Diferencia entre revisiones de «Purgatorio y Comunión de los Santos»
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Introducción
(“communo sanctorum”, coparticipación de, o con, los santos)
La doctrina se expresó en la segunda cláusula del artículo noveno del texto aceptado Credo de los Apóstoles: “Creo… la santa Iglesia Católica, la comunión de los santos”. Esta adición, probablemente la última, al antiguo símbolo romano se encuentra en:
- la liturgia galicana del siglo VII (P.L., LXXII, 349, 597);
- en algunas cartas del pseudo-Agustín (P. L., XXXIX, 2189, 2191, 2194), ahora atribuidas a San Cesáreo de Arles (c. 543);
- en "De Spiritu Sancto" (P. L., LXII, 11), atribuido a Fausto de Riez (c. 460);
- en la "Explanatio Symboli" (P. L., LII, 871) de Nicetas de Remesiana (c. 400); y
- en dos documentos de fecha incierta, el "Fides Hieronymi", y una confesión armenia.
Los críticos han elaborado diversas teorías sobre estos hechos. Algunos sostienen que la adición es una protesta contra Vigilancio, quien condenaba la veneración de los santos; y él relaciona esta declaración con Fausto del sur de la Galia y probablemente también con Nicetas en Panonia, en quien influyó la "Catecheses" de San Cirilo de Jerusalén. Otros la consideran una primera reacción contra el separatismo de los donatistas, por lo tanto una concepción africana y agustiniana dirigida solamente a los miembros de la Iglesia, cuyo significado superior de coparticipación con los santos difuntos sería introducida posteriormente por Fausto. Sin embargo, otros piensan que tuvo su origen en Armenia, con un significado antidonatista, de donde pasó a Panonia, la Galia, las Islas Británicas, España, etc., adquiriendo nuevas acepciones en su andadura hasta culminar finalmente en la síntesis católica de los teólogos medievales. Estas y muchas otras conjeturas no modifican la doctrina tradicional, de acuerdo con la cual la comunión de los santos, dondequiera que fuese introducida en el Credo, es la consecuencia natural de la enseñanza de la Escritura, y principalmente de la fórmula bautismal; aun así, el valor del dogma no reside en la solución de ese problema histórico.
Doctrina Católica
La comunión de los santos es la solidaridad espiritual que une a los fieles de este mundo, a las almas en el purgatorio y a los santos del cielo en la unidad orgánica del mismo cuerpo místico cuya cabeza es Cristo, y en un intercambio constante de servicios sobrenaturales. A los partícipes en esa solidaridad se les llama santos en razón de su destino y de su participación en los frutos de la Redención (1 Cor. 1,2 - texto griego). Los condenados están así excluidos de la comunión de los santos. Los vivos, incluso los no pertenecientes a la verdadera Iglesia, la comparten según su grado de unión con Cristo y con el alma de la Iglesia. Santo Tomás enseña (III:8:4) que los ángeles, aunque no redimidos, forman parte de la comunión de los santos porque están bajo el poder de Cristo y reciben de Él “gratia capitis”. La solidaridad en sí misma implica una diversidad de interrelaciones: dentro de la Iglesia Militante, no solo la participación en la misma fe, Sacramentos y gobierno, sino también un mutuo intercambio de ejemplos, oraciones, méritos y satisfacciones; entre la Iglesia de este mundo por una parte, y el purgatorio y el cielo por la otra, sufragios, invocación, intercesión, veneración. Estas connotaciones atañen aquí solamente en lo que se refiere a la idea transcendente de solidaridad espiritual entre todos los hijos de Dios. Entendida de este modo, la comunión de los santos, aunque se definió formalmente solo en sus alcances particulares (Concilio de Trento, sesión XXV, decretos sobre el purgatorio; sobre la invocación, veneración y reliquias de los santos e imágenes sagradas; sobre las indulgencias), sin embargo, es dogma comúnmente enseñado y aceptado en la Iglesia. Es verdad que el Catecismo del Concilio de Trento (Pt. I, cap. X) a primera vista parece limitar a los vivos el sentido de la frase contenida en el Credo, pero haciendo la comunión de los santos exponente y función, por decirlo así, de la cláusula precedente, "la santa Iglesia católica", verdaderamente se prolonga a lo que se denominan "partes constituyentes, una se fue antes, la otra la sigue todos los días” de la Igleisa; el principio general se proclama en estos términos: "toda acción piadosa y sagrada realizada por uno pertenece y es provechosa a todos, gracias a la caridad que no se busca a sí misma".
En esta inmensa concepción católica los racionalistas ven no sólo una producción tardía, sino también un indisimulado retorno a una religiosidad inferior, un proceso de justificación meramente mecánico, la sustitución de la responsabilidad personal por un valor moral impersonal. Como mejor se refutan tales afirmaciones es presentando la base bíblica del dogma y su formulación teológica. La primera reseña clara, aunque sobria, de la comunión de los santos se encuentra en el "Reino de Dios" de los Sinópticos, no la concepción individualista de Harnack ni la puramente escatológica de Loisy, sino un todo orgánico (Mt. 13,31), que rodea con vínculos de caridad (Mt 22,39) a todos los hijos de Dios (Mt 19,28; Lc. 20,36) en el cielo y en la tierra (Mt 6,20), reuniendo a los mismos ángeles en ésta fraternidad de almas (Lc 15,10). Las parábolas del Reino (Mt 13) no pueden leerse sin percibir su carácter comunitario y la continuidad que unifica el reino presente y el reino venidero. La naturaleza de esa comunión, llamada por San Juan una comunión de uno con el otro (“una comunión con nosotros”---1 Juan 1,3) porque es una comunión con el Padre, y con su Hijo”, y cuando él la compara con la unión vital y orgánica de la vida y sus sarmientos (Juan 15), destaca con gran relieve en la concepción paulina del cuerpo místico. San Pablo habla a menudo de un cuerpo cuya cabeza es Cristo (Col. 1,18), cuyo principio dinamizador es la caridad (Ef 4,16), cuyos miembros son los santos, no sólo de este mundo sino también del venidero (Ef. 1,20; Heb. 12,22). En esa comunión no existe pérdida de la individualidad, aunque en tal interdependencia los santos sean "miembros unos de otros" (Rom. 12,5), no sólo compartiendo las mismas bendiciones (1 Cor. 12,13) e intercambiando buenos oficios (1 Cor. 12,25) y oraciones (Ef. 6,18), sino también participando en la misma vida común, pues "todo el cuerpo. gracias al conjunto de ligamentos. va creciendo, con vistas a su propia edificación, por [la] caridad" (Ef 4,16).
Recientes y notorias investigaciones sobre inscripciones cristianas primitivas han sacado a la luz claras y abundantes pruebas de las manifestaciones principales de la comunión de los santos en la Iglesia naciente. Un testimonio semejante se encuentra en los Padres Apostólicos, con alguna alusión a la concepción paulina. Hemos de recurrir a la Escuela de Alejandría para hallar un intento de la formulación del dogma. Clemente de Alejandría muestra las relaciones esenciales del "gnóstico" con los ángeles (Strom., VI.12.10) y con las almas de los difuntos (ibid. VIII.12.78); y casi formula el “thesaurus ecclesiae” en su presentación del martirio vicario, no sólo de Cristo, sino también de los Apóstoles y otros mártires (ibid., IV.12.87). Orígenes amplía, casi hasta la exageración, la idea del martirio vicario (Exhort. ad martyr., cap. 1) y la de la comunión entre el hombre y los ángeles (De orat., XXXI); y lo explica por el poder unificador de la Redención de Cristo, “ut caelestibus terrena sociaret” (In Levit., hom. IV), y la fuerza de la caridad, tan inaudita en el cielo como en la tierra (De orat., XI). Con San Basilio y San Juan Crisóstomo la comunión de los santos llega a ser un principio obvio usado como respuesta frente a objeciones populares del tipo: ¿necesito una comunión con otros? (Basil, EP. 203) ¿otro ha pecado y debo yo expiar? (Chrysostom, Hom. I, de poenit.). San Juan Damasceno solo tiene que reunir los dichos de los Padres para justificar el dogma de la invocación a los santos y las oraciones por los muertos.
Pero la presentación completa del dogma procede de los últimos Padres. Después de las declaraciones de Tertuliano, quien habla de "esperanza, miedo, alegría, aflicción y sufrimiento comunes" (Sobre la Penitencia, 9-10); de San Cipriano, quien expone explícitamente la comunión de méritos (De lapsis 17); de San Hilario, quien da la Comunión Eucarística como medio y símbolo de la comunión de los santos (en Sal. 65(64),14), llegamos a la enseñanza de San Ambrosio y San Agustín. Del primero, el “thesaurus ecclesiae”, la mejor prueba práctica de la reunión de los santos, recibe una explicación precisa (De poenit. I.15;; De officiis, I, XIX). Desde el punto de vista transcendente de la Iglesia tomado por el segundo (Enchiridion 66), la comunión de los santos, aunque nunca la expresó así, es una necesidad; a la “Civitas Dei” necesariamente corresponde la “unitas caritatis” (De unitate eccl., II), que contiene en una unión real a los santos y ángeles del cielo (Enarr. in Psalmos, 36,3-4), a los justos de la tierra (De bapt. III.17), y, en menor grado, a los pecadores mismos, los “putrida membra” del cuerpo místico; solamente los herejes, cismáticos y apóstatas están excluidos de esta sociedad de los santos, aunque no de sus plegarias (Serm. CXXXVII). El concepto agustiniano, aunque algo ensombrecido en las exposiciones catequéticas del Credo por los teólogos carolingios y posteriores (P. L., XCIX, CI, CVIII, CX, CLII, CLXXXVI), retoma su lugar en la síntesis medieval de Pedro Lombardo, San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino, etc.
Influenciado sin duda por escritores anteriores como Ivo de Chartres (P. L., CLXII, 606l), Pedro Abelardo (P. L. CLXXXIII, 630), y probablemente Alejandro de Hales (III, Q. LXIX, a, 1), Santo Tomás (Expos. in symb. 10) lee en neutro la expresión del Credo, “communio sanctorum” (participación de bienes espirituales), pero prescindiendo de la gramática, su concepción del dogma es completa. Principio general: los méritos de Cristo se comunican a todos, y los méritos de cada uno se comunican a los demás (ibid.). Modo de participación: tanto objetiva como intencional, “in radice operis”, “ex intentione facientis” (Supp. 71:1). Medida: el grado de caridad (Expos. in symb., 10). Beneficios comunicados: no sólo los Sacramentos sino los méritos sobreabundantes de Cristo y de los santos que forman el “thesaurus ecclesia” (ibid. y Quodlib., II, Q. VIII, a. 16). Partícipes: las tres partes de la Iglesia (Expos. in symb., 9); por tanto, los fieles en la tierra intercambian méritos y satisfacciones (I-II:113:6, y Suppl., 13:2), las almas del purgatorio se benefician de los sufragios de los vivos y la intercedión de los santos (Suppl., 71),los mismos santos recibiendo honor y concediendo intercesión (II-II:83:4, II-II:83:11, III:25:6), y también los ángeles, como se dijo antes. Después, los teólogos escolásticos y los posteriores a la Reforma añadieron poco a la exposición tomista del dogma. Se ocuparon más en la forma que en el fondo, y defendieron los puntos atacados por los herejes, mostrando el valor religioso, ético y social de la concepción católica; e introdujeron la distinción entre el cuerpo y el alma de la Iglesia, entre miembros reales y miembros en deseo, completaron la teoría de las relaciones entre los miembros de la Iglesia y la comunión de los santos que ya habían esbozado San Optato de Mileve y San Agustín durante la controversia donatista. Se puede lamentar que el esquema adoptado por los escolásticos no proveyó un punto de vista comprehensivo del dogma total, sino más bien dispersaron los varios componentes de él por medio de una vasta síntesis. Esto explica el hecho de que un compendio sobre la comunión de los santos es más raro en nuestros teólogos tradicionales que en nuestra literatura catequética, apologética, pastoral e incluso ascética. Ello puede también explicar en parte, sin justificarlas, las toscas tergiversaciones mencionadas anteriormente.
En la Iglesia Anglosajona
Puede conocerse que los anglosajones observaron la doctrina de la comunión de los santos por la siguiente relación dada por Lingardo en su "Historia y antigüedades de la Iglesia Anglosajona". Recibieron la práctica de la veneración de los santos, dice, junto con los rudimentos de la religión cristiana; y manifestaron su devoción a ambas en el culto público y privado: en público, celebrando los aniversarios de cada santo y guardando anualmente el Día de Todos los Santos como una solemnidad de primer orden; y en sus devociones privadas, observando las enseñanzas de adorar a Dios y luego "rogar, primero a Santa María, y a los santos Apóstoles, y a los santos mártires, y a todos los santos de Dios, que intercediesen por ellos a Dios". De este modo aprendieron a elevar a los santos del cielo sus sentimientos de confianza y afecto, a considerarlos amigos y protectores y a implorar su ayuda en momentos de dolor, con la esperanza de que Dios concediese al protector lo que pudiera rehusar al suplicante.
Los anglosajones tuvieron, como los demás cristianos, una veneración especial a la "Santísima Madre de Dios, la perpetua Virgen Santa María" (Beatissima Dei genitrix et perpetua virgo.-Bede, Hom. in Purif.). Sus alabanzas fueron cantadas por los poetas sajones; durante las ceremonias públicas se cantaron himnos en su honor; bajo su patrocinio se levantaron iglesias y altares; se le atribuyeron curaciones milagrosas y se guardaron cuatro fiestas anuales, conmemorando los principales acontecimientos de su vida en la tierra: su nacimiento, la Anunciación, su purificación y Asunción. A continuación de la Santísima Virgen en devoción iba San Pedro, a quien Cristo había elegido como cabeza de los Apóstoles y entregado las llaves del Reino de los Cielos, "con la capacidad principal de poder juzgar en la Iglesia, a fin de que todos conozcan que quien se separe de la unidad de la fe de Pedro o del colegio de Pedro, ese hombre nunca podría alcanzar la absolución de los lazos del pecado, ni admisión en las puertas del reino celestial " (Beda). Estas palabras de el venerable Beda se refieren, ciertamente, a Pedro mismo y a sus sucesores, pero también evidencian la veneración de los anglosajones por el príncipe de los Apóstoles, una veneración patente en el número de iglesias dedicadas a su memoria, en las peregrinaciones a su tumba y las donaciones a la iglesia que conserva sus restos y al obispo que ocupa su silla. Honores especiales se rendían a los santos Gregorio y Agustín, a quienes debían principalmente su conocimiento del cristianismo. Llamaban a Gregorio su "padre adoptivo en Cristo " y a sí mismos "sus hijos adoptivos en el bautismo"; y hablaban de Agustín como "el primero en llevarles la doctrina de la fe, el sacramento del bautismo y el conocimiento de su patria celestial". Mientras estos santos eran honrados por todo el pueblo, cada nación por separado reverenciaba la memoria de su propio apóstol. Así San Aidan en Northumbria, San Birinus en Wessex y San Félix en East Anglia eran venerados como protectores de los países que habían sido el escenario de su labor. Todos los santos mencionados eran extranjeros; pero los anglosajones extendieron pronto su devoción a hombres nacidos y educados entre ellos, y cuyas virtudes y celo en la propagación del cristianismo merecieron los honores de la santidad.
Esta narración de la devoción de los anglosajones a los que elevaron a amigos y protectores en el cielo es necesariamente breve, pero es ampliamente suficiente para mostrar que ellos creían y amaban la doctrina de la comunión de los santos.
Criterios Protestantes
Frente a temas particulares de la comunión de los santos señalaron errores esporádicos el Sínodo de Gangra (Mansi, II, 1103), San Cirilo de Jerusalén (P. G., XXXIII, 1116), San Epifanio (ibid., XLII, 504), Asteritis Amasensis (ibid., XL, 332), y San Jerónimo (P. L., XXIII, 362). También sabemos, por la proposición condenada número 42 y la pregunta número 29 de Martín V en Constanza (Denzinger, nos. 518 y 573), que Wyclif y Hus estuvieron muy cerca de negar el dogma en sí. Pero solo en tiempos de la Reforma se convirtió en tema de discusión la comunión de los santos. Las iglesias luteranas aún en sus primeras confesiones, aunque normalmente adoptaron el Credo de los Apóstoles, o dejaron en el silencio la comunión de los santos o la explicaron como la "unión con Jesucristo en la única verdadera fe" de la Iglesia (Pequeño Catecismo de Lutero), o como "la congregación de santos y verdaderos creyentes" (Confesión de Augsburgo, ibid., III, 12), excluyendo cuidadosamente, si no la memoria, al menos la invocación de los santos, porque la Escritura "nos presenta un solo Cristo, Mediador, Propiciador, Sumo Sacerdote e Intercesor" (ibid., III, 26). Generalmente, las iglesias reformadas mantuvieron la identificación luterana de la comunión de los santos con el cuerpo de creyentes pero sin limitarlo a ese cuerpo. Juan Calvino (Inst. chret., IV, 1, 3) insiste en que la frase del Credo es más que una definición de la Iglesia; lo que conduce a aceptar una coparticipación que, sean cuales fueren las gracias concedidas por Dios a los fieles, estas se comunicarían de uno a otro. Ése es el criterio del Catecismo de Heidelberg, acentuado en la confesión galicana, dónde comunión tiende a significar el esfuerzo de los creyentes por fortalecerse mutuamente en el temor de Dios. Ulrico Zuinglio en sus escritos admite un intercambio de plegarias entre los fieles y duda si condenar las oraciones por los muertos, rechazando exclusivamente la intercesión de los santos como ofensiva a Cristo. Las confesiones escocesa y suiza presentan juntas la Iglesia Militante y la Triunfante, pero mientras la primera silencia su significado, la segunda afirma que ellos sostienen la comunión de unos con otros: "nihilominus habent illae inter sese communionem, vel conjunctionem".
En las confesiones anglicanas se deja sentir la doble, y a menudo conflictiva, influencia de Martín Lutero y Juan Calvino, con un prolongado recuerdo de la ortodoxia católica. Sobre este punto los 39 Artículos son decididamente luteranos, rechazando "la doctrina romana respecto al Purgatorio, la absolución, el culto y veneración tanto de las imágenes como de las reliquias, y también la invocación de los santos ", porque lo consideran "algo afectado, inventado inútilmente y sin fundamento en la Escritura, antes bien, contrario a la Palabra de Dios". Por otra parte, la confesión de Westminster, al tiempo que ignora a la Iglesia Sufriente y a la Triunfante, va más allá del criterio calvinista y se acerca a la doctrina católica respecto a los creyentes de este mundo, quienes, dice, "estando unidos en el amor, comulgan mutuamente en los dones y gracias". En los Estados Unidos, los Artículos de Religión Metodistas, 1784, así como los Artículos de Religión Reformados Episcopales, 1875, siguen las enseñanzas de los 39 Artículos, mientras que la Confesión Bautista de Filadelfia y la Iglesia Presbiteriana de Cumberland, 1829, adoptan la enseñanza de la Confesión de Westminster, 1688. Los teólogos protestantes, al igual que las confesiones protestantes, oscilan entre el criterio luterano y el calvinista.
La causa de la corrupción protestante del concepto tradicional de la comunión de los santos no se encuentra en la pretendida falta de evidencia en la Escritura o en el primer cristianismo en apoyo de ese concepto; competentes escritores protestantes desistieron hace tiempo de forzar ese argumento. También carece de fuerza el frecuente argumento por el que el dogma católico reduce la mediación de Cristo, pues está claro, como ya mostró Santo Tomás (Suppl., 72:2, ad 1), que la mediación ministerial de los santos no reduce, sino que realza, la mediación magisterial de Cristo. Algunos escritores han señalado el origen de esa corrupción en el concepto protestante de la Iglesia, agregación de almas y multitud de individuos unidos por una comunidad de fe y en búsqueda y vínculo de afinidad cristiana, pero en modo alguno organizado o interdependiente como miembros del mismo cuerpo. Su explicación es defectuosa porque el concepto protestante de la Iglesia es paralelo a, pero nunca causante de, su criterio de la comunión de los santos. El motivo verdadero debe buscarse en otra parte. Ya en 1519, Lutero, el mejor defensor de sus tesis condenadas sobre el papado, utilizó la cláusula del Credo para mostrar que la comunión de los santos, y no el papado, era la Iglesia: "non ut aligui somniant, credo ecclesiam esse praelatum ... sed ... communionem sanctorum". Esto era simplemente jugar con las palabras del Símbolo. En esa época Lutero aún observaba la tradicional comunión de los santos, con alguna idea de que un día la abandonaría. Renunció a ella cuando formuló su teoría de la justificación. La adopción del lema protestante, "Cristo para todos y cada uno para sí mismo", en lugar del axioma anterior de Hugo de San Víctor, "Singula sint omnium et omina singulorum" (uno para todos y todos para cada uno --P. L., CLXXV. 416), es la consecuencia lógica] de su concepto de justificación; no es una renovación interior del corazón, ni un verdadero renacimiento de un Padre común, el segundo Adán, ni siquiera una incorporación a Cristo, la cabeza del cuerpo místico, sino un acto esencialmente individualista de fe fiduciaria. Obviamente en tal teología no hay lugar para esa acción recíproca entre los santos, esa diseminación corporativa de las gracias espirituales a los miembros de la misma familia, esa hogareña y santa ciudadanía que une en lo más íntimo de la Católica comunión de los santos. Justificación y comunión de los santos van de la mano. Los esfuerzos que se han hecho para despertar en el protestantismo el viejo y aún estimado dogma de la comunión de los santos, serán necesariamente vanos a menos que se revise la doctrina real de la justificación.
Fuente: Sollier, Joseph. "The Communion of Saints." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908.
<http://www.newadvent.org/cathen/04171a.htm>.
Traducido por Miguel Villoria de Dios. L H M.