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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Votos»

De Enciclopedia Católica

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(El Voto de Castidad)
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Revisión de 16:56 16 nov 2016

Vea también los artículos POBREZA, CASTIDAD, OBEDIENCIA, OBEDIENCIA RELIGIOSA.

Visión General

Un voto se define como una promesa hecha a Dios. La promesa es vinculante y así difiere de una simple resolución que es un propósito presente de hacer u omitir ciertas cosas en el futuro. Al igual que entre hombre y hombre, una promesa empeña la fe del hombre que la hace; él promete esperando que otra persona confíe en él y dependa de él. Por su fidelidad se muestra digno de confianza; si rompe su palabra, pierde el crédito, causando al otro una decepción que es destructiva de la confianza mutua, y, al igual que la fe, la confianza mutua es importante para la sociedad, porque la ley natural condena toda conducta que sacuda esta confianza. Estas afirmaciones no se aplican a una promesa hecha a Dios; es imposible para mí engañar a Dios en cuanto a mi intención presente, y Él sabe si seré constante en el futuro; Dios, entonces, está protegido contra ese desengaño debido al cual se considera deshonroso el fracaso en cumplir una promesa a un prójimo. Pero, así como uno puede ofrecer a Dios una cosa existente, o una acción presente, así también uno puede ofrecerle una acción futura, y perseverancia en el propósito de cumplirla. Esa ofrenda de perseverancia es característica de un voto. Un cambio posterior en el propósito de uno es una falta de respeto a Dios; es como quitar algo que se le ha dedicado y cometer un sacrilegio en el sentido más amplio de la palabra. A diferencia del simple incumplimiento de una promesa hecha a un hombre, un fallo en dar a Dios lo que se le ha prometido es una cuestión de importancia, una ofensa muy seria.

Esta explicación nos muestra también cómo un voto es un acto de religión, al igual que cualquier ofrenda hecha a Dios. Es una profesión de que a Dios se debe la dedicación de nuestras acciones, y un reconocimiento del orden que le hace nuestro último fin. Al agregar a nuestras obligaciones, declaramos que Dios merece más de lo que exige. Por último, vemos por qué siempre se hace un voto a Dios: pues, como todas nuestras acciones deberían ser en última instancia dirigidas a Él, no podemos hacer una promesa final de esas acciones a nadie, excepto a Dios. Las promesas hechas a los santos no pueden ser ligeramente descuidadas sin menoscabar el honor que les debemos; pero un fracaso a este respecto, aunque grave en sí mismo, es mucho menos grave que romper un voto, con el que tiene cierto parecido. Estas promesas implican ocasionalmente un voto. Dios está bien complacido con el honor pagado a sus santos, y ellos se regocijan de la gloria dada a Dios. Podemos entonces confirmar por un voto la promesa hecha a un santo, y también podemos honrar a un santo por un voto hecho a Dios, como por ejemplo, erigir en memoria de algún santo un templo para el culto divino.

El voto, además, es aprobado por Dios, porque es útil al hombre; fortalece su voluntad para hacer lo que es correcto. Los protestantes del siglo XVI, siguiendo a Wyclif, se declararon opuestos a los votos; pero Lutero y Calvino condenaron sólo los votos respecto a actos que no eran de obligación; Calvino, porque consideraba todas las buenas acciones como obligatorias, y Lutero, porque el voto de una acción libre era contrario al espíritu de la nueva ley. Ambos negaban que el voto fuera un acto de religión y lo justificaban por la simple razón humana de fortalecer la voluntad.

Ciertas tendencias recientes han minimizado la importancia de los votos de los miembros de las comunidades religiosas. Los errores de este tipo se deben al exceso de énfasis en el hecho de que los votos, y especialmente el voto perpetuo de castidad, de vida religiosa o de trabajo misionero, no implican ninguna inestabilidad especial en la persona que los hace, sino sólo la inconstancia de la voluntad humana; y que, en vez de denotar el servicio de un esclavo que reniega, implican más bien el entusiasmo de una voluntad generosa, deseosa de dar y sacrificar más allá de lo necesario, y al mismo tiempo tan sincera en el conocimiento de sí mismo como para imitar a los guerreros que quemaron sus barcos para cortar la posibilidad e incluso la tentación de huir. En el caso de una voluntad incapaz de cambiar, un voto no tendría sentido; sería inútil ofrecer una perseverancia que nunca se pudiera encontrar en falta; por esta razón no es adecuada para Cristo, ni para los ángeles, ni para los bienaventurados en el cielo.

Perspectiva Histórica

Históricamente hay frecuentes ejemplos de votos especiales en el Antiguo Testamento, generalmente bajo la forma de ofrendas hechas condicionalmente a Dios —ofrendas de cosas, de animales, incluso de personas, que podían, sin embargo, ser redimidas; ofrendas de culto, de abstinencia, de sacrificios personales. Véase, por ejemplo, el voto de Jacob (Gén. 28,20-22), de Jefté (Jueces 11,30-31), de Ana la madre de Samuel (1 Sam. 1,11), en el cual encontramos un ejemplo del nazarismo, y el voto imprecatorio de Saúl (1 Sam. 14,24). En Deuteronomio 23,21-23 se establece que no hay pecado al no hacer una promesa a Dios, sino que hay pecado en retrasar el pago del voto.

El Nuevo Testamento no contiene encomienda expresa de votos; pero en los Hechos de los Apóstoles (18,18 y 21,23) se registran dos casos de votos especiales. En ambos pasajes los votos son de la misma naturaleza que los de los nazareos. Estos votos particulares no eran desconocidos para los Padres de la Iglesia, especialmente para San Ambrosio, "De officiis ministrorum", III, XII (P.L., XVI, 168); San Jerónimo, Epístola 130 (PL 22:1118) y San Agustín, Sermón 148 (P.L., XXXVIII, 799). Pero la Iglesia reconoció especialmente la promesa de dedicar la propia vida al servicio de Dios; el bautismo mismo va acompañado de promesas que antes eran consideradas votos genuinos, y las cuales contienen en realidad una consagración de uno mismo a Jesucristo mediante la renuncia al diablo y al paganismo. En un período muy temprano las vírgenes y viudas profesaban la continencia; y aunque esta profesión aparece más bien bajo la forma de la elección de un estado de vida que de una promesa formal, en el siglo V se consideraba estrictamente irrevocable.

Consideraciones Morales y Teológicas

Un voto, aun en un asunto sin importancia, presupone el pleno consentimiento de la voluntad; es un acto de generosidad hacia Dios. Uno no da a menos que uno sepa completamente lo que está haciendo. Todo error sustancial, o de hecho todo error que sea realmente la causa de hacer un voto, hace que el voto sea nulo e inválido. Esta condición debe ser entendida correctamente; para juzgar el efecto del error, es necesario conocer la voluntad de la persona que hace el voto en el momento de hacerlo. Uno que pueda decir sinceramente, "si yo hubiera sabido esto o aquello, no habría hecho el voto", no está obligado por el voto. Sin embargo, si uno que está consciente de alguna ignorancia sobre el asunto de un voto, pero, a pesar de eso, decide generosamente hacerlo, conociendo su contenido general y que es en sí mismo propio y encomiable, como el voto de castidad, por ejemplo, está vinculado por él, ya que es completamente válido. Por último, los votos que acompañan la entrada en un estado, como los votos de religión, sólo pueden ser anulados por algún error realmente sustancial. El bien de la comunidad requiere de esta estabilidad. Para cualquier voto se requiere tal conocimiento y libertad que hagan a una persona capaz de cometer un pecado grave; aunque no se deduce que a la edad en que uno es capaz de cometer pecado mortal, uno es capaz de comprender la importancia de un compromiso perpetuo.

El objeto de un voto, según la fórmula clásica, debe ser no simplemente algo bueno, sino algo mejor; de lo cual se deduce que no se debe hacer ningún voto a Dios de cualquier asunto ilegal o indiferente. La razón es simple: Dios es santísimo y no puede aceptar la ofrenda de algo que es malo o menos bueno en su naturaleza. Una vez más, el objeto del voto debe ser algo humanamente posible, pues nadie puede estar obligado a hacer lo imposible. Ninguna persona puede hacer un voto de evitar toca clase de [[pecado], incluso el más leve, porque esto es moralmente imposible. El voto de evitar el pecado deliberado es válido, al menos en personas que han hecho algún progreso en la virtud. Un voto puede aplicarse a un deber ya existente o a actos que no están ordenados por ninguna ley. El voto, que es un acto personal, sólo ata a la persona que lo hace; pero un superior, que hace voto en nombre de su comunidad, puede, dentro de los límites de su autoridad, ordenar el cumplimiento del voto. (En cuanto a la obligación de los herederos, vea la sección IV de este artículo.)

Un voto obliga de acuerdo a la intención de la persona que lo hace; y esta intención debe ser razonable; en un asunto poco importante, uno no puede atarse bajo pena de pecado grave. Para estimar la gravedad de la materia, distinguimos entre votos que afectan actos aislados y votos que se relacionan con una serie de actos. A un acto aislado se aplica la regla bien conocida: el asunto es grave si, en la hipótesis de un mandato eclesiástico, obligaría bajo pecado mortal; pero si el voto se refiere a una serie de actos, entonces debemos ver lo que es realmente importante con respecto al fin perseguido. Así, toda ofensa grave contra la virtud de la castidad, según se debe observar fuera del estado matrimonial, es un asunto serio para el voto de castidad. La omisión de una o dos Misas o uno o dos Rosarios no es un asunto grave en el caso de un voto de estar presente en la Misa o de decir el Rosario todos los días. Todo pecado mortal es una grave ofensa contra el voto de hacer lo más perfecto; no es lo mismo con el pecado venial, aunque sea deliberado; debe haber un hábito de cometer actos que son ciertamente imperfectos, para constituir un pecado grave contra este voto.

Un voto se cumple haciendo lo que se prometió, incluso sin una intención positiva de cumplir el voto. Uno debe cumplir personalmente el voto de algún acto u omisión, prometido como tal, como, por ejemplo, el voto de una peregrinación, pero puede cumplir con otro voto como el de la limosna, o donación o restitución de propiedad. Toda obligación cesa cuando el cumplimiento del voto se vuelve imposible o dañino, o si la razón para el voto deja de existir. (En cuanto a la dispensa de votos, vea la sección IV). Un voto es una buena acción, pero debe hacerse con prudencia y discreción; en la vida cristiana, el amor es mejor que las ataduras. Debemos evitar los votos que son embarazosos, ya sea porque son demasiado numerosos o porque no podemos cumplirlos (pues el incumplimiento de un voto es seguro que será seguido por el dolor que puede durar por mucho tiempo); además tales votos que no ayudan para la santificación o la caridad. Cuanto más importante es la obligación, más cuidadosa es la reflexión y la preparación que requiere. No puede hacerse ninguna objeción a los votos razonables hechos para aumentar la eficacia de la oración; pero los votos dignos de encomio son, sobre todo, aquellos que nos dan fuerza contra alguna debilidad, nos ayudan a curar alguna falta o, lo mejor de todo, contienen el germen de un gran fruto espiritual. Tales son los votos de religión o trabajo misionero.

Aspecto Canónico

División de los Votos

El voto propiamente llamado se hace sólo a Dios, pero las promesas hechas a los santos tienen un cierto parecido a los votos, y a menudo van acompañadas de un voto, como ya hemos visto. Un voto puede ser el acto de una persona privada, o el acto de un superior que representa a una comunidad. En este último caso, la comunidad sólo está ligada indirectamente por el voto. El sentimiento que lleva a una persona a hacer un voto marca la distinción entre votos absolutos y condicionales. La condición puede ser suspensiva, es decir, puede hacer que el comienzo de la obligación dependa del acontecimiento o de la no ocurrencia de algún evento incierto futuro; por ejemplo, las palabras, "si recupero mi salud", hacen que la obligación comience en la recuperación. O puede ser resolutoria, es decir, puede tener el efecto de rescindir el voto, como si la persona añade al voto las palabras, “a menos que pierda mi fortuna”, en cuyo caso el voto deja de obligar si la fortuna se pierde. El mismo sentimiento distingue entre los votos puros, o simples, por el cual la persona promete simplemente hacer un acto agradable a Dios, y votos que tengan a la vista algún fin especial, tal como la conversión de otro.

Según su objetivo, los votos pueden ser personales, como una promesa de hacer cierto acto; o reales, como una promesa de cierta cosa; o mixto, como una promesa de cuidar a una persona enferma con sus propias manos. También pueden referirse a un solo objetivo definido, o dejar la elección entre dos o tres objetivos (votos disyuntivos). De acuerdo con la forma de sus declaraciones, hay votos interiores y exteriores; votos expresos y votos tácitos o implícitos (como por ejemplo, el del subdiácono en su ordenación); votos secretos y votos hechos en público. Según su forma jurídica, pueden ser privados o hechas con el reconocimiento de la Iglesia; y éstos últimos se dividen en votos simples y votos solemnes. Por último, desde el punto de vista de la dispensa requerida, los votos son reservados a la Santa Sede o no reservados. En sí mismo, el voto es una promesa, y no implica entrega o transferencia de derechos; sin embargo, según la ley eclesiástica, ciertos votos modifican los derechos de las personas; tales son los votos tomados en órdenes religiosas.

Votos Simples y Solemnes

En el artículo VIDA RELIGIOSA hemos visto cómo surgió históricamente la diferencia entre los votos simples y solemnes, cuyos nombres aparecen en los siglos XII y XIII. Se han expresado diversas opiniones sobre esta diferencia, y la cuestión aún no ha sido resuelta. Algunas personas hacen que la solemnidad esencial consista en la rendición de uno mismo que acompaña a ciertos votos; esta es la opinión de Gregorio de Valencia (Com. Teol., III, D. 6, Q. VI, punct. 5) y muchos tomistas recientes. Pero la rendición se encuentra en votos que no son solemnes, como los votos de los escolásticos de la Compañía de Jesús, que no serían religiosos propiamente dichos, si su rendición difería esencialmente de la de los padres profesos. Además, la rendición acompaña realmente sólo a un voto de obediencia aceptada en una orden religiosa, mientras que otros votos son solemnes, incluso sin ninguna cuestión de obediencia, tal como el voto de castidad que hacen los subdiáconos.

En opinión de Lehmkuhl (Theol. mor., I, nn. 64750) la solemnidad del voto consiste en una consagración espiritual, cuyo efecto es que, después de tal voto, una persona está irrevocablemente separada y designada por la Iglesia para servir a Dios mediante la ofrenda de ese voto. Esta opinión tiene su lado atractivo; Pero ¿está de acuerdo con la historia? El voto de peregrinación a Tierra Santa fue temporal y solemne. ¿O está de acuerdo con la definición de ley? Bonifacio VIII declara que son solemnes los votos que van acompañados de una consagración o de una profesión religiosa. Y, por último, ¿no sigue lógicamente la consagración a la solemnidad, en lugar de precederla o causarla?

A pesar de su complicación y de las explicaciones forzadas a que se recurre, para escapar de la dificultad, la opinión de Suárez (De religione, tr. VII, c. II, c. X, n. 1; c. XII, nn. 7-9; c. XIII, nn. 3, 8-13; c. XIV, n. 10) todavía encuentra defensores distinguidos, especialmente Wernz (Jus Decretalium, III, 572). Esta opinión sitúa la esencia de la solemnidad en la rendición absoluta de sí mismo por parte del religioso y la aceptación de esa entrega por la orden religiosa, que se lleva a cabo por la profesión solemne, y también en la incapacidad de una persona que está obligada por los votos solemnes para realizar válidamente actos que sean contrarios a esos votos; tal como la incapacidad de poseer bienes, o de contraer matrimonio. Pero históricamente esta incapacidad no fue y no siempre está unida a los votos solemnes; el solemne voto de obediencia no implica, como tal, ninguna incapacidad particular; y a menudo los votos solemnes no producen este efecto. ¿Serán llamados solemnes por estar unidos al voto de obediencia, y solemnizados por la entrega de uno mismo?

Pero, aparte de la arbitrariedad de estas explicaciones, el voto del cruzado era solemne, sin estar atado a ningún voto más general de obediencia; y hemos visto que la rendición no constituye la solemnidad. Por esta razón preferimos una simple opinión, la cual, de acuerdo con Vásquez (En I-II, Q. XCVI, d. CLXV, especialmente n. 83) y Sánchez (In decalogum, 1, 5, c. 1, n. 11-13), coloca la solemnidad material de los votos de religión en la entrega seguida por la aceptación irrevocable; y con Laymann (De statu religioso, c. I, n. 4), Pellizario (Manuale regularium, tr. IV, c. I. nn. 10-18), Medina (De sacrorum hominum continentia, l. 4, controv. 7, c. XXXVIII), V. De Buck (De solemnitate votorum epistola), Nilles (De juridica votorum solemnitate), y Palmieri (Opus theol., II, pp. 445, 446) respeta la significación jurídica ordinaria del acto solemne. Las solemnidades jurídicas son formalidades que deben observarse para dar al acto su valor jurídico o, al menos, la garantía más o menos valiosa de autenticidad perfecta. Esta explicación muy sencilla explica los cambios históricos, tanto los que se refieren al número y las condiciones de los votos, como los que conciernen a sus efectos.

Es natural que haya mayor dificultad para obtener una dispensa de un voto solemne, y también que la Iglesia debe unir ciertas discapacidades a tal voto. Pero estos efectos de votos solemnes no pueden constituir la esencia de tales votos. Como quiera que sea, el derecho canónico en la actualidad (1912) no reconoce ningún voto tan solemne como el voto de castidad, solemnizado por la profesión religiosa en un orden estrictamente llamado. Los votos tomados en las congregaciones religiosas, al igual que los votos simples que en las órdenes religiosas preceden a la profesión solemne, y también los votos simples complementarios que siguen a la profesión en algunos institutos y, por último, los votos simples finales tomados en ciertas órdenes religiosas en lugar de la profesión solemne, son, estrictamente hablando, privados; pero derivan cierta autenticidad de la aprobación de la Iglesia y de las circunstancias en que son tomados.

Obligación del Heredero

En sí mismo el voto crea una obligación personal, que no surge de la virtud de la justicia y que parecería cesar a la muerte de la persona que toma el voto. Se admite, sin embargo, que los herederos están obligados a cumplir los votos llamados reales, porque implican una promesa de ceder determinada propiedad o dinero; el origen de esta obligación es el derecho romano "De pollicitionibus", aceptado como derecho canónico. En cuanto a su naturaleza, es una obligación de religión, si la persona que hace el voto no ha hecho un legado de la propiedad por testamento. En esta suposición la obligación sería de justicia; pero en los otros casos, al ver que la ley no menciona ningún título específico, sino que simplemente declara que la obligación del voto incumbe a los herederos, inferimos que recae talis qualis, es decir, como una obligación religiosa. La obligación del voto se anula no sólo por la realización de la obra prometida, sino también por la sustitución efectiva de una obra mejor y por cualquier circunstancia que hubiera impedido que surja la obligación; como, por ejemplo, si la obra se volviese inútil, innecesaria o imposible. La obligación del voto también puede ser anulada por la autoridad legal. Primero resumiremos la doctrina generalmente aceptada, y luego trataremos de explicarla brevemente.

Debemos distinguir entre el poder de anular un voto y el poder de dispensar de la obligación de cumplirlo. Un voto puede ser anulado directa o indirectamente. Ningún voto puede hacerse en perjuicio de una obligación ya existente. Si una persona con derecho a un beneficio en virtud de una obligación anterior presenta una reclamación incompatible con el cumplimiento de un voto, se evita su cumplimiento y la obligación queda ipso facto eliminada por lo menos temporalmente. Por lo tanto, un maestro puede requerir el cumplimiento de los servicios prometidos por el contrato de empleo, sin referencia a ningún voto hecho posteriormente; un esposo puede también requerir que su esposa cumpla un deber conyugal. Esta es una anulación indirecta que no presenta ninguna dificultad. Pero, además de esto, ciertas personas, en virtud de un poder general sobre los actos de otros, pueden anular, directa y definitivamente, todos los votos de sus súbditos, o impedir que tomen votos en el futuro. Este poder pertenece al padre o tutor en el caso de un menor, al prelado regular, e incluso al superior de las congregaciones religiosas, en el caso de profesos religiosos; y, según muchas autoridades, al marido, en el caso de la mujer casada; y la persona que ejerce este poder de anulación no está obligada a probar la existencia de justa causa.

El poder de dispensar, por el contrario, requiere una causa justa, sin embargo, menos que la que bastaría por sí sola para eximir de un voto. Una razón aún menor es suficiente para conmutar el voto en otra buena obra, especialmente si ésta es casi equivalente a la obra prometida. De acuerdo con el derecho canónico, todos los votos realizados antes de la profesión solemne cesan de vincular por el hecho de esa profesión, teniendo debidamente en cuenta los derechos de terceros; y siempre es permisible que una persona conmute votos previamente hechos en los de su profesión religiosa, incluso cuando esta no es solemne. Cuando un voto es conmutado por la autoridad eclesiástica, aunque la persona que ha hecho el voto siempre puede cumplir su obligación haciendo el trabajo originalmente prometido, no está en ningún caso obligada a hacerlo, incluso si el trabajo sustituido se hace imposible. El poder de dispensar y conmutar pertenece a los que tienen jurisdicción ordinaria (además de el Papa, el obispo y el prelado regular) sobre todos los votos no reservados al Papa y los votos cuya dispensa no perjudica los derechos de terceras personas. Sin el consentimiento de este último, estos derechos no pueden ser perjudicados por una dispensa del voto, excepto por el ejercicio de un poder supremo sobre esos derechos, tal como el que posee el Papa sobre los derechos de las congregaciones religiosas. Además, el poder de dispensar puede ser delegado en casos especiales o incluso en general: así, los confesores de las órdenes regulares pueden conceder dispensa de los votos a sus penitentes, es decir, a las personas cuyas confesiones están autorizados a recibir.

La dispensa de un voto se justifica ordinariamente por gran dificultad en su cumplimiento o por el hecho de que fue tomado sin la debida deliberación, o por la probabilidad de algún bien mayor, ya sea para la persona que lo toma o para otros, como, por ejemplo, para una familia, el Estado o la Iglesia. Al dispensar de los votos, el superior eclesiástico no dispensa de ninguna ley divina, sino que ejerce el poder de las llaves, el poder de atar y desatar, para remitir la deuda contraída con Dios; y este poder parece tan útil a la sociedad, que aunque no hubiera sido formalmente conferido por Cristo, podríamos afirmar que siempre habría pertenecido a la autoridad responsable de los intereses públicos de la religión. (Vea Suárez, "De religione" VI, Q. xviii).

La anulación directa de votos es más difícil de explicar, pues nadie puede tener un poder que se extienda hasta el punto de interferir con los actos interiores de otra persona. Un hijo que aún no ha llegado a la pubertad puede, incluso sin el consentimiento de sus padres, hacer una promesa de matrimonio; ¿por qué parece incapaz, debido a su tierna edad, de comprometerse con cualquier voto a Dios? Podemos observar que la distinción entre la anulación directa e indirecta no se encuentra en Santo Tomás, o en Cajetan, sino que data de un período posterior. Con Lehmkuhl, no podemos explicar este poder sin la intervención de la autoridad eclesiástica: en nuestra opinión, la Iglesia, teniendo en cuenta la debilidad de los menores y la condición de las mujeres religiosas y casadas, les da una dispensa condicional general, es decir una dispensa a discreción del padre, del superior o del marido. El poder de conmutar los votos no da el poder de dispensar de ellos; pero el poder sobre los votos puede, según una opinión probable, extenderse también a los juramentos, e incluso a los votos confirmados por juramentos.

Votos Reservados

Nadie puede, en virtud de los poderes ordinarios, dispensar de votos que el Soberano Pontífice se ha reservado para sí mismo. Estos votos son, en primer lugar, todos los que forman parte de una profesión religiosa, al menos en un instituto aprobado por Roma, y esta reserva se aplica también a los votos tomados por mujeres que pertenecen a órdenes, con derecho a hacer votos solemnes, pero que en algunos países tomar sólo votos simples. Además de éstos, hay cinco votos reservados a la Santa Sede: el voto de castidad perpetua, el voto de entrar al estado religioso (es decir, a una institución con votos solemnes), el voto de peregrinación a las tumbas de los apóstoles, a Santiago de Compostela, o a Tierra Santa. Sin embargo, estos votos sólo se reservan si se hacen bajo grave obligación, con plena libertad e incondicionalmente, y si incluyen todo el objeto del voto. La reserva no se extiende a circunstancias accidentales, por ejemplo, para entrar en una orden con preferencia a otra, o para hacer una peregrinación de esta o aquella manera. En los casos urgentes, cuando exista un gran peligro en el retraso, los ordinarios pueden, si es necesario, dispensar aun de votos reservados.

El Voto de Castidad

(Vea también el artículo CASTIDAD).

El voto de castidad prohíbe todo placer sexual voluntario, ya sea interior o exterior; así su objetivo es idéntico a las obligaciones que la virtud de la castidad impone fuera del estado matrimonial. Estrictamente hablando, difiere (aunque en lenguaje ordinario las expresiones pueden ser sinónimas) del voto de celibato (o abstinencia del matrimonio), el voto de virginidad (que se vuelve imposible de cumplir después de una transgresión completa), o el voto de no usar los derechos del matrimonio. La violación del voto de castidad es siempre un pecado contra religión; en una persona que ha recibido las órdenes sagradas o en un religioso constituye además un sacrilegio, porque cada una de estas personas ha sido consagrada a Dios por su voto; su voto forma parte del culto público de la Iglesia. Algunos autores consideran que este sacrilegio es cometido incluso por la violación de un voto de castidad privado. Aunque se cometa un pecado contra la virtud de la castidad, no hay violación del voto cuando una persona que no experimenta ningún placer sexual se convierte personalmente en cómplice (como por ejemplo por consejo) en el pecado de otra persona no obligada por un voto.

A menos que la persona interesada pueda honestamente abstenerse de todo uso de los derechos del matrimonio, todo voto simple de castidad constituye un impedimento prohibitivo al matrimonio; a veces, como es el caso en la Compañía de Jesús, se convierte por privilegio en un impedimento dirimente; cuando está unido a la profesión religiosa solemne, tiene el efecto incluso de anular un matrimonio anterior no consumado. Algunos teólogos han expresado la opinión de que la profesión religiosa produjo este efecto por la ley divina; pero es más habitual en nuestros días, y nos parece más correcto, ver en este un punto de la disciplina eclesiástica. Una persona que, desafiando su voto solemne, intenta contraer matrimonio, incurre en la excomunión reservada al obispo por la Constitución "Apostolicae Sedis". El matrimonio que se produce después del simple voto de castidad perpetua tiene el efecto de hacer imposible el cumplimiento perfecto del voto, mientras el estado casado continúe; por lo tanto, se suspende la observancia del voto, y el obispo o el confesor regular puede dar permiso para el matrimonio. Si se disuelve el matrimonio, el voto recupera toda su fuerza. Ya hemos visto que el voto de la esposa, tomado en el matrimonio, puede ser anulado directamente por el esposo, y el del esposo directamente por la esposa.

El Papa puede dispensar del voto de castidad, incluso si es solemne. La historia contiene ejemplos muy conocidos de tales dispensas; así, Julio III permitió al cardenal Pole dispensar incluso a sacerdotes que, en la época del cisma anglicano, habían contraído matrimonio; Pío VII dispensó a sacerdotes que se casaron civilmente bajo la Revolución Francesa. Pero tales dispensas se conceden solo por razones excepcionalmente graves; e incluso cuando el caso es uno de un voto simple de castidad perpetua tomado libre y deliberadamente, la Santa Sede usualmente concede una dispensa solo con miras al matrimonio, e impone una conmutación perpetua, tal como la condición de acercarse a los sacramentos una vez al mes.


Fuente: Vermeersch, Arthur. "Vows." The Catholic Encyclopedia. Vol. 15, pp. 511-514. New York: Robert Appleton Company, 1912. 15 Nov. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/15511a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina