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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Supresión de Monasterios en Europa Continental

De Enciclopedia Católica

Revisión de 19:00 28 ago 2021 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones)

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Supresión de Monasterios en Europa Continental: Bajo este título se tratarán únicamente las supresiones de casas religiosas (ya sean monásticas en sentido estricto o casas de las órdenes mendicantes) desde la Reforma. El tema algo más general de las intromisiones estatales en la propiedad de la Iglesia se encontrará tratado bajo títulos como LAICIZACIÓN; ABAD COMENDATORIO; CONFLICTO DE LAS INVESTITURAS.

Los motivos económicos de la oposición estatal a la tenencia de tierras por corporaciones religiosas (que datan del siglo XIII) se explican en el artículo MANOS MUERTAS. Los países tratados en el presente artículo son Alemania, la Península Ibérica e Italia. La supresión de los monasterios ingleses se trata en su propio artículo, SUPRESIÓN DE MONASTERIOS EN INGLATERRA BAJO ENRIQUE VIII. (Para las supresiones francesas, vea FRANCIA, especialmente el subtítulo, La Tercera República y la Iglesia en Francia.)

Alemania (Incluyendo todos los Dominios Austriacos)

La confiscación de la propiedad religiosa tras el Tratado de Westfalia (1648) había sido para beneficio exclusivo de los príncipes protestantes. Más de un centenar de monasterios e innumerables fundaciones piadosas desaparecieron en ese momento. Hacia mediados del siglo XVIII, un nuevo movimiento tendiente a la destrucción de las instituciones monásticas se extendió por aquellas partes del Imperio Alemán que habían permanecido apegadas a la fe católica. El "josefismo" (o josefinismo), como se denominó posteriormente a este movimiento político y religioso que tomó el nombre de su padre adoptivo, el emperador José II, sometió la Iglesia al Estado. Se ignoró el carácter sobrenatural de la vida religiosa; a las abadías y los conventos sólo se les podía permitir la existencia si daban pruebas de su utilidad material.

En este período se formó un plan para la laicización general de la propiedad monástica y eclesiástica en beneficio de los gobiernos católicos en Alemania. Esto era parte de un plan general para la redistribución del territorio. Federico II (el Grande) de [[Prusia)) había tomado la iniciativa y había ganado a Inglaterra y a Francia para su idea. La oposición de María Teresa, del príncipe obispo de Maguncia y del Papa Benedicto XIV hizo que el proyecto fracasara. La Santa Sede refrenó la diplomacia de Prusia durante algunos años. Para contrarrestar la acción de Roma sobre el sentimiento público, los partidarios de la laicización alentaron en Alemania la propagación de esos errores filosóficosmaterialismo y racionalismo— que entonces ganaban terreno en Francia (vea ENCICLOPEDISTAS). Con este punto de vista consiguieron retirar las universidades de la influencia romana.

Mientras tanto, los príncipes emprendieron la tarea directamente. El elector Maximiliano (José) III (1745-77) comenzó en Baviera una obra de destrucción que fue llevada a cabo por sus sucesores hasta el elector Maximiliano José IV, aliado de Napoleón, quien se convirtió en rey Maximiliano I de Baviera en 1805 (m. 1825). Primero se tomaron medidas contra las órdenes mendicantes; el poder secular comenzó a inmiscuirse en el gobierno de los monasterios, y las autoridades civiles designaron una comisión para tal fin. Mientras tanto (1773) se decretó la supresión de los jesuitas. Hacia el año 1782 el elector Carlos Teodoro (1778-99) obtuvo el asentimiento de Pío VI para un proyecto de extinción de varias fundaciones religiosas. El elector Maximiliano José IV (rey Maximiliano I) de Baviera completó la obra de destrucción, influenciado por la política de su aliado, Napoleón I, y asistido por el Conde de Montgelas, su primer ministro.

Un rescripto del 9 de septiembre de 1800 privó a las órdenes religiosas de Baviera de todos los derechos de propiedad y les prohibió recibir novicios. Los conventos de las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, agustinos, carmelitas) y las casas religiosas de mujeres fueron los primeros en caer. Luego llegó el turno de los Canónigos Regulares y los benedictinos. Los monasterios catedralicios tampoco se salvaron. Entre las abadías que desaparecieron en 1803 se pueden mencionar; San Blasien de la Selva Negra (la comunidad, sin embargo, fue admitida, en 1809, al monasterio de San Pablo), San Emmerán de Ratisbona, Andechs, San Ulrico de Augsburgo, Michelsberg, Benedictbeurn, Ertal, Kempten, Metten, Oberaltaich, Ottobeuren, Scheyern, Tegernsee, Wessobrünn.

Los monasterios en otras partes del norte de Alemania se encontraron con el destino común de todas las propiedades de la Iglesia. En la margen izquierda del Rin fueron suprimidos cuando ese territorio fue anexado a Francia por la Paz de Luneville (9 feb. 1801). Se dispuso de su propiedad en la Dieta de Ratisbona (3 marzo 1801 – feb. 1803), habiéndose negociado el deplorable asunto en París con Napoleón y Talleyrand. Además de sus veinticinco principados eclesiásticos y sus dieciocho universidades, la Alemania católica perdió todas sus abadías y sus casas religiosas para hombres: sus propiedades fueron entregadas a Baviera, Prusia y Austria. En cuanto a las casas religiosas para mujeres, los príncipes debían consultar con los obispos antes de proceder a expulsar a sus reclusas. Se prohibió la futura recepción de novicias. En los Países Bajos, el principado de Lieja y las partes de Suiza anexadas por Francia, las casas religiosas desaparecieron por completo.

En los territorios inmediatamente sujetos a la Casa de Habsburgo, la laicización de las casas monásticas había comenzado más de treinta años antes. Siguiendo la política con la que su nombre se ha asociado especialmente, el emperador José II (m. 1790) prohibió la enseñanza de la teología en los monasterios, incluso a los religiosos jóvenes, y también la recepción de novicios. Las relaciones con la Santa Sede quedaron bajo control imperial. Estaba prohibido recibir religiosos extranjeros. Las autoridades civiles interfirieron en la disciplina regular de las comunidades. Se nombraron abades comendatarios; se privó a los monasterios de las parroquias que les pertenecían; los superiores tenían que informar a los representantes del emperador sobre la disposición de sus ingresos; no se podían utilizar obras teológicas impresas fuera del Imperio. Tales fueron las principales líneas de actuación de esta administración, de la que Kaunitz era ministro.

Todo esto, sin embargo, fue solo el preludio de un decreto de represión que se emitió el 17 de marzo de 1783, el cual se aplicó a todos los monasterios, ya fuesen de mujeres o de hombres, considerados inútiles por los estándares del josefismo; sus ingresos se tomaban para aumentar los salarios de los sacerdotes seculares o para establecimientos piadosos útiles a la religión y a la humanidad. Las diócesis de los Países Bajos (entonces sujetas a la Casa de Habsburgo) perdieron ciento sesenta y ocho conventos, abadías o prioratos. En total, 738 casas religiosas fueron suprimidas en el Imperio durante el reinado de José II.

Anticipándose a este desastre, Pío VI había conferido a los obispos amplios privilegios. Tenían poder para dispensar del hábito a los religiosos expulsados, tanto hombres como mujeres, y, en caso de necesidad, dispensarlos de los votos simples. Debían asegurarles una pensión, pero, como ésta era generalmente insuficiente, muchos se vieron reducidos a la pobreza. El gobierno transformó los monasterios en hospitales, colegios o cuarteles. Las víctimas de la persecución se mantuvieron fieles a sus obligaciones religiosas. Sus ordinarios los cuidaron mucho, y a ese respecto el cardenal de Frankenberg, arzobispo de Malinas, dio un ejemplo particularmente brillante.

La Abadía de Melk se salvó; algunas de las casas suprimidas incluso se afiliaron a ella; pero a la muerte del abad Urbano I (1783) el emperador colocó sobre los monjes a un religioso de las Escuelas Pías como abad comendatario. Los monasterios de Estiria pronto se cerraron, aunque algunas casas, —por ejemplo, Kremsmünster, Lambach, Admont— escaparon de la devastación. Todos los de Carintia y el Tirol fueron sacrificados. Los religiosos de Bohemia aún no se habían recuperado de los estragos causados por las guerras de Federico II y María Teresa, cuando tuvieron que enfrentarse a esta nueva tempestad. Breunau, Emaús de Praga y Raigern, con algunos monasterios de cistercienses y premonstratenses, escaparon a la ruina total. El emperador no mostró consideración hacia la venerable Abadía de San Martín de Panonia y sus dependencias. En Hungría, los benedictinos fueron aniquilados por completo.

La muerte de José II puso fin a esta violencia, pero sin detener la difusión de las opiniones que la habían incitado. Su hermano, Leopoldo II (m. 1792) permitió que las cosas permanecieran como las encontró, pero Francisco II (Francisco I de Austria, hijo de Leopoldo II) se comprometió a reparar algunas de las ruinas, y permitió a los religiosos pronunciar votos solemnes a la edad de veintiuno. La abadía húngara de San Martín de Panonia fue la primera en beneficiarse de esta benevolencia, pero sus monjes tuvieron que abrir los gimnasios en ella y sus dependencias. Los monasterios de El Tirol y Salzburgo habían escapado de la ruina; estos países habían sido anexados a Austria por el Congreso de Viena (sept. 1814 - junio 1815). A los monjes se les permitió volver a entrar. La célebre Abadía de Reichenau por sí sola no surgió de sus ruinas.

La principesca Abadía de San Gal también había sido disuelta durante las guerras de la Revolución y el Imperio, y en el Congreso de Viena hubo una propuesta, para restablecerla, pero sin devolverle sus tierras; el abad no quiso aceptar las condiciones así impuestas, y el asunto no siguió adelante. Los monasterios suizos estuvieron expuestos al pillaje y la ruina durante las guerras de la Revolución. El Gobierno de la República Helvética les fue hostil, recuperaron un poco la libertad tras la Ley de Mediación, en 1803. Pero la situación cambió a partir de 1832. La Constitución Federal, revisada en ese momento, suprimió las garantías otorgadas a los conventos y fundaciones religiosas. Durante el largo período de persecución y confiscación en Suiza, de 1838 a 1848 (para lo cual vea LUCERNE), los monjes de Mariastein buscaron refugio en Alemania, y luego en Francia y Austria; los de Muri se refugiaron en Griess (Tirol), otros, como Disentis, cayeron en la ruina total. Los benedictinos suizos luego fueron a los Estados Unidos, donde fundaron la congregación suizo-estadounidense.

La Península Ibérica

La constitución de 1812 otorgada al Reino de España, por el gobierno que le impuso Napoleón, suprimió todas las congregaciones religiosas y confiscó sus propiedades, de acuerdo con la política general del conquistador. Fueron restablecidas en 1814 por el rey Fernando, a quien la Guerra de la Independencia había devuelto al trono. Su existencia se vio nuevamente amenazada por la revolución de 1820, cuando las Cortes decretaron la supresión de las órdenes religiosas, dejando solo unas pocas casas para albergar a ancianos y enfermos. Hay que decir que, en este caso, el efecto de los principios generalmente antirreligiosos que impulsaron a los revolucionarios se vio reforzado por el empobrecimiento de la nación por las guerras napoleónicas, por la revuelta de sus colonias americanas y por el cambio de las condiciones económicas.

Fernando VII, que fue restaurado al trono por el ejército francés, se apresuró a anular los decretos de las Cortes (1823). Los monasterios y sus propiedades fueron devueltos a los religiosos, que pudieron una vez más vivir en comunidad. Pero en octubre de 1835, un decreto del gobierno, inspirado por Juan de Mendizábal, ministro de hacienda, volvió a suprimir todos los monasterios de España y sus posesiones. Las Cortes, que no habían sido consultadas, aprobaron esta medida el próximo año y promulgaron una ley que abolía los votos de religión. Se confiscaron todos los bienes muebles e inmuebles y se asignaron los ingresos al fondo de amortización. Los objetos de arte y libros, en general, se reservaron en museos y bibliotecas públicas, aunque muchos de ellos se dejaron intactos y muchos otros se dispersaron. Se vendieron grandes cantidades de muebles y otros objetos, se enajenaron las tierras y derechos de cada casa, mientras los especuladores obtenían grandes fortunas. Ciertos monasterios se transformaron en cuarteles o se dedicaron a fines públicos. Otros fueron vendidos o abandonados al saqueo.

En 1859 el gobierno entregó a los obispos aquellas casas religiosas que aún no habían sido eliminadas. Numerosas iglesias conventuales se entregaron para uso parroquial. A los religiosos se les prometió una pensión que no excedería de un franco al día, pero nunca se pagó. No se mostró piedad ni siquiera hacia los ancianos y los enfermos, a quienes no se les permitió esperar la muerte en sus celdas. Casi todos esperaban que se acercara un cambio político que les devolviera su libertad religiosa, como había sucedido dos veces antes, pero el evento demostró lo contrario. La destrucción fue irrevocable, algunos religiosos buscaron refugio en Italia y en Francia. La mayoría solicitó a los obispos que los incorporaran a sus diócesis o se fueron a vivir con sus familias.

La gente de las provincias del norte, que eran católicos muy devotos, no se asoció directamente con las medidas tomadas contra los religiosos; no se puede decir tanto de los del sur y de las grandes ciudades, donde la expulsión de los religiosos a veces tuvo la apariencia de una insurrección popular: los conventos fueron saqueados y quemados, los religiosos fueron masacrados. Los monasterios de mujeres fueron tratados de forma menos inhumana: aquí las autoridades se contentaron con confiscar propiedades y suprimir privilegios; pero las monjas siguieron viviendo en comunidad. Con el correr del tiempo, la pasión y el odio de los perseguidores disminuyeron un poco. Los monjes de la abadía de Montserrat en Cataluña pudieron reunirse nuevamente. Las órdenes religiosas que abastecían al clero de las colonias españolas, como los dominicos, agustinos y franciscanos, fueron autorizados a retener algunas casas.

Los monasterios de Portugal corrieron la misma suerte que los de España, y más o menos al mismo tiempo (1833). Solo se salvaron los franciscanos encargados de deberes religiosos en las colonias portuguesas.

Italia

Durante el siglo XVIII, mientras el josefismo era desenfrenado en la Alemania católica, Leopoldo, luego el emperador Leopoldo II, trató de emular en cierto grado la política anti monástica del emperador. Pero la persecución general de las órdenes religiosas en Italia no comenzó hasta que las guerras de la Revolución y el Imperio produjeron una transformación completa en ese país. Con sus tendencias antirreligiosas, Francia inspiró los nuevos gobiernos establecidos por Napoleón; la propiedad de la Iglesia fue confiscada; los monasterios y conventos fueron suprimidos, aunque las congregaciones dedicadas al cuidado de los enfermos y a la instrucción de los niños pobres fueron toleradas aquí y allá, como, por ejemplo, en el Reino de Italia, fundado en 1805.

Las medidas represivas no pudieron aplicarse con igual severidad en todas las localidades. Napoleón las extendió a la ciudad de Roma en 1810. Las autoridades entonces cerraron las casas de ambos sexos. En Nápoles las autoridades procedieron a suprimir todas las órdenes y confiscar sus propiedades (1806-13). Cuando el Congreso de Viena restauró estos estados a sus gobernantes exiliados, estos se apresuraron a liberar a la Iglesia una vez más. En Toscana, el duque hizo una donación a los monasterios, a cambio de las tierras que habían perdido. En los Estados Pontificios las cosas volvieron al orden antiguo: se restablecieron 1824 casas para hombres y 612 para mujeres. En Nápoles, los religiosos habían disminuido al menos a la mitad.

Sin embargo, el período de paz no estaba destinado a durar: el establecimiento de la unidad italiana fue fatal para las órdenes religiosas. La persecución se reanudó en el reino constitucional de Cerdeña, que estaba a punto de convertirse en agente y tipo de la Italia unificada. Cavour impuso esta política antirreligiosa al rey Víctor Manuel. Propuso primero laicizar la propiedad monástica: el dinero así obtenido serviría como fondo de la Iglesia para igualar el pago del clero diocesano. El rey finalmente dio su sanción a una ley que suprimió, solo en sus propios estados, 334 conventos y monasterios, que contenían 4,280 religiosos y 1,200 monjas. Esta ruina y depredación procedió de manera uniforme con la causa de la unidad italiana, ya que la constitución y la legislación piamontesas se impusieron en toda la península. Las órdenes religiosas y los beneficios no encargados de la cura de almas fueron declarados inútiles y suprimidos; los edificios y terrenos fueron confiscados y vendidos (1866).

El Gobierno pagó subsidios a los religiosos sobrevivientes. En algunas abadías —como en Montecasino— se permitió a los miembros de la comunidad permanecer como cuidadores. Los Estados Pontificios fueron sometidos a la misma política a partir de 1870. Las autoridades italianas se contentaron con privar a los religiosos de su existencia legal y de todo lo que poseían, sin poner obstáculos a una posible reconstrucción de las comunidades regulares. Así, cierto número de monasterios han podido existir y desarrollar su labor, gracias únicamente a la garantía de la libertad individual; su existencia es precaria y una medida arbitraria del Gobierno podría en cualquier momento suprimirlos. Después de la disolución general, algunos religiosos italianos —por ejemplo, los olivetanos y los Canónigos Regulares de San Juan de Letrán— cruzaron los Alpes y establecieron casas de sus respectivas órdenes en Francia.


Fuente: Besse, Jean. "Suppression of Monasteries in Continental Europe." The Catholic Encyclopedia. Vol. 10, Pags. 453-455. New York: Robert Appleton Company, 1911. 28 agosto 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/10453a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina