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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Monacato

De Enciclopedia Católica

Revisión de 02:20 25 oct 2016 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (Medios para Lograr el Objetivo)

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Monacato o monaquismo, literalmente el acto de “vivir solo” (griego monos, monazein, monachos), ha llegado a denotar el modo de vida que llevan las personas que viven en aislamiento del mundo, bajo votos religiosos y sujetos a una regla fija, como monjes, frailes, monjas o como religiosos en general. La idea básica del monacato en todas sus variedades es la reclusión o la retirada del mundo o la sociedad. El objeto de esto es lograr una vida cuyo ideal es diferente de y en gran medida en desacuerdo con la perseguida por la mayoría de la humanidad; y el método adoptado, no importa cuáles sean sus detalles precisos, es siempre la abnegación o el ascetismo organizado.

Tomado en este sentido amplio el monaquismo puede encontrarse en todo sistema religioso que ha alcanzado un alto grado de desarrollo ético, tales como el brahmanismo, budismo, judaísmo, cristianismo y el mahometismo, e incluso en el sistema de esas sociedades comunistas modernas, a menudo anti teológicas en teoría, que son una característica especial del desarrollo social reciente, especialmente en Estados Unidos. De ahí que se reclama que una forma de vida que prospera en ambientes tan diversos debe ser la expresión de un principio inherente a la naturaleza humana y enraizado en ella no menos profundamente que el principio de la domesticidad, aunque obviamente limitado a una parte mucho más pequeña de la humanidad.

Este artículo y sus tres artículos relacionados — Monacato Occidental, Monacato Oriental y Monacato Oriental antes del Concilio de Calcedonia— tratan del estrictamente llamado orden monástico a diferencia de las órdenes religiosas tales como los frailes, canónigos regulares, clérigos regulares y otras congregaciones más recientes. Para información en cuanto a las órdenes religiosas, vea el artículo Vida Religiosa, y cada artículo sobre la orden o congregación particular deseada.

Su Crecimiento y Método

Origen

Cualquier discusión sobre el ascetismo pre-cristiano está fuera del alcance de este artículo, pero los lectores que quieran estudiar esta parte del tema se pueden referir a la Parte I, del "Askese und Monchtum" del Dr. Zockler (Frankfort, 1897), que trata sobre el predominio de la idea ascética entre razas del más diverso carácter. Así también, se excluye cualquier cuestión sobre el ascetismo judío según ejemplificado por los esenios o terapeutas de [N.T.: Terapeutas: Seguidor de una secta religiosa, al parecer de origen judaico, que en los primeros siglos de la Iglesia observaba algunas prácticas del cristianismo.] “De Vita Contemplativa” de Filón, pero para esto se puede referir al volumen de F. C. Conybeare, “Philo about the Contemplative Life”, (Oxford, 1895), por el cual se ha restablecido la autenticidad de la obra después de los ataques del Dr. Lucio y otros estudiosos.

Ya se ha señalado que el ideal monástico es uno ascético, pero sería erróneo decir que el ascetismo cristiano primitivo fue monástico. Tal cosa se hacía imposible por las circunstancias en las que estaban los primeros cristianos, pues en el primer siglo de la existencia de la Iglesia estaba descartada la idea de vivir al margen de la congregación de los fieles, o de formar dentro de ella asociaciones para practicar renuncias especiales en común. Mientras se admite esto, sin embargo, es igualmente cierto que el monacato, cuando llegó, era poco más que una precipitación de ideas previamente en resolución entre los cristianos; pues el ascetismo es la lucha contra los principios mundanos, incluso cuando éstos son sólo mundanos sin ser pecaminosos. El mundo desea y honra la riqueza, así el ascético ama y honra la pobreza. Si ha de tener algo en calidad de propiedad, entonces él y sus compañeros han de tenerlo en común, igual que el mundo respeta y protege la propiedad privada. De la misma manera practicaban el ayuno y la virginidad, para así poder repudiar el libertinaje del mundo.

De aquí en adelante los diversos elementos de esta renuncia se tratarán en detalle; se les menciona aquí sólo para mostrar cómo el ideal monástico fue prefigurado en el ascetismo del Evangelio y sus primeros seguidores. Tales pasajes como 1 Juan 2,15-17: “No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas— no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre” —pasajes que pueden ser multiplicados, y que pueden llevar un solo mensaje si se toman literalmente. Y esto es precisamente lo que hicieron los primeros ascetas. Leemos de algunos que, impulsados por el espíritu de Dios, dedicaron sus energías a la difusión del Evangelio y, renunciando a sus propiedades y al matrimonio, iban de ciudad en ciudad en pobreza voluntaria como apóstoles y evangelistas. Otros renunciaron a la propiedad y al matrimonio para dedicar sus vidas a los pobres y a los necesitados de sus iglesias particulares. Si estrictamente hablando éstos no eran monjes y monjas, al menos los monjes y monjas eran como éstos; y , cuando la vida monástica tomó forma definitiva en el siglo IV, estos precursores fueron vistos naturalmente como los primeros exponentes del monacato. Pues la verdad es que el ideal cristiano es uno ascético y el monacato es simplemente el esfuerzo por efectuar una realización material de ese ideal, u organización de acuerdo con él, cuando se toma literalmente respecto a sus “consejos” así como a sus “preceptos” (Vea ASCETISMO, CONSEJOS EVANGÉLICOS).

Además de un deseo de observar los consejos evangélicos, y un horror al vicio y al desorden que prevalecía en una época pagana, a menudo se señalan dos causas en particular que contribuyeron a la renuncia del mundo entre los primeros cristianos. La primera de éstas fue la expectativa de una inmediata segunda venida de Cristo (cf. 1 Cor. 7,29-31; 1 Ped. 4,7, et.). Por todas partes se admitía que esta era una creencia generalizada, y obviamente, sería un fuerte motivo para la renuncia ya que un hombre que espera que este orden de cosas actual termine en cualquier momento, perderá gran interés en muchos asuntos comúnmente considerados como importantes. Sin embargo, para el siglo IV ya esta creencia había dejado de tener gran influencia, de modo que no puede ser considerada como un factor determinante en el origen del monacato que entonces estaba tomando forma visible.

Una segunda causa más operativa en llevar a los hombres a renunciar al mundo fue la intensidad de su creencia en los malos espíritus. Los primeros cristianos veían el reino de Satanás realizado en la vida social y política del paganismo alrededor de ellos. A sus ojos, los dioses cuyos templos brillaban en todas las ciudades eran simplemente demonios, y el participar en sus ritos era unirse al culto al diablo. Cuando el cristianismo entró en contacto por primera vez con los gentiles, el Concilio de Jerusalén dejó clara la línea a seguir mediante su decreto sobre la carne ofrecida a los ídolos (Hch. 15,20). En consecuencia, ciertas profesiones estaban prácticamente cerradas para los creyentes, puesto que un soldado, un maestro de escuela o un oficial de estado de cualquier clase podían ser llamados en cualquier momento a participar en algún acto de la religión del estado. Pero la dificultad existía también para individuos privados. Había dioses que presidían cada momento de la vida de las personas, dioses del hogar y el jardín, de la comida y la bebida, de la salud y la enfermedad. Honrarlos constituía idolatría, ignorarlos atraería una investigación y posiblemente la persecución. Y así cuando San Juan escribió a los hombres puestos en este dilema: "guardaos de los ídolos" (1 Juan 5,21), dijo en efecto "Guardaos de la vida pública, de la sociedad, de la política, de la interacción de cualquier tipo con los paganos", en pocas palabras, "renuncien al mundo".

Ciertos escritores a veces han señalado que el elemento comunitario visto en la Iglesia de Jerusalén durante los primeros años de su existencia (Hch. 4,32) era indicador de un elemento monástica en su constitución, pero tal conclusión no está justificada. Probablemente, la comunidad de bienes fue simplemente una continuación natural de la práctica, iniciada por Jesús y los apóstoles, donde uno del grupo guardaba la bolsa común y actuaba como administrador. No hay ninguna indicación de que tal costumbre fuese instituida en otros lugares, e incluso en Jerusalén parece haber colapsado en el periodo temprano. Hay que reconocer también que tales influencias tal como la anterior no eran más que contributivas y de importancia comparativamente pequeña. La causa principal que engendró al monacato fue simplemente el deseo de cumplir la ley de Cristo literalmente, imitarlo en su sencillez, seguir sus pasos cuyo “reino no es de este mundo”. Así nos encontramos al principio un monacato instintivo, informal, desorganizado, esporádico; la expresión de la misma fuerza obrando de manera diferente en diferentes lugares, personas y circunstancias; desarrollándose con el crecimiento natural de una planta según el ambiente en el que se encuentra y el carácter del oyente individual que escuchaba en su alma el llamado de "Sígueme".

Medios para Lograr el Objetivo

Debe entenderse claramente que, en el caso del monje, el ascetismo no es un fin en sí mismo. Para él, como para todos los hombres, el objeto de la vida es amar a Dios. El ascetismo monástico significa, entonces, la eliminación de los obstáculos para amar a Dios, y está claro cuáles son estos obstáculos a partir de la naturaleza del amor mismo. El amor es la unión de voluntades. Si la criatura ha de amar a Dios, puede hacerlo de una sola manera: sumergiendo su propia voluntad en la de Dios, al hacer la voluntad de Él en todas las cosas: “si me amas guarda mis mandamientos”. Nadie entiende mejor que el monje esas palabras del discípulo amado, "Nadie tiene mayor amor que este, que el hombre que entrega su vida", pues en su caso la vida ha llegado a significar la renuncia. En términos generales esta renuncia tiene tres grandes ramas correspondientes a los tres consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia.

(1) Pobreza: Hay pocos temas, si alguno, sobre el que se hayan conservado más dichos de Jesús sobre la superioridad de la pobreza sobre la riqueza en su Reino (cf. Mt. 5,3; 13,22; 19,21 ss.; Mc. 10,23 ss.; Lc. 6,20; 18,24 ss., etc.) y el hecho de su preservación indicaría que tales palabras se citaban frecuentemente y presumiblemente se actuaba según ellas. El argumento basado en tales pasajes como Mt. 19,21 ss., puede ser brevemente expresado así: si un hombre desea alcanzar la vida eterna es mejor para él que renuncie a sus posesiones en lugar de conservarlas. Jesús dijo: “¡Qué difícil se le hace a los ricos entrar al reino de Dios!”, cuya razón es sin duda que es difícil prevenir los afectos luego de haberse apegado a las riquezas, y que tal apego hace imposible la admisión al reino de Cristo. Como señala San Agustín, los discípulos evidentemente entendieron que Jesús incluía en el número de los “ricos” a todo el que codicia las riquezas, de otro modo, considerando el pequeño número de los adinerados comparados con la vasta multitud de pobres, ellos no habrían preguntado “Entonces, ¿quién se salvará?”

“No puedes servir a Dios y a Mamón” es una verdad obvia para un hombre que conoce por experiencia la dificultad de un servicio de todo corazón a Dios; pues los bienes espiritual y materiales están en antítesis inmediata, y donde está uno no puede estar el otro. El hombre no puede saciar su naturaleza con lo temporal y sin embargo mantener el apetito por lo eterno; y así, si ha de vivir la vida del espíritu, tiene que huir de la lujuria de la tierra y mantener su corazón desprendido de lo que es por su misma naturaleza no espiritual. La medida en que se practica esta pobreza espiritual ha variado mucho en el monaquismo en diferentes épocas y lugares. En Egipto los primeros maestros de monjes enseñaron que la renuncia debe ser tan absoluta como sea posible. El abad Agatón solía decir, "no poseas nada que te aflija dar a otro." San Macario una vez, al regresar de su celda, encontró a un ladrón llevándose sus escasos muebles. Acto seguido se hizo pasar por un extraño, aparejó el caballo del ladrón para él y le ayudó a llevarse su botín. Otro monje se había despojado a tal grado de todas las cosas que poseía, salvo una copia de los Evangelios. Después de un tiempo lo vendió también y regaló el dinero diciendo: "He vendido el mismo libro que me mandó a vender todo lo que tenía".

A medida que el instituto monástico se volvía más organizado, apareció legislación en los varios códigos para regular este punto, entre otros. Que el principio seguía siendo el mismo, sin embargo, es claro a partir de la forma firme en la que San Benito habla del asunto sin dejar de prever especial para las necesidades de los enfermos, etc. (Reg. Ben., XXXIII). “Sobre todo, el vicio de la propiedad privada debe ser cortado de raíz del monasterio. Que nadie presuma ya sea de dar o recibir algo sin permiso del abad, ni retener nada para sí, ni libro, ni tablillas, ni estilete, ni nada en absoluto, ya que ni siquiera les está permitido disponer libremente ni de su propio cuerpo ni de su propia voluntad.” El principio aquí establecido, a saber, que la renuncia del monje a la propiedad privada es absoluta, sigue siendo tan vigente hoy como en los albores de la vida monástica. No importa en qué medida a cualquier monje individual se le permita el uso de prendas de vestir, libros, o incluso el dinero, la propiedad definitiva de tales cosas nunca se le concederá a él. (Vea POBREZA, FRAILES MENDICANTES, VOTOS).

(2) Castidad: Si las cosas que han de darse se midiesen por el criterio de dificultad, el paso a tomar primero y más fácil para el hombre es claramente la renuncia a los bienes materiales, ya que estas cosas son externas a su naturaleza. Segundo en dificultad vendrían las cosas que están unidas a la naturaleza humana por una especie de afinidad necesaria. De ahí que en orden ascendente la castidad es el segundo de los consejos evangélicos, y como tal se basa en las palabras de Jesús: "Si alguno viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo" (Lc. 14,26). Es obvio que de todos los lazos que unen el corazón humano a este mundo, la posesión de esposa e hijos es el más fuerte. Además, la renuncia del monje incluye no sólo esto, sino de acuerdo con la más estricta enseñanza de Jesús, todas las relaciones sexuales o emociones que surgen de ello. La idea monástica de la castidad es una vida como la de los ángeles. De ahí las frases “angelicus ordo”, “angelica conversatio”, que han sido adoptadas de Orígenes para describir la vida de un monje, sin duda en referencia a Marcos 12,25. Es principalmente como un medio hacia ese fin que el ayuno ocupa un lugar tan importante en la vida monástica. Entre los primeros monjes egipcios y sirios en particular el ayuno se llevaba a tales extremos que algunos escritores modernos han sido inducidos a considerarlo casi como un fin en sí mismo, en lugar de ser sólo un medio y uno subordinado a eso. Por supuesto, este error se limita a los escritores sobre monacato, nunca ha sido favorecido por ningún maestro monástico. (Vea CELIBATO DEL CLERO, CASTIDAD, CONTINENCIA, AYUNO, VOTOS.)

(3) Obediencia: “El primer grado de humildad es la obediencia sin demora. Exactamente la que corresponde a quienes nada conciben más amable que Cristo. Estos, por razón del santo servicio que han profesado… Ellos son, los que indudablemente imitan al Señor, que dijo de sí mismo: «No he venido para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió».” (Regla de San Benito, V) De todos los pasos en el proceso de renuncia, la negación que hace el hombre de su propia voluntad es claramente el más difícil. Al mismo tiempo es el más esencial de todos como dijo Jesús (Mt. 16,24), “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.” El más difícil, ya que el interés propio, la autoprotección, autoestima de todo tipo son absolutamente una parte de la naturaleza del hombre, de modo que dominar tales instintos requiere una fuerza sobrenatural. La más esencial también porque por este medio el monje logra esa perfecta libertad que sólo se ha de hallar donde está el Espíritu del Señor. Fue Séneca quien escribió: “parere deo libertas est” [N.T.: “obedecer a Dios es la libertad”], y la máxima del filósofo pagano es confirmada y atestiguada en cada página del Evangelio.

En Egipto, en los albores del monacato, era costumbre que un monje joven se colocara bajo la guía de un anciano al que obedecía en todo. Aunque el vínculo entre ellos era totalmente voluntario, el sistema parece haber funcionado perfectamente y los mandatos del adulto eran obedecidos sin vacilación. “La obediencia es la madre de todas las virtudes”; “la obediencia es la que abre el cielo y eleva al hombre de la tierra”; “la obediencia es el alimento de todos los santos, con ella se nutren, a través de ella llegan a la perfección”: tales dichos ilustran suficientemente la opinión que los padres del desierto sostenían sobre este tema. Como la vida monástica llegó a ser organizada por una regla, la insistencia en la obediencia permaneció igual, pero se legisló para su práctica. Así San Benito desde el principio, en el prólogo de su Regla, le recuerda al monje el propósito principal de su vida, a saber, “para que por tu obediencia laboriosa retornes a Dios del que te habías alejado por tu indolente desobediencia”. Luego dedica todo el capítulo V a este tema y además detalla los votos que sus monjes deben tomar, mientras que la pobreza y la castidad se presumen implícitamente, la obediencia es una de las tres cosas que promete explícitamente.

De hecho el santo incluso legisla para la circunstancia en que a un monje se le ordene hacer algo imposible. “Que exponga al superior, con sumisión y oportunamente, las razones de su imposibilidad, excluyendo toda altivez, resistencia u oposición. Mas si, después de exponerlo, el superior sigue pensando de la misma manera y mantiene la disposición dada, debe convencerse el inferior que así le conviene, y obedezca por caridad, confiando en el auxilio de Dios.” (Reg. Ben., LXVIII). Además, “…cuando se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin frialdad, sin murmuración y sin protesta. Porque la obediencia que se tributa a los superiores, al mismo Dios se tributa, como él mismo lo dijo: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha»” (Reg. Ben. V). No es difícil ver cuánto énfasis se pone sobre este punto. El objeto del monacato es amar a Dios en el mayor grado posible en esta vida. En la verdadera obediencia la voluntad del siervo es una con la de su amo y la unión de voluntades es el amor. Por lo cual, para que la obediencia de la voluntad del monje a la de Dios pueda ser tan simple y directa como sea posible, San Benito escribe (cap. II) “se considera que el abad hace las veces de Cristo en el monasterio, ya que es designado con su sobrenombre” (Vea OBEDIENCIA, VOTOS).

Santo Tomás en el capítulo XI de su Opusculum (Sobre la Perfección de la Vida Espiritual”, señala que los tres medios de perfección, pobreza, castidad y obediencia pertenecen peculiarmente al estado religioso. Por religión denota el culto a Dios solamente, el cual consiste en ofrecer sacrificio y de los sacrificios el más perfecto es el holocausto. En consecuencia, cuando un hombre le dedica a Dios todo lo que tiene, todo lo que le brinda placer, y todo lo que es, le ofrece un holocausto; y esto lo hace primordialmente mediante los tres votos religiosos.

Diferentes Clases de Monjes

Ocupaciones Monásticas

Fuente: Huddleston, Gilbert. "Monasticism." The Catholic Encyclopedia. Vol. 10, pp. 459-464. New York: Robert Appleton Company, 1911. 24 Oct. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/10459a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina