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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Certeza

De Enciclopedia Católica

Revisión de 18:30 3 sep 2016 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones)

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La palabra certeza indica tanto un estado mental como una cualidad de una proposición, según digamos “estoy seguro” o “es cierto”. Esta distinción se expresa en el lenguaje técnico de la filosofía al decir que hay certeza subjetiva y certeza objetiva. Es digno de mención, en cuanto al uso de los términos en inglés, que Newman reserva el término “certeza” para el estado mental, y emplea la palabra “certidumbre” para describir la condición de la evidencia de una proposición.

Certeza es correlativa a verdad, pues verdad es el objeto del intelecto. Conocimiento significa conocimiento de la verdad; y de ahí que tenemos el hábito de decir simplemente de una proposición que "es cierta", para expresar que es verdad, y que su verdad es tan evidente como legítimamente para producir certeza. La certeza se contrasta con otros estados de la mente en referencia a una proposición: el estado de ignorancia, el estado de duda y el estado de opinión. Este último significa, en el uso estricto del término, el mantener una proposición como probable, aunque en el lenguaje común se utiliza libremente en un sentido más amplio, como al hablar de las opiniones religiosas de un hombre, denotando no sus especulaciones o teorías sobre asuntos religiosos, sino sus convicciones dogmáticas.

Certeza es tal asentimiento de la verdad de una proposición que excluye toda duda real. Aquí es conveniente observar una distinción entre simplemente asentimiento indudable, es decir, la mera ausencia de duda, y un asentimiento que excluye positivamente la duda, un asentimiento con el que la duda es incompatible. Así uno puede darle a una declaración en el periódico mañanero un asentimiento y crédito indudables, sin embargo retirar ese asentimiento prontamente si la declaración se contradice en el periódico vespertino. Tal asentimiento, aunque indudable, no es certeza. Pero hay una especie de asentimiento del cual la duda no está ausente sólo de hecho sino por necesidad porque tal asentimiento y la duda son incompatibles. Tal es el asentimiento que se da a la verdad de que él realmente existe, y de que se siente bien o mal, o a la verdad de la proposición que es imposible que una cosa al mismo respecto sea y no sea, o a la ley moral, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. De estas verdades estamos seguros, y tal asentimiento es propiamente llamado certeza.

La certeza se diferencia de la opinión en clase, no sólo en grado; pues la opinión, es decir, el asentimiento a la probabilidad de una proposición, considera la proposición opuesta como no más que improbable; y por lo tanto la opinión va siempre acompañada por la conciencia de que evidencia adicional puede causar un cambio de actitud a favor de la opinión contraria. La opinión, por lo tanto, no excluye la duda; la certeza sí la excluye. Se ha discutido entre los filósofos si la certeza es susceptible de grados, si podemos decir correctamente que nuestra certeza de una verdad es mayor que nuestra certeza de otra verdad. A juicio de Zigliara esta cuestión se puede resolver fácilmente si se hace una distinción entre la exclusión de duda (en la cual nuestras varias certezas de diferentes verdades son todas iguales, y por las cuales están igualmente limitadas en clase de opinión) y la firmeza positiva de asentimiento, que puede ser más intenso en un caso que en otro, aunque en ambos sea igualmente cierto que estamos seguros. Y, de hecho, si examinamos la experiencia en este punto, es evidente que nuestra certeza de una verdad evidente por sí misma, por ejemplo, de los axiomas de la geometría, es mayor que nuestra certeza de una proposición demostrada por una larga y compleja serie de pruebas, y que nuestra certeza de tal hecho, como nuestra propia existencia o nuestro propio estado de sentimiento (alegría o salud) es mayor que nuestra certeza de la existencia, por ejemplo, de una forma republicana de gobierno en este país, aunque estamos seguros en ambos casos. Estamos más seguros cuando asentimos a una verdad tan cierta que cae con nuestra inclinación que cuando nos vemos forzados a una convicción. Cabe señalar, también, que en la opinión común de los teólogos hay una mayor certeza en la fe divina que en cualquier ciencia humana.

Hay varias clases de certeza. En primer lugar, se divide en metafísica, física y moral.

La certeza metafísica es aquella con la que se conoce la verdad evidentemente [[necesidad |necesaria, o verdad necesaria demostrada a partir de verdad auto-evidente. Las ciencias demostrativas, como la geometría, poseen certeza metafísica. El hecho contingente de la propia existencia, o del estado actual de los sentimiento propios, se conoce con certeza metafísica.

Certeza física es aquella que se basa en las leyes de la naturaleza. Estas leyes no son absolutamente inmutables, sino sujetas a la voluntad del Creador; no son auto-evidentes ni demostrables a partir de la verdad auto-evidente; sino que son constantes y descubribles como las leyes por experiencia, de modo que el futuro se puede inferir a partir del pasado, o lo distante a partir de lo presente. Es con certeza física que un hombre sabe que morirá, que la comida sostiene la vida, que la electricidad suministra energía motriz. Los astrónomos conocen de antemano con certeza física la fecha de un eclipse o de un tránsito de Venus.

La certeza moral es aquella con la que se forman los juicios acerca del carácter y la conducta humana; pues las leyes de la naturaleza humana no son bastante universales, sino sujetas a excepciones ocasionales. Es certeza moral la que generalmente alcanzamos en la conducta de la vida, en relación, por ejemplo, a la amistad de otros, la fidelidad de una esposa o un marido, la forma de gobierno bajo el que vivimos, o la ocurrencia de ciertos eventos históricos, tales como la Reforma Protestante o la Revolución Francesa. Aunque casi todos los detalles de estos eventos pueden estar sujetos a disputa, especialmente cuando entramos a la región de los motivos y tratamos de rastrear la causa y efecto, y aunque se pueda demostrar que casi cualquiera de los testigos haya cometido algún error o falsedad, aun así la ocurrencia de los eventos, tomada en su conjunto, es cierta. El padre John Rickaby (Primeros Principios del Conocimiento) observa que la certeza no excluye necesariamente los recelos de cualquier clase (tal como el pensamiento de la mera posibilidad de que podemos estar equivocados, pues no somos infalibles), sino todos los recelos sólidos y razonables.

El término certeza moral es utilizado por algunos filósofos en un sentido más amplio, para incluir un asentimiento en materia de conducta, dado no sobre bases de evidencia puramente intelectuales, sino a través de la virtud de la prudencia y la influencia de la voluntad sobre el intelecto, porque juzgamos que la duda no sería sabia. En tal caso, sabemos que una opinión o un curso de acción sería correcto por regla general, digamos, en nueve de cada diez casos, aunque no podemos cerrar los ojos ante la posibilidad de que el caso particular que estamos considerando pueda ser el caso excepcional en el que tal juicio sería un error. Otros filósofos dicen que en tal caso no estamos seguros, pero sólo juzgamos prudente actuar como si estuviésemos seguros, y ponemos las dudas a un lado como inútiles. Sin embargo, parece claro que en este caso estamos seguros de algo, ya sea que ese algo sea descrito como la verdad de una proposición o la sabiduría de un curso de acción. A esta certeza se le podría llamar mejor certeza práctica, ya que sobre todo se refiere a la acción. De ahí que se dice que en los casos en los que es necesario actuar, en los que hay grandes cuestiones envueltas, y sin embargo la evidencia, cuando se presenta lógicamente, parecería ascender a no más de una probabilidad más alta para un curso que para el otro , la norma de juicio o criterio es el judicium prudentis viri, el juicio de un hombre sabio, cuya mente no está nublada por la pasión o prejuicio, y que tiene algún conocimiento derivado de la experiencia de casos similares. Tal juicio es totalmente diferente del espíritu de tiro del jugador, que es descuidado no sólo de certidumbre sino incluso de probabilidad.

Asimismo la certeza se divide en certeza natural (llamada también directa, o espontánea) y certeza filosófica.

La certeza natural es aquella que pertenece al ”sentido común”, o acción espontánea del juicio, la cual es común a todos los hombres no idiotas o dementes. Esta certeza pertenece principalmente a la verdad evidente por sí misma y a las verdades necesarias para la conducta de vida, por ejemplo la existencia de otros seres además de nosotros, los deberes que existen entre esposo y esposa, padres e hijos, la existencia de un Ser Supremo que merece reverencia. A estas y otras verdades la mente viene con certeza, sin ningún tipo de educación especial, en el curso ordinario de la vida en la sociedad humana.

Certeza filosófica (o científica) es la que resulta de un proceso de reflexión, tras un análisis de la evidencia a favor y en contra de nuestras convicciones, una percepción de las razones que las apoyan y de las objeciones que se pueden presentar contra ellas, junto con un examen de los poderes y los límites de la inteligencia humana. El término certeza natural se utiliza a veces en otro sentido, a diferencia de la certeza de la fe divina, que es la certeza sobrenatural, y que, según los teólogos en general, es mayor que cualquier grado de certeza que se tenga en la ciencia, porque no descansa en la razón humana, que es susceptible de ser confundida, sino en la autoridad de Dios, que no puede errar (Santo Tomás, Summa, I, Q. I, a. 5.)

Una gran parte de la filosofía se encarga de la cuestión de si la certeza es posible, cuál es la medida de la esfera de cierto conocimiento, y por cuáles pruebas o criterios se puede distinguir ciertamente la verdad de la falsedad, de manera que podamos saber cuándo tenemos derecho a estar seguros. Unos pocos filósofos en tiempos antiguos y modernos han negado, seriamente o no, la posibilidad de alcanzar la certeza sobre cualquier tema que sea, y profesaban el escepticismo universal. Tales son Nicolás de Cusa, Montaigne, Charron y Bayle, el último de los cuales intentó producir la impresión de que todo es discutible al mostrar que todo es disputado. Literalmente el escepticismo universal es imposible, porque es una profesión de conocimiento el afirmar que nada se puede conocer, y creer que no puede haber ninguna creencia; es así una contradicción en términos. Un escéptico debe ser en consistencia escéptico en cuanto a su propio escepticismo; pero no se le daría atención a tal escéptico a menos que uno atienda, por diversión, a un bufón. Sin embargo, el escepticismo universal prácticamente puede producir consecuencias perniciosas, porque su universalidad se pasa por alto, y se ven sus argumentos como si se aplicasen sólo a una esfera particular en la que se tienta al lector (si se da el caso) a la duda. Así, las objeciones escépticas contra el principio de causalidad puede emplearse contra las pruebas de la existencia de Dios, mientras que no se le advierte al lector, y no recuerda, que igualmente podrían servir en contra de comer y dormir para la restauración de la fuerza, o en contra de la anticipación de que el sol saldrá mañana. Debe añadirse que algunos apologistas cristianos, al tratar de probar la necesidad de la revelación divina, han usado lenguaje que difiere muy poco del lenguaje del escepticismo para menospreciar la razón humana. Un ejemplo notorio es Huet, "Traité de la faiblesse de l'esprit humain" (Paris, 1723).

Lo que es más común que una profesión de escepticismo universal es un escepticismo en cuanto a la posibilidad de la certeza filosófica. Muchos que no tienen duda en cuanto a la certeza natural, o la certeza adquirible por el "sentido común", la acción natural y espontánea de la mente no sofisticada, consideran la filosofía como más apta para abrir cuestiones que para decidirlas, y para formular objeciones que para resolverlas. Esta parece haber sido la posición de Pascal, que dice: "La razón confunde a los dogmáticos, y la naturaleza confunde a los escépticos"; y, "El corazón tiene razones propias que el entendimiento no conoce". Esta parece haber sido la posición también de un hombre muy diferente, David Hume, que dice: "Por suerte ya que la razón es incapaz de disipar estas nubes, la naturaleza misma basta para ese propósito y me cura de este delirio filosófico" (Tratado de la Naturaleza Humana, I, 297). Dijo a un amigo que le habló acerca de la vida futura y la existencia de Dios: "A pesar de que lanzo mis especulaciones para entretener a los eruditos y al mundo metafísico, sin embargo, en otras cosas no pienso tan diferente del resto del mundo, como te imaginas". Y da su idea de escepticismo en un comentario sobre los argumentos de Berkeley contra la exterioridad real del mundo sensible: "El que estos argumentos son en realidad simplemente escépticos surge de que no admiten respuesta, y no producen convicción; su único efecto es causar asombro momentáneo e irresolución y confusión, lo cual es el resultado del escepticismo". (Investigación Sobre el Entendimiento Humano, cap. XII, nota 4.)

El sistema de Kant, que niega que la razón especulativa pueda alcanzar el conocimiento real, y admite sólo la certeza práctica, y en consecuencia niega la posibilidad de ningún sistema de filosofía metafísica, es virtualmente la misma opinión. Es innecesario decir que, en un filósofo, ese punto de vista es contradictorio en sí mismo. La "Crítica de la Razón Pura" de Kant, así como sus otras obras, fue un ejercicio de razón especulativa. Si la certeza del conocimiento sobre cualquier tema no se puede obtener por la razón especulativa, ¿cómo pudo entregarse a tales proposiciones positivas y dogmáticas? Si consideramos esta opinión de filosofía, como es sostenida por algunos hombres de sentido y [[virtud], que apuntan a las disputas y altercados de los filósofos, la variedad de opiniones, el número de filósofos infieles y la sospecha general que sienten las personas seriamente religiosas , la respuesta a ella es que este punto de vista tiene un cierto grado de verdad, pero es una gran exageración. Es muy cierto que las investigaciones filosóficas acerca de la moral y la religión, si no se realizan con las disposiciones morales adecuadas, es probable que terminen en duda. Si hay alguna parcialidad, ya sea consciente o inconsciente, contra las obligaciones de la moral y la religión, puede haber, por supuesto, un solo tema. Si el entendido busca conocer todo; si rechaza los hechos, por mejor atestiguados que estén, porque no ve cómo pueden ser así; si no acepta ninguna verdad, por más firmemente demostrada, a menos que se pueda aclarar la armonía con todas las demás partes de un sistema; si la mente se hace a la medida de lo posible; si pretende ver de cabo a cabo el universo, y su origen, y su fin; si se niega a someterse al misterio, o a reconocer que es limitado; y si, porque no puede conocer todo, no consentirá orgullosamente en no conocer nada, por supuesto que tal disposición filosofando no puede resultar en la certeza filosófica. Pero eso no es culpa de la filosofía, ni de la razón; y el abuso no puede quitar el uso, sino sólo ser una advertencia contra el mal uso de la filosofía.

La "duda metódica", es decir, la duda provisional de cada verdad, fue propuesta por Descartes como el curso adecuado para el descubrimiento de la verdad. Este filósofo enseña que con el fin de tener la certeza de la verdad de nuestras convicciones deberíamos empezar por dudar de todo, excepto una cosa: "Creo, por lo tanto, soy." Él profesa afirmar que toda otra verdad puede ser puesta en duda y necesita pruebas. Sugiere que podemos dudar de que podemos descubrir la verdad sobre cualquier otro punto en absoluto, pues puede parecer posible que hayamos sido creados por unos seres malignos o traviesos que constituyeron nuestra mente para que siempre estemos equivocados. El método cartesiano es contradictorio en sí mismo. Hacer la suposición de que, posiblemente, el intelecto humano no puede conocer la verdad, sobre cualquier punto que sea, es asumir que esta suposición puede ser cierta, y que hay tal cosa como la verdad y que puede ser conocida. Para tratar de refutar la suposición, para intentar mostrar la veracidad de las facultades cognitivas, presupone su veracidad o poder de conocer la verdad sobre algunos puntos al menos. De hecho, Descartes probó la veracidad de las facultades cognitivas a partir de la veracidad de Dios. La veracidad de Dios, sin embargo, se conoce como el resultado de una demostración de cierta longitud y complejidad; y la realización de tal demostración muestra una creencia previa en el poder de la mente para descubrir la verdad.

De hecho, la misma duda sobre tal tema es una contradicción en sí misma; pues la duda, así como la certeza, se correlaciona con la verdad. Dudar que una opinión particular pueda no ser falsa es sospechar que la contraria puede ser cierta. Dudar que el intelecto pueda conocer cualquier verdad es cuestionar si no puede ser cierto que somos ignorantes. Pero esto implica que hay tal cosa como la verdad, y que la verdad al menos sobre nuestro poder de conocer, puede ser descubierta. Sin tal presuposición, el pensamiento no puede ser llevado a cabo en absoluto; ni tampoco es una presuposición ciega o instinto animal. Pues en la percepción de los primeros principios, o verdades evidentes por su propia luz, está implícita la percepción de que hay tales cosas como la verdad y el conocimiento. El error en el método de Descartes es su exageración.

Es prudente estar en guardia contra los prejuicios, u opiniones, peculiares a un tiempo y lugar determinados, el lugar de nacimiento o de educación, la clase o partido a las que nuestras primeras asociaciones nos han unido; pero los principios que son evidentes en sí mismos, o que son aceptados por la raza humana, deben quedar exentos de duda. Hay que recordar, también, que la Iglesia enseña que un católico no puede sin pecado albergar dudas contra la fe; aunque, por supuesto, puede legalmente dudar de si es cierto que una doctrina en particular es enseñada por la Iglesia, o si se él ha captado correctamente lo que la Iglesia intenta enseñar, y si un maestro determinado la expone correctamente; o, además, él puede investigar las evidencias del cristianismo y del catolicismo, y puede dudar si un argumento en particular es una prueba válida. Sin embargo, el método de la duda, tomado en su conjunto, ha sido condenado por la Iglesia.

Entonces, ya que algunas cosas pueden ser conocidas con certeza, algunas cosas pueden ser vistas como probables, y algunas cosas pueden permanecer para siempre como materia de duda, y puesto que la razón humana es susceptible de error, se ha sentido la necesidad por algún criterio o criterios por los cuales podamos conocer lo que realmente conocemos, y por cuya certeza genuina respecto a la verdad pueda distinguirse de la falsa certeza de la ilusión.

La prueba adecuada de la verdad es la evidencia, ya sea la evidencia de una verdad en sí misma o por la participación en la evidencia de alguna otra verdad a partir de lo que es probado. Muchas verdades, de hecho, tienen que ser aceptadas por autoridad; pero entonces tiene que hacerse evidente que dicha autoridad es legítima, es capaz de conocer la verdad y está capacitada para enseñar en el departamento particular en el que se acepta. Muchas verdades que son aceptadas en un primer momento por autoridad después pueden hacerse evidentes a la razón del discípulo. Tal es, de hecho, la forma ordinaria en la que se adquieren el aprendizaje y la ciencia. El error del sistema de tradicionalismo de Bonald (el cual fue condenado por la Iglesia) consiste en su exageración, al mantener que las verdades de la religión natural se conocen sólo por la autoridad, que cada generación simplemente las hereda de la anterior, y que a menos que hayan sido reveladas a los primeros padres de la raza, la razón humana nunca las hubiese descubierto.

Si tomamos las facultades cognitivas, una por una, los sentidos no son en sí mismos engañados respecto a su objeto proporcional, sino debido a las circunstancias que son tan susceptibles de engaño que necesitan la supervisión vigilante de la razón. La naturaleza de los fenómenos sensibles no es su objeto, sino el de la razón. Sin embargo, se debe recordar que las teorías científicas respecto a la naturaleza del sonido, del color y la luz y del calor se han pensado con la ayuda de los datos suministrados por los sentidos, y por lo tanto confirman la fiabilidad de los sentidos dentro de ciertos límites. Que los hombres de ciencia no tienen duda en cuanto a la realidad de la extensión, la [[forma], el movimiento y el espacio, no más que de la fuerza, se demuestra por sus discusiones relativas a los átomos, electrones e iones.

La conciencia es infalible en cuando al hecho de sus estados presentes, por ejemplo, que me siento con calor, o que estoy pensando. La memoria a menudo se equivoca, pero a menudo es de confianza con certeza. La razón dentro de una esfera estrecha, es infalible, a saber, en la percepción de la verdad evidente por sí misma, por ejemplo, que lo que es es, que cada movimiento o cambio debe tener una causa, que las cosas iguales a lo mismo son iguales entre sí. Las verdades que son clara y fácilmente deducibles a partir de la verdad auto-evidente comparten su certeza. Al lado de dicha certeza, podemos colocar la certidumbre de las verdades afirmadas por toda la raza humana, en especial respecto a los principios prácticos. "Lo que les parece a todos los hombres, eso decimos que es, y el que rechaza esta base de la creencia no va a asignar fácilmente una más sólida" (Aristóteles, Ética, X, II). El consentimiento universal no es, sin embargo, el único criterio. El hacerlo como tal fue el error de Lamennais. Además de las verdades que descansan sobre su auto-evidencia (o de fácil deducción a partir de ella) y las que descansan sobre la autoridad de la raza humana, hay un considerable cuerpo de verdad que cada hombre de inteligencia promedio llega a conocer con certeza en el curso de su vida. La mayoría de estas verdades se aprenden primero sobre la autoridad y luego se verifican por la propia reflexión o experiencia. Incluso se puede decir que un cristiano práctico en el curso de su vida tiene por la verificación experimental una certeza moral adicional de la verdad de la revelación, ya que tiene la experiencia del poder de la religión cristiana para sostener el alma contra la tentación y para fortalecer cada aspiración virtuosa y noble.

ENSEÑANZA DE LA IGLESIA RESPECTO A LA CERTEZA

La Iglesia pronuncia un juicio respecto a la esfera de la certeza, no tanto en aras del conocimiento especulativo, como en el interés de la religión y la moral. El pensamiento de la Iglesia sobre este tema se manifiesta:

  • (1) al colocar en el Índice los libros que tratan sobre el tema, o al obligar a los eclesiásticos o maestros en instituciones católicas, o editores de revistas católicos, a suscribir alguna proposición;
  • (2) al “condenar” una proposición extraída de alguna obra, en el sentido en que se encuentra en dicha obra:
  • (3)dogmáticamente, mediante una afirmación solemne de alguna verdad o la anatematización de una falsedad. Cuando se condena o anatematiza una proposición, se afirma como verdadera la proposición contradictoria (no la contraria).

Respecto al ámbito de la certeza en la religión, "la Santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios, la causa primera (principium) y el fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza, por la luz natural de la razón humana, a través del medio de las cosas creadas "(Concilio Vaticano I, Const. de fide Cath, cap II); y esta afirmación se apoya mediante el anatema de la proposición contradictoria (ibíd., Can. I). La condena de la posición agnóstica respecto a Dios puede ser estudiada en la encíclica "Pascendi Dominici Gregis", en la que se trata admirablemente ese tema.

Que “la libertad de la voluntad humana y la espiritualidad del alma se pueden conocer con certeza, por medio de la luz natural de la razón, es una verdad que el Papa, al aprobar un decreto de la Sagrada Congregación del Índice, obligó a suscribir a Bonetty, editor de los "Annales de philosophie chrétienne", en 1855 (Denzinger, “Enchiridion”, n. 1506). Parecería que estas verdades relativas al alma humana están también en cierta medida implícitas en la definición y anatema antes citadas, respecto a nuestro conocimiento de Dios; pues los atributos de Dios son conocidos por la razón natural solamente, a través de las cosas que son hechas; y por lo tanto se debe conocer que la libertad y la moral son atributos de alguna criatura antes de que se pueden atribuir a Dios.

La limitación del conocimiento natural y la certeza se han afirmado repetidamente mediante el proceso de colocar libros en el Índice, por la "condena" de proposiciones, por breves papales, y, finalmente, por un decreto dogmático, que por sí solo es suficiente, a saber: el del Concilio Vaticano I (De fide, cap. IV), que declara que “hay dos órdenes de conocimiento, distintos tanto en su origen como en su objeto; distintos en su origen, pues las verdades de un orden son conocidas por la razón natural, y las del otro por la fe en la revelación divina; y distintas en su objeto, ya que, además de las verdades obtenibles naturalmente, se han propuesto a nuestra creencia misterios escondidos en Dios, que se pueden conocer solamente a través de la revelación divina.” Esta solemne afirmación se apoya en un anatema contra cualquiera que niegue que hay una orden de conocimiento mayor que el natural, o quién diga que el hombre puede, naturalmente, por el progreso alcanzar al fin el conocimiento de toda la verdad (De Revelat., can. III). Incluso, en cuanto al conocimiento natural de Dios, el Concilio Vaticano I enseña que “las verdades alcanzables por la luz natural de la razón humana, por la misericordia divina, han sido puestas de manifiesto con el fin de que puedan ser conocidas por todos fácilmente y con certeza y sin mezcla de error (De fide, cap. II).

En cuanto a la certeza respecto al hecho de la revelación divina, el Concilio Vaticano I enseña que las pruebas no son, de hecho, tales como para volver el asentimiento necesario intelectualmente (De Fide, cap. III y can. V), pero que son suficientes para volver la creencia “conforme a la razón” (rationi consentaneum), siendo "más segura y acomodada a la inteligencia de todos" (de Fide, cap. III). Se pronuncia el anatema contra cualquiera que diga que la revelación divina no puede hacerse creíble por "signos externos" sino sólo por "experiencia interior o la inspiración personal" (De Fide, can. III), y contra cualquiera que diga que los "milagros no son posibles ", o que "los milagros pueden en ningún caso ser ciertamente conocidos" como tales, o que "el origen divino de la religión [[cristianismo |cristiana no se puede probar adecuadamente por medio de milagros" (rite probari; De Fide, can. IV). Es, pues, la certeza moral la que es alcanzable por la razón en cuanto al hecho de la revelación divina. La certeza de la fe es sobrenatural, se debe a la gracia divina, y es superior no sólo a la certeza moral, sino a la certeza de la ciencia física, así como a la de las ciencias demostrativas. Cuando se trata de que si alguna verdad particular está contenida en el depósito de la revelación, la certeza de la fe sólo se puede obtener de la autoridad de la "Iglesia docente", pero una certeza humana puede obtenerse a través de argumentos extraídos de las autoridades inferiores y subordinadas tales como los Padres y la "Schola Theologica".


Fuente: Ryan, Michael James. "Certitude." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3, pp 539-542. New York: Robert Appleton Company, 1908. 1 Sept. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/03539b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina