige el intelecto, y la evidencia, ya sea intrínseca o extrínseca, que nos mueve a asentir a él. No se puede omitir ninguno de estos factores, pues cada uno coopera para realizar el acto, ya sea de visión ocular o de asentimiento intelectual.
(f) Por lo tanto, para un acto de fe necesitamos una facultad capaz de realizar un acto, un objeto proporcionado a la facultad, y evidencia---no intrínseca, sino extrínseca de ese objeto---que sirva como vínculo entre la facultad y el objeto. Comenzaremos nuestro análisis con el objeto.
Análisis del objeto o término en un acto de fe divina
(a) Para que una verdad sea un acto de fe divina, debe ser divina en sí misma, y no meramente por provenir de Dios, sino porque en sí misma se refiera a Dios. Igual que en la visión ocular el objeto formal debe necesariamente ser algo coloreado, así en la fe divina el objeto formal debe ser algo divino--en lenguaje teológico, el objectum formale quod de la fe divina es la Verdad Suprema del Ser, Prima Veritas in essendo---no podemos hacer un acto de fe divina sobre la existencia de la India.
(b) Ahora bien, la evidencia sobre la que asentimos a esta verdad divina tiene que ser también divina en sí misma, y debe haber una relación tan cercana entre esa verdad y la evidencia sobre la que se basa como la que hay entre el objeto coloreado y la luz; la primera es una condición necesaria para el ejercicio de nuestra facultad visual, la última es la causa de nuestra visión real. Pero nadie sino Dios puede revelar a Dios; en otras palabras, Dios es su propia evidencia. Por lo tanto, tal como el objeto formal de la fe divina es la Primera Verdad Misma, así la evidencia de esa Primera Verdad es la Primera Verdad declarándose a sí misma. Para usar el lenguaje escolástico una vez más, el “objectum formale quod”, o el motivo, o la evidencia, de la fe divina es la “Prima Veritas in dicendo”.
(c) Hay una controversia sobre si la misma verdad puede ser objeto tanto de la fe como del conocimiento. En otras palabras, ¿podemos creer una cosa tanto porque nos la dice una buena autoridad y porque nosotros mismos la percibimos como verdad? Santo Tomás de Aquino, Juan Duns Scoto y otros afirman que una vez que se percibe una cosa como verdad, la adhesión de la mente de ningún modo se refuerza por la autoridad de quien la establezca como tal, pero la mayoría de los teólogos sostienen, con Juan de Lugo, que puede haber un conocimiento que no satisfaga la mente completamente, y que entonces la autoridad puede encontrar un lugar para completar su satisfacción. Debemos señalar aquí la absurda expresión “Credo quia impossibile”, que ha provocado muchas sonrisas burlonas. Ése no es un axioma de los escolásticos, según se señaló en el “Revue de Metaphysique et de Morale” (marzo de 1896, p. 169) y como se sugirió más de una vez en la correspondencia de “¿Creemos?”. La expresión se debe a Tertuliano, cuyas palabras exactas son: "Natus est Dei Filius; non pudet, quia pudendum est: et mortuus est Dei Filius; prorsus credibile est, quia ineptum est; et sepultus, resurrexit; certum est, quia impossibile" (De Carne Christi, cap. V). Este tratado data de los días de montanista de Tertuliano, cuando se dejó llevar por su amor a la paradoja. Al mismo tiempo es claro que el escritor sólo apuntó a exponer la sabiduría de Dios manifestada en la humillación de la Cruz; quizás está parafraseando las palabras de San Pablo en 1 Cor. 1,25.
(d) Vamos ahora a tomar algún acto de fe concreto, por ejemplo, “Yo creo en la Santísima Trinidad”. Este misterio es el objeto material o individual sobre el cual ejercemos nuestra fe, el objeto formal es su carácter de verdad divina, y esta verdad claramente no es evidente en lo que a nosotros se refiere; de ningún modo apela a nuestro intelecto, por el contrario más bien lo repele. Y aun así asentimos a él por fe, en consecuencia, sobre evidencia que es extrínseca y no intrínseca a la verdad que aceptamos. Pero no puede haber ninguna evidencia proporcionada con tal misterio excepto el testimonio divino mismo, y este constituye el motivo para nuestro asentimiento al misterio, y es, en lenguaje escolástico, el “objectum formale quo” de nuestro asentimiento. Si entonces se nos pregunta por qué creemos con fe divina alguna verdad divina, la única respuesta adecuada debe ser porque Dios mismo la ha revelado.
(e) Debemos señalar a este respecto la falsedad de la noción prevaleciente de que la fe es ceguera. “Creemos”, dice el Concilio Vaticano I (III, III), “que la revelación es la verdad, no ciertamente porque la verdad intrínseca de estos misterios se vea claramente a la luz natural de la razón, sino debido a la autoridad de Dios que la revela, pues Él no puede engañar ni ser engañado.” Así, para regresar al acto de fe que hacemos de la Santísima Trinidad, debemos formularla de modo silogístico como sigue: Todo lo que Dios revela es cierto, Dios ha revelado el misterio de la Santísima Trinidad, por lo tanto este misterio es verdad. La premisa mayor es indudable e intrínsecamente evidente a la razón; la premisa menor es también cierta porque nos la declara la Iglesia infalible (cf. Regla de fe), y también porque, como dice el Concilio Vaticano, “en adición a la ayuda interna de su Espíritu Santo a Dios le ha placido darnos ciertas pruebas externas de su revelación, es decir, ciertos hechos divinos, especialmente milagros y profecías, pues puesto que éstas últimas manifiestan claramente la omnipotencia y omnisciencia de Dios, proporciona las pruebas más certeras de su revelación y son apropiadas para la capacidad de todos.” Por lo tanto dice Santo Tomás: “Un hombre no podría creer a menos que viera las cosas que debe creer, ya sea por la evidencia de los milagros o de algo similar” (II-II:1:4, ad 1), con lo cual el santo se refiere a los motivos de la credibilidad.
Motivos de credibilidad
(a) Cuando decimos que cierta aseveración es increíble a menudo denotamos meramente que es extraordinaria, pero se debe tener en mente que este es un mal uso del lenguaje, pues la credibilidad o incredibilidad de una aseveración no tiene nada que ver con su probabilidad o improbabilidad intrínseca; depende solamente de las credenciales de la autoridad que hace la declaración. Así la credibilidad de la declaración que Inglaterra y América han entrado en una alianza secreta depende sólo de la posición autoritativa y la veracidad del informante. Si es un oficinista en una agencia gubernamental es posible que haya obtenido alguna información auténtica, pero si nuestro informante es el Primer Ministro de Inglaterra, su declaración tiene el mayor grado de credibilidad porque sus credenciales son de las mayores. Cuando hablamos de los motivos de credibilidad de la verdad revelada, significamos la evidencia de que las cosas afirmadas son verdades reveladas. En otras palabras, la credibilidad de las aseveraciones hechas es correlativa con y proporcionada a las credenciales de la autoridad que las pronuncia. Ahora bien, las credenciales de Dios son indubitables, pues la misma idea de Dios envuelve la de omnisciencia y de la Verdad Suprema. Por lo tanto, lo que Dios dice es supremamente creíble, aunque no necesariamente supremamente inteligible para nosotros. Sin embargo, aquí el asunto real no es sobre las credenciales de Dios o la credibilidad de lo que Él dice, sino de la credibilidad de la declaración de que Dios ha hablado. En otras palabras, ¿quién o cuál es la autoridad para esta aseveración, y qué credenciales ostenta dicha autoridad? ¿Cuáles son los motivos de credibilidad de la aseveración de que Dios ha revelado esto o aquello?
(b) Estos motivos de credibilidad se pueden establecer brevemente como sigue: en el Antiguo Testamento considerado no como un libro inspirado, sino meramente como un libro con valor histórico, encontramos detallados los maravillosos tratos de Dios con una nación particular a quien se le revela a sí mismo repetidamente; leemos de los milagros que obró a su favor y como pruebas de la verdad de la revelación que Él hace; encontramos la más sublime enseñanza y el repetido anuncio del deseo de Dios de salvar al mundo del pecado y sus consecuencias. Y sobre todo, hallamos a través de las páginas de este libro una serie de pistas, ya oscuras, ya claras, de una persona portentosa que ha de venir como salvador del mundo; hallamos la afirmación a veces de que es hombre, y otras de que es Dios mismo. Cuando miramos al Nuevo Testamento vemos que registra el nacimiento, vida y muerte de Uno que, siendo claramente hombre, también pretendía ser Dios, y quien probó la verdad de su pretensión con su vida entera, milagros, enseñanzas y muerte, y finalmente con su triunfante Resurrección. Además, vemos que fundó una Iglesia que, según dijo, perduraría hasta el final de los tiempos y sería la depositaria de su enseñanza, y sería el medio para aplicar a todos los hombres los frutos de la redención que Él obró.
Cuando venimos a la historia posterior de esta Iglesia, la encontramos extendiéndose rápidamente por doquier, y esto a pesar de su humilde origen, su enseñanza no mundana, y la cruel persecución con que tropieza a manos de los gobernantes de este mundo. Y con el correr de los siglos, encontramos a esta Iglesia batallando contra herejías, cismas y los pecados de su propia gente---no, de sus propios gobernantes---y aun así continúa siendo la misma, promulgando siempre la misma doctrina, y poniendo delante de los hombres los mismos misterios de la vida, muerte y Resurrección del Salvador del mundo, quien, según enseñó ella, se había ido antes a preparar un hogar para aquellos que en su vida terrenal habían creído en Él y habían peleado la buena batalla. Pero si la historia eclesiástica desde la época del Nuevo Testamento confirma tan maravillosamente al Nuevo Testamento mismo, y si el Nuevo Testamento completa tan maravillosamente el Antiguo, estos libros deben realmente contener lo que reclaman contener, es decir, la revelación divina. Y sobre todo, esa Persona cuya vida y muerte fueron tan detalladamente predichas en el Antiguo Testamento, y cuya historia, según contada en el Nuevo corresponde tan perfectamente con su delineación profética en el Antiguo, debe ser quien Él reclamó ser, es decir el Hijo de Dios; por lo tanto su obra debe ser Divina. La Iglesia que el fundó debe también ser divina y la depositaria y guardiana de su enseñanza. Ciertamente, podemos decir para toda verdad del cristianismo que creemos, Cristo mismo es nuestro testimonio, y creemos en Él porque la Divinidad que reclamó descansa sobre el testimonio concurrente de sus milagros, sus profesías, su carácter personal, la naturaleza de su doctrina, la maravillosa propagación de su enseñanza a pesar de ir contra la carne y la sangre, el testimonio unido de miles de mártires, las historias de incontables santos que por amor a Él llevaron vidas heroicas, la historia de la Iglesia misma desde la Crucifixión, y, quizás, más notable que nada, la historia del papado desde San Pedro hasta Benedicto XVI.
(c) Estos testimonios son unánimes; todos señalan en una dirección, pertenecen a todas las épocas, son claros y simples, y están al alcance de la inteligencia más modestas. Y, como dijo el Concilio Vaticano I, “la Iglesia misma es, por su maravillosa propagación, su portentosa santidad su inagotable fecundidad en buenas obras, su unidad católica, y su duradera estabilidad, un motivo grande y perpetuo de credibilidad y un testigo irrefragable de su comisión divina” (Cont. Dei Filius). “Los Apóstoles”, dice San Agustín, “vieron la Cabeza y creyeron en el Cuerpo; nosotros vemos el Cuerpo, creamos pues en la Cabeza” (Sermón CCXLIII, 8 (al. CXLIII), de temp., P.L., V 1143). Todo creyente debe hacerse eco de las palabras de Ricardo de San Víctor, “Señor, si estamos en el error, por ti mismo hemos sido engañados---pues éstas cosas han sido confirmadas por tales signos y maravillas en medio nuestro como podrían haber sido hechos sólo por Ti!” (de Trinitate, 8, cap. II).
(d) Pero existen muchos malentedidos respecto al significado y oficio de los motivos de credibilidad. En primer lugar, ellos nos proveen conocimiento definido y certero de la revelación Divina; pero este conocimiento precede a la fe; no es el motivo final para nuestro asentimiento a las verdades de fe---como dice Santo Tomás, “La fe tiene el carácter de una virtud, no por las cosas en las que cree, pues la fe es sobre cosas invisibles, sino porque se adhiere al testimonio de Uno en quien se halla la verdad infalible” (De Veritate, XIV, 8); este conocimiento de la verdad revelada que precede a la fe sólo puede engendrar fe humana, ni siquiera es la causa de la fe divina (cf. Francisco Suárez, be Fide disp. III, 12), sino más bien debe considerarse como una remota disposición a ella. Debemos insistir sobre esto porque en la mente de muchos la fe se considera como una consecuencia más o menos necesaria de un estudio cuidadoso de los motivos de credibilidad, una opinión que el Vaticano I condena expresamente: “Si alguno dice que el asentir a la fe cristiana no es libre, sino que necesariamente se deduce de los argumentos que la razón humana puede proveer a su favor; o si alguno dice que la gracia de Dios es sólo necearia para esa fe viva que obra a través de la caridad, que sea anatema” (Ses. IV). Ni los motivos de credibilidad pueden hacer claros en sí mismos a los misterios de la fe en sí mismos, pues, como dice Santo Tomás, “los argumentos que nos inducen a creer, por ejemplo, los milagros, no prueban la fe en sí misma, sino sólo la veracidad del que nos la declara, y consecuentemente, no engendran conocimiento de los misterios de la fe, sino sólo fe” (in Sent., III, XXIV, Q. I, art. 2, sol. 2, ad 4). Por otro lado, no debemos minimizar la fuerza probativa ral de los motivos de credibilidad dentro de su verdadera esfera---“La razón declara que desde el mismo comienzo la enseñanza de los Evangelios se volvió notoria por los signos y maravillas que dieron, por así decirlo, prueba definida de una verdad definida” (Papa León XIII, Æterni Patris).
(e) La Iglesia ha condenado dos veces la opinión de que la fe descansa esencialmente sobre una acumulación de probabilidades. Así la proposición, “El asentimiento a la fe sobrenatural… es consistente con conocimiento de revelación meramente probable” fue condenada por el Papa Inocencio XI en 1679 (cf. Denzinger, Enchiridion, 10ma ed., no. 1171); y el Syllabus Lamentabili sane (julio de 1907) condena la proposición (XXV) de que “el asentimiento a la fe descansa esencialmente sobre una acumulación de probabilidades.” Pero desde que el gran nombre de Newman fue arrastrado a la controversia respecto a esta última proposición, debemos señalar que, en la “Gramática del Asentimiento” (Cap. X, Sec. 2), Newman se refiere sólo a la prueba de fe provista por los motivos de credibilidad, y rectamente concluye que, puesto que éstas no son demostrativas, esta línea de prueba puede ser llamada “una acumulación de probabilidades”. Pero sería absurdo decir que Newman por lo tanto basó el asentimiento final de la fe sobre esta acumulación---de hecho, él no está haciendo un análisis del acto de fe, sino sólo de las bases de la fe; el asunto de la autoridad no entra en su argumento (cf. McNabb, Oxford, Conferencias sobre la Fe, págs. 121-122).
Análisis del Acto de Fe desde el Punto de Vista Subjetivo
(a) La luz de la fe: Un ángel entiende las verdades que están más allá de la comprensión del hombre; entonces si se llamara a un hombre a asentir a la verdad más allá del alcance del intelecto humano, pero dentro del alcance del intelecto angélico, él requeriría por el momento algo más que la luz natural de la razón, él requeriría lo que podemos llamar “la luz angélica”. Si, de nuevo, el mismo hombre se llamase a asentir a una verdad más allá del alcance tanto del hombre como de los ángeles, él claramente necesitaría una luz todavía más alta, y a esta luz la llamamos “la luz de la fe”---una luz, porque lo capacita para asentir a aquellas verdades sobrenaturales, y la luz de la fe porque ilumina aquellas verdades de fe para que ya no sean obscuras, pues la fe debe ser siempre “garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hb. 11,1). Por lo tanto Santo Tomás (De Veritate, XIV, 9, ad 2) dice: “Aunque la divinamente infusa luz de la fe es más poderosa que la luz natural de la razón, sin embargo, en nuestro estado presente participamos sólo imperfectamente en ella; y por lo tanto sucede que no produce en nosotros la visión real de aquellas cosas que quiere enseñarnos; tal visión pertenece a nuestra morada eterna, donde participaremos perfectamente en esa luz, donde a la luz de Dios veremos la luz” (Sal. 36(35),10).”
(b) Por lo que se ha dicho, la necesidad de dicha luz es evidente, pues la fe es esencialmente un acto de asentimiento, y justo como asentimiento a una serie de razonamientos deductivos o inductivos, o a una intuición de primeros principios, sería imposible sin la luz de la razón, así también el asentimiento a una verdad sobrenatural sería inconcebible sin un fortalecimiento sobrenatural de la luz natural “Quid est enim fides nisi credere quod non vides?” (es decir, ¿qué es la fe sino la creencia en lo que no vemos?) pregunta San Agustín; pero él dice también: “La fe tiene sus ojos por los cuales ella ve de algún modo que es verdadero lo que aún no ha visto---y por los cuales, también, más seguramente ve que no ve lo que cree” " [Ep. ad Consent., ep. CXX 8 (al. CCXXII), P.L., II, 456].
(c) Además, es evidente que esta “luz de la fe” es un don sobrenatural y no es el producto necesario de un asentimiento a los motivos de credibilidad. Ningún estudio la puede ganar, ninguna convicción intelectual de la religión revelada ni incluso de las pretensiones de la Iglesia a ser nuestra guía infalible en materias de fe, producirá esta luz en la mente del hombre; es un don gratuito de Dios. Por lo tanto el Concilio Vaticano I (III, III) enseña que “la fe es una virtud sobrenatural por la cual nosotros, con la inspiración y ayuda de la gracia santificante, creemos que son verdaderas aquellas cosas que Él nos ha revelado”. El mismo decreto continúa diciendo que “aunque el asentir a la fe no es un sentido ciego, aun así nadie puede asentir a la enseñanza del Evangelio en la forma necesaria para la salvación sin la iluminación del Espíritu Santo, quien concede a todos una dulzura al creer y consentir a la verdad”. Así, la fe no puede considerarse ceguera ni respecto a la verdad creída, ni respecto a los motivos para creer, ni respecto al principio subjetivo por el cual creemos---es decir, la luz infusa.
(d) El lugar de la voluntad en un acto de fe: Hasta aquí hemos visto que la fe es un acto del intelecto que asiente a la verdad que está más allá de su alcance, por ejemplo, el misterio de la Santísima Trinidad. Pero a muchos le parecerá casi fútil pedirle al intelecto que asienta a una proposición que no es intrínsecamente evidente como sería pedirle al ojo que vea un sonido. Es claro, sin embargo, que la voluntad puede mover al intelecto ya sea a estudiar o no cierta verdad, aunque la verdad sea una evidente en sí misma---por ejemplo, que el todo es mayor que la parte---la voluntad no puede hacer que el intelecto se adhiera a ella; pero sí puede, sin embargo, moverla a pensar en algo más, y así distraerla de la contemplación de esa verdad particular. Si la voluntad mueve al intelecto a considerar algún punto debatible---por ejemplo, las teorías copernicanas y ptolemaicas sobre la relación entre el sol y la tierra---es claro que el intelecto puede sólo asentir a una de estas opiniones en la medida en que esté convencido que esa opinión particular es cierta. Pero hasta donde sabemos, ninguna opinión tiene más que una verdad probable, por lo tanto el intelecto por sí mismo sólo puede dar su adherencia parcial a una de las opiniones, siempre debe ser excluida de un asentimiento absoluto por la posibilidad de que la otra opinión sea la correcta. El hecho de que los hombres se adhieran mucho más tenazmente a una de estas que lo que los argumentos confirman se puede deber sólo a algunas consideraciones extrínsecas, por ejemplo, que es absurdo no afirmar lo que la inmensa mayoría de los hombres afirman. Y aquí cabe señalar que, como dice Santo Tomás en repetidas ocasiones, el intelecto sólo sanciona a una declaración por una de dos razones: ya sea porque esa afirmación es inmediata o mediatamente evidente en sí misma---por ejemplo, un primer principio o una conclusión de las premisas--- o porque la voluntad lo mueve a hacerlo. Por supuesto, la evidencia extrínseca entra en juego cuando falta la evidencia intrínseca, pero, aunque sería absurdo, sin evidencias de peso en su apoyo, asentir a una verdad que no comprendemos; aunque ninguna cantidad de evidencia nos puede hacer asentir, sólo podría demostrar que la declaración en cuestión era creíble, nuestro asentimiento real final se podría deber sólo a la evidencia intrínseca que la propia declaración ofreció, o en su defecto, debido a la voluntad. . De ahí que Santo Tomás repetidamente define el acto de fe como el asenso del intelecto determinado por la voluntad (De Veritate, XIV, 1, II-II, Q. II, a. 1, ad 3, 2, C.; ibid., IV, 1, C., y ad 2). La razón, entonces, por la que los hombres se aferran a ciertas creencias más fuertemente de lo que los argumentos a su favor podrían confirmar, se debe buscar en la voluntad más que en el intelecto. Las autoridades se encuentran a ambos lados, la evidencia intrínseca no es convincente, pero algo se ganará asintiendo a una opinión en lugar de la otra, y esta apela a la voluntad, que por lo tanto determina al intelecto a asentir a la opinión que promete más. Asimismo, en la fe divina son fuertes las credenciales de la autoridad que nos dice que Dios ha hecho ciertas revelaciones, pero siempre son extrínsecas a la proposición, “Dios ha revelado esto o aquello", y en consecuencia, no pueden obligar a nuestro consentimiento; sino que simplemente nos demuestran que esta afirmación es creíble. Cuándo, entonces, nos preguntamos si debemos o no debemos dar nuestro asentimiento libre a cualquier declaración particular, sentimos que en primer lugar no podemos hacerlo a menos que haya una fuerte evidencia extrínseca a su favor, pues sería absurdo creer una cosa por el mero hecho de querer creerla. En segundo lugar, la proposición misma no obliga a nuestro consentimiento, ya que no es intrínsecamente evidente, pero queda el hecho de que sólo con la condición de nuestro asentimiento a la misma, tendremos lo que el alma humana naturalmente anhela, es decir, la posesión de Dios; quién es, como declaran tanto la razón como la autoridad, nuestro fin último; "El que creyere y fuere bautizado, será salvo", y "Sin fe es imposible agradar a Dios." Santo Tomás expresa esto diciendo: "La disposición del creyente es la de uno que acepta la palabra de otro por alguna declaración, porque parece adecuado o útil aceptarla. De la misma manera creemos en la revelación divina porque se nos ha prometido la recompensa de la vida eterna por así hacerlo. Es la voluntad que se mueve por la perspectiva de esta recompensa a asentir a lo que se dice, aunque el intelecto no se mueve por algo que él entiende. Por ello dice San Agustín (Tract. XXVI en Joannem, 2): Cetera potest homo nolens, credere nonnisi volens ' [es decir, el hombre puede hacer otras cosas contra su voluntad, pero para creer debe querer]" (De Ver., XIV, 1).
(e) Pero así como el intelecto necesita una luz nueva y especial para asentir a las verdades sobrenaturales de la fe, así también la voluntad necesita una gracia especial de Dios a fin de que pueda tender a ese bien sobrenatural que es la vida eterna. La luz de la fe, entonces, ilumina el entendimiento, aunque la verdad siga siendo oscura, puesto que está más allá del alcance del intelecto; pero la gracia sobrenatural mueve a la voluntad, que, al tener ante sí un bien sobrenatural, mueve al intelecto a asentir a lo que no entiende. De ahí que la fe es descrita como "reduciendo a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo" (2 Cor. 10,5).
Definición de fe
El análisis anterior nos permitirá definir un acto de fe sobrenatural divina sobrenatural como "el acto del intelecto que asiente a una verdad divina debido al movimiento de la voluntad, que es a su vez movida por la gracia de Dios” (Santo Tomás, II-II, Q. IV, a. 2). Y así como la luz de la fe es un don sobrenatural concedido al entendimiento, así también esta gracia divina que mueve la voluntad es, como su nombre implica, un don igualmente sobrenatural y un regalo absolutamente gratuito. Ni el regalo es debido a estudios anteriores, ni ninguno de ellos puede ser adquirido por los esfuerzos humanos, sino "Pedid y se os dará".
De todo lo dicho se deducen dos corolarios muy importantes:
• Que las tentaciones contra la fe son naturales e inevitables y que de ningún modo son contrarias a la fe, “puesto que”, dice Santo Tomás, “el asenso del intelecto en fe se debe a la voluntad, y puesto que el objeto al que el intelecto así asiente no es su propio objeto---pues esa es la visión real de un objeto inteligible---se deduce que la actitud del intelecto hacia ese objeto no es una de tranquilidad; por el contrario, piensa y se pregunta acerca de las cosas que cree, al mismo tiempo que asiente a ellas sin vacilar, porque en la medida en que ella misma se refiere el intelecto no está satisfecho "(De Ver., XIV, 1).
• También se desprende de lo anterior que un acto de fe sobrenatural es meritorio, ya que procede de la voluntad movida por la gracia divina o la caridad, y por lo tanto tiene todos los componentes esenciales de un acto meritorio (cf. II-II, Q . II, a. 9). Esto nos permite comprender las palabras de Santiago, cuando dice: “Los demonios también creen y tiemblan” (2,19). "No es de buen grado que asienten", dice Santo Tomás ", pero se ven obligados a ello por la evidencia de aquellos signos que prueban lo que los creyentes afirman como cierto, aunque incluso esas pruebas no hacen las verdades de la fe tan evidente capaces de ofrecer lo que se denomina visión de ellas" (De Ver., XIV, 9, ad 4), ni es su fe divina, sino meramente filosófica y natural. Algunos pueden imaginarse que los análisis precedentes son superfluos, y pueden pensar que saben demasiado a escolasticismo. Pero si alguien va a pasar el trabajo de comparar la enseñanza de los Padres, de los escolásticos y de los teólogos de la Iglesia Anglicana en los siglos XVII y XVIII, con la de los teólogos no católicos de hoy, se encuentra que los escolásticos simplemente le dan forma a lo que enseñaron los Padres, y que los grandes teólogos ingleses le deben su solidez y valor real a sus vastos conocimientos patrísticos y a su formación estrictamente lógico.
Que cualquiera que dude de esta afirmación compare la “Analogía de Religión” del obispo Butler, caps. V, VI, con el documento sobre "la fe" donado a Lux Mundi. El autor de este último documento nos dice que "la fe es una energía elemental del alma”, "una prueba tentativa", que "su nota principal será la confianza", y por último, que "en respuesta a la demanda de definición, se puede sólo reiterar: "La fe es la fe. Creer es sólo creer". En ninguna parte hay ningún análisis de los términos, en ninguna parte ninguna distinción entre los roles relativos desempeñados por el intelecto y la voluntad; y creemos que los que lean el documento deben haberse levantado de su lectura con la sensación de haber estado vagando a través de---usamos la propia expresión del escritor---"un engañoso laberinto de palabras."
El hábito de la fe y la vida de fe
a. Hemos definido el acto de fe como el asentimiento del intelecto a una verdad que está más allá de su comprensión, pero que acepta bajo la influencia de la voluntad movida por la gracia; y a partir del análisis estamos ahora en condiciones de definir la virtud de la fe como un hábito sobrenatural por el que creemos firmemente que son verdaderas todas esas cosas que Dios ha revelado. Ahora bien, toda virtud es la perfección de alguna facultad, pero la fe resulta de la acción combinada de dos facultades, a saber, el intelecto que provoca el acto, y la voluntad que mueve el intelecto para hacerlo; en consecuencia, la perfección de la fe dependerá de la perfección con que cada una de estas facultades realice su tarea asignada; el intelecto debe asentir sin vacilar, la voluntad debe moverse con rapidez y facilidad a hacerlo.
b. La aprobación sin vacilaciones del intelecto no puede deberse a la convicción intelectual de la razonabilidad de la fe, si consideramos los motivos en los que se basa o las verdades reales que creemos, pues "la fe es la evidencia de las cosas que no se ven"; debe, entonces, referirse al hecho de que estas verdades vienen a nosotros por el testimonio divino infalible. Y aunque la fe es tan esencialmente de "lo invisible" puede ser que la función especial de la luz de la fe, que hemos visto que es tan necesaria, es en cierto modo suministrarnos, no ya la visión, sino una apreciación instintiva de las verdades que se declaran ser reveladas. Santo Tomás parece aludir a esto cuando dice: "Como por otros hábitos virtuosos el hombre ve lo que concuerda con esos hábitos, así por el hábito de la fe la mente de un hombre se inclina a asentir a las cosas que pertenecen a la verdadera fe y no a otras cosas" (II-II: 4:4, ad 3). En cada acto de fe este firme asentimiento del intelecto se debe al movimiento de la voluntad como su causa eficiente, y lo mismo debe decirse de las virtudes teologales de fe cuando las consideramos como un hábito o como una virtud moral, pues, como insiste Santo Tomás (I-II, Q. LVI,), no hay virtud, propiamente dicha, en el intelecto salvo en la medida en que está sujeta a la voluntad. Así, la prontitud habitual de la voluntad para mover el intelecto a asentir a las verdades de la fe no es sólo la causa eficiente del asentimiento del intelecto, sino que es precisamente lo que le da a este asentimiento su carácter virtuoso y, en consecuencia, meritorio. Por último, esta prontitud de la voluntad sólo puede venir de su tendencia firme al Bien Supremo. Y en el riesgo de repetición, debemos de nuevo llamar la atención sobre la distinción entre la fe como un hábito puramente intelectual, que como tal es seco y árido, y de la fe que reside, de hecho, en el intelecto, pero motivada por la caridad o el amor de Dios, quien es nuestro principio, nuestro fin último y nuestra recompensa sobrenatural. “Cada movimiento verdadero de la voluntad”, dice San Agustín, “procede del amor verdadero” (de Civ. Dei, XIV, IX), y, como expresa bellamente en otro lugar, Quid est ergo credere in Eum? Credendo amare, credendo diligere, credendo in Eum ire, et Ejus membris incorporari. Ipsa est ergo fides quam de nobis Deus exigit- et non invenit quod exigat, nisi donaverit quod invenerit. (Tract. XXIX en Joannem, 6.---"¿Qué, entonces es creer en Dios?---Es amarlo por creerle, ir a Él por creer, y ser incorporado a sus miembros. Ésta, entonces, es la fe que Dios exige de nosotros; y él no encuentra lo que puede exigir excepto donde Él ha dado lo que puede encontrar.") Esto es, pues, lo que se entiende por fe "viva", o como la llaman los teólogos, fides formata, a saber “informada” por la caridad o el amor de Dios. Si consideramos la fe precisamente como un asentimiento provocado por el intelecto, entonces esa fe desnuda es el mismo hábito numéricamente como cuando se le añade el principio formativo de la caridad, pero no tiene el carácter verdadero de la virtud moral y no es una fuente de mérito. Si, pues, se extingue la caridad---si, en otras palabras, un hombre cae en pecado mortal y por lo tanto sin la gracia santificante habitual de Dios que es la única que da a su voluntad esa tendencia debida a Dios como su fin sobrenatural y la cual es requisito para los actos sobrenaturales y meritorios---es evidente que ya no existe en la voluntad ese poder con el que puede, a partir de motivos sobrenaturales, mover el intelecto a asentir a las verdades sobrenaturales El intelectual y divinamente infuso hábito de la fe permanece, sin embargo, y cuando la caridad regresa este hábito adquiere de nuevo el carácter de la fe "viva" y meritoria.
c. Una vez más, al ser la fe una virtud, se deduce que la prontitud de un hombre en creer lo hará amar las verdades que cree, y por lo tanto, las estudiará, no ciertamente en el espíritu de una investigación dudosa, sino para comprenderlas mejor en la medida en que la razón humana se lo permita. Esa investigación será meritoria y hará su fe más robusta porque, al mismo tiempo que se coloca cara a cara con las dificultades intelectuales que conlleva, necesariamente ejercitará su fe y repetidamente "llevará su intelecto a la sumisión". Así San Agustín dice: "¿Cuál puede ser la recompensa de la fe? ¿Qué puede significar su mismo nombre, si deseas ver ahora lo que crees? No debes ver para creer, debes creer para ver, debes creer mientras no veas, no sea que cuando veas quedes avergonzado” (Sermo, XXXVIII, 2, PL, V, 236). Y es en este sentido que debemos entender sus tantas veces repetidas palabras: "Crede ut intelligas" (cree para que puedas entender). Así, al comentar a Isaías 7,9 en la Versión de los Setenta, que dice: nisi credideritis non intelligetis, él dice: Proficit ergo noster intellectus ad intelligenda quae credat, et fides proficit ad credenda quae intelligat; et eadem ipsa ut magis magisque intelligantur, in ipso intellectu proficit mens. Sed hoc non fit propriis tanquam naturalibus viribus sed Deo donante atque adjuvante (Enarr. en Sal. 118, Sermo XVIII,3. "Por lo tanto, nuestro intelecto es útil para entender las cosas que cree, y la fe sirve para creer lo que entiende; y para que estas mismas cosas pueden ser más y más entendidas, la facultad de pensar [Hombres] es de utilidad en el intelecto. Pero esto no se lleva a cabo como por nuestros propios poderes naturales, sino por el don y la ayuda de Dios. "Cf. Sermo XLIII, 3, en Is., 7,9; PL, V, 255).
d. Además, el hábito de la fe puede ser más fuerte en una persona que en otra, “ya sea debido a la mayor certeza y firmeza en la fe que uno tiene más que otro, o debido a su mayor prontitud en asentir, o debido a su mayor devoción a las verdades de la fe, o debido a su mayor confianza” (II-II: 5:4).
e. A veces nos preguntan si realmente estamos seguros de las cosas que creemos, y respondemos correctamente en la afirmativa; pero en sentido estricto, la certeza puede considerarse desde dos puntos de vista: si nos fijamos en su causa, tenemos en la fe la forma más alta de certeza, pues su causa es la Verdad Esencial, pero si nos fijamos en la certeza que surge de la medida en que el intelecto capta una verdad, entonces, en la fe no tenemos tan perfecta certeza como la que tenemos de las verdades demostrables, ya que las verdades creídas están más allá de la comprensión del intelecto (II-II, Q. IV, 8; de Ver., XIV, y I, ad 7).
La génesis de la fe en el alma individual
La fe en relación con las obras
Pérdida de la fe
La fe es razonable
La fe es necesaria
La unidad e inmutabilidad objetiva de la fe
Bibliografía
I. Patrística: Los Padres en general nunca intentaron ningún análisis de la fe, y la mayoría de los tratados patrísticos De fide consisten de exposiciones de la verdadera doctrina a sostener. Pero el lector ya habrá notado la enseñanza precisa de SAN AGUSTÍN sobre la naturaleza de la fe. Además de las gemas de pensamiento dispersas a través de sus obras, nos podemos referir a sus dos tratados De Utilitate Credendi y De Fide Rerum quae non videntur, en P.L., VI, VII.
II. Escolásticos: Los teólogos del siglo XIII trabajaron el análisis minucioso de la fe y de ahí en adelante siguieron principalmente las líneas trazadas por San Agustín, SANTO TOMAS, Summa, II-II, QQ. I-VII; Quaest. Disp., Q. XIV; HOLCOT, De actibus fidei et intellectus et de libertate Voluntatis (ParÍs, 1512); SUAREZ De fide, spe, et charitate, in Opera, ed. VIVES (ParÍs, 1878), XII; DE LUGO, De virtute fidei divinae (Venecia, 1718); JOANNES A S. THOMA, Comment. on the Summa especially on the De Fide, en Opera, ed. VIVES (París, 1886), VII; CAJETAN, De Fide et Operibus (1532), especialmente su Comentario sobre la Summa, II-II, QQ I-VII.
III. Escritores modernos: Los decretos del Concilio Vaticano I, edición de bolsillo por McNabb (Londres, 1907); cf. también Coll. Lacencis, VIII; PIUS X, Syllabus Lamentabili Sane (1907); id., Encyclical, Pascendi Gregis (1907); ZIGLIARA, Propaedeutica ad Sacram Theologiam (5th ed., Roma, 1906), 1, XVI, XVII; NEWMAN, Gramática del Asentimiento, Ensayo sobre el Desarrollo, y especialmente Los Riesgos de la Fe en Vol. IV de sus Sermones, en Paz al Creer y Fe sin Demostración, VI; WEISS, Apologie du Christianisme, Fr. tr., V, conf. IV, La Foi, y VI, conf. XXI, La Vie de la Foi; BAINVEL, La Foi et l'acte de Foi (París, 1898); ULLATHORNE, Las Bases de las Virtudes Cristianas, ch. XIV, La Humildad de la Fe; HEDLEY, La Luz de la Vida (1889), II; BOWDEN, El Asentimiento de la Fe, tomado principalmente de KLEUTGEN, Theologie der Vorzeit, IV, y sirve como capítulo introductorio a la traducción de HETTINGER, Religión Revelada (1895); MCNABB, Conferencias sobre la Fe de Oxford (Londres, 1905); Fe Implícita, en El Mes para abril 1869; Realidad del Pecado de la Incredulidad, ibid., Octubre 1881; Los Peligros Concebibles de la Incredulidad en Revista de Dublín, enero 1902; HARENT en VACANT Y MANGENOT, Dictionnaire de théologie catholique, s.v. Croyance.
IV. Contra las Opiniones racionalistas, positivistas y humanistas: NEWMAN, La Introducción de Principios Racionalistas a la Religión Revelada, en Tractos para los Teimpos (1835), republicado en Ensayos Históricos y Críticos como Ensayo II; San Pablo sobre el Racionalismo en El Mes para octubre de 1877; WARD, La Vestimenta de la Religión, una Respuesta al Positivismo Popular (1886); El Agnosticismo de la Fe en Revista de Dublín, julio de 1903.
V. Los motivos de la fe y su relación con la razón y la ciencia: MANNING, Las Bases de la Fe (1852, y a menudo desde entonces); Fe y Razón en la Revista de Dublín, julio de 1889; AVELING, Fe y Ciencia en las Conferencias de Westminster (Londres, 1906); GARDEIL, La crédibilité et l'apologétique (París, 1908); IDEM e VACANT YMANGENOT, Dictionnaire de théologie catholique, s.v. Crédibilite.
VI. Escritores No Católicos: Lux Mundi, I, Fe (10ma ed. 1890); BALFOUR Fundamentos de la Creencia (2da ed., 1890); COLERIDGE, Ensayo sobre la Fe (1838), en Ayudas para la Reflexión; MALLOCK, La Religión como una Doctrina Creíble (1903), XII.
VII. Obras Racionalistas: La correspondencia de “¿Creemos?”, sostenida en el Telégrafo Diario, ha sido publicada en forma de selecciones (1905) bajo el título, Un Registro de una Gran Correspondencia en el Telégrafo Diario, con Introducción por COURTNEY. Selecciones similares por la Imprenta Racionalista (1904); SANTAYANA, La Vida de la Razón (3 vols., Londres, 1905-6); Fe y Creencia en Revista Hibbert, octubre de 1907. Cf. también LODGE, ibid., para enero 1908 y julio 1906.
Fuente: Pope, Hugh. "Faith." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909. <http://www.newadvent.org/cathen/05752c.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina.