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Sábado, 21 de diciembre de 2024

Laicización

De Enciclopedia Católica

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(Lat. laicus, laico). El término laico significa el conjunto de aquellos Cristianos que no forman parte del clero. Consecuentemente la palabra laico no connota ninguna idea de hostilidad hacia el clero o hacia la iglesia, mucho menos hacia la religión. Por ello, Laicización, considerada etimológicamente, significa simplemente la reducción a condición de laicos de personas o de cosas que tienen un carácter eclesiástico. Pero en tiempos recientes, especialmente en Francia, la palabra laico ha asumido un significado decididamente anticlerical y aún antirreligioso que ha sido extendido también a los derivados laicizar y laicización. Este cambio parece haberse originado en las luchas y controversias a la vez políticas y religiosas que han surgido en ese país en relación a la cuestión educacional; maestros que pertenecen a congregaciones religiosas (congréganistes) han sido sacados de las escuelas públicas; en ellas ha sido prohibida toda educación religiosa, y este nuevo carácter laico (laïcité) de la escuela pública se ha declarado que es esencial e inviolable. La expresión, en otro tiempo común, ha recibido una formidable extensión y un agresivo significado antirreligioso aplicado a todo lo que, aunque más o menos remotamente, se relacione con la Iglesia Católica o aún a la religión en general. Así que es común designar como "laicizada" a cualquier institución sustraída de la influencia de la autoridad eclesiástica o religiosa, o de la que ha sido excluido el sacerdote y su ministerio. Una escuela "laica", es entonces una en la que no sólo no hay lugar para el catecismo o el sacerdote, sino que la instrucción impartida ignora toda religión y a Dios mismo; legislación "laica" es la que no está inspirada por ninguna idea religiosa, que contempla la sociedad como atea y reduce el culto religioso a actos puramente voluntarios de individuos; finalmente el estado o Gobierno "laico", es uno que no reconoce ninguna Iglesia, ninguna religión, y la que excluye aún el nombre de Dios de todas sus instituciones o establecimientos y de todos sus actos. Se ha hecho un intento de establecer una moralidad "laica", es decir, una moralidad independiente de toda religión revelada, como si la moral Cristiana fuese de alguna manera diferente de los dictados de la ley natural; mientras que algunos piensan que pueden establecer una moralidad racionalista sin religión y sin Deidad, sin una vida futura, y sin responsabilidad real—una moral determinística que es precisamente la negativa de toda moral. (Ver ETICA.)

Laicizar, es entonces, dar carácter laico a todo lo que no lo había tenido anteriormente—o, por lo menos no enteramente. Es evitar que la religión penetre de alguna manera en la vida de la sociedad como tal. De esta manera la educación, las cortes de justicia, el ejército, la marina, los hospitales—en una palabra, todas las actividades bajo el control de las autoridades públicas han sido laicizadas en Francia. Laicización es la externalización y producto del movimiento anticatólico y antirreligioso. Por tanto es evidente que la laicización así entendida, va mucho más allá de la "igualdad", por la que el estado reconoce que las varias confesiones o religiones poseen derechos iguales; esto es mucho más que "neutralidad" la actitud adoptada por el estado en sus tratos con las diversas confesiones a las que pertenecen sus ciudadanos; es algo totalmente diferente de "separación", por la que se disuelven los concordatos existentes entre las dos potencias, y el carácter oficial de la Iglesia, como hasta ahora ha sido reconocido por el Estado queda abolido. Adicionalmente a todo esto, la "laicización" de la que estamos hablando implica la negación de toda religión en asuntos que conciernen a la sociedad temporal; es el resultado último del absoluto Racionalismo aplicado a la vida social.

Mirado históricamente, la laicización es el resultado final de lo que anteriormente era llamado "secularización", i.e., la acción hostil del poder secular, que sucesivamente ha despojado a la Iglesia de las prerrogativas que disfrutó en la sociedad europea como fueron moldeadas durante siglos por la influencia del Cristianismo. Es cierto que no todas las naciones europeas se han movido con igual rapidez en este asunto y que están lejos de haber llegado al mismo punto en su evolución hacia una completa secularización. Además, debe reconocerse que este movimiento, apresurado por la Reforma en lo concerniente a la religión Católica, ha sido retardado y parcialmente eliminado en países no católicos—donde el poder civil ya poseía influencia más o menos completa, sino autoridad, sobre la religión—mientras que en países católicos es en presencia de una autoridad religiosa independiente a la que a veces hasta acusa de ser extranjera. Pero si nos sustraemos de diferencias locales, las principales líneas de este movimiento secularizante, aún incompletas, son claramente todas las naciones del Mundo Cristiano. Está avanzando hacia dos resultados no desconectados: primero, está marcando más y más distintamente las esferas de acción de los dos poderes, "el espiritual y el temporal ", como decían los gálicos antiguamente; segundo, el poder secular, mientras se libera de la influencia del poder espiritual, confina a éste último al dominio puramente religioso, privándolo gradualmente de los privilegios que disfrutó en las sociedades cristianas de la Edad Media.

No es el objeto de este artículo dar la historia de la secularización, que más bien pertenece a la historia de cada país donde se ha intentado o llevado a cabo. Esta es solo una rápida revisión, resaltando en orden cronológico las varias etapas y los diversos aspectos del movimiento. Si primeramente consideramos la situación privilegiada de La Iglesia en el Imperio Romano y la íntima unión de los dos poderes ocasionalmente confundida, deberemos admitir que la Iglesia, aún cuando grandemente favorecida, estaba en gran peligro de secularización, debido al excesivo poder que la autoridad imperial se adjudicaba en asuntos religiosos. La Iglesia recibió de los emperadores, no solamente considerables concesiones, sino también numerosos privilegios: adquirió una posición oficial como la que había tenido la antigua religión pagana. El Código Teodosiano, y lo que es más, el Justiniano están impregnados con Cristiandad: los obispos son personajes oficiales y el emperador ejecuta decisiones eclesiásticas. Sin embargo es claro que él controla la Iglesia. Ya no es más el pontifex maximus, pero asume el título de "Obispo del Exterior", convoca concilios, hace y deshace obispos, y legisla en asuntos eclesiásticos y hasta espirituales. En estas circunstancias, el único peligro para la Iglesia radica en la dependencia demasiado estrecha de las autoridades civiles—un infortunio que sucedió a la Iglesia Bizantina después del cisma. En pocas ocasiones sufrió alguna violencia—ésto es, ciertos ataques al Papa y la laicización de los monasterios por Constantino Copronimo (767).

La situación de la Iglesia en los reinos occidentales que se levantaron de las ruinas del imperio era diferente. Las dos autoridades están aún estrechamente unidas, pero el poder del rey es menor, mientras que la Iglesia es un elemento civilizador y representa la tradición de gobierno. Como resultado natural, prepondera su influencia; recibe cuantiosos regalos de reyes y de los fieles; sus privilegios y exenciones son continuamente ampliados. Por tanto, cuando surgió el orden feudal, muchos dignatarios eclesiásticos estaban en posesión de extensos derechos y algunos eran verdaderos señores temporales. Sin embargo, los reyes siempre tuvieron influencia y aún poder real sobre las Iglesias en sus ámbitos: tomaban parte en las selección de obispos cuando no es que los elegían; convocaban a los obispos a sínodos o asambleas mixtas; autorizaban y confirmaban cánones disciplinarios que después publicaban como leyes del estado o leyes capitulares; pero no interferían con el poder puramente espiritual. En ese estado de cosas la Iglesia no tenía que temer legislación civil hostil; sin embargo se tenía que someter a una cierta usurpación de parte del poder real, particularmente en conexión con elecciones episcopales y propiedades de la iglesia. La institución de la precaria, por la que los príncipes conferían a sus sirvientes laicos, especialmente a los compañeros guerreros, los ingresos de templos y monasterios, ere realmente la secularización de los bienes de la Iglesia. El abuso había existido en el siglo sexto, pero se desarrolló en alarmante magnitud bajo Carlos Martel (716- 41), quien adoptó el sistema de premios a sus soldados (ver CARLOS MARTEL; FRANKS). La precaria oficialmente dejó sus propiedades a la Iglesia, pero el dominium utile, o beneficio de ella era transferido a solicitud o por (preces, de ahí precaria), que era equivalente a una orden a los laicos que quería recompensar. El dominium utile así adquirido, era apto para pasarse a los herederos de la persona que los adquiría.

Bajo Pepin y Carlomagno, hijos de Carlos Martel, los concilios Francos the Frankish, especialmente el de Lestines (también llamado Liftines y Leptines), en 743, corrigió en cierto grado el abuso (Hefele, "Hist. des conciles", III, 342 sq.). El Canon ii, debido a las circunstancias de los tiempos, no abolió la precaria, pero reserva para la Iglesia un impuesto de un penique de plata por hogar (casata); a la muerte del beneficiario la propiedad regresa a la Iglesia, pero el príncipe podía asignarlo nuevamente. De esta manera el derecho de propiedad de la Iglesia estaba salvaguardado contra una transmisión indefinida, y al mismo tiempo disfrutaba de alguna porción de los ingresos de su propiedad que se generaban. Aunque menos común, la práctica continuó por un largo tiempo, gradualmente cambiando en un sistema de "avasallamiento". Este último, aunque jurídicamente diferente de la precaria, tuvo el mismo efecto en lo concerniente a la propiedad de la Iglesia: los ingresos, desviados de su apropiado propósito, eran recibidos por laicos nombrados por el rey. Este abuso se propagó extensamente en el siglo noveno, especialmente bajo el Emperador Lotario, y encontramos concilios reformadores del Imperio Franco, particularmente el de Meaux (845), que luchan hacia ese fin. En el siglo décimo, cuando se había debilitado el papado y era incapaz de contrarrestar el poder civil, los dignatarios y propiedades de la Iglesia fueron invadidos por criaturas de reyes y emperadores: los Othos y sus sucesores hicieron a los papas y a veces a los antipapas; invistieron a los dignatarios con báculo y anillo, símbolos de jurisdicción eclesiástica. Pronto habría de ser probado que para la independencia del poder espiritual esta secularización fue fatal. La liberación de la Iglesia del control secular fue realizada por Gregorio VII. Después de largos años de lucha, la separación de los dos poderes se volvió más marcada; la disputa sobre las investiduras terminó con el Concordato de Worms (1122); la influencia laica fue eliminada de las elecciones de papas y obispos, de los juicios eclesiásticos, de los sínodos, y en gran parte, de la administración de las propiedades de la Iglesia; y bajo los grandes papas que sucedieron a Gregory VII pareció por un tiempo como si se hubiera alcanzado el ideal del mundo Cristiano, las naciones católicas formaban una familia bajo la gran soberanía del papa, representante de Dios en la tierra entre las naciones y los individuos.

Este fue el apogeo: el movimiento hacia la secularización se inició inmediatamente. En el siglo doce, bajo la influencia de Irnerio, la Escuela de Boloña presenció un revivir de la Ley Romana; las leyes de los Césares se convirtieron en la base de las pretensiones de poder secular; y mientras que los canonistas, finalmente sistematizando las leyes eclesiásticas, estaban estableciendo la tesis del poder pontifical, indirecta o aún directamente, sobre los imperios y reinos (la Bula "Unam sanctam"), los jurisconsultos imperiales y reales estaban construyendo la tesis opuesta, y reclamaban para príncipes seculares total independencia en asuntos temporales, autoridad en asuntos eclesiásticos no estrictamente espirituales, y eventualmente un origen divino de su poder. En la opinión de estos jurisconsultos los privilegios e inmunidades eclesiásticas eran graciosos concesiones de las autoridades civiles que podrían consecuentemente retirarlas. Del tiempo que había empezado la laicización, de ahí en adelante llevada a cabo, no por expedientes o por violencia, sino en principio; fue una batalla de sistemas, en los que el poder secular, volviéndose más y más centralizado y consciente de su fuerza, estaba destinado para siempre prevalecer.

La lucha que como antes, se centra en los bienes temporales de la Iglesia, empieza con Felipe le Bel (1285-1314) y Bonifacio VIII. El rey impone impuestos sobre las propiedades de la Iglesia; después de resistirse como cuestión de principios, el papa autoriza su imposición, siempre y cuando fuese hecho con su consentimiento. De esta manera fue violada la inmunidad canónica de la propiedad eclesiástica. Después fue la jurisdicción de la Iglesia en asuntos mixtos la que cedió poco a poco a la de las cortes reales: éstas adjudicaban, no solo en cuestiones resultantes de matrimonio -por ejemplo, herencias, legitimidad de los hijos, adulterio- sino también en la mayoría de los casos relacionados inmediatamente al matrimonio y sus beneficios, ya fuese que presentaran cuestiones de hecho o involucrando el simple derecho de posesión; además, el sistema de apelación contra el así llamado abuso de poder eclesiástico (appel comme d'abus) permitía que casi todos los actos eclesiásticos fuesen llevados, si el estado así elegía, al conocimiento de los jueces reales. Las bulas papales y decretos de los concilios eran reconocidos solo después de examinarlos y en virtud de autorización real; aún más, tenían que ser ratificados para obtener la fuerza de leyes. Respecto a los beneficios, las leyes pontificales fueron opuestas abiertamente; la prerrogativa real de asignar los beneficios era ejercida y la Sanción Pragmática de Bourges bajo Carlos VII (1438), que aplicaba en Francia los quasi-cismáticos principios de Basilea, rehusó reconocer el derecho papal de reservación y prohibió apelaciones directas a Roma. Si el principio de jurisdicción espiritual fue salvaguardado por el Concordato de 1516 entre León X y Francisco I, este acuerdo, sin embargo, abandonó al poder civil todo el control de las posesiones temporales de la Iglesia. El clero de Francia llegar a depender más del rey que del papa: Luis XIII prohibió que se celebraran asambleas y concilios sin permiso real; Luis XIV puso en práctica los más avanzados principios del Galicanismo, y reglamentó los asuntos de la Iglesia casi como si fuera un Justiniano; sus cortes parlamentarias, su grand conseil dictaban en todos los asuntos eclesiásticos, excepto cuestiones de dogma y asuntos puramente espirituales. En una palabra, mientras que la Iglesia fue tratada con favor y gozó numerosos privilegios, fue solo por razón de su cesión al estado de toda autoridad en asuntos temporales y mixtos.

Otros países católicos siguieron el mismo camino. Los límites extremos de esta invasión del poder secular fueron alcanzados por las minúsculas reglas de José II de Austria. En otros países la Reforma avanzó enormemente la política de secularización. La situación privilegiada de la Iglesia en cuestiones de propiedad temporal había sido debilitada por los errores de Juan Hus y Wyclif, y las dificultades que resultaron de ellos. Los líderes de la Reforma pronto se pusieron bajo la protección de los príncipes y les dieron con la propiedad de la Iglesia, una autoridad casi absoluta sobre los cuerpos religiosos. En muchos principados alemanes, en Inglaterra y en los países de Europa del Norte, la Iglesia desapareció, sus bienes fueron confiscados, despojados o bien transferidos a nuevas organizaciones religiosas. Basta recordar las secularizaciones de los Caballeros Teutones y sus propiedades y en Inglaterra la confiscación de los monasterios e iglesias bajo Enrique VIII y sus sucesores. La jurisdicción eclesiástica fue secularizada también y tomada por los reyes y las cortes civiles, o cuando mucho dejadas en algún pequeño grado a los clérigos, que dependían totalmente del poder civil. Un poco más y los dos poderes se hubieran fusionado en uno solo.

Regresando a la Iglesia Católica, la más completa secularización fue la que llevó a cabo la Revolución Francesa; aun que el movimiento pareció ser ventajoso en un principio para la "iglesia constitucional", para la creación del poder civil, y después para una vagamente deísta forma de culto, fue para beneficio del estado soberano, librado de toda religión, racionalista si no ateo. Los hechos son bien conocidos: la propiedad de la Iglesia fue confiscada y vendida; el clero dividido en "jueces", o "constitucionalistas", y "no-jueces"—una absoluta proscripción de la religión Católica. Las funciones confiadas de antaño a la Iglesia fueron nuevamente asumidas por el estado: escuelas, hospitales, registro de nacimientos, matrimonios, muertes, casamientos y aún el culto—todo fue secularizado. Y cuando después de la tormenta, el Concordato de 1801 restauró la Iglesia a su posición oficial, todo o casi todo permaneció secularizado. La propiedad que había sido confiscada y vendida no le fue regresada; los lugares de culto dejados a su disposición permanecieron aún en propiedad de las autoridades civiles; la educación pública se había convertido en función del estado, del que había de obtener permiso para sus pocas escuelas; la vida civil y el matrimonio fueron reglamentados independientemente de ella, mientras se esperaba el reestablecimiento del divorcio; sus tribunales ya no fueron reconocidos; los miembros de su jerarquía fueron oficialmente reconocidos, pero solo como funcionarios en estricto apego a los articles organiques—en espíritu al menos, una sobrevivencia del antiguo régimen; sus inmunidades anteriores fueron restringidas y finalmente abolidas.

Como otros acontecimientos de la Revolución, la política de secularización fue imitada en diferente grado por los diferentes estados. Los principados eclesiásticos del Imperio Alemán que habían sobrevivido la Reforma fueron secularizados al principio del siglo diecinueve, y el movimiento culminó en la supresión de los Estados Papales, que fueron incorporados en el nuevo Reino de Italia. La propiedad eclesiástica, especialmente la de los monasterios, ya invadida por la secularización parcial del siglo dieciocho, fue confiscada en España (1820, 1835, y 1837), en Portugal (1833), en México (1856), y en gran parte en Italia (1866). Casi dondequiera que desaparecieron las inmunidades eclesiales (ver INMUNIDAD), la legislación se volvió puramente secular, fue establecido el matrimonio civil, y la Iglesia, excepto en el caso del culto Divino, fue excluida del servicio público, o participando en él solo por favor del estado soberano.

En esta breve exposición no se ha intentado generalizar grandemente. La situación no es la misma en todos los países; es solo en Francia donde la secularización y laicización oficiales han sido llevadas a límites extremos. Por otra parte, estamos lejos de pasar por alto aquellas causas generales, profundamente enraizadas, de la transformación de la sociedad moderna que han hecho inevitable una cierta cantidad de secularización. Ya no existe unidad de fe: varias confesiones se han multiplicado y mezclado en un mismo país; intereses personales han tomado una preponderante importancia en la vida de cada estado; se han extendido ideas de tolerancia religiosa y libertad y son aceptadas por doquier. En una palabra, la armonía ideal entre dos poderes ya no es posible realizarla. Más aún, esta marcada separación de las dos autoridades no es sin ciertas ventajas para la Iglesia. Pero mientras que deberá reconocerse todo ésto, sigue siendo cierto que la laicización llevada a límites extremos es contraria a las enseñanzas de la Iglesia, y que por tanto debe ser condenada; además, es injuriosa a los intereses reales de la sociedad temporal. Para entender la posición de la Iglesia en este asunto, primero debemos dar cabida a sus justas protestas contra la violación de sus derechos adquiridos. Teóricamente, la Iglesia puede y se somete a la secularización que no afecta sus derechos como sociedad espiritual o que interfiera con el ejercicio de estos derechos en condiciones sociales concretas, las demandas que se le han hecho, como es natural, varían de acuerdo al tiempo y lugar. Empero, ella condena cualquiera medidas que afecten sus derechos esenciales y la libertad necesaria para el ejercicio de su sagrado ministerio. No hay principio que en una sociedad compuesta de Cristianos justifique la exclusión de toda idea Cristiana, ni en ninguna sociedad humana la exclusión de de toda religión y de la Deidad. La doctrina Católica sobre las relaciones jurídicas entre Iglesia y estado está explicada en otra parte (ver Pío IX, "Syllabus", props. 39 sq., 77 sq.). Pero la más superficial atención a la influencia de la religión, especialmente de la religión Católica, sobre la vida moral es suficiente para mostrar lo absurdo y peligroso de la laicización, aún cuando esto no es idéntico a la persecución legalizada de la idea religiosa.

(Ver también ESTADO). Para el progreso presente de la laicización en Francia, ver FRANCE, VI, 179 ss. Para los hechos relacionados con la historia de los diferentes países, ver ENGLAND; FRANCE, GERMANY, etc. También INVESTITURES, CONFLICT OF, GALLlCANISM; LOUIS XIV, etc.)

Los hechos principales pueden ser encontrados en SAGMULLER, Kirchenrecht (Freiburg, 1909), &14, 173 sq., conteniendo una bibliografía completa. En la cuestión de Derechos Eclesiásticos, ver CAVAGNIS, Institutiones juris publici ecclesiastici, I (Roma, 1906), WEBER en Kirchenlexikon, s.v. Sacularisation der Kirchengüter (para Alemania).

A. BOUDINHON Transcrito por Joseph E. O'Connor Traducido por Javier L. Ochoa Medina