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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Parábolas

De Enciclopedia Católica

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La palabra parábola (hebreo mashal; sirio mathla, griego parabole) significa en general una comparación, o paralelo, por la cual se usa una cosa para ilustrar otra. Es una semejanza tomada de la esfera de los incidentes reales, sensitivos o terrenales para transmitir un significado ideal, espiritual o celestial. Dado que el pronunciar una cosa y denotar otra es de la naturaleza de un enigma (hebreo khidah; griego, ainigma o problema) y, por lo tanto, tiene un lado claro y un lado oscuro —"máximas oscuras", Sab. 8,8; Sir. 39,3)— tiene la intención de despertar la curiosidad y exige inteligencia en el oyente: “El que tenga oídos que oiga” (Mt. 13,9). Su designación griega (de paraballein, tirar a un lado o contra) indica una "composición" deliberada de una historia en la que se da y a la vez se oculta una lección. Al tomar objetos simples o comunes para arrojar luz sobre la ética y la religión, se ha dicho bien de la parábola que "la verdad encarnada en un cuento entrará por las puertas humildes". Abunda en figuras del lenguaje animadas, y se encuentra a medio camino entre la exactitud literal de la mera prosa y las abstracciones de la filosofía. Se desconoce su derivación del hebreo. Si se relaciona con el asirio mashalu, el arábigo matala, etc., el significado de la raíz es "semejanza". Pero será una semejanza que contiene un juicio, y así incluye la "máxima" o proposición general que se relaciona con la conducta (griego "sabiduría gnómica"), de la cual el Libro de Proverbios (Meshalim) es el principal ejemplo inspirado. En el latín clásico, la palabra griega se traduce como collatio (Cicerón, “De invent.”, I-XXX), imago (Séneca, “Ep. LIX."), similitudo (Quintil., "Inst.", V, 7-8). Observe que parábola no aparece en el Evangelio según San Juan ni paroimia (proverbio) en los Sinópticos.

La semejanza y la abstracción entran en la idea del lenguaje, pero pueden contrastarse como cuerpo y espíritu, al estar como lo hacen en una relación de ayuda y oposición. La sabiduría para la práctica de la vida ha tomado entre todas las naciones, una forma figurativa, pasando del mito o la fábula a los dichos contratados que llamamos proverbios y llegando a las escuelas griegas de filosofía como sistemas éticos. Pero el sistema, o la metafísica técnica, no les interesa a los semitas; y nuestros Libros Sagrados nunca fueron escritos con miras a ello. Sin embargo, si el sistema no se convierte en el vehículo de la enseñanza, ¿qué empleará un profeta como su equivalente? Le queda la imagen o comparación, la cual es primitiva, interesante y fácilmente recordada; y sus diversas aplicaciones le dan una frescura continua. La historia entró en uso mucho antes que el sistema y sobrevivirá cuando los sistemas sean olvidados. Su afinidad, como una forma de habla divina con el "sacramento" (misterion) como una forma de acción divina, puede retenerse provechosamente en la mente. Tampoco podemos pasar por alto los puntos de semejanza que existen entre las parábolas y los milagros, ya que ambos exhiben a través de muestras externas la presencia de una doctrina y agencia sobrenaturales.

Por lo tanto, podemos hablar de la ironía que siempre debe ser posible en mecanismos adaptados a la debilidad de la comprensión humana, en lo que concierne a los secretos celestiales. Bacon ha dicho excelentemente bien: "las parábolas son útiles como una máscara y velo, y también para elucidación e ilustración" (De sap. Vet.). De las parábolas de las Escrituras concluimos que ilustran y edifican al revelar algún principio divino, con referencia inmediata a los oyentes a los que se dirige, pero con aplicaciones más remotas y recónditas en toda la economía cristiana a la que pertenecen. De este modo, encontramos dos líneas de interpretación: la primera que trata de las parábolas de Nuestro Señor como y cuando las pronunció —llamemos a esto exégesis crítica; y la segunda, al destacar su importancia en la historia de la Iglesia, o exégesis eclesiástica. Ambas están relacionadas y pueden ser rastreadas a la misma raíz en la revelación; sin embargo, son distintas, algo más o menos a la manera del sentido literal y místico en las Escrituras en general. No podemos perder de vista ninguna de las dos. Las parábolas del Nuevo Testamento se niegan a ser manejadas como las fábulas de Esopo; estaban destinadas desde el principio a representar vagamente los “misterios del Reino de los Cielos”, y su doble propósito se puede leer en Mateo 13,10-1, donde se le atribuye a Cristo mismo.

Los críticos modernos (Jülicher y Loisy) que niegan esto, afirman que los evangelistas desviaron las parábolas de su significado original en interés de la edificación, y las adaptaron a las circunstancias de la Iglesia primitiva. Al hacer tales acusaciones estos críticos, siguiendo el ejemplo de Strauss, no solo rechazan el testimonio de los escritores de los Evangelios, sino que también le hacen violencia a su texto. Pasan por alto la idea profundamente sobrenatural y profética sobre la cual se mueve toda la Escritura como su forma vital, una idea certificada por el uso de Nuestro Señor al citar el Antiguo Testamento, y admitida igualmente por los evangelistas y San Pablo. Es evidente que ellos se oponen a la tradición católica. Además, las parábolas así desprendidas de un significado cristológico colgarían en el aire y no podrían reclamar ningún lugar en la enseñanza del Hijo de Dios. Por lo tanto, se preparará una exégesis válida para descubrir en todas ellas no solo la relevancia que tuvieron para la multitud o los fariseos, sino también su verdad, sub specie sacramenti, para "el Reino", es decir, para la Iglesia de Cristo. Y este método, Y los Padres las han expuesto sobre este método sin distinción de escuela, pero especialmente entre los occidentales, San Ambrosio, San Agustín y San Gregorio Magno, como lo demuestran sus comentarios.

Una buena definición del proverbio podría ser que es una parábola cerrada o contraída; y de la parábola, que es un proverbio expandido. En Mt. 11,17 aparece una instancia que se cierne al borde de ambos: "Os hemos tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos entonado endechas, y no os habéis lamentado.” Las palabras fueron tomadas de algún juego de niños, pero se aplican a San Juan Bautista y a Nuestro Señor, con una moral gnómica “La sabiduría es justificada por sus hijos.” En un mito o alegoría, se introducen personas ficticias, dioses y hombres; y el significado reside en la historia, como en Apuleyo, "Eros y Psique". Pero una parábola mira a la vida como se vive, no trata de personificaciones y requiere ser interpretada desde afuera. La fábula está marcada por dar lenguaje y pensamientos a objetos inanimados o irracionales; la parábola, según la emplea el Señor, nunca hace eso. Ejemplos o “historias con una moral” tienen por lo menos un núcleo de realidad — las instancias que aparecen en la Escritura y permitidas por los críticos son tales como Ester, Susanna, Tobías; pero una parábola no necesita citar a personas individuales, y excepto en el caso dudoso de Lázaro, no nos vamos a encontrar casos de este tipo entre las historias contadas en los Evangelios.

Un tipo consiste en el significado dado por la profecía a una persona o sus actos, por ejemplo, a Isaac como el cordero del sacrificio, y los hechos simbólicos de Ezequiel o Jeremías. Pero la parábola no introduce tipos directamente ni en su sentido inmediato, ni personas determinadas. La metáfora (latín translatio) es un término vago, que puede aplicarse a cualquier dicho parabólico corto, pero no se ajusta a la narrativa de una acción, como denota una parábola en el Nuevo Testamento. El mito socrático que adorna el “Gorgias”, “Faedo” y la “República” es manifiestamente una fábula, mientras que en nuestros Evangelios sinópticos las ilustraciones que encontramos se escogen de entre los acontecimientos cotidianos.

El genio hebreo, a diferencia de los helenos, no era dado a la creación de mitos; aborrecía las personificaciones de la naturaleza a las que les debemos los dioses de los elementos, las nereidas y las hamadríades; rara vez perseguía una alegoría por ningún motivo; y su "realismo" al tratar el paisaje y los fenómenos visibles golpea con mayor fuerza la imaginación moderna. El teísmo era el aliento de sus narices; y donde por un momento se permitía un giro hacia el folclore antiguo (como en Isaías 13,21), está muy alejado del Panteón salvaje del culto griego a la naturaleza. En las parábolas nunca encontramos piedras encantadas o bestias parlantes o árboles con virtudes mágicas; el mundo que describen es el mundo de cada día; ni siquiera los milagros alteran su orden establecido. Cuando consideramos lo que la fantasía oriental ha hecho del universo, y cómo lo representa en cosmogonías como la de Hesíodo, el contraste se vuelve indescriptiblemente grande. Es en el mundo que todos los hombres conocen que Cristo encuentra ejemplificadas las leyes de la ética humana, y las correspondencias en las que su Reino se llevará a su divina consumación. Visto con ojos purificados, la naturaleza ya es el reino de Dios.

Ningún lenguaje es más concreto en su presentación de leyes y principios, o más vívidamente figurado, que el que ofrece el Antiguo Testamento; pero de parábolas estrictamente tomadas sólo tiene pocas. El apólogo de Jotam de los tres árboles que escogen a un rey (Jueces 9,8-15 es más propiamente una fábula; así es el despreciativo relato del cardo y el cedro en el Líbano que Joás de Israel envió por mensajeros a Amasias, rey de Judá (2 Reyes 14: 8-10). La reprensión de Natán a David se expresa en forma de parábola (2 Sam. 12,1-4), así la mujer sabia de Técoa (2 Sam. 14,4); así el profeta a Ajab (1 Rey. 20,39); y el canto de la viña (ls. 5,1-8). Se ha sugerido que los capítulos 1-3 de Oseas deben estar construidos como parábola y que no contienen una historia real. La denuncia del desastre sobre Jerusalén en Ezequiel 24,3-5 se llama expresamente mashal, y puede compararse con la similitud de la levadura en el Evangelio. Pero Nuestro Señor, a diferencia de los profetas, no actúa, o se describe como actuando, en ninguna de las historias que narra. Por lo tanto, no debemos tener en cuenta los pasajes del Antiguo Testamento Isaías 20,2-4; Jeremías 25,15; Ezequiel 3,24-26, etc.

A partir de Mt. 13,34 y Mc. 4,33 está claro que el carácter de la enseñanza de Cristo a la multitud era principalmente parabólico. Quizás deberíamos atribuir a la misma causa un elemento de lo sorprendente y paradójico, por ejemplo, en su Sermón del Monte, que, tomado literalmente, ha sido mal interpretado por mentes simples o además fanáticas. Además, no se puede dudar de que tal forma de instrucción era familiar para los judíos de este período. Los dichos de Hillel y Shammai aún existentes, las visiones del Libro de Enoc, los valores típicos inherentes a las historias de Judit y Tobías, el Apocalipsis y la extensa literatura de la cual es la flor, todos indican un reclamo por algo esotérico en la predicación religiosa popular, y muestran cuán abundantemente estaba satisfecha.

Pero si, como sostienen los escritores místicos, el grado más alto de conocimiento celestial es una intuición clara, sin velos ni símbolos que atenúen su luz, vemos en nuestro Señor exactamente esta comprensión pura. Él mismo nunca se presentó como un visionario. Las parábolas no son para Él sino para la multitud. Cuando Él habla de su relación con el Padre lo hace en términos directos, sin metáfora. De ello se deduce que el alcance de estas pequeñas y exquisitas moralidades debe ser medido por la audiencia a la que iban destinadas a beneficiar. En otras palabras, forman parte de la "Economía" por la cual la verdad se distribuye a los hombres según sean capaces de entenderla (Mc. 4,33; Juan 16,12). Sin embargo, dado que es el Señor quien habla, debemos interpretar con reverencia sus palabras a la luz de toda la revelación que proporciona su base y contexto. El "verdadero sentido de las [Biblia |Escritura]]", como señala Newman de acuerdo con todos los Padres católicos, es "el alcance de la inteligencia divina", o el esquema de Encarnación y redención.

Sujeto a esta ley, cada una de las parábolas del Nuevo Testamento tienen un significado definido, que debe determinarse a partir de la explicación, donde Cristo se digna a dar una, como en la del sembrador; y cuando no hay ninguna disponible, a partir de la ocasión, la introducción y la moral anexa. Los intérpretes han diferido importantemente en cuanto a la cuestión de si todo en la parábola es de su esencia (el "núcleo") o si algo es mera maquinaria y accidente (la "cáscara"). Hay una regla negativa obvia. No debemos pasar por alto como insignificante ningún detalle sin el cual la lección dejaría de ser efectiva. Pero, ¿debemos insistir en una correspondencia en todos los puntos de modo que podamos traducir el todo a valores espirituales, o podemos descuidar lo que no parece componer una característica de la moral que se va a presentar? San Juan Crisóstomo (In Matt., LXIV) y la Escuela de Antioquía, quienes eran escrupulosamente literales, prefieren el segundo método; ellos son sobrios en la exposición, no imaginativos o místicos; y Tertuliano tiene expresiones al mismo propósito (On Pudicity 9); San Agustín, quien se apoya en Orígenes y los alejandrinos, abunda en el sentido más amplio; sin embargo, admite que "en las narraciones proféticas se nos dicen detalles que no tienen importancia" (Ciudad de Dios XVI.2). San Jerónimo en sus primeros escritos sigue a Orígenes; pero su temperamento no era el de un místico y con la edad se vuelve cada vez más literal. Entre los comentaristas modernos aparece la misma diferencia de manejo.

En un problema tanto literario como exegético, debemos evitar aplicar una regla estricta y rápida en la que se requiera el gusto y el discernimiento. Cada una de las parábolas tendrá que ser tratada como si fuera un poema; y la plenitud de significado, el refinamiento del pensamiento, las insinuaciones y toques leves pero sugestivos, característicos del genio humano, no le faltarán al método del Maestro Divino. En la alta crítica, como nos advierte Goethe, no podemos dividir, como con un hacha, desde afuera hacia adentro. Donde todo está vivo, la metáfora del núcleo y la cáscara puede ser mal aplicada. El significado está implícito en el todo y sus partes; aquí, como en todo producto vital, el espíritu gobernante es uno, los elementos toman su virtud de él y, por separado, no tienen importancia. A medida que nos alejamos de la idea central, perdemos la seguridad de que no estamos persiguiendo nuestras propias fantasías; y la sustitución de un dogmatismo mecánico pero extravagante por la verdad del Evangelio ha llevado a gnósticos y maniqueos, o visionarios de los últimos días como Swedenborg, a un desierto de delirios donde ya no se puede discernir la belleza severa y tierna de las parábolas. Son creaciones literarias, no meramente mecanismos hieráticos; y al despertar la mente a los principios espirituales, su intento se cumple cuando reflexiona sobre las cosas profundas de Dios, las leyes de la vida, la misión de Cristo, de las cuales se hace así íntimamente consciente.

Santo Tomás y todos los doctores católicos sostienen que los artículos de fe deben deducirse solo del sentido literal de la Escritura siempre que se cite como prueba de ellos; pero el sentido literal es a menudo el profético, que a su vez como una verdad divina puede ser aplicable a toda una serie de acontecimientos o línea de caracteres típicos. El Ángel de las Escuelas declara, siguiendo a San Jerónimo, que “la interpretación espiritual debe seguir el orden de la historia”. San Jerónimo mismo exclama "una parábola y las dudosas interpretaciones de los enigmas no pueden servir para el establecimiento de dogmas" (Summa I-I, Q. 10; San Jerónimo, In Matt., XIII, 33). Por lo tanto, no discutimos categóricamente a partir de una sola parábola; la tomamos en ilustración de verdades cristianas probadas en otros lugares. Fue este canon de buen sentido que los gnósticos, especialmente Valentino, ignoraron para su propio dolor, y así cayeron en la confusión de ideas mal llamadas por ellos revelación. Ireneo opone constantemente la tradición de la Iglesia o la regla de fe a estos soñadores (II, XVI, contra los marcosianos; II, XXVII, XXVIII, contra Valentinus). De igual manera, Tertuliano dice: “Los herejes llevan las parábolas a donde quieren, no a donde deben”, y “Valentino no hizo que la Escritura se adaptase a su enseñanza, sino que forzó su enseñanza sobre la Escritura.” (Vea On Pudicity 8, 9; De Praescript., VIII; y compare a San Anselmo, "Cur Deus homo", I, IV.)

Aprendemos lo que significan las parábolas, en esta exposición, a partir de "la escuela de Cristo"; las interpretamos en las líneas de la "tradición apostólica y eclesiástica" (Tertuliano, Escorpiace 12; Vinc. Lerin., XXVII, Conc. Trid., Sess. IV). La "analogía de la fe " determina qué tan lejos podemos llegar aplicándolas a la vida y a la historia. Con Salmerón se permite distinguir en ellas una "raíz", la ocasión y el propósito inmediato, una "cáscara", la imagen sensible o los incidentes, y una "médula", la verdad cristiana, así transmitida. Otra forma sería considerar cada parábola en relación con Cristo mismo, con la Iglesia como su cuerpo espiritual, con el individuo como quien se reviste de Cristo. Estas no son diferentes, ni mucho menos elucidaciones contrarias; ellas surgen del gran dogma central, “El Verbo se hizo carne”. Al tratar este sistema con cualquier parte de la Sagrada Escritura, nos mantenemos dentro de los límites católicos; explicamos el "Verbum scriptum" por el "Verbum incarnatum". Al mismo principio podemos reducir los "cuatro sentidos", a menudo considerados como derivados del texto sagrado. Estos refinamientos medievales no son más que un esfuerzo por establecer al pie de la letra, entendidas fielmente, implicaciones que aparecen más o menos en todas las obras de genio que no sean científicas. El sentido gobernante permanece y es siempre el estándar de referencia.

En el Evangelio según San Juan no hay parábolas. En los sinópticos Marcos solo tiene una peculiar para él, la semilla que crece en secreto (4,26); él tiene tres que son comunes a Mateo y Lucas: el sembrador, la semilla de mostaza y el agricultor malvado. En los mismos evangelios se encuentran dos más: la levadura y la oveja perdida. Del resto, dieciocho pertenecen al tercero y diez al primer evangelista. Así contamos 36 en total; pero algunos han elevado el número incluso a 60, al incluir expresiones porverbiales. Una división externa pero instructiva las clasifica en tres grupos:

De diversas maneras, los comentaristas siguen este arreglo, mientras indican distinciones más elaboradas. Westcott nos refiere a parábolas extraídas del mundo material, como el sembrador; de las relaciones de los hombres con ese mundo, como la higuera y las ovejas perdidas; de las relaciones de los hombres entre sí, como el hijo pródigo; y con Dios, como el tesoro escondido. Está claro que podríamos asignar ejemplos de una de estas clases a un encabezado diferente sin violencia. Una sugerencia adicional, no irreal, resalta el aspecto mesiánico de las parábolas en San Mateo, y el más individual o ético de las de San Lucas. Nuevamente, los capítulos posteriores de San Mateo y el tercer Evangelio tienden a ampliarse y a dar más detalles; tal vez al comienzo del ministerio de nuestro Señor estas ilustraciones fueron más breves que lo que se convirtieron después. Seguramente no podemos imaginar que Cristo nunca repitió o varió sus parábolas, como lo haría cualquier maestro humano en diversas circunstancias. La misma historia puede ser registrada en diferentes formas y con una moral adaptada a la situación, como, por ejemplo, los talentos y las libras, o el matrimonio del hijo del rey y el invitado indigno de la boda. Tampoco debemos esperar en los reporteros una precisión estereotipada, de la cual el Nuevo Testamento en ninguna parte se muestra ser solícito. Aunque hemos recibido las parábolas solo en forma de literatura, de hecho, fueron habladas, no escritas, y habladas en arameo, mientras que nos fueron entregadas en griego helenístico.


Fuente: Barry, William. "Parables." The Catholic Encyclopedia. Vol. 11, pp. 460.467. New York: Robert Appleton Company, 1911. 15 Jul. 2019 <http://www.newadvent.org/cathen/11460a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina.