Diferencia entre revisiones de «Sucesión Apostólica»
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Revisión de 14:53 9 mar 2012
Puesto que la Apostolicidad [[Archivo:Paolovi foto1.jpg|300px|thumb|left|]como una señal de la verdadera Iglesia se trata en otro artículo, el objeto del presente es mostrar:- que la sucesión apostólica se halla en la Iglesia Católica;
- que ninguna de las iglesias separadas tiene ninguna pretensión válida a ella;
- que la Iglesia Anglicana, en particular, se desprendió de la unidad apostólica.
Contenido
Reclamo romano
El principio subyacente en el reclamo romano está contenido en la idea de sucesión. “Suceder” es ser el sucesor de, especialmente ser el heredero de, u ocupar una posición oficial justo después, como Victoria sucedió a Guillermo IV. Ahora bien, los pontífices romanos vienen inmediatamente después, ocupan la posición y realizan las funciones de San Pedro; ellos son, por consiguiente, sus sucesores. Debemos demostrar que:
- San Pedro vino a Roma y terminó allí su pontificado;
- que los obispos de Roma que vinieron después de él ocuparon su posición oficial en la Iglesia.
Tan pronto como el problema de la venida de San Pedro a Roma pasó de los teólogos escribiendo pro domo suâ a manos de historiadores imparciales, es decir, dentro de la última mitad del siglo, recibió una solución que ningún erudito se atreve ahora a contradecir; las investigaciones de los profesores alemanes como A. Harnack y Weizsaecker, del obispo anglicano Lightfoot, y las de los arqueólogos como De Rossi y Lanciani, de Duchesne y Barnes, han llegado todas a la misma conclusión: San Pedro residió y murió en Roma. Comenzando a mediados del siglo II, existe un consenso universal sobre el martirio de Pedro en Roma;
- San Dionisio de Corinto habló por Grecia;
- San Ireneo por Galia;
- Clemente y Orígenes por Alejandría;
- Tertuliano por África;
- En el siglo III los Papas reclaman su autoridad a partir del hecho que ellos son los sucesores de San Pedro, y nadie objeta este reclamo, nadie enarbola una pretensión en contra;
- Ninguna ciudad ostenta la tumba del Apóstol, sino Roma.
Allí murió, allí dejó su herencia; el hecho nunca se cuestionó en las controversias entre Oriente y Occidente. Sin embargo, este argumento tiene un punto débil: deja cerca de cien años para la formación de las leyendas históricas, de las cuales la presencia de Pedro en Roma puede ser un tanto como su conflicto con Simón el Mago. Tenemos que ir más atrás hacia la antigüedad.
- Alrededor del año 150, el presbítero romano Cayo le ofreció al hereje Procio mostrarle los trofeos de los Apóstoles: “si ustedes van al Vaticano, y a la Vía Ostiense, encontraran los monumentos de aquellos que han fundado esta Iglesia” ¿Podrían Cayo y los romanos por los cuales él habla haber estado errados sobre un punto tan vital para su Iglesia?
- Luego vamos a San Papías (138 – 150). De él solo conseguimos una débil indicación de que el sitúa a Pedro predicando en Roma, pues él afirma que San Marcos escribió lo que Pedro predicó, y lo sitúa escribiendo en Roma. Weizsaecker mismo sostiene que esta inferencia de Papías tiene algún peso en el argumento acumulativo que estamos construyendo.
- Anterior a Papías está Ignacio, mártir (antes de 117), quien, de camino al martirio, escribe a los romanos: “"No os mando como lo hicieron Pedro y Pablo; ellos fueron Apóstoles, yo soy un discípulo", palabras que, según Lightfoot, no tienen sentido si Ignacio no hubiese creído que Pedro y Pablo habían predicado en Roma.
- Aún más temprano es Clemente de Roma, quien escribió a los corintios, probablemente en 96, ciertamente antes del final del siglo I. El citó el martirio de Pedro y Pablo como un ejemplo de tristes frutos del fanatismo y la envidia. Ellos han sufrido “entre nosotros”, él dijo, y Weizsaecker correctamente ve aquí una prueba más de nuestra tesis.
- El Evangelio según San Juan, escrita casi al mismo tiempo que la carta de Clemente a los corintios, también contiene una clara alusión al martirio por crucifixión de San Pedro, sin, empero, dar su localización (Juan 21,18-19 ).
- La más antigua evidencia viene del propio San Pedro, si él es el autor de la Primera Epístola de San Pedro, o si no, de un escritor cercano a su propia época: “La Iglesia que está en Babilonia os saluda, elegida como vosotros, así como mi hijo Marcos” (1 Pedro 5,13). Se admite por consentimiento común que Babilonia representa a Roma ---entonces sin cristianos---, y no a la Babilonia real, como era usual entre los judíos piadosos (cf. F.J.A. Hort, “Judaistic Christianity”, Londres, 1985, 155).
Esta cadena de evidencia documental, la cual tiene su primer eslabón en la Escritura misma y que no ha sido rota en ninguna parte, coloca la estadía de Pedro en Roma entre los hechos más reconocidos de la historia. Además se fortaleció por una cadena similar de evidencia monumental, la que Lanciani, el príncipe de los topógrafos romanos, resume de este modo: “para los arqueólogos la presencia y ejecución de San Pedro y San Pablo en Roma son hechos establecidos más allá de una sombra de duda, por una evidencia puramente monumental!” (Pagan and Christian Rome, 123).
Los sucesores de San Pedro en función
Los sucesores de San Pedro llevaron a cabo su oficio, cuya importancia creció con el crecimiento de la Iglesia. En el año 97 serias diferencias perturbaron a la Iglesia de Corinto. El obispo romano, Clemente, espontáneamente, escribió una carta autoritativa para restaurar la paz. San Juan todavía vivía en Éfeso, sin embargo, no interfirió con Corinto. Antes del 117 San Ignacio de Antioquía se dirige a la Iglesia Romana como a una que “preside sobre la caridad... que nunca ha engañado a nadie, la cual ha enseñado a las otras.” San Ireneo (180-200) establece la teoría y práctica de la unidad doctrinal como sigue:
- “Con esta Iglesia (de Roma), debido a su más poderoso principado, cada Iglesia debe concurrir, es decir, los fieles en todas partes, en la cual (es decir, en comunión con la Iglesia Romana) la tradición de los Apóstoles, ha sido siempre preservada por aquellos de cada lado” (Adv. Haereses, III).
El hereje Marción, los montanistas desde Frigia, Práxeas desde Asia, vienen a Roma a ganar el favor de sus obispos; San Víctor, obispo de Roma, amenaza con excomulgar las Iglesias de Asia; San Esteban se negó a recibir la delegación de San Cipriano, y se separó de varias Iglesias de Oriente; Fortunato y Félix, depuestos por Cipriano, recurrieron a Roma; Basílides, depuesto en España, se dirigió a Roma; los presbíteros de Dionisio, obispo de Alejandría, se quejaron de su doctrina a Dionisio, obispo de Roma; éste último reconvino con él, y él explicó. El hecho es indiscutible: los Obispos de Roma se hicieron cargo de la Silla de Pedro y del oficio de Pedro de continuar la obra de Cristo (Duchesne, “The Roman Church before Constantine”, Catholic Univ. Bulletin (octubre 1904) X, 429-450).
Para estar en continuidad con la Iglesia fundada por Cristo es necesaria la afiliación a la Sede de Pedro, pues, como cuestión histórica, no hay ninguna otra Iglesia ligada a cualquier otro Apóstol por una cadena continua de sucesores. Antioquía, una vez la sede y centro de los trabajos de San Pedro, cayó en manos de patriarcas monofisitas bajo el emperador Zeno y Anastasio I a fines del siglo V. La Iglesia de Alejandría en Egipto fue fundada por San Marcos el evangelista, el mandatario de San Pedro. Ésta floreció exuberantemente hasta que las herejías arriana y monofisita se enraizaron entre su gente y gradualmente la llevaron a la extinción. La Iglesia Apostólica de vida más corta es la de Jerusalén. En 130 Adriano destruyó la Ciudad Santa y erigió en su lugar un nuevo pueblo, Ælia Capitolina. La nueva Iglesia de Æliea Capitolina estaba sujeta a Cesarea; el mismo nombre de Jerusalén cayó en desuso hasta después del Primer Concilio de Nicea (325.
El Cisma griego ahora reclama su lealtad. La apostolicidad que queda en estas Iglesias fundadas por los Apóstoles se debe al hecho de que Roma tomó la sucesión rota y la unió de nuevo a la Sede de Pedro. La Iglesia Griega comprende todas las Iglesias Orientales involucradas en el cisma de Focio y Miguel Cerulario, y la Iglesia Rusa no puede hacer ninguna pretensión a la sucesión apostólica en forma directa o indirecta, es decir, a través de Roma, porque ellos están, por sus propios hechos y deseos, separados de la comunión romana. Durante los 464 años entre la accesión de Constantino (323) y el Séptimo Concilio General (787), la totalidad o parte del episcopado oriental vivió en cisma por no menos de 203 años, a saber: desde el Concilio de Sárdica (343) a San Juan Crisóstomo (389), 55 años; debido a la condenación de Crisóstomo (404 – 415), 11 años; debido a Acadio y al edicto del Henoticon (484 – 519), 35 años; en monotelismo (640-681), 41 años; debido a la disputa sobre las imágenes (726-787), 61 años; en total 203 años (Duchesne). Sin embargo, ellos reclaman un vínculo doctrinal con los Apóstoles, suficiente en sus mente para marcarlos con el sello de la apostolicidad.
El reclamo de continuidad anglicano
Todas las sectas reclaman la continuidad, hecho que muestra cuan esencial es esa señal de la verdadera apostolicidad de la Iglesia. El partido de la Iglesia Anglicana Superior afirma su continuidad con la Iglesia de antes de la Reforma en Inglaterra, y a través de ella con la Iglesia Católica de Cristo. “Con la Reforma lavamos nuestras caras”, es un dicho favorito de los anglicanos; debemos demostrar que en realidad lavaron sus cerebros, y desde entonces han sido una Iglesia truncada. Etimológicamente, “continuar” significa “mantener unido”. Continuidad, por lo tanto, denota una existencia sucesiva sin cambios constitucionales, y el avance en el tiempo de una cosa estable en sí misma. Estable, no estacionaria, pues la naturaleza de una cosa debe ser crecer, desarrollarse en líneas constitucionales, cambiando constantemente aunque siempre la misma. Esto se aplica a todos los organismos a partir de un germen, a todas las organizaciones que comienzan a partir de unos pocos principios constitucionales; también se aplica a la creencia religiosa, las cuales, como dice Newman, cambian para permanecer igual.
Por otro lado, hablamos de “ruptura de continuidad” cada vez que ocurre un cambio constitucional. Una Iglesia disfruta de la continuidad cuando se desarrolla a lo largo de las líneas de su constitución original; cambia cuando altera su constitución ya sea social o doctrinal. Pero ¿cuál es la constitución de la Iglesia de Cristo? La respuesta es tan variada como las sectas que se autodenominan cristianas. Convencidas de que la continuidad con Cristo es esencial para su estatus legítimo, han esbozado teorías de lo esencial del cristianismo, y de una Iglesia cristiana, que se adapte exactamente a su propia denominación. La mayoría de ellas repudia la sucesión apostólica como marca de la verdadera Iglesia; ellos se glorían en su separación. Nuestra controversia presente no es con tales, sino con los anglicanos que pretenden su continuidad. Tenemos puntos de contacto solo con los más altos eclesiásticos, cuya predisposición hacia la antigüedad y el catolicismo los colocan a medio camino entre el catolicismo y el protestantismo puro y simple.
Inglaterra y Roma
De todas las Iglesias ahora separadas de Roma, ninguna tiene un origen más claramente romano que la Iglesia de Inglaterra. Se ha alegado frecuentemente que San Pablo, o algún otro Apóstol, evangelizó a los bretones. Sin embargo, es cierto que cada vez que los anales de Gales mencionan la introducción del cristianismo en la isla, invariablemente conducen al lector a Roma.
En el “Liber Pontificalis” (ed. Duchesne, I, 136) leemos que “El Papa Eleuterio” recibió una carta de Lucio, rey de Bretaña, que podría hacerse cristiano por sus órdenes.” El incidente es narrado una y otra vez por San Beda el Venerable; se encuentra en el Libro de Llandaff, así como en las Crónicas Anglosajonas; es aceptado por cronistas franceses, suizos, alemanes, junto a las autoridades nativas como Fabio, Enrique de Huntigdon, Guillermo de Malmesbury, y Giraldo Cambrense.
Dondequiera que penetraba, la invasión sajona le arrebató la existencia a la Iglesia Británica, y condujo a los cristianos británicos a las fronteras de la isla, o a través del mar a Armórica, ahora la Bretaña Francesa. Los conquistados no intentaron convertir a los conquistadores; Roma intervino una vez más: Los misioneros enviados por Gregorio el Grande convirtieron y bautizaron al rey Etelberto de Kent, con miles de sus súbditos. En 597, Agustín fue nombrado primado de toda Inglaterra, y sus sucesores, hasta la Reforma, siempre recibieron de Roma el palio, el símbolo de autoridad suprema. La jerarquía anglosajona tuvo un origen completamente romano, en su fe y práctica, en su obediencia y afecto; testigo de cada página en la “Historia Eclesiástica” de San Beda.
Un espíritu igualmente romano animó a la nación. Entre los santos reconocidos por la Iglesia hay 23 reyes y 60 reinas, princesas o príncipes de las diferentes dinastías anglosajonas, contados desde el siglo VII al XI. Diez de los reyes sajones hicieron el viaje a la tumba de San Pedro, y su sucesor, en Roma. Los peregrinos anglosajones formaron casi una colonia en las cercanías del Vaticano, donde la topografía local (Borgo, Sassia, Vicus Saxonum), aún recuerdan su memoria. Había una escuela inglesa en Roma, fundada por el rey Ine de Wessex y el Papa San Gregorio II (715 – 731) y apoyada por el Óbolo de San Pedro (Romescot o Peterspence), pagado anualmente por cada familia de Wessex. Eduardo el Confesor hizo obligatorio el Óbolo por un valor anual de treinta peniques para cada monasterio y grupo familiar poseedor de tierra o ganado.
La conquista normanda (1066) no trajo cambios a la religión de Inglaterra. San Anselmo de Canterbury (1093- 1109) testificó sobre la primacía del Pontífice Romano en sus escritos (en Mateo 16) y con sus acciones. Cuando se le presionó para que renunciara a su derecho de apelación a Roma, le contestó al rey en la corte: “Usted desea que yo jure que nunca, por ningún motivo, apelaré en Inglaterra al Bendito Pedro o a su vicario; esto, digo, no debe ser ordenado por usted, que es un cristiano, pues jurar eso es abjurar del Bendito Pedro; quien abjure del Bendito Pedro indudablemente abjura de Cristo, quien lo hizo príncipe sobre su Iglesia.”
Santo Tomás Becket derramó su sangre en defensa de las libertades de la Iglesia contra la intrusión del rey normando (1170). Grosseteste, en el siglo XIII, escribió más fuertemente sobre la autoridad del Papa sobre toda la Iglesia que cualquier otro obispo inglés de la antigüedad, aunque se resistió a un poco aconsejable nombramiento a un canonicato hecho por el Papa. En el siglo XIV Duns Escoto enseñó en Oxford “que están excomulgados como herejes quienes enseñen o afirmen algo diferente a lo que la Iglesia Romana enseña o afirma.” En 1411 los obispos ingleses en el Sínodo de Londres condenaron la proposición de John Wyclif de “que no es necesario para la salvación el sostener que la Iglesia Romana es suprema entre las Iglesias”. En 1535 el Beato Juan Fisher, obispo de Rochester, fue asesinado por la defensa, contra Enrique VIII, de la supremacía del Papa sobre la Iglesia Inglesa. La más sorprendente pieza de evidencia es la fórmula del juramento tomado por los arzobispos antes de entrar a su oficio: “ Yo, Roberto, arzobispo de Canterbury, desde ahora en adelante, seré fiel y obediente a San Pedro, a la Sagrada Iglesia Apostólica Romana, a mi Padre el Papa Celestino, y a sus sucesores canónicamente electos... Deseo, salvando mi orden, ayudar a defender y mantener contra cada hombre la primacía de la Iglesia Romana y la realeza de San Pedro. Visitaré el umbral de los Apóstoles cada tres años, ya sea en persona o por mis delegados, a menos que sea absuelto por la dispensa apostólica... Así me ayude Dios y estos santos Evangelios” (Wilkins, Concilia Angliae, II, 199).
El presidente del Tribunal Supremo, Henry de Bracton (1260) expone la ley civil de su país de este modo: “debe destacarse concerniente a la jurisdicción de las cortes superiores e inferiores, que en primer lugar según el Señor Papa tiene jurisdicción ordinaria sobre todo lo espiritual, así lo tiene el rey, en sus dominios, en lo temporal.” En muchos casos la línea de demarcación entre las cosas espirituales y las temporales es incierta y difusa; los dos poderes frecuentemente se traslapan, y los conflictos son inevitables. Durante cinco siglos estos conflictos fueron frecuentes. Sin embargo, su misma recurrencia prueba que Inglaterra reconocía la supremacía papal, pues se requieren dos para una contienda. La queja de un lado fue siempre que el otro se inmiscuía en sus derechos. En 1533 Enrique VIII mismo aun suplicaba en las Cortes Romanas por el divorcio. Si lo hubiese logrado, la supremacía del Papa no habría podido encontrar un defensor más enérgico. Fue sólo después de su fracaso que cuestionó la autoridad del tribunal al cual el mismo había apelado. En 1534 un Acta del Parlamento lo nombró la Cabeza Suprema de la Iglesia Inglesa. Los obispos, en vez de jurar fidelidad al Papa, ahora juraban fidelidad al rey, sin ninguna cláusula de excepción. El Beato Juan Fisher fue el único obispo que se negó a prestar el nuevo juramento; su martirio es el primer testigo de la ruptura de continuidad entre la antigua Iglesia inglesa y la nueva Iglesia Anglicana. La herejía intervino para acrecentar la brecha.
Los Treinta y Nueve Artículos enseñan la excelencia luterana y admite las ventajas de la doctrina de la justificación por la fe solamente, niega el Purgatorio, reduce los siete Sacramentos a dos, insiste en la falibilidad de la Iglesia, establece la supremacía del rey y niega la jurisdicción del Papa en Inglaterra. Se abolió la Misa y la Presencia Real; la forma de ordenación fue tan alterada para adecuarse a las nuevas opiniones sobre el sacerdocio que se volvió ineficaz, y la sucesión de los sacerdotes falló, así como también la de los obispos. (Ver órdenes anglicanas).
¿Acaso es posible imaginar que los forjadores de tales alteraciones vitales siquiera pensaran en “continuar” la Iglesia existente? Cuando se destruye el marco jerárquico, cuando se remueve la base doctrinal, cuando cada piedra del edificio se vuelve a colocar libremente para acomodarse a los gustos individuales, entonces no hay continuidad, sino colapso. La antigua fachada de la Abadía de Battle todavía sigue en pie, además partes de la pared exterior y el antiguo nombre; pero al cruzar el portal, uno se enfrenta a una majestuosa mansión nueva y cómoda; céspedes verdes y arbustos ocultan los viejos cimientos de la iglesia y los claustros; los escritorios de los monjes y almacenes siguen en pie para entristecer el ánimo del visitante. De la abadía de 1538, la abadía de 1906 sólo mantiene la máscara, las esculturas disminuidas y las piedras: una imagen apropiada de la antigua Iglesia y de la nueva.
Situación actual
El Dr. Jaime Gairdner, cuya “History of the English Church in the 16th century” puso al descubierto el espíritu esencialmente protestante de la Reforma Inglesa, en una carta sobre “Continuidad” (reproducida en “The Tablet”, 20 de enero de 1906), cambia la controversia de una base histórica a una doctrinaria. “Si el país”, dice, “aún tiene una comunidad de cristianos ---es decir, de creyentes verdaderos en el gran Evangelio de la salvación, hombres que todavía aceptan el viejo credo, y no tienen duda de que Cristo murió para salvarlos--- entonces la Iglesia de Inglaterra permanece la misma que antes. El viejo sistema fue preservado, de hecho todo lo que es realmente esencial a él, y en cuanto a la doctrina nada fue quitado excepto alguna dudosa proposición escolástica.”
Vea también los artículos San Pedro, apostolicidad, Iglesia de Alejandría, Iglesia de Antioquía, Iglesia Griega, anglicanismo y órdenes anglicanas.
Fuente: Wilhelm, Joseph. "Apostolic Succession." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. 20 Jun. 2009 <http://www.newadvent.org/cathen/01641a.htm>.
Traducido por Juan Ramón Cifre. lhm