Tenencia de Tierras en la Era Cristiana
De Enciclopedia Católica
Tenencia de Tierras en la Era Cristiana: Es un asunto para la investigación histórica la forma en que se ha tenido o poseído la tierra durante los 1,900 años que han visto en Europa el surgimiento y el establecimiento de la Iglesia. Estrictamente hablando, la forma en que dicha propiedad o tenencia no solo se dispuso legalmente, sino que se consideró éticamente, es también un asunto de investigación histórica. Pero la determinación a partir del registro del motivo y de la actitud mental es siempre un asunto discutible, mientras que la determinación de la definición jurídica y de los actos públicos es una cuestión de registro documental y comprobable. Durante las dos últimas generaciones (a 1910), ciertas teorías del Estado, basadas, a su vez, en una filosofía vaga y general pero apreciable, han hecho de la historia ética de la tenencia o posesión de la tierra un punto capital de discusión y, para apoyar lo que fue hasta hace poco el punto de vista académico principal, la historia registrada y comprobable fue presionada e incluso deformada al servicio de la teoría.
El objeto de este artículo es exponer lo que es rígidamente comprobable en el asunto, distinguirlo de lo dudoso y, además, de lo meramente hipotético.
La teoría moderna a la que se alude aquí es la concepción de que la propiedad en todas sus formas no tiene relación directa con la personalidad, no es una extensión ni un soporte de la dignidad y voluntad humanas (que, estrictamente, solo puede atribuirse a las personas), sino que es un arreglo mecánico o institución que deriva su autoridad del Estado, no de la naturaleza del hombre y, por lo tanto, no del propósito de su Creador. En este aspecto de la propiedad se unen muchos apologistas modernos aparentemente divergentes. Así, quien afirme que la propiedad es necesaria para dar el impulso requerido al esfuerzo humano, o que su adquisición es la recompensa adecuada a la virtud de la astucia (como él la imagina), o que los hombres deben soportarla como un mal necesario procedente de las imperfecciones de su naturaleza, coincide realmente en su teoría general de la cosa con su oponente aparentemente irreconciliable que afirmará que la propiedad es robo porque su existencia tiende a producir una desigualdad en el disfrute material.
Además el filósofo que analiza lo que se llama renta económica o ricardiana, y enfatiza su cualidad colectiva, por mucho que apoye en privado las leyes que defienden la propiedad privada, traiciona con todo su método de pensamiento su concepción de que la propiedad es adventicia y no nativa del hombre. En general, toda esa ola de pensamiento no cristiano y (en su agudeza) anticristiano que ha sufrido el siglo XIX, considera la propiedad, entre otros establecimientos humanos, como algo que no tiene esa cualidad que llamamos sagrada. No se basa en una sanción moral última: es una función que debe expresarse en términos de utilidad común o privada. No es el propósito de estas páginas discutir las consecuencias de largo alcance de esta filosofía; ha producido, no solo la inseguridad y la pobreza extendida, sino también el descarado espíritu financiero de nuestro tiempo; ha puesto la especulación en lugar de la producción y ha eliminado, en la medida en que ha sido poderosa, las bases económicas permanentes de la sociedad.
La filosofía opuesta no tiene nombre; y aquí tenemos un fenómeno que se asemeja a muchos otros casos. Así conocemos la actitud moderna que considera el matrimonio como un contrato, pero no tenemos nombre para la opinión de esa gran mayoría a los que les repugna tal concepción. Además, podemos marcar la concepción moderna de que el Estado no tiene autoridad sobre el ciudadano —la teoría llamada anarquía— pero no tenemos nombre para la filosofía pública y popular de la gran mayoría para la que tal doctrina es fundamentalmente inmoral. Debemos proceder, por tanto, sin una nomenclatura estricta, y postular lo que todos los observadores modernos admitirán de inmediato, el contraste entre quienes tienen la actitud novedosa descrita respecto a la propiedad en todas sus formas y quienes continúan reposando en la concepción más antigua de la propiedad como una cosa conectada con el sentido ético último del hombre.
A los efectos de este artículo, el interés de esa gran disputa radica en esto: que las academias y universidades (de cuyos centros de intelectualismo proceden, por supuesto, todas esas novedades de larga o corta duración), en su determinación de desestabilizar el sentido de propiedad como una cosa absoluta, han puesto a su servicio la evidencia histórica, y este es especialmente el caso en lo que respecta a la propiedad de la tierra. El hombre es un animal de la tierra; sin tierra no puede vivir. Todo lo que consume y cada condición de su ser material es, en última instancia, atribuible a la tierra. No, la condición primordial de todo, el mero espacio en el que extender su ser, implica la ocupación de la tierra. Por lo tanto, en todas las edades la tierra ha sido salvaguardada de una manera peculiar de los peligros que conlleva el abuso, o incluso el proceso natural, de la propiedad privada en cualquier material. Y si esas salvaguardias han sido o son una afirmación del dominio último del Estado sobre la tierra, o instituciones para asegurar la herencia de la tierra, o para salvaguardarla contra la fluctuación de la fortuna, o para garantizar una parte de ella para lo que es esencial para la vida común de los hombres, o para prohibir su adquisición en más de ciertas áreas por una familia —sin importar cuáles sean o hayan sido las garantías, en última instancia se basan en la verdad primordial y evidente de que sin la tierra el hombre no puede existir.
A la verdad de que la tierra es necesaria para la vida del hombre, otra verdad igualmente evidente aporta fuerza adicional, a saber, que, mientras que todas las demás formas de propiedad pueden ser reemplazadas, la tierra no puede ser reemplazada. Un hombre o un grupo de hombres pueden, si las leyes son suficientemente malas o se observan con laxitud suficiente, acaparar el mercado de trigo para controlar todo el suministro de trigo durante un cierto período, pero no pueden controlarlo por más de cierto período a menos que también controlen la tierra, porque el trigo es perecedero. También son perecederas todas las demás formas de cosas sujetas a la propiedad privada, con la excepción de la tierra. Repartir toda la tierra de la comunidad en una familia o un grupo de familias, hacer que su tenencia sea fija, y es evidente que toda la comunidad dependerá por completo de ella o de ellos. En otras palabras, para seguir siendo un Estado, en el caso de la tierra el Estado debe fijar garantías y salvaguardias contra los peligros inherentes a la institución de la propiedad que no necesita establecer en el caso de otras formas de propiedad.
Por lo tanto, siempre encontraremos en los registros históricos de cada comunidad, por más fija y absoluta que sea su concepción del derecho de propiedad privada sobre la tierra, alguna tierra poseída en común, otra propiedad del Estado o del municipio, e incluso que la tierra que está en manos de individuos o corporaciones se tratará legalmente de una manera diferente, más estricta y contrastante, de la manera en que se tratarán otras formas de propiedad.
Aprovechando esta verdad, la escuela de filosofía antes mencionada ha intentado establecer un esquema de progreso histórico totalmente hipotético. Se ha pretendido que en su primera concepción de la tierra los hombres pensaron en ella como un mero espacio, no heredable para nadie y abierta a todos: que a partir de esto los hombres, organizados en estrictas comunidades, procedieron a otorgar a la comunidad los derechos sobre la tierra que les negaba a los individuos, y a dejar al gobierno de la tribu o de la aldea el poder absoluto y continuo —y poder que se ejerce habitual y frecuentemente— para determinar una labranza y unos pastos comunes. A continuación (imaginada esta hipótesis) las mutaciones de reparto de lotes se hicieron más raras y la vigilancia de los derechos comunes menos celosa, hasta que por fin se encontró —lo que todo hombre puede ver ahora a su alrededor en la civilización europea— una serie de propiedades privadas, y lado a lado con ellas ciertas extensiones de territorio comunal y público. Los derechos que se ejercen sobre esta última o antiguas costumbres que se le atribuyen se denominan (en la terminología de la teoría académica) "supervivencias de un comunismo original de la tierra".
Ahora bien, antes de que se pueda intentar cualquier examen de la verdadera historia de la tenencia de la tierra, es de primera consecuencia librar la mente de todos esos extravíos. No hay ni una pizca de prueba que apoye tal hipótesis: es sólo una de las muchas que podrían formularse. Corresponde al temperamento, si no de nuestros días, al menos de ayer en el círculo intelectual de Europa, si fuera cierta, apoyaría poderosamente una parte de su filosofía general y de su actitud general hacia el desarrollo humano. Pero, como no hay pruebas, el historiador debe contentarse con ignorarla
Para que esta afirmación no parezca demasiado abrupta a los oídos de quienes están acostumbrados a escuchar esta hipótesis afirmada dogmáticamente como verdad histórica, es sólo señalar de pasada el tipo de argumentos sobre los que se apoya.
Se producen registros y se dan pruebas contemporáneas de un comunismo absoluto. Estos registros, ya que son comúnmente legendarios o a lo mejor extremadamente vagos, son más confiables que la evidencia contemporánea, que en este departamento es muy rara y nunca está por encima de toda sospecha. Incluso admitiendo que la evidencia legendaria o la observación contemporánea de casos aislados establece la posibilidad de que los hombres toleren un comunismo en la tierra, de ninguna manera establece un progreso desde el comunismo hacia la propiedad privada. Intentar hacerlo es argumentar en círculo. Llamar “primitivo” al comunismo dondequiera que aparezca, incluso en una forma muy imperfecta, y llamar a la propiedad privada donde aparece "un desarrollo posterior", es meramente evadir todo el asunto. Es un proceso contra el cual se debe advertir al estudiante, porque es, o ha sido, de la mayor popularidad posible en todos los departamentos del intelectualismo moderno. Es lógicamente vicioso y, a menudo, demostrablemente poco sincero. No hay un solo caso determinable en la historia de una progresión regular del comunismo en la tierra a la propiedad privada. Son innumerables los casos en que el dominio de la propiedad privada invade, con el paso de los años, el dominio de la propiedad pública o comunal. Y hay muchos casos, aunque menos numerosos, de propiedad comunal que se extienden después de una restricción anterior y crecen a expensas de las propiedades privadas. Pero pretender que un esquema de desarrollo regular es comprobable u observable es simplemente afirmar como una verdad histórica algo para lo cual vemos que no existe evidencia histórica.
Con este prefacio, que, si bien es extenso, es necesario para cualquier concepción justa del asunto, volvamos a la evidencia que tenemos ante nosotros.
Los límites de la era cristiana forman no solo los límites naturales para un artículo en una Enciclopedia como esta, sino también un excelente límite histórico en el que enmarcar nuestra investigación. Pues el nacimiento de Cristo fue aproximadamente contemporáneo con la expansión del arte de escribir sobre las civilizaciones tribales del norte y oeste de Europa, y aproximadamente contemporáneo también con esa organización de todo el mundo conocido, y especialmente de los antiguos estados y ciudades orientales bajo el esquema unificado y simple del dominio romano. En otras palabras, un medio en el que por un lado podían conservarse los registros antiguos y por el otro, establecerse los nuevos registros, tal medio, coincidente con toda nuestra civilización, es aproximadamente contemporáneo con el comienzo de la era cristiana. Una generación antes de que comenzara dicha era vio a las armas romanas ocupar la Galia, esas mismas fuerzas alcanzaron los últimos límites, y se extinguió la última independencia del litoral norte de africano en Cherchel al oeste, en el Valle del Nilo al este; la generación siguiente a la fundación de la Iglesia Católica vio la ocupación de Gran Bretaña en un extremo de las fronteras romanas y la completa absorción de Judea en el otro.
Por lo tanto, desde el primer siglo de la era cristiana tenemos registros claros, y sobre la base de tales registros podemos establecer nuestro juicio. Lo que descubrimos es aproximadamente lo siguiente:
La tenencia real de la tierra en toda esta área, a la que se aplicó el esquema de derecho romano y el apetito romano por el registro, consideraba la propiedad privada de la tierra como un esquema nativo y necesario para el hombre. Pero la cualidad absoluta de este derecho y la extensión del área sobre la que se ejercía diferían mucho según las distintas secciones del mundo. La civilización que Roma había reemplazado en la Galia y estaba en proceso de reemplazar en Gran Bretaña, la civilización de la que tomó nota, aunque no la reemplazó, en las Germanias, y que su religión desarrollaría más tarde en Irlanda, no era municipal, sino tribal.
Generalmente se asume que la civilización tribal es necesariamente nómada o, en todo caso, tan nómada como la persecución y la guerra continua connotan. La suposición tiene algo de verdad, pero en su forma absoluta puede ser muy exagerada. Así podemos estar seguros de que el clan galo llamado senones, a pesar de sus expediciones lejanas y las colonias que arrojaron a los límites más extremos de su mundo, tenía un asiento fijo en el Yonne, un asiento que aún permanece en la forma de una ciudad catedralicia. Podemos estar igualmente seguros de que los arvernos eran una población arraigada y condicionada por la antigua región volcánica del centro de Francia. Argumentos negativos demasiado largos para detenernos aquí son suficientes para demostrar que los límites del pueblo vasco en el norte de los Pirineos han sido prácticamente los mismos a lo largo de todo el período de conocimiento registrado y siguen siendo hoy dentro de pocas millas lo que eran durante las guerras civiles de los romanos. Y, en general, el carácter nómada de un sistema tribal es indefinidamente elástico. La tribu puede ser totalmente nómada o puede haberse asentado, conservando al mismo tiempo su organización y moral tribales, en un conjunto fijo de aldeas agrícolas. Esto es muy cierto: donde los hombres construyen y no dependen de tiendas de campaña para refugiarse, el carácter nómada de sus comunidades es limitado.
Ahora bien, la importancia de tal consideración radica en esto: que una comunidad totalmente nómada está necesariamente al margen de cualquier concepto fundamental de propiedad, —comunista en lo que respecta a la tierra. Los hombres que pasan de un lugar a otro sin una morada fija nunca pueden concebir la tierra de otra manera que como un mero espacio sobre el que avanzan, o una mera área de tierra de la que obtienen el sustento para ellos y su ganado. Pero inmediatamente se plantea la pregunta inversa: donde el sistema tribal no era totalmente nómada, ¿hasta qué punto la vivienda asentada acompañó al establecimiento de la propiedad privada en la tierra? La respuesta a esta pregunta es de capital importancia y volveremos a ella después de abordar la otra mitad del esquema romano.
Esa otra mitad, la antigua civilización del Mediterráneo, era municipal; es decir, la organización de los hombres era principalmente una organización de ciudades-estados. Existían la agricultura y los asentamientos aldeanos, una como sirviente y los otros como satélites de ciudades-estado que resumían la vida de cada sociedad. Desde tiempos inmemoriales, más allá de todo registro e incluso más allá del horizonte brumoso de leyendas creíbles, los hombres habían vivido así en las orillas del Mediterráneo. Ciertas excepciones pintorescas, numéricamente insignificantes, por su mismo contraste daban relieve a este carácter fundamental de la vida mediterránea. Raras y escasas tribus semitas vagaban por los desiertos más allá de su esquina sureste; los jinetes bereberes asolaban las estepas que se encontraban detrás de las ciudades del norte de África. Pero todo el esquema de la vida era municipal.
En ese esquema descubrimos al inicio de la era cristiana una cierta actitud ni complicada ni difícil de definir hacia la tenencia de la tierra. En todas partes se tenía la tierra como propiedad privada; se compraba y vendía, y el Estado romano concedía sobre ella los derechos más absolutos imaginables. Pero esto no significa que el sistema fuera simple o que no contuviera vestigios de instituciones menos absolutas. Aunque se establecía absolutamente la propiedad privada (y eso con toda la apariencia de ser de uso inmemorial), y aunque estaba permitida de una manera que la mayoría de los estados modernos considerarían un peligro, acumular en amplias haciendas, sin embargo, primero, siempre se mantenía una reserva muy grande de tierras pertenecientes a la ciudad y al gobierno imperial; y, en segundo lugar, no las hipótesis, sino los registros existentes mostraban cómo en el pasado la sociedad en todo el Mediterráneo, aunque ni siquiera podía concebir el comunismo, había hecho esfuerzos continuos para prevenir el crecimiento de una clase de hombres libres que debían ser desposeídos de la tierra. Sin embargo, los esfuerzos para alcanzar este ideal, que ahora tomaba la forma de estallidos populares, ahora de legislación aristocrática, se dirigían, en su mayor parte, hacia la subdivisión adecuada de las tierras públicas restantes o hacia el establecimiento de una población autónoma en tierras que habían adquirido por conquista de un enemigo.
Como apenas hay que recordarle al lector, la institución de la esclavitud debe ser tenida en cuenta constantemente en relación con tal esquema de sociedad. Para la época de que hablamos, el Estado en el Mediterráneo normalmente, aunque no en todas partes, estaba formado por una minoría de hombres libres, ciudadanos como deberíamos llamarlos, para quienes trabajaba una mayoría de hombres no poseedores de derechos cívicos y técnicamente ninguna porción del Estado en absoluto. Incluso en tales condiciones estaba creciendo una clase que, aunque libre, estaba despojada de cualquier tenencia de tierra. Había aparecido muy temprano en la historia de Roma y del nombre romano primitivo para ello extraemos nuestro término técnico moderno "el proletariado". Pero había un instinto constante a favor de aumentar la seguridad del Estado mediante el establecimiento de tales hombres sin tierra como dueños absolutos y propietarios de las decrecientes tierras públicas. Este, el objetivo de los Gracchi y el logro de Julio César, aunque al final no tuvo éxito, demostró la fuerte tendencia del Estado romano a apoyarse en ciudadanos que deberían ser dueños absolutos. Ya sea que heredemos esa concepción solo de la política romana, o si es algo nativo de la sangre europea en su conjunto, es cierto que desde las guerras civiles romanas hasta nuestros días, la idea de que un gran número de propietarios absolutos de la tierra forme la mejor y más natural base para un estado, ha perdurado intacta y puede considerarse normal para la mente política de Europa.
Se podría proponer una serie de excepciones indefinidamente grandes para un esquema tan simple. Las costumbres locales variaban infinitamente, y los eruditos pueden descubrir muchos vestigios de tenencia antigua, pero, considerando nuestro punto de partida en su conjunto —considerándola como un todo, es decir, la civilización del Mediterráneo en el primer siglo de nuestra era— fue una civilización de terratenientes, propietarios que podían comprar y vender, equilibrada por la retención de grandes áreas en manos de la comunidad para su distribución, no para la labranza común.
A esta concepción de la tenencia de la tierra (que es casi idéntica a la de la tradición republicana francesa que se ha impuesto hoy en la mayor parte del oeste de Europa) se añadió en los siete siglos siguientes un lento proceso de modificación que es tan difícil de estimar en su naturaleza y orígenes, ya que es esencial comprenderlo si se quiere comprender el problema de la tierra en Europa. La propiedad absoluta del derecho romano y de la idea romana permaneció inalterada en las mentes de los hombres, en la terminología de sus leyes, en las frases de su conversación e incluso en los principales hechos de su sociedad.
Pero a una concepción tan simple se superpuso una relación novedosa entre los propietarios más grandes y los más pequeños, entre el propietario y el no propietario que simplemente había contratado un término de tenencia a cambio de una renta — es más, incluso entre el propietario y la clase que alguna vez fueron sus esclavos para ser comprados y vendidos a voluntad— que transformó la sociedad de Europa. Digo que esta nueva relación surgió más gradualmente durante los primeros siete siglos; es ampliamente reconocible en derecho en el siglo VIII. La oscuridad del siglo IX, con su violento asalto bárbaro, arroja a la sociedad a un crisol; cuando la masa caótica se recristaliza, encontramos establecida y en adelante dominando toda la Edad Media, desde finales del siglo X hasta los tiempos modernos, esa concepción de la tenencia de la tierra a la que se le da el título aproximado, aunque algo inexacto, de feudalismo.
Es en este punto de importancia que volvemos al hilo de la organización tribal para poder descubrir hasta dónde este cambio en el hábito de la mente romana, entre la propiedad absoluta del Imperio primitivo y la concepción de la tenencia en la Edad Media, procedía de ese sistema tribal exterior y bárbaro, y hasta qué punto procedía de algún cambio orgánico interno dentro de la estructura de la sociedad romana.
Hemos visto que el sistema tribal no era necesariamente nómada y, por lo tanto, no era necesariamente comunista en materia de tierra. Su carácter nómada varió en intensidad, desde las hordas puramente nómadas que parecen haber ocupado las grandes llanuras del este de Europa hasta los clanes más o menos fijos de los galos, con sus ciudades centrales o fortalezas establecidas, y sus atribuciones locales de áreas y fronteras.
Tenemos muy poca evidencia sobre las tribus al este del Imperio Romano. Es costumbre dar a este indefinido grupo de bárbaros el nombre de teutones; y ciertamente muchas de las tribus que la componen (aunque no todas) parecen tener ciertas costumbres religiosas, e incluso los nombres de ciertos dioses, en común al comienzo de la era cristiana. En cuanto a la homogeneidad de esta etnia, tenemos pruebas tan contradictorias como escasas. Tácito, cuyo objetivo principal era la producción de una sátira literaria pulida, pinta una comunidad ideal, todos de una sangre muy distinguible y exactamente poseídos de todas las virtudes que deseaba pero que no pudo encontrar en el Estado romano de su tiempo. Sin embargo, en su “Germania” este escritor admite, para fortalecer su obra, un considerable número de notas que parecen llevar el sello de la observación real, realizada, por supuesto no por el autor, sino por mercaderes o soldados a quienes él pudo haber interrogado.
En el siglo anterior, Julio César, un escritor militar con un objetivo muy diferente y preocupado por la precisión más que por el efecto, ofrece una imagen mucho menos favorable. Se debe recordar que ninguno de los escritores tenía forma alguna de apreciar las Germanias y su población mixta y flotante dentro de una gran distancia de las líneas romanas. Pero es notable que ambos insistieron en el carácter nómada de estos bárbaros. En el relato de César, se enfatiza la escasez de agricultura y la importancia de los pastos; describe que la tierra era poseída en común por un organismo que se movía de año en año. Sus habitaciones no eran más que chozas temporales.
El relato de Tácito no forma un todo coherente, y la oración más importante en él para nuestro propósito está tan corrupta en el texto que ningún erudito puede dar fe de ella; pero generalmente se entiende que significa que la tierra (no podemos decir si pastos o arables) se reasignaba año tras año; y es cierto que, como ocurre con la mayoría de los bárbaros, se mantenían grandes áreas de terreno baldío alrededor del asentamiento de cada tribu. Prácticamente no hay otro testimonio respecto al sistema tribal al este del Imperio Romano. Se ha erigido una enorme masa de conjeturas sobre la frágil base de oscuras costumbres y supuestos vestigios del pasado que se descubrieron siglos más tarde, cuando las Germanias fueron civilizadas por los ejércitos cristianos, y en particular por los de Carlomagno, y cuando los registros escritos pudieron asentar por primera vez lo que hasta ahora había sido fluctuante y quizás una leyenda reciente.
El sistema tribal occidental tiene otra importancia mucho mayor. Sabemos más sobre él; formó la civilización de un número mucho mayor de hombres, y de hombres mucho más cultivados y, por lo tanto, de mayor influencia sobre la mente romana. Del sistema galo no sabemos prácticamente nada. Sobre los británicos no podemos más que adivinar, pero nos instruye la supervivencia de lo que se llama hábito "celta" en Irlanda y su recrudecimiento (que también es una forma de supervivencia) en Gales, tras la disolución del dominio romano. La característica de esa civilización parece haber sido un fuerte vínculo de sangre y de interés común entre los miembros de un clan. Quizás la evidencia más sorprendente de esto es que, cuando la Iglesia Católica mantuvo registros estrictos para toda su elaborada organización y, por así decirlo, la maquinaria necesaria, tomó en su unidad las tribus celtas independientes, incluso una institución como el episcopado fue influenciada por el esquema tribal; y al principio el obispo fue el obispo de la tribu o de su instituto monástico, no el funcionario de un municipio, como lo fue en todo el resto del mundo conocido.
La proporción de tierra que podía considerarse correctamente como propiedad privada bajo el sistema tribal de Occidente variaba indefinidamente. Por supuesto, los registros solo comienzan a existir con el advenimiento de la civilización, letras, religión y derecho romanos, incluso después de la caída del Imperio Romano. No fue hasta que la investigación moderna comenzó a funcionar que se pudo adivinar el alcance de la propiedad comunal en la tribu, ya que es una idea ajena a los primeros cronistas que escribieron en lengua romana y bajo las tradiciones romanas. Incluso las tradiciones escritas y orales galesas hacen difícil establecer una proporción, y ciertamente los eruditos en los campos de las costumbres tribales galesas, escocesas e irlandesas se ven obligados, a pesar de toda su erudición, a presentar muchas más hipótesis que conocimiento directo.
Quizás sea un resumen justo que la mitad del sistema tribal que se encontraba fuera del Imperio Romano en las Islas Británicas estaba condicionada en cuanto a su proporción de propiedad privada frente a la comunal por las circunstancias geográficas en las que vivía. Los distritos que ocupaba en Gran Bretaña eran montañosos; los pastos, campos baldíos y bosques en las montañas eran comunales. Los estrechos cinturones aluviales a lo largo de los arroyos del valle eran en parte comunales como pastos, en parte se mantenían cooperativamente para la labranza y en parte —necesariamente en las cercanías de las viviendas— eran particulares y de propiedad.
En Irlanda, donde amplias extensiones de llanura (aunque de llanura húmeda, aptas principalmente para pastos) contrastaban con los distritos montañosos, la propiedad privada en el pleno sentido romano se modificó, —según se modificó, para el caso, en las pequeñas propiedades privadas de los valles galeses y escoceses— por un carácter político o ético común a todo el sistema tribal, el cual fue su carácter intensamente militar, un carácter que, se debe recordar, las llamadas tribus celtas de Occidente derramaron como un riachuelo espiritual vigorizante en la vida de la Alta Edad Media. Este carácter implicaba una intensa lealtad al clan y a la persona de un jefe. La concepción de un individuo poseyendo en oposición al clan, o defendiendo su existencia particular y su base económica en oposición a su jefe, era una concepción que, aunque presente, era considerada un vicio y era odiosa para el espíritu de esa sociedad. Había posesión, pues había robo y un sentido de propiedad de la tierra, pues hay muchos ejemplos de hombres enfurecidos contra el expolio injusto de esa forma de propiedad como lo harían contra el expolio injusto de cualquier otra forma de propiedad. Pero el clan era sobre todo militar, y la propiedad privada, por muy sentida o reconocida universalmente, estaba sujeta al espíritu de sacrificio que es esencial para el temperamento militar.
Una apreciación general del espíritu tribal de Occidente, aunque históricamente de primera importancia ya que la Edad Media se inspiró principalmente en él, no afecta en gran medida la historia particular de la tenencia de la tierra, porque tiene, tanto numérica como institucionalmente, una relación tan leve con la vasta, compacta y estable civilización de Roma, cuya transformación interna sólo puede explicar el cambio gradual de la concepción romana de propiedad al sistema feudal.
Desafortunadamente, falta un tercer campo de evidencia que sería de suma importancia para nuestra investigación y nunca podrá ser recuperada: es decir, la evidencia del sur y el este de Gran Bretaña. Allí ciertamente tuvo lugar una infiltración de tribus, y a menudo quizás, de familias únicas, desde las Germanias hacia el sur y el este de Gran Bretaña durante los siglos IV, V y VI. No hay duda de que, desde una posición originalmente subsidiaria y quizás insignificante bajo el Imperio Romano, la población de habla alemana del sur y este de Gran Bretaña aumentó enormemente hasta la llegada de San Agustín, justo antes de los albores del siglo VII. Una vez más, no hay duda de que los ataques de los piratas, que probablemente también hablaban principalmente dialectos teutónicos, de ser acosadores en el siglo III y amenazantes en el IV, se habían convertido en un flagelo en el siglo V; y el peso de la leyenda, aunque es sólo leyenda, es demasiado fuerte para ignorarlo cuando describe su progreso en el VI. Un cierto número de ciudades romanas en Gran Bretaña fueron realmente tomadas por asalto, algunas quizás por los piratas solos, algunas por una combinación de estos con otros bárbaros como los celtas del norte más allá de la muralla romana. En cualquier caso, aunque no hay un registro directo, e incluso solo tradiciones muy engañosas a modo de mito, sobre los peores 150 años del trato, y aunque el sur y el este de Gran Bretaña desaparecen de la historia durante ese período, podemos decir con confianza que la sociedad resultante de las invasiones piratas, la resistencia de las ciudades romanas y las tribus británicas independientes que se unieron a la refriega, era una sociedad que exhibía, después de su conversión, un mayor número de rasgos tribales que la de cualquier otra provincia anteriormente imperial.
Si tuviéramos alguna evidencia sobre el estado de la sociedad en proceso de formación, podríamos establecer un interesante conjunto de hechos, e incluso podría parecer que lo que se llama costumbre "teutónica" fue de un tipo calculado para afectar a la sociedad romana en dirección al feudalismo. Desafortunadamente, no poseemos tal evidencia. La primera descripción clara de la sociedad mixta producida por las invasiones piratas y la difusión de los dialectos alemanes llega demasiado tarde para nuestro propósito, y para el historiador no queda nada más que el trabajo muy poco rentable de las conjeturas sobre lo que posiblemente haya sido la organización tribal en las casas de los piratas antes de que tomaran el mar, o entre las tribus británicas semiindependientes que rodeaban a las sociedades romanas en el declive del poder romano. Para cuando se desarrollan registros claros bajo la influencia de la Iglesia, no queda nada sobre el sistema de la verdadera organización tribal. Los municipios romanos han sobrevivido al impacto y están todos de pie, con la excepción de tres.
La organización agrícola de las aldeas tienen ciertas características locales que parecen diferenciarla de su equivalente en la Galia, pero estas diferencias son leves y sin importancia, y con la excepción del cambio creciente en el idioma popular (cuyos elementos alemanes se extienden cada vez más), de una considerable mezcla de sangre nueva (no podemos decir cuánta), de un aflojamiento necesario y obvio de los lazos de la sociedad, y de una ausencia de organización militar como la que aún se conserva en la Galia, la provincia romana de Gran Bretaña es, a finales del siglo VIII, una vez más una parte del mundo romano. No podemos juzgar a partir de su constitución social de entonces qué influencias tribales anteriores pudieron haber contribuido a moldear el Estado.
Sin embargo, se ha sugerido otra fuente para la transformación en la tenencia de la tierra que sufrió la sociedad romana. Algunos han pensado que los orígenes del feudalismo fueron dos instituciones presentes en el Imperio Romano en la época de su vigor, —una militar y descubierta temprano especialmente en Occidente, la otra civil y desarrollada más tarde en Oriente bajo la ley bizantina.
La primera de ellas fue la tenencia militar otorgada por la Corona a los veteranos en las fronteras con la condición de que prestaran su servicio militar cuando fuera necesario. Este caso de tenencia fue excepcional en lo que respecta al número de individuos, pero tuvo una amplia extensión en las largas fronteras del Imperio. De hecho, guarda un gran parecido con una característica del feudalismo posterior, a saber, la conexión entre la tenencia y el servicio militar. Pero es absolutamente imposible establecer un vínculo entre este sistema excepcional, artificial y ocasional y todo el estado de ánimo que produjo (como veremos más adelante) el sistema feudal. No hay rastro de que el uno surgiese del otro: no se encuentra una tenencia heredada que comenzase bajo este experimento militar romano y terminase como un verdadero estado feudal. La semejanza entre los dos es más mecánica que orgánica, y la analogía es verbal. Al examinarlo, encontramos que no hay afiliación entre el espíritu de uno y el espíritu del otro.
La segunda institución fue la tenencia denominada emphyteusis (enfiteusis), bajo la cual se concedía tierras bajo el dominio de la Corona (y también otras tierras, pero especialmente las tierras bajo el dominio de la Corona) no en propiedad absoluta, sino en tenencia por ciertas cuotas fijas, y se concedía de forma permanente. De hecho, este sistema casi se parece en su forma al beneficium (beneficio), que se traslapó con él, pero creció más tarde y floreció con más vigor en Occidente. Carece, sin embargo, del carácter primordial del beneficium, a saber, el vínculo moral entre el otorgante y el cesionario, la concepción de un favor personal hecho por el otorgante que espera del cesionario la lealtad personal.
Ahora bien, este factor moral fue la vida del crecimiento feudal, y aunque las formas de la concesión en Occidente fueron indudablemente influenciadas por la estricta ley del Imperio, no se puede descubrir en la historia si existe una relación orgánica entre uno y otro. Un proceso más directo, razonable y demostrable produjo a partir del material de la sociedad romana, y dentro de su propia tradición, la estructura de la tenencia conocida más tarde como feudalismo. Pues, mientras varias formas de tenencia fija que tenían por característica la tenencia de la tierra ajena, en contraposición a la idea fundamental e indestructible de propiedad, estaban surgiendo así en la civilización asentada todavía sujeta al gobierno romano centralizado y que residía principalmente en la parte oriental de la cristiandad, en la parte occidental las ideas de la época se expresaban de otra manera.
La concepción de tenencia, u ocupar tierra ajena permanentemente, a diferencia de la propiedad (una idea tan fundamental e indestructible en Occidente como en Oriente), se estaba desarrollando en la Galia a través de la fusión de dos corrientes de costumbres bastante distintas. Para comprender estas dos corrientes, el lector debe postular primero como la base de toda la sociedad romana al final del Imperio Romano una serie de grandes propiedades que variaban en tamaño desde muchos cientos hasta muchos miles de acres, cada una en posesión absoluta de un propietario que labraba su tierra con mano de obra esclava. Estas fincas eran las unidades de la sociedad, eran las parroquias en las que se dividía la organización eclesiástica y las villae en las que se dividía la industria agrícola. Una familia podía poseer muchas; ninguna familia rica o importante poseía menos de una. Es su agrupación la que veremos construyendo el sistema feudal; son sus propietarios cuyos descendientes se convirtieron en la nobleza de Europa en la Edad Media, sus capellanes que se convirtieron en párrocos, sus esclavos que se convirtieron en campesinos. Una vez comprendida esta concepción, podremos comprender la naturaleza de las dos corrientes cuya fusión resultó en la producción plena del feudalismo, un proceso que ahora estamos a punto de examinar. Las dos corrientes fueron las siguientes:
(1) Los grandes terratenientes que el Imperio Romano, mientras era aún gobernado estrictamente desde un centro, había dejado como dueños absolutos de sus haciendas, comenzaron a organizarse en una jerarquía desde el mayor al menor: estos últimos se relacionaban con los primeros mediante un entendimiento que luego se convirtió en un contrato, y que llevaba consigo una concepción de dependencia.
(2) En muchos casos, al ser los altos funcionarios del Estado también los propietarios de grandes latifundios, las dos ideas de oficio y de propiedad se asociaron en las mentes de los hombres y, mientras que el poder político se volvió hereditario al igual que el traspaso de la tierra, se volvió natural, recíprocamente, pensar en la propiedad, por fija y continua que fuera, como algo que se poseía desde arriba, ya que el poder político, que por fin estaba inseparablemente asociado con la propiedad, debía por su propia naturaleza sostenerse desde la autoridad suprema del Estado.
Fuente: Belloc, Hilaire. "Land-Tenure in the Christian Era." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8, págs. 775-784. New York: Robert Appleton Company, 1910. 14 sept. 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/08775a.htm>.
Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina