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Sábado, 21 de diciembre de 2024

Órdenes Anglicanas

De Enciclopedia Católica

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Introducción

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En el credo de la Iglesia
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Católica, el Orden Sagrado es uno de los siete Sacramentos instituidos por Nuestro Señor Jesucristo. Su finalidad es transmitir y perpetuar esos poderes místicos del sacerdocio, por los que se consagra y ofrece en sacrificio el Sacramento del Altar; y por los que sólo se pueden administrar válidamente los sacramentos de la Confirmación, Penitencia y Extrema Unción.

El Orden Sagrado tiene tres grados: obispos, sacerdotes y diáconos. Los obispos poseen el sacerdocio en su plenitud, es decir, con el poder no sólo de ejercer su ministerio y diaconado personalmente, sino además el de trasmitirlos a otros. Así, el obispo es el único ministro del Orden Sagrado, y para su válida administración es esencial que

  • Él mismo haya recibido una consagración episcopal válida, y
  • que use un rito en el que se observen los elementos esenciales para la validez, según instituidos por Cristo.

El haber recibido o no las órdenes en estas condiciones hace que se esté o no dentro de la sucesión apostólica del ministerio católico.

En el siglo XVI esta doctrina del sacerdocio dotado con poderes místicos era considerada una superstición por la mayoría de los reformadores protestantes que, de acuerdo con esto, suprimieron el Orden Sagrado de entre sus sacramentos. Sin embargo, reconocían que desde tiempos primitivos siempre había existido una clerecía separada para los deberes pastorales, y ellos querían retener esto en sus comuniones separadas. En algunos casos lo organizaron en dos grados solamente: presbítero y diácono; en otras, en tres grados que, de acuerdo con la práctica antigua, siguieron llamando obispos, sacerdotes y diáconos. Pero su doctrina respecto a estos ministerios era que no podían poseer poder alguno, más allá de los humanos, sino solo “autoridad en la congregación” para predicar y enseñar, dirigir las iglesias y presidir los servicios y ceremonias; y que los ritos de la imposición de manos u otros, por los que los candidatos entraban a los grados de su ministerio, debían ser considerados simplemente como simples e impresionantes ceremonias externas realizadas para darle dignidad y orden. Esta visión del ministerio cristiano está muy claramente expresada en los formularios públicos y en los escritos privados de los reformadores continentales. En Inglaterra ciertamente la compartía Cranmer, Ridley y otros que con ellos dirigieron las alteraciones eclesiásticas en el reinado de Eduardo VI. No admite disputa que en este último sentido el clero anglicano actual son obispos, sacerdotes y diáconos. Pero, ¿lo son también en el sentido anterior y católico y están, por consiguiente, en la verdadera línea de la sucesión apostólica y están dotados con todos sus poderes místicos sobre el Sacrificio y los Sacramentos? Esta es la pregunta sobre las Órdenes Anglicanas.

Carácter del Ritual Católico

Desde tiempo inmemorial un grupo de ritos de ordenación se han usado en la Iglesia Católica y en los cismas orientales que rompieron con ella en los primeros tiempos, pero cuyas órdenes han sido reconocidas siempre como válidas. Cuando se comparan estos varios ritos, se ve que difieren en el texto, pero que son completamente iguales en el carácter esencial de las “formas” nombradas para acompañar a la imposición de manos. Es decir, todas significan en términos apropiados el orden que se va a impartir y suplican al Dios Todopoderoso que conceda al candidato los dones necesarios para su estado. En la Iglesia Latina, aunque hay restos de una “forma” ahora obsoleta que se utilizaba antiguamente en partes de Galia, la forma de la Iglesia Romana es la única que ha persistido y que pasó rápidamente al uso universal. Esta es la oración, Deus honorum omnium, que se encuentra en el "Pontificale Romanum." Su primera aparición escrita está en el llamado “Sacramentario Leonino”, que Duchesne coloca en el siglo VI; que debió aparecer allí es la prueba positiva de que debió haber estado en existencia durante algún tiempo previo, al menos preservado oralmente; la fuerza de cuya prueba se acrecienta por el testimonio del conservadurismo de la Iglesia Católica que tenemos desde el Papa San Inocencio I. Pues este Papa, que en el 416 d.C. le escribía a Decencio, obispo de Eugubio, se quejaba de que “si los sacerdotes del Señor desean conservar las ordenaciones eclesiásticas como nos fueron entregadas por los Apóstoles, no se encontrará diversidad ni variedad en los mismos órdenes y consagraciones en sí mismos”; pero añade “Quien no sabe y considera que lo que San Pedro, el Príncipe de los Apóstoles, ha entregado a la Iglesia Romana, y que (ella) guarda hasta el día de hoy, debe ser observado por todos, y que no se debe sustituir o añadir ninguna práctica que no sea sancionada por autoridad o precedente”.

Cuando rastreamos la historia posterior de este rito romano, encontramos que se ha seguido fielmente el principio conservador enunciado por San Inocencio. Así Morino, una gran autoridad, escribe “creemos necesario que los lectores sepan que el moderno pontifical romano contiene todo lo que estaba en los pontificales anteriores, pero que los antiguos pontificales no contienen todo lo que hay en el moderno pontifical romano. Pues, por varias razones piadosas y religiosas, a los pontificales recientes se han añadido algunas cosas faltantes en las ediciones anteriores. Y que cuanto más recientes son los pontificales más se imponen estas adiciones. Pero es un hecho maravilloso e impresionante que en todos los volúmenes, antiguos, más modernos y contemporáneos, hay siempre una forma de ordenación tanto respecto a las palabras como a la ceremonia, y los últimos libros no omiten nada que estuviera presente en los antiguos. Así la forma moderna de ordenación no difiere ni en las palabras ni en la ceremonia de la que usaron los antiguos Padres.” Entre las adiciones que Morinuo tiene en mente como las más importantes hechas a comienzos de la Edad Media están: la tradición de los instrumentos, es decir, la patena y el cáliz en el caso del sacerdocio y la del libro de los Evangelios en el caso del episcopado. De hecho, éstas llamaron tanto la atención que durante siglos ellas mismas y sus palabras acompañantes parecían a muchos que eran más esenciales aun que la imposición de manos y la oración Deus honorum. Pero no hubo nunca peligro que la prevalencia de estas posturas teológicas afectara la validez de las ordenaciones por la simple razón de que el principio de no omitir nada se mantuvo rígidamente.

Origen de la Sucesión Anglicana

Fue este venerable rito de ordenación, según preservado en las variedades inglesas del Pontifical Romano, el que se usaba en el país cuando Enrique VIII comenzó sus asaltos a la antigua religión. No se atrevió a tocarla por sí mismo, pero en el siguiente reinado fue descartado por Cranmer y sus asociados quienes, bajo las órdenes de Somerset y Northumberland, se encargaron de remodelar toda la estructura de la Iglesia de Inglaterra para adecuarla a sus concepciones protestantes extremas. Estos hombres declararon que las formas antiguas eran completamente supersticiosas y había que cambiarlas por otras más conformes con la simplicidad evangélica. Este es el origen del Libro Ritual de Eduardo que, sancionado por el Acta de 1550, fue redactado por “seis prelados y otros seis hombres del reino conocedores de la Ley de Dios, para ser nombrado y asignado por su Majestad el Rey”.

Este nuevo rito sufrió algunos cambios dos años después y quedó en la forma en la que permaneció hasta 1662, cuando fue algo mejorado por la adición de cláusulas que definían la naturaleza de las órdenes impartidas. Puesto que el libro ritual de 1550 no tuvo una influencia duradera en el país, podemos dejarlo de lado aquí, como de menor importancia y también podemos pasar por alto aquí, como de menos consecuencias, el rito de ordenación de los diáconos.

En el Libro Ritual de 1552 la “forma esencial”, es decir, las palabras unidas a la imposición de manos, eran, en el caso del sacerdocio, simplemente éstas: “Recibe el Espíritu Santo. Aquellos a los que perdones los pecados les son perdonados; y aquellos cuyos pecados retengas, serán retenidos; y sé un fiel dispensador de la Palabra de Dios y de sus santos Sacramentos”; y mientras se entregaba la Biblia, estas palabras: “Recibe la autoridad para predicar la Palabra de Dios y administrar los Santos Sacramentos en la Congregación que seas nombrado”. En el caso del episcopado era: “Recibe el Espíritu Santo y recuerda que tu avivas la gracia de Dios que está en ti por la imposición de manos, porque Dios no nos ha dado el espíritu de temor, sino de poder y amor y sobriedad”; y cundo se entregaba la Biblia, éstas otras: “Pon atención a la lectura, exhortación y doctrina. Medita sobre las cosas contenidas en este libro…Sé para el rebaño de Cristo un pastor y no un lobo; aliméntalos, no los devores; sostén al débil, sana al enfermo, une lo que está roto, trae al exiliado, busca al que está perdido…”

Lo que se añadió en 1662 fue, en el caso del sacerdocio (después de las palabras “recibe el Espíritu Santo”): “para el oficio y trabajo de sacerdote en la Iglesia de Dios ahora confiados a ti por la imposición de nuestras manos”; y en el caso del episcopado (después de las palabras “Recibe el Espíritu Santo”), “para el oficio y trabajo de un obispo en la Iglesia de Dios ahora confiados a ti por la imposición de nuestras manos”.

Con este nuevo ritual de ordenaciones, se ordenaron siete obispos y cierto número de clérigos inferiores durante los dos últimos años de Eduardo VI. Este ritual fue descartado con la accesión de María Tudor en 1553, y se volvió al Pontifical, pero cuando Isabel subió al trono en 1558 se volvió a restaurar su uso y ha continuado (con la adición de las cláusulas definitorias desde 1662) hasta el presente. El clero anglicano es pues creación de este ritual de ordenación y la validez de sus órdenes depende principalmente de su suficiencia---es decir, de la suficiencia en su forma más antigua, pues si faltara, la sucesión Apostólica habría faltado mucho antes de 1662, y no podría resucitarse por las añadiduras hechas. Fue sobre la consideración del carácter del rito eduardino que la Santa Sede basó su decreto definitivo de 1896

Pero, para entender completamente la historia de este asunto es necesario saber algo de las circunstancias bajo las que el arzobispo Parker fue elevado al episcopado, y sobre los defectos ulteriores que se piensa heredó la sucesión anglicana por su relación con todo ello. La reina Isabel escogió a este tal Dr. Matthew Parker para que fuera su primer arzobispo de Canterbury. La sede metropolitana estaba vacante por la muerte del cardenal Pole, y todas las otras sedes del reino, con una sola excepción, también estaban vacantes, ya por la muerte de los ocupantes previos, o porque los obispos sobrevivientes fueron destituidos, pues, a los ojos del gobierno, se negaban a conformarse con el nuevo orden de cosas. La reina intentó crear una nueva jerarquía a través de Parker, pero se encontró con una dificultad. Cuando Parker estuviera consagrado podía consagrar a sus colegas, pero ¿cómo iba a ser consagrado él? Ninguno de los obispos católicos sobrevivientes consentiría en realizar la ceremonia y a falta de ellos, tenía que recurrir a cuatro eclesiásticos de no muy buena reputación, tres de los cuales (William Barlow, John Scory y Miles Coverdale) habían sido depuestos por María y el cuarto (John Hodgkins) era un desertor que había sido consagrado obispo sufragáneo de Bedford en 1537 y había ido cambiando consistentemente con cada cambio de los tiempos. Se dio la dirección a Barlow y él, con los otros como asistentes, consagró a Parker el 17 de diciembre de 1559, en la capilla privada de Lambeth, usando el ritual de Eduardo. Tres días más tarde Parker, con la ayuda de Barlow, Scory y Hodgkins, consagró a otros cuatro en la iglesia de Bow. De estos ancestros proviene toda la sucesión anglicana. Entonces ¿fue válido el acto de consagración de Parker? Este es el territorio de disputa alrededor del cual, como hecho histórico, se ha centrado de hecho la controversia.

Práctica de la Santa Sede

Aparte de circunstancias excepcionales, como las que surgieron en 1896, la Santa Sede no hace pronunciamientos puramente teóricos en cuestiones como la de las órdenes anglicanas, sino que limita su intervención a casos de dificultad práctica que le son presentados---como cuando personas o clases de personas que quieren ejercer el ministerio en los altares de la Iglesia se han sometido a ceremonias de ordenación fuera de su redil. Y aún en estas intervenciones la Santa Sede es cautelosa en las decisiones doctrinales, pero aplica la regla del sentido común que puede dar seguridad práctica. Donde juzga que las órdenes previas eran ciertamente válidas, permite su uso, suponiendo que el candidato es aceptable; donde juzga que las órdenes previas son ciertamente inválidas, las descarta totalmente y manda una nueva ordenación según su propio rito; donde juzga que la validez de las ordenaciones previas es dudosa, aunque la duda sea ligera, prohíbe su uso hasta que se haya celebrado una ceremonia condicional de re-ordenación. Tales casos que requirieron su intervención surgieron cuando la reina María intentó poner orden en el caos en que sus dos predecesores habían involucrado los asuntos de la Iglesia. ¿Qué se debía hacer con los que habían recibido órdenes con el rito de Eduardo? La cuestión se investigó en Roma, a donde Pole envió los documentos y la información necesaria, y, aunque no tengamos una minuta de la discusión, está claro por lo que se acaba de decir sobre sus conocidos principios de acción, que la Santa Sede juzgó que esas ordenaciones eran inválidas, pues enviaron a Pole instrucciones para tratarlas como inexistentes. Esto se puede comprobar por lo siguiente:

  • Por las cartas de Julio III y Paulo IV y el sentido en el que Pole las interpretó, pues estas cartas ordenan que todos los que habían recibido las órdenes eduardinas deberían, si eran aceptados en el ministerio de la Iglesia, ser ordenados de nuevo;
  • Por una comparación entre los registros de Eduardo y de María que revelan varias entradas dobles de nombres de personas que habían recibido primero las órdenes eduardinas y luego las católicas;
  • Por el curso tomado al castigar a los recalcitrantes eclesiásticos eduardinos, en cuya ceremonia de degradación no se tomaron en cuenta sus órdenes eduardinas.

Y la práctica así iniciada durante el reino de Mary se siguió después, cuando algunos clérigos anglicanos se pasaron a la Iglesia católica, buscando admisión en los rangos del sacerdocio. Canon Estcourt de los "Diarios de Douay" ha recopilado una lista de unas veinte de esas re-ordenaciones y otras se pueden ver en los registros del Colegio Inglés de Roma y otras fuentes. Y no hay discusiones sobre el caso, a no ser unos pocos casos aislados, cuyas pruebas documentales son deficientes. Más aún, el Papa León XIII en su bula "Apostolicae Curae", dice que muchos de estos casos se habían referido formalmente a la Santa Sede en diferentes ocasiones, con el resultado de que se observó invariablemente la re-ordenación. Dos de esos casos ocurrieron en 1684 y 1704, de los cuales llamó mucho la atención el de John Clement Gordon, quien había recibido todas las órdenes anglicanas, incluido el episcopado, con el rito eduardino y de manos de prelados cuyas órdenes provenían de la sucesión anglicana. La decisión fue que para ejercer el ministerio sacerdotal, debía recibir de nuevo el sacerdocio y todas las demás órdenes.

Historia de la Controversia

Aunque esa era la práctica sancionada por la Santa Sede para tratar administrativamente las órdenes anglicanas, ésta no publicó los motivos de su decisión, ya que no suele hacerlo. El deber de vindicar su acción respecto a estas órdenes se dejaba así al celo y trabajo de los escritores teológicos privados, cuyo método era investigar los hechos de la mejor forma posible y aplicarle las mismas pruebas teológicas que se sabe son reconocidas por la Iglesia. De este modo surgieron de ambas partes una serie de tratados controversiales que cubrieron todo el período implicado desde principios del siglo XVII hasta el presente. Ahora que la Santa Sede no sólo ha dado su decisión final, sino una basada en los motivos en los que se basa, estos antiguos tratados han perdido una gran parte de su interés. Por eso bastará un breve resumen y si el lector requiere más información se le puede referir a las páginas de Canon Estcourt. La controversia no comenzó hasta el comienzo del reinado de James I, lo cual se explica porque la primera o segunda generación del clero anglicano eran demasiado seguidores de Zwinglio o Calvino para preocuparse por la sucesión apostólica

Pero en 1588-89 en un célebre sermón en La Cruz de Pablo, Bancroft tomó el liderazgo, que fue mantenido durante algunos años después por Bilson y Hooker, los pioneros de la larga línea de teólogos jacobinos y carolinos. Entonces, los escritores católicos comenzaron la controversia contra sus posturas, y al principio no muy felizmente. Las circunstancias de la consagración de Parker habían sido mantenidas en secreto y eran desconocidas para los católicos, que, entonces comenzaron a dar crédito al picante rumor llamado la historia de la taberna "Cabeza de Nag". (“Nag’s Head”). Ésta era al efecto de que, ya que no conseguían a ningún obispo católico que consagrara a Parker, él y otros, cuando estuvieron juntos en la Cabeza de Nag en Cheapside, se arrodillaron delante de Scory, el depuesto obispo de Chichester, quien puso una Biblia sobre el cuello de cada uno de ellos, diciendo al mismo tiempo: ”Recibe el poder de predicar la Palabra de Dios sinceramente” y que esta extraña ceremonia fue la fuente y el origen de la sucesión anglicana. En 1605 Kellison publicó esta historia por primera vez, en su “Respuesta a Sutcliffere” y fue retomada por algunos escritores católicos en los años siguientes. En 1613 del lado anglicano, Mason, en su "Vindiciae Ecclesiae Anglicanae", replicó, y fue el primero en llamar la atención, de todos modos efectivamente, sobre la entrada en el “Registro” de Parker sobre su consagración el 17 de diciembre de 1559, en la capilla privada de Lambeth.

Al año siguiente (1614) el arzobispo Abbot, para confirmar la afirmación de Mason, hizo que cuatro sacerdotes católicos, prisioneros en la Torre de Londres, fueran llevados a Lambeth donde les mostraron el “Registro”, y se les invitó a declarar sobre la autenticidad del mismo. Una inspección bajo tales circunstancias (estuvieron durante todo el tiempo bajo los celosos ojos de siete obispos protestantes) no podía convencer y Champney, en 1616, escribe que era claramente la opinión general de los católicos de esa época que la entrada en cuestión era una falsificación.

Parece que algunos católicos individuales la habían visto en una o dos ocasiones previas, pero su existencia no se había conocido públicamente hasta que apareció el libro de Mason, y entonces pareció muy sospechoso que los anglicanos no hubieran recurrido a ella hasta tanto tiempo después de la supuesta fecha del suceso. Y teniendo en cuenta la curiosa reticencia con la que los escritores isabelinos contestaban al ser preguntados cómo había sido consagrado su metropolitano, las sospechas parecían naturales; así, por ejemplo, las respuestas de Jewell a las preguntas directas de Harding. Sin embargo, el motivo real de la reticencia se debía probablemente a la mala reputación de los consagrantes a los que Peter tuvo que recurrir; porque no nos cabe ya duda, a los que vemos todas las líneas de evidencia convergente que habla a su favor, que su consagración sucedió el día y la manera en que lo describe el “Registro” y que éste es un documento contemporáneo de los hechos. Por otra parte la historia de la taberna Cabeza de Nag no está apoyada por evidencia sólida y es demasiado increíble para ser aceptada como algo histórico, aunque decir esto no es lo mismo que decir que los que lo dijeron por primera vez y los que lo han mantenido durante varias generaciones actuaban deshonestamente.

Sin embargo es un error pensar que los primeros controversistas católicos apoyaban su caso contra las órdenes anglicanas exclusivamente en la falsedad del “Registro” de Lambeth o en la verdad de la historia sobre la taberna Cabeza de Nag. Todo lo contrario, aunque mezclaron algunas pruebas como las citadas que han sido abandonadas, es sorprendente cuan sólida fue la postura que adoptaron desde el principio en su declaración general del argumento. Así Champney, el primer escritor sistemático en el lado católico, dirige su primero y principal ataque contra todas las órdenes originadas en el rito eduardino, ya en el reino de Eduardo VI y posteriores, y disputa su validez basado en la insuficiencia del rito mismo. Más aún, aunque se inclina, como la mayoría de los teólogos de su tiempo, a mantener que para la validez eran necesarias otras ceremonias, además de la imposición de manos y las palabras “Recibe al Espíritu Santo”, da el peso debido a la opinión contraria de Vázquez y toma la misma postura que tomaría después Morino respecto a la práctica que había que seguir. “La materia determinada”, dice, “y la forma de algunos sacramentos---entre otros, el de las Órdenes Sagradas---no están tan clara y distintamente declarados en los concilios y en los Padres, sino que hay varias opiniones basadas en razones y autoridades ponderosas y han sido mantenidas y defendidas con buena probabilidad de verdad …(Pero) la Iglesia no sufre ningún daño o pérdida (de esta incertidumbre) porque sabe con seguridad que tiene (en sus ritos) la verdadera materia y forma que Cristo dio a los Apóstoles, aunque nadie pueda definir precisamente en qué cosas y palabras se contiene…siempre que no haya omisión de ninguna de las partes (del rito) que la Iglesia suele usar al administrar sus Sacramentos, y en los que hay un consenso universal de que contiene la verdadera materia y forma. Pero si alguien sigue obstinadamente su opinión y excluye todas las demás cosas, acciones y palabras al administrar dichos sacramentos, excepto los que él juzga esenciales, crearía desconfianza sobre esos sacramentos y en consecuencia estaría inflingiendo el más serio daño a la Iglesia”.

Champney alega otros fundamentos para la invalidez sólo cuando trata de las órdenes isabelinas en su relación con el arzobispo Parker, y entonces reúne su caso completo contra ellas bajo los siguientes encabezamientos: (1) la verdad de la historia de la taberna Cabeza de Nag; (2) la falsedad del “Registro de Lambeth” (3) la carencia del carácter episcopal en Barlow, principal consagrante de Parker; (4) la inseguridad del rito utilizado, en vista de tantos omisiones; (5) la probabilidad de que no contenga los elementos esenciales de un rito de ordenación válido. Estos son los mismos argumentos que los escritores posteriores debatieron y desarrollaron, excepto por el manejo algo diferente del quinto punto, cuya necesidad fue evidente poco después de la época de Champney, porque él, como hemos visto, aunque sin hablar positivamente, defendió la necesidad de otros elementos en la materia y forma además de la imposición de manos y las palabra que la acompañan.

Sin embargo, en 1665 apareció la trascendental obra de Morino, "De Sacris Ordinationibus", y demostró con pruebas documentales irresistibles que, como ya se aceptaba antes, la imposición de manos había sido la única materia que había estado siempre presente a través de los tiempos en la ordenación de obispos y sacerdotes en los ritos orientales, sino que incluso en el rito occidental había estado presente durante 900 años, mientras que la ceremonia de la entrega de instrumentos y la unción no se había encontrado en ningún texto de fecha más antigua y aún menos la segunda imposición de manos en la ordenación de los sacerdotes. El descubrimiento de este hecho litúrgico influenció necesariamente en la controversia anglicana, y aunque la Santa Sede, en su rígida adherencia a la regla práctica indicada por Champney, aún insiste en la retención de las otras ceremonias en todas las ordenaciones occidentales, desde la publicación de la obra de Morino, la tendencia general ha sido rechazar el rito anglicano basándose principalmente en la insuficiencia de “forma” ligada a la imposición de manos. Sobre estos datos, la controversia continuó en la última parte del siglo XVII por parte de Talbot y Lewgar en la parte católica y por Bramhall, Burner y Prideaux en la anglicana.

Al comienzo del siguiente siglo (1704) se presentó ante la Santa Sede, y fue examinado, el caso de John Clement Gordon, al que ya nos hemos referido. El resultado fue que el Santo Oficio emitió una confirmación formal de la necesidad de volver a ordenar a los clérigos convertidos. Pero esta decisión no fue motivada por ninguna aceptación de la historia de la Cabeza de Nag, como sugirió Michel Le Quien en una publicación incorrecta del decreto, sino, como se sabe ahora, por la misma naturaleza del rito eduardino, cuya copia procuró y examinó cuidadosamente la Sagrada Congregación. Unos años después la escena de la controversia se trasladó a Francia. El Abad Renaudot escribió una "Mémoire", publicada en 1720, en la que rechazaba las órdenes anglicanas basándose en la historia de la Taberna Cabeza de Nag y en la novedad e insuficiencia del rito anglicano. Pero inmediatamente salió a la palestra al Padre Courayer, cuyas obras en defensa de las órdenes anglicanas, viniendo de la parte católica, causaron gran sensación en Inglaterra, donde el autor era muy estimado y más tarde, cuando tuvo que salir de Francia acusado de doctrina errónea, fue invitado a Inglaterra, donde Jorge II le asignó una pensión. La principal respuesta a Courayer fue la del abad Le Quien, cuya "Nullité des ordinations anglicanes" apareció en París en 1730, pero el P. John Constable, S.J., recogió gran parte de ella en su "Clerophilus Alethes", una obra en inglés publicada poco después.

En el siglo XIX, cuando surgió el grupo de los tractarianos y la difusión de ideas católicas sobre el sacerdocio que provocó, la cuestión de las órdenes anglicanas volvió a ser de la máxima y vital importancia para el clero de la Iglesia Superior (High Church) y la controversia se volvió proporcionalmente más aguda. Como, también, en ese entonces se llegó a entender mejor los principios de evidencia histórica, y se mejoró grandemente las facilidades para el estudio de la documentación, aparecieron una serie de obras con las que se adelantó en el conocimiento del tema. Las más valiosas de éstas en el campo anglicano fueron la edición que A. W. Haddan hizo de Bramhall, y su propia "Sucesión Apostólica en la Iglesia de Inglaterra"; "Validez de las Órdenes Sagradas en la Iglesia de Inglaterra" del Dr. F. G. Lee, y más recientemente “Órdenes Anglicanas y Jurisdicción” del señor Denny, que es quizás la obra más completa aparecida en defensa de dichas órdenes. Del lado católico las más notables fueron: “Discusión sobre el Asunto de las Órdenes Anglicanas” de Canon Estcourt; y “Ministerio Anglicano” de W. A. Hutton. El primero, aunque no acierta a producir un argumento importante, debido a una mala interpretación del contenido de la decisión del Santo Oficio, todavía lleva la palma entre los tratados católicos por su investigación académica de muchos puntos históricos; el segundo es valioso sobre todo por su exposición de aspectos más amplios bajo los que Newman prefería ver el tema.

Resumen de los Argumentos de Ambas Partes

Hasta cierto punto las pruebas y refutaciones que se lanzaron mutuamente los litigantes ya necesariamente se han indicado arriba, pero será bueno resumirlas como una introducción al estudio de la Bula "Apostolicae Curae".

1. De la historia de la Cabeza de Nag no hay nada más que decir, pues ninguna persona inteligente puede creerla.

2. Tampoco hay que dudar que Parker se sometió realmente a una ceremonia de consagración el 17 de diciembre de 1559, en Lambeth en la que se empleó el rito eduardino y los consagrantes fueron Barlow, Scory, Coverdale y Hodgkins. Los diarios de Machyn y Parker prueban concluyentemente que entonces y allí tuvo lugar una consagración. Un papel de la Oficina de Documentos del Estado (en el cual un escribiente redacta el orden del procedimiento a seguir en la consagración, con anotaciones de Cecil y Parker en el margen) demuestra que los obispos intentaban realizar una consagración según el rito eduardino, mientras que no había nada que se los impidiera. La Comisión del 6 de diciembre de 1559, dirigida a Kitchen, Barlow, Scory, Coverdale y Hodgkins, muestra que éstos, o algunos de ellos, eran los prelados que iban a realizar la ceremonia.

3. Respecto al carácter episcopal de Barlow, el caso anglicano está en que:

  • Aunque no hay documentación de su consagración en el "Registro arquiepiscopal”, esto sólo prueba la negligencia con que llevaban el “Registro”;
  • tampoco hay datos en este “Registro” de las consagraciones de otros varios obispos, incluido Gardiner, pero nadie duda de que fueron consagrados; y
  • que no es concebible que Barlow hubiera actuado como obispo durante más de veinte años sin llamar la atención de alguien sobre la falta de consagración.

Por otra parte, los escritores católicos señalan que no se trata solamente de la ausencia de una entrada en el “Registro “de Cranmer, lo que va contra él, sino

  • la ausencia de todo un conjunto de documentos que deberían referirse a su consagración si hubiera ocurrido;
  • el descubrimiento de un documento tan excepcionalmente redactado, y parafraseado de tal forma para resolver, aparentemente, la evitación de consagración;
  • los puntos de vista de no necesidad de consagración que Barlow expresó y mantuvo;
  • la dificultad en asignar una fecha en la que se pudo haber celebrado la ceremonia;
  • Y, como se sabe que el rey y Cranmer compartían las mismas opiniones, la probabilidad de que hubiera podido guardar para sí mismo el secreto y aparentar ser obispo consagrado.

Sin embargo, los escritores católicos no se basan en esto para afirmar que ciertamente no fue consagrado, sino sólo que no es cierto que lo fuera, y, por lo tanto, las órdenes derivadas de él, como las del clero anglicano, deben ser consideradas como dudosas a menos que fuesen completadas con una ceremonia condicional.

4. Respecto a la suficiencia del rito anglicano, como se mantuvo en su primer siglo de uso, los defensores arguyen que, aunque puede haber sido indeseable sustituir este nuevo rito con el antiguo y venerable rito que le precedió, el cambio estaba dentro de la competencia de las autoridades eduardinas e isabelinas puesto que todas las iglesias nacionales tienen la autoridad de seleccionar sus propios ritos y ceremonias, siempre que no eliminen elementos esenciales para la validez, según el juicio de la Iglesia Universal. A esto se replica que no hay pruebas de que tal autoridad haya sido reconocida en las iglesias nacionales, sino que, por el contrario, aunque las iglesias locales han añadido a veces oraciones y ceremonias a los ritos trasmitidos desde tiempos inmemoriales por sus ancestros, sin embargo, como nos ha dicho Morino, nunca se han atrevido a quitar nada que estuviera en uso previamente, por temor a que haciéndolo tocaran algo que fuera esencial. A lo que los defensores replican que al menos el rito anglicano ha retenido todo lo que se halla en el rito romano en su forma conocida más antigua, así como en los libros rituales orientales, que la Santa Sede siempre ha reconocido como válidos; y que, por lo tanto, se puede afirmar que ha retenido todo lo que puede razonablemente se puede reclamar como necesario.

Pero en primer lugar, aunque el curso de la opinión teológica se inclina a juzgar que puede dejarse a un lado la tradición de instrumentos y otras ceremonias añadidas al rito occidental moderno sin poner en peligro la validez, la Santa Sede, como se ha dicho, sintiendo en que en un tema de tan suprema importancia es mejor seguir una regla absolutamente segura, está renuente a confiar en opiniones especulativas, y siempre que se ha omitido una de las ceremonias añadidas, ha requerido una nueva ordenación condicional. Más aún, no es correcto decir que el rito anglicano retiene todos los elementos que los ritos orientales y los antiguos occidentales tienen en común; pues lo que tienen en común (cf. App. IV de la “Vindicatio”) es la imposición de manos acompañada de una oración en la que se define la orden a ser impartida ya sea por su nombre aceptado o por palabras que expresan su gracia y poder, que es principalmente el poder de consagrar y ofrecer en sacrificio el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo bajo las apariencias de pan y vino. Por el contrario, el rito original anglicano no contenía palabra alguna en la forma que acompañaba a la imposición de manos para definir el orden que se impartía. En el rito para el episcopado el obispo consagrante dice: “Recibe el Espíritu Santo”, pero no dice para qué---si para el oficio de obispo, sacerdote o diácono---de manera que el Dr. Lingard pudo sugerir que era una forma apropiada tanto para la admisión de un clérigo de parroquia como para la consagración de un obispo. Y lo mismo con el sacerdocio, aunque en un grado algo menor, pues aquí las palabras de la forma son: “Recibe el Espíritu Santo; aquellos a los que perdones los pecados, le son perdonados y aquéllos a quienes se los retengas, les quedan retenidos. Y sé un fiel dispensador de la palabra de Dios y de sus santos Sacramentos”; mientras que el poder para perdonar pecados no distingue entre el sacerdote y el obispo y además es solo una función secundaria y accidental, no la primaria y esencial del oficio de presbítero.

Pero los defensores del ritual anglicano tienen aún más respuestas. No es necesario, afirman, que la naturaleza del orden impartido sea definida por las palabras de la “forma” tomada solo en sí misma; es suficiente si el significado de esta “forma” es determinado a un sentido definido por el contexto o por otras oraciones y ceremonias antecedentes o siguientes; y señalan que en los títulos de los ritos---“La forma de ordenar sacerdotes” y la “forma de consagración de un arzobispo u obispo”---se declaran, en la presentación de los candidatos y en varias de las oraciones, la necesaria mención de la orden que va a ser impartida. Además se refieren a una decisión del Santo Oficio (9 de abril de 1704) respecto a algunas ordenaciones abisinias que testificaban que la Santa Sede misma había reconocido que las palabras “Recibe el Espíritu Santo” eran suficientes cuando se decían con la imposición de manos, si el resto del rito es suficientemente determinado. Pero, en primer lugar, respecto a este caso abisinio, su naturaleza fue mal entendida, como se puede ver por los documentos publicados por el P. Brandi en su "Roma e Canterbury". En segundo lugar, ninguno de los ritos antiguos o modernos que la Santa Sede ha reconocido apoya esta teoría de una forma indeterminada, que un contexto remoto convierte en determinada. En tercer lugar, es contraria a la analogía de todos los demás sacramentos y es irrazonable en sí misma. Escribe el cardenal Segna (Revue Anglo-Romaine, 29 de febrero de 1896), es como si en la ceremonia de una boda “la novia y el novio se pararan frente al altar y en muchas frases elocuentes se declaran su amor mutuo, pero cuando llega el momento decisivo de pronunciar la palabra “Sí quiero… cerraran sus labios en obstinado silencio”. Y en cuarto lugar, el contexto remoto, en vez de determinar las palabras “Recibe el Espíritu Santo” para que signifiquen la concesión de un verdadero sacerdocio, las determina en el sentido exactamente opuesto.

Es verdad que los nombres tradicionales de las tres órdenes aparecen en lugares pero, como se ha explicado al principio de este artículo, en la Reforma estos nombres se usaron a menudo en un sentido del que se había extraído toda la noción de sacerdocio y sus poderes místicos. Y que ese era el sentido que le querían dar los que dieron forma y autorizaron los ritos eduardinos está claro por las afirmaciones de escritores anglicanos clásicos como Hooker, que defendió la retención de los nombres antiguos bajo el alegato que “en cuanto a la gente, cuando oyen el nombre (sacerdote) ya no sienten su mente arrastrada a ningún pensamiento de sacrificio, como tampoco el nombre de un senador o de un anciano les hace pensar en la vejez ni imaginar que cualquiera al que se aplican esos términos ha de ser anciano porque los años eran respetados en ambos nombres” (Eccles. Polity, V, LXXVIII, 2). Más aún, esta el hecho de que al comparar los ritos antiguo y nuevo, aparece que la diferencia está precisamente en esto: los formuladores del nuevo han eliminado todo lo que en el antiguo transmitía la idea de un “sacerdotium” místico en el sentido católico del término. Y además está el hecho relacionado de que la introducción del rito eduardino fue el resultado del mismo movimiento general que llevó a derribar los altares y la sustitución de las mesas de comunión para que, como dijo Ridley “la forma de una mesa moverá más a la gente sencilla de las opiniones supersticiosas de la masa papista hacia el correcto uso de la Cena del Señor”.

5. Según la doctrina católica, es necesario para la validez que el ministro de un sacramento no solo emplee la forma apropiada, sino que tenga la intención apropiada. Así, Pole en sus instrucciones al obispo de Norwich (que León XIII cita en su bula de condenación) le dice que trate como no válidamente consagrados a esos supuestos obispos en cuyas ceremonias de consagración previas “no se observó la forma e intención de la Iglesia”, implicando con ello que las consagraciones eduardinas tenían ese doble defecto. En este punto, los defensores de las órdenes anglicanas dicen que (1) admitir que las intenciones mentales del ministro pueden afectar la validez del sacramento es rodear de incertidumbre cualquier ordenación; pues ¿cómo vamos a saber que no ha habido lapsos internos o desviaciones secretas de la debida intención en aquellos sobre cuyos actos han dependido las ordenaciones de generaciones enteras de ministros cristianos?, y (2) aún aceptando esta doctrina de la intención, no se debe imputar defecto de intención a los prelados anglicanos de ninguna generación, puesto que, según teólogos como Belarmino, incluso la intención de un ministro herético es suficiente en la medida que sea una intención general de hacer lo que Cristo hace o su verdadera iglesia hace, sea ello lo que fuere. Pero, se replica, es imposible no reconocer que la intención del ministro es un elemento esencial. ¿Por qué, por ejemplo, hay una consagración válida en la Misa cuando el sacerdote pronuncia las palabras “Este es mi cuerpo” pero no hay una consagración válida cuando pronuncia las mismas palabras en presencia de pan mientras lee el Evangelio según San San Mateo en un refectorio comunitario? Aun así, la Iglesia confía a la Divina Providencia la observación de las intenciones tan defectuosas que no se manifiestan externamente y asume que la intención del ministro es correcta en toda administración seria de sus propios ritos, aun cuando sea---como Cranmer---una persona de opiniones heterodoxas. Sin embargo, cuando una intención defectuosa se manifiesta externamente, hay que tratarla y eso es lo que sucedió respecto a las ordenaciones anglicanas. El rito, como se ha explicado, fue alterado en tiempos de Eduardo VI para expresar una creencia heterodoxa sobre la naturaleza de las órdenes sagradas y así fue adoptada por las autoridades isabelinas. Cuando procedieron a administrarlo la única interpretación razonable de su acción era que conformaban su intención a su rito y por ende, desde un punto de vista católico sus actos eran inválidos por dos razones: el defecto de forma y el defecto de intención.

6. En tiempos modernos el clero anglicano apela con frecuencia, como confirmación de las consideraciones históricas y doctrinales expuestas arriba, e incluso como un valor independiente, a lo que puede llamarse un argumento experimental. “Está muy bien”, dicen, “traer estos argumentos externos para desacreditar nuestras órdenes. Pero tenemos un testimonio interno que nos llama más poderosamente, es decir nuestra conciencia íntima del beneficio espiritual que experimentamos cuando hacemos uso de los Sacramentos, de los cuales nuestras órdenes son la fuente para nosotros. Si fuesen órdenes inválidas, ¿cómo se puede concebir que Dios bendiga su uso para los que recurren a ellas?”. Este es un argumento que nadie ha manifestado con tanta fuerza como el cardenal Newman en la tercera conferencia de su “Dificultades Anglicanas”, donde, además, se puede encontrar la más penetrante respuesta a esto. Baste aquí decir

• que para los que lo presentan prueba demasiado, puesto que los wesleyanos y otros pudieron reclamar otro tanto, y sobre las mismas bases, para sus propias ordenaciones, que nadie supone que su eficacia dependa de la validez de una sucesión apostólica;

• que confunde la eficacia del rito “ex opere operato”, o como canal establecido de la gracia sacramental, y su eficacia “ex opere operantis” o como estímulo a la piedad de los corazones bien dispuestos;

• que la regla de la Iglesia Católica es, sin subestimar de forma alguna el poder evidente de la experiencia interna, interpretar esto y detectar su verdadera importancia aplicando el test de su propia enseñanza externa divinamente autenticada.

La Bula de León XIII

De lo anteriormente expuesto puede entenderse por qué se ha mantenido la práctica de volver a ordenar a los clérigos convertidos. Sin embargo, los anglicanos siempre han resentido esta práctica y han afirmado que la Santa Sede nunca debió haberla sancionado si se le hubieran presentado apropiadamente los hechos.

En 1894 este disgusto fue expresado a algunos eclesiásticos franceses por algunos líderes anglicanos que discutían con ellos sobre la posibilidad de una reunión corporativa. El resultado fue que los eclesiásticos franceses trajeron el asunto a la atención del Papa León XIII, asegurándole que esta impresión prevalecía entre muchos anglicanos bien dispuestos, que sentían que eran tratados de forma injusta. El Papa se sintió movido por lo que le dijeron y resolvió que mandaría a investigar minuciosamente todo el asunto. Así pues eligió a ocho teólogos que habían estudiado especialmente el tema, y de los cuales se sabía que cuatro estaban dispuestos a reconocer las órdenes anglicanas y cuatro dispuestos a rechazarlas. Los llamó a Roma y formó una comisión consultiva bajo la presidencia del cardenal Mazzella. Se les dio acceso a todos los documentos de los archivos del Vaticano y del Santo Oficio que pudieran arrojar luz sobre el punto en discusión, y se les ordenó que filtraran las pruebas por ambas partes con todo el cuidado y dedicación posible. Después de algunas sesiones que duraron seis semanas, se disolvió la comisión y las actas de sus discusiones se presentaron ente un comité judicial de cardenales. Éstos, después de dos meses de estudio, en una reunión especial presidida por el Papa, decidieron por voto unánime que las órdenes anglicanas eran ciertamente inválidas.

Después de un intervalo para que en oración se considerara este voto, León XIII determinó adoptarlo y en consecuencia publicó su Bula "Apostolicae Curae" el 18 de septiembre de 1896. En esta bula comienza expresando su interés afectuoso por el pueblo inglés y su deseo de su vuelta a la unidad, y expone las circunstancias que habían llevado a la publicación de esta solemne decisión. Después llama la atención sobre las acciones que sus predecesores tomaron sobre el mismo asunto.

En el reinado de María Tudor, cuando ella y el cardenal Pole estaban intentando reconciliar el reino, se enviaron cartas con directrices al cardenal que, como muestra su texto, le solicitaban que tratase a los que habían recibido las órdenes de una forma distinta a “la forma que acostumbrada la Iglesia”---una frase que, dice el Papa León, solo puede referirse al ritual de ordenaciones eduardino---o sea, que necesitaban ser ordenados o consagrados de nuevo. En aquel momento la Santa Sede juzgó que la forma anglicana era insuficiente y es manifiesto que persistió en ese juicio adverso por el hecho de que por más de tres siglos ha sancionado la práctica de reordenar absolutamente a los ordenados de esa forma; pues “puesto que en la Iglesia siempre ha habido una regla firme y establecida de que el sacramento del Orden no se debía repetir, nunca lo hubiera consentido en silencio ni tolerado tal costumbre”, si hubiera considerado la forma anglicana suficiente de algún modo.

Más aún, continúa la Bula, la Santa Sede no solo mostró aquiescencia en esa práctica sino que en muchas ocasiones le dio una sanción renovada por juicios expresos, hacia dos de los cuales, el segundo fue el de John Clement Gordon, llama la atención particularmente, repudiando en conexión con este último la alegación de que el rechazo de las órdenes previas de Gordon había sido motivado por otra causa distinta que el carácter del rito anglicano (una copia del cual fue procurada y examinada por los jueces) o incluso que al juzgar el rito, el punto esencial considerado fue la omisión en él de cualquier tradición de los instrumentos.

Esta descripción de la práctica de sus predecesores forma la primera parte de la "Apostolicae Curae", y en vista de ello, León XIII observa que realmente se debe considerar el asunto como uno cerrado. Sin embargo, el Papa ha deseado “ayudar a los hombres de buena voluntad mostrándoles la más alta consideración y caridad” y procede a explicar los principios sobre los que él mismo juzgó, así como sus predecesores, que los ritos anglicanos carecen de las condiciones de validez.

“En el examen”, dice, “de cualquier rito para la realización y administración de los Sacramentos, se hace correctamente la distinción entre la parte que es “ceremonial” y la que es “esencial”, usualmente llamadas “materia” y “forma”. Todos saben que los Sacramentos de la Nueva Ley, como signos sensibles y eficientes de la gracia invisible deben al mismo tiempo significar la gracia que producen y producir la gracia que significan. Aunque el significado debería encontrarse en el rito esencial total, es decir, en la “materia” y “forma”, pertenece principalmente a la “forma”, puesto que la “materia” es la parte que no está determinada por sí misma, sino que está determinada por la “forma”. Y esto aparece aún más claramente en el Sacramento del Orden, cuya materia, en lo que respecta a este caso, es la imposición de manos, que verdaderamente en sí misma no significa nada definido y se usa igualmente para varias órdenes y para la Confirmación. Pero las palabras que los anglicanos afirmaban hasta hace poco que constituían la forma propia de la ordenación sacerdotal---es decir; “Recibe el Espíritu Santo”---ciertamente no expresan al menos definitivamente el sagrado orden del sacerdocio o su gracia y poder, que es principalmente el poder “de consagrar y de ofrecer el verdadero Cuerpo y Sangre del Señor” (Concilio de Trento, Ses. XXIII, de Sacr. Ord., Can. 1) en ese sacrificio que “no es la desnuda conmemoración del sacrificio de la Cruz” (ibid., Ses. XXIII, de Sacr. Miss., Can. 3)… Lo mismo vale para la consagración episcopal; pues a la fórmula “Recibe el Espíritu Santo” no sólo se le añadieron en un período posterior las palabras “para el oficio y obra de un obispo” etc…, sino que incluso éstas, como estableceremos aquí, deben ser entendidas en un sentido diferente del que tienen en el rito católico

En este pasaje, la bula sanciona el principio de que un rito sacramental debe significar de forma definida aquello que va a causar y que este significado definido debe estar en la “forma “esencial o palabras relacionadas en una conexión próxima con la “materia”; y también que, en el caso de las órdenes sagradas, lo que debe ser significado de forma definida es, en la ordenación de los sacerdotes, el Orden Sacerdotal o su gracia y poder, y de forma semejante, en la consagración de los obispos; la gracia y poder de cada uno deben hacer referencia a la realización del Santo Sacrifico de la Misa.

Aceptado este principio, se sigue inmediatamente que el rito anglicano, al menos tal como estuvo hasta 1662, carece de las condiciones esenciales de suficiencia. Pero la bula sigue examinando hasta donde el resto del rito o las circunstancias bajo las cuales llegó a existir, pueden mantenerse para determinar la “ambigüedad” de la “forma esencial”. Y en esto sanciona el juicio que los escritores católicas se habían formado ya. “La historia de aquel tiempo”, dice, “es suficientemente elocuente respecto al “animus” de los autores del rito contra la Iglesia Católica, respecto a los defensores provenientes de sectas heterodoxas con los que se asociaron, y respecto a la meta en mente… Bajo el pretexto de volver a las formas primitivas, corrompieron el orden litúrgico de muchas maneras para que se acomodara a los errores de los reformadores. Por esta razón, en todo el rito de las ordenaciones no solamente no hay una clara mención al sacrificio, sino que todo el resto de cosas no rechazadas del todo en las oraciones del rito católico, fueron eliminadas y borradas deliberadamente. De esta forma se manifiesta a sí mismo claramente el carácter nativo---o espíritu, como es llamado---del rito de las ordenaciones. De aquí que si, viciado en su origen, era totalmente insuficiente para conferir órdenes, era imposible que con el paso del tiempo se volviera suficiente, puesto que permaneció siempre como era (es decir, viciado en el origen)… Pues una vez que se ha iniciado un nuevo rito, en el que, como hemos visto, el Sacramento del Orden es adulterado o negado y del que se ha rechazado toda idea de consagración y sacrificio, la fórmula “Recibe el Espíritu Santo” (el Espíritu, es decir, el que es infundido en el alma con la gracia del Sacramento) ya no se mantienen bueno, y así las palabras “para el oficio y obra de un sacerdote u obispo” y otras parecidas, ya no se mantienen buenas, sino que permanecen como palabras sin la realidad que Cristo instituyó”.

Igualmente, respecto al defecto de intención, la bula endosa el juicio adverso a la ordenación anglicana en que los escritores católicos siempre habían insistido. “Cuando alguien ha hecho uso correcta y seriamente de las debidas “forma” y “materia” requeridas para realizar o conferir el sacramento, se considera por ese mismo hecho, que hace lo que la Iglesia hace. En este principio se basa la doctrina de que un sacramento es verdaderamente conferido por un ministro hereje o no bautizado, siempre que se emplee el rito católico. Por otra parte, si se cambia el rito, con la manifiesta intención de introducir otro rito no aprobado por la Iglesia, y de rechazar lo que la Iglesia hace y que por la institución de Cristo pertenece a la naturaleza del sacramento, entonces está claro que el sacramento no sólo carece de la intención necesaria, sino que la intención es adversa y destructiva al sacramento.”

Estos son los defectos de la sucesión anglicana, en cuya existencia basa la Bula sus decisiones. Hay que notar que son muy fundamentales e independientes de cualquier defecto que se pueda pensar que surja por la omisión en el ritual de una tradición de los instrumentos, o de la duda sobre la consagración de Barlow. Examinar la naturaleza y alcance de ésta última cuando ya se había logrado base suficiente para llegar a una cierta conclusión en la primera, hubiera sido un tarea superflua y por la misma razón es poco probable que incluso para un investigador privado estas otras consideraciones tengan en el futuro el interés que tuvieron en el pasado. Al mismo tiempo, la bula no las ha declarado frívolas o infundadas, como se ha sugerido. Baste dar la definición formal de la bula, que aparece en los siguientes términos: “De donde, por consiguiente, adhiriéndonos estrictamente en esta materia a los decretos de los pontífices, nuestros predecesores, y confirmándolos completamente, y, por así decirlo, reiterándolos por nuestra autoridad, por nuestra propia moción y conocimiento cierto, nos pronunciamos y declaramos que las ordenaciones llevadas a cabo según el rito anglicano, han sido y son absolutamente nulas e inválidas”.

La publicación de la "Apostolicae Curae" causó, como era de esperar, mucha excitación en Inglaterra; y los grupos anglicanos a los que iba destinada no mostraron ninguna disposición para aceptar ni sus argumentos ni su decisión. Sin embargo, se consideró que había creado una crisis suficientemente seria para que se respondiera de forma oficial. Así que a principios del año 1897 apareció, en una edición en latín y en inglés, una “Respuesta de los Arzobispos de Inglaterra a la Carta Apostólica del Papa León XIII sobre las Ordenaciones Inglesas”, que iba “dirigida a todo el cuerpo de obispos de la Iglesia Católica”. La respuesta, que llegó a ser conocida por su nombre latino “Responsio” es claramente un documento de la Iglesia Inferior (Low Church), cuyo argumento principal es que el Papa ha juzgado erróneamente el rito anglicano por el fallo de no reconocer el derecho de las iglesias nacionales a reformar y revisar sus propias fórmulas y al aplicar a este rito una regla falsa y no confiable. La verdadera regla a la que debe someterse un rito, insiste, es la regla de la Sagrada Escritura, y es en esa regla que los Reformadores buscaron su guía. Encontraron una enorme acumulación de ideas “sacerdotalistas” incorporadas en las palabras y ceremonias del antiguo rito, mientras que en el Nuevo Testamento la concepción sacerdotal del ministerio cristiano está completamente ausente. Y, por otra parte, encontraron que los aspectos del ministerio cristiano sobre los que Nuestro Señor y sus Apóstoles habían enfatizado más---los que se referían al deber del pastor de presentarse en nombre del Maestro como su servidor, su guardián, su mensajero, para atender a las ovejas y si fuera necesario, dar su vida por ellas, predicar la palabra, convertir a los pecadores, perdonar las ofensas en la Iglesia, prestarse servicios mutuos unos a los otros, y muchos más de la misma clase---estaban muy insuficientemente expresados en el Pontifical. Por ello, al redactar el nuevo rito trataron hasta donde fue posible, de eliminar los elementos anteriores y dar importancia a los últimos, mientras que en sus “formas” asignaron al sacerdocio las palabras que, según el Nuevo Testamento, Nuestro Señor usó al promover a los Apóstoles a este oficio, y al episcopado las palabras de San Pablo que “se cree que se referían a la consagración de San Timoteo como obispo de Éfeso”. Y al seguir precedentes tan elevados, no se les puede acusar razonablemente de haber puesto en peligro la eficacia de su rito. Esto es en resumen el argumento defensivo de la “Responsio”.

Pero también acusa al Papa, en su celo por condenar las órdenes anglicanas, de haber pasado por alto las contradicciones en las que estaba involucrando la posición de su propia Iglesia. Al condenar las “formas” anglicanas como carentes de una significación definida, condenaba implícitamente las órdenes de su propia Iglesia, puesto que el Pontifical Romano en su texto pre-medieval no estaba ni un ápice más definido que el anglicano isabelino; y al unir la virtud sacramental a la imposición de manos y las palabras relacionadas estaba condenando implícitamente a su predecesor, Papa Eugenio IV, que asignaba esa virtud a la tradición de los instrumentos y las palabras relacionadas con ella, sin hacer mención de la imposición de manos entre los requisitos.

Una cosa quedó clara con la “Responsio” y por otras críticas a la "Apostolicae Curae" que surgieron de la prensa anglicana, es decir, que el carácter de la bula y sus argumentos habían sido muy mal entendidos. De ahí que, a principios de 1898, el cardenal Herbert Vaughan y los obispos católicos ingleses publicaran una "Vindicación de la Bula 'Apostolicae Curae'", en respuesta a una carta dirigida a ellos por los arzobispos anglicanos de Canterbury y York”. En esa “vindicación”, después de algunas observaciones preliminares sobre las razones extrínsecas que la bula había dado para su decisión, se llama la atención al falso punto de vista a partir de los cuales los dos arzobispos habían juzgado los argumentos de la bula. En su “Responsio” se habían ocupado principalmente en contestar la seriedad de los principios en los que se había basado la decisión papal. Insisten en que descansa en la falsa y no bíblica concepción del sacerdocio, y que si ésta hubiese sido substituida por la concepción más bíblica desarrollada por ellos mismos, la decisión hubiese sido diferente. Pero esto, señala la “Vindicación” es “ignoratio elenchi”. Naturalmente que el Papa considera que la concepción católica del sacerdocio está en conformidad con la Escritura; pero esa no era la cuestión bajo consideración. La queja anglicana era que aquellos clérigos anglicanos que se habían pasado al catolicismo eran ordenados de nuevo. Y quejarse de eso era querer que sus órdenes fuesen reconocidas incluso según los principios católicos; mientras que sin duda la sección particular de la comunión anglicana que tomaba más a pecho esta práctica de re-ordenación estaba sustancialmente de acuerdo sobre la concepción católica del sacerdocio. De ahí que la Santa Sede, al examinar la cuestión, asumió necesariamente la validez de sus propios principios, e inquirió solamente si habían sido debidamente aplicados. Sin embargo, para facilitar el entendimiento de las razones papales, la “Vindicación” se extiende, explica y vindica al referir a los hechos aquellos puntos que la bula, a la manera de los documentos legales, da sólo de forma muy condensada. No es necesario epitomar aquí la “Vindicación” pero hay que mencionar su estudio de las opiniones sobre la Presencia Eucarística, la Misa y el sacerdocio de Cranmer y sus asociados, y de igual manera las opiniones sobre el mismo tema expresadas por una serie de teólogos anglicanos durante los siglos XVI y XVII que mostraban la persistencia de la tradición iniciada por Cranmer.

La Autoridad de la "Apostolicae Curae"

Se ha planteado la pregunta de si el pronunciamiento de la bula "Apostolicae Curae" ha de ser tomado o no como una declaración infalible de la Santa Sede. Pero incluso si no lo fuera, no se deduce que se pueda descartar, ni se puede anticipar confiadamente su eventual retirada. Lo que se puede asumir con seguridad es que fija la creencia y práctica de la Iglesia Católica de forma irrevocable. Esto, al menos, debió querer decir León XIII cuando en su carta al cardenal Richard, del 5 de noviembre de 1896, declaró que su “intención había sido hacer un juicio definitivo y solucionar (la cuestión) para siempre” (“absolute judicare et penitus dirimere”), y que los “católicos estaba obligados a recibir (el juicio) con la mayor obediencia como “perpetuo firmam, ratam, irrevocabilem".

Sin embargo, como materia de interés especulativo, se puede preguntar si la definición es estrictamente infalible y la respuesta pude establecerse brevemente así. Pertenece a la clase de declaraciones “ex cathedra” para las que se reclama infalibilidad basándose no ciertamente en los términos de la definición del Vaticano I sino en la constante práctica de la Santa Sede, la enseñanza aceptada de los teólogos, así como las más claras deducciones a partir de los principios de la fe.

Para entender lo que se quiere decir es necesario tener en cuenta la distinción entre un dogma y un hecho dogmático, siendo el primero una doctrina o revelación y el segundo un hecho tan íntimamente conectado con una doctrina revelada que sería imposible sin ser inconsistente afirmar el primero y negar el segundo. Se puede insistir en que el Concilio Vaticano I decidió solamente que el Papa cuando habla “ex cathedra” tiene “esa infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviera su Iglesia al definir la doctrina de fe y moral”, sin proceder a definir el alcance de infalibilidad que nuestro Señor quiso que tuviera su iglesia. Pero debe recordarse:

• que si el Concilio Vaticano I no hubiera sido obligado a suspender sus sesiones por el estallido de la Guerra Franco-Prusiana, pretendía suplementar esta primera definición con otras en las que hubiera entrado en detalles respecto al objeto de la infalibilidad.

• Que suponer que la autoridad de la Iglesia puede definir que una doctrina es verdadera, pero no puede decidir si está contenida o negada en un escrito particular---tal como un rito de ordenación---es suponer que el poder de definir la doctrina es muy nugatorio; y

• Que desde el tiempo de Jansenio ha habido prácticamente un “consensus theologorum” en afirmar que la infalibilidad se extiende a hechos dogmáticos, un juicio que sin duda colocaría a esta bula dentro de la categoría de pronunciamiento infalible.


Bibliografía: Muchas de las obras principales sobre las órdenes anglicanas se han mencionado en el cuerpo de este artículo, pero están también los siguientes: Por el lado católico: Barnes, El Papa y los órdenes (1808), una conveniente colección de documentos sobre el tema; Raynal, Órdenes de Eduardo VI (1870); Moyes, artículos en Tableta (febrero - mayo y septiembre-diciembre de 1895; y febrero-julio de 1897); Sydney F. Smith, Razones para Rechazar las Órdenes Anglicanas (Londres, 1896); Segna, Breves Animadversiones in Responsionem Archiepiscoporum Anglicanorum, ad Litteras Apostolicas Leonis PP. XIII, "Apostolicae Curae" (1897); Brandi, La Condanna delle Ordinazioni Anglicane, in La Civilta Cattolica, Ser. 16, VIII (tr. in Am. Ecc. Rev., XVI, 1897). Del lado anglicano: Denny y Lacey, De Hierarchia Anglicana (1895), escrito con el objeto de mostrar el caso anglicano ante los estudiantes continentales; y el Tratado de la Sociedad Histórica de la Iglesia sobre la Bula "Apostolicae Curae" (1898).

Fuente: Smith, Sydney. "Anglican Orders." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01491a.htm>.

Traducido por Pedro Royo. L H M.