Herramientas personales
En la EC encontrarás artículos autorizados
sobre la fe católica
Martes, 19 de marzo de 2024

Concilios Generales

De Enciclopedia Católica

Saltar a: navegación, buscar

Definición

Los concilios son asambleas de dignatarios eclesiásticos y expertos teólogos reunidas legalmente con el propósito de discutir y regular materias de la doctrina y disciplina eclesiástica. Los términos concilio o sínodo son sinónimos, aunque en la más antigua literatura cristiana las reuniones ordinarias para el culto también se llaman sínodos, y los sínodos diocesanos no son propiamente concilios porque solo se reúnen para deliberar. Los concilios reunidos ilegalmente son llamados conciliabula, conventicula, y hasta latrocinia, es decir "sínodos ladrones”. Los elementos constituyentes de un concilio eclesiástico son los siguientes:

  • Reunión convocada legalmente,
  • de miembros de la jerarquía,
  • con el propósito de llevar a cabo unas funciones doctrinales y judiciales,
  • por medio de la deliberación en común,
  • que da como resultado regulaciones y decretos investidos con la autoridad de toda la asamblea.

Todos estos elementos resultan del análisis del hecho de que los concilios son una concentración de los poderes gobernantes de la Iglesia para tomar acciones decisivas.

La primera condición es que tal concentración esté conforme con la constitución de la Iglesia: debe ser iniciada por la cabeza de las fuerzas que han de mover y actuar, es decir, por el metropolitano si la acción se limita a una provincia. Los actores mismos son necesariamente los líderes de la Iglesia en su doble capacidad de jueces y maestros, porque el objeto propio de la actividad conciliar es solucionar cuestiones de fe y disciplina. Cuando se reúnen para otros propósitos, ya sea de forma regular o en circunstancias extraordinarias, para deliberar sobre las cuestiones actuales de la administración o sobre una acción concertada en las emergencias, sus reuniones no se llaman concilios sino simplemente reuniones o asambleas de obispos. La deliberación con la discusión libre y la ventilación de los puntos de vista privados, es otra nota esencial en la noción de concilios. Son la mente de la Iglesia en acción, el sensus ecclesiae que toma forma en el molde de la definición dogmática y los decretos de la autoridad. El contraste de las opiniones en conflicto, su enfrentamiento real precede necesariamente al triunfo final de la fe. Por último, en las decisiones del concilio vemos la más alta expresión de la autoridad de la que son capaces sus miembros dentro de la esfera de su jurisdicción, con la fuerza y peso añadidos que resultan de la acción combinada de todo el cuerpo.

Clasificación

Los concilios son por su propia naturaleza un esfuerzo común de la Iglesia, o parte de la Iglesia, para su propia preservación y defensa. Aparecen en su mimo origen, en tiempos de los apóstoles en Jerusalén, y a través de toda su historia siempre que la fe o la moral o la disciplina estaban amenazadas. Aunque su objetivo es siempre el mismo, las circunstancias bajo las que se reúne les dan una gran variedad, que hace necesaria una clasificación. Tomando por base la extensión territorial, se distinguen siete clases de sínodos.

1. Concilios Ecuménicos son aquéllos a los que se convoca a los obispos y otros con derecho al voto de todo el mundo (oikoumene) bajo la presidencia del Papa o sus legados y cuyos decretos, una vez han recibido la confirmación Papal, obligan a todos los cristianos. Un concilio, de convocatoria ecuménica, puede no recibir la aprobación de toda la Iglesia o del Papa, y entonces no estará en el rango de autoridad de los concilios ecuménicos. Tal fue el caso del Concilio Ladrón de Éfeso de 449 (Latrocinium Ephesinum), el Concilio de Pisa en 1409 y en parte los concilios de Constanza y Basilea.

2. El segundo en rango es el de los sínodos generales de Oriente y Occidente, compuestos por una mitad del episcopado. El Primer Concilio Ecuménico de Constantinopla de 381 fue originalmente solo un sínodo general oriental en el que estaban presentes los cuatro patriarcas orientales (Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén), con muchos metropolitanos y obispos. Está entre los ecuménicos porque sus decretos fueron recibidos también en Occidente.

3. El concilio patriarcal, nacional y primacial representa a todo un patriarcado, a toda una nación o a varias provincias sometidas a un primado. Hay frecuentes ejemplos de estos concilios en África latina, donde el metropolitano y los obispos ordinarios solían reunirse bajo el primado de Cartago, y en España bajo el primado de Toledo, y anteriormente en Siria bajo el metropolitano, después patriarca, de Antioquía.

4. El concilio provincial reúne a los obispos sufragáneos del metropolitano de una provincia eclesiástica y a otros dignatarios con derecho a participar.

5. Los sínodos diocesanos constan del clero de la diócesis y son presididos por el obispo o el vicario-general.

6. En Constantinopla se solía reunir un concilio peculiar, en el que participaban los obispos de todo el mundo que estaban en la ciudad imperial en ese momento. De ahí el título de synodoi enoemousai "Sínodo de los visitantes”.

7. Y por último, ha habido sínodos mixtos, en los que tanto los dignatarios civiles como los eclesiásticos se reúnen para solucionar asuntos seculares y eclesiásticos. Fueron frecuentes al principio de la Edad Media en Francia, Alemania, España e Italia. En Inglaterra hasta las abadesas estaban presentes ocasionalmente en esos concilios mixtos. A veces, no siempre, el clero y los laicos votaban en habitaciones separadas.

Aunque está en la naturaleza de los concilios el representar a todo o a parte del organismo de la Iglesia, sin embargo encontramos muchos concilios que consisten simplemente en un número de obispos reunidos, de diferentes países con un propósito determinado, sin tener en cuenta las conexiones territoriales o jerárquicas. Eran muy frecuentes en el siglo IV cuando las circunscripciones metropolitanas y patriarcales eran aun imperfectas y las cuestiones de fe y disciplina muy diversas. No pocos de ellos, convocados por los emperadores o los obispos en oposición a las autoridades legales (como el de Antioquía de 341), fueron positivamente irregulares y produjeron más mal que bien. Esta clase de concilios puede ser comparada a las reuniones de obispos de nuestros tiempos; los decretos que se aprueban en ellos sólo obligan a los que están sometidos a la autoridad de los obispos presentes. Fueron una manifestación importante del sensus ecclesiae (la mente de la Iglesia) más que cuerpos legislativos o judiciales. Pero precisamente en cuanto que expresan la mente de la Iglesia, con frecuencia adquirieron una influencia de largo alcance ya sea por su consistencia interna o por la autoridad de sus forjadores, o ambos.

Hay que hacer notar que los términos concilia plenaria, universalia, o generalia son o solían ser usados indiscriminadamente para todos los sínodos que no se limitaban a una sola provincia; en el Medievo, hasta los concilios provinciales, comparados con los diocesanos, recibían estos nombres. Hasta la Edad Media posterior todos los sínodos Papales a los que eran llamados un cierto número de obispos de diferentes países solían llamarse sínodos plenarios, generales o universales. En tiempos anteriores, antes de la separación de Oriente y Occidente, los concilios a los que enviaban representantes varios patriarcas o exarcas distantes eran descritos absolutamente como “concilios plenarios de la Iglesia universal”.Estos términos los aplicó San Agustín al Concilio de Arles (314), en el que estuvieron presentes sólo obispos occidentales. De la misma manera, el Concilio de Constantinopla (382 d.C.) en una carta al Papa San Dámaso I llama al concilio celebrado en la misma ciudad un año anterior (381) “Concilio ecuménico” es decir, sínodo que representa a la oikoumene, todo el mundo habitado conocido por los griegos y los romanos, porque todos los patriarcas orientales, aunque no los occidentales, tomaron parte en él. El sínodo de 381 no pudo en ese tiempo ser llamado ecuménico en el sentido estricto que se usa ahora, porque carecía de la confirmación formal de la Sede Apostólica. De hecho, los mismos griegos no lo pusieron al mismo nivel del Primer Concilio de Nicea ni del Concilio de Éfeso hasta su confirmación por el Concilio de Calcedonia y los latinos no reconocieron su autoridad hasta el siglo VI.

Esquema histórico de los concilios ecuménicos

El presenta artículo trata principalmente de los asuntos teológicos y canónicos relativos a los concilios que son ecuménicos en el sentido estricto definido arriba. Artículos especiales dan la historia de cada sínodo importante bajo el título de ciudad o la sede en la que se celebró. Pero para dar al lector una base para la discusión de los principios que seguirán, se adjunta una lista de los veintiún concilios ecuménicos con unos breves párrafos sobre cada uno.

Primer Concilio Ecuménico: Primer Concilio de Nicea (325). El concilio de Nicea duró dos meses y doce días. Contó con la asistencia de trescientos dieciocho obispos. Hosio, obispo de Córdoba, asistió como legado del Papa San Silvestre I. El emperador Constantino también estaba presente. A este concilio le debemos el Credo (Symbolum) de Nicea, que definió contra Arrio la verdadera divinidad del Hijo de Dios (homoousion), así como la fijación de la fecha para celebrar la Pascua de Resurrección (contra los cuartodecimanos)

Segundo Concilio Ecuménico: Primer Concilio Ecuménico de Constantinopla (381). A este concilio, bajo el Papa Dámaso y el emperador Teodosio I, asistieron 150 obispos. Se dirigía contra los macedonios, los cuales impugnaban la divinidad del Espíritu Santo. Añadió al Credo de Nicea las cláusulas que se refieren al Espíritu Santo (qui simul adoratur) y todo lo que sigue hasta el final.

Tercer Concilio Ecuménico: El Concilio de Éfeso (431), con más de doscientos obispos, fue presidido por San Cirilo de Alejandría representando al Papa San Celestino I, definió la verdadera unidad personal de Jesucristo, declaró a María la Madre de Dios (theotokos) contra Nestorio, obispo de Constantinopla y renovó la condena de Pelagio.

Cuarto Concilio Ecuménico: En el Concilio de Calcedonia (451) doscientos cincuenta obispos, bajo el Papa San León I Magno y el emperador Marciano, definió las dos naturalezas (Divina y humana ) en Cristo contra Eutiques, quien fue excomulgado.

Quinto Concilio Ecuménico: El Segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla (553), de 615 obispos bajo el Papa Vigilio y el emperador Justiniano I, condenó los errores de Orígenes y ciertos escritos (los Tres Capítulos) de Teodoreto, de Teodoreto, obispo de Mopsuestia y de Ibas, obispo de Edesa. Confirmó los cuatro primeros concilios generales, especialmente el de Calcedonia, cuya autorizad era discutida por algunos herejes.

Sexto Concilio Ecuménico: Al Tercer Concilio Ecuménico de Constantinopla (680-681), bajo el Papa Agatón y el emperador Constantino Pogonato, asistieron los patriarcas de Constantinopla y Antioquía, 174 obispos y el emperador. Puso fin al monotelismo definiendo las dos voluntades en Cristo, la divina y la humana, como dos principios distintos de operación. Anatematizó a Sergio, Pirro, Pablo, Macario y a todos sus seguidores.

Séptimo Concilio Ecuménico: Nicea II (787). El Segundo Concilio de Nicea (787) fue convocado por el emperador Constantino VI y su madre Irene, bajo el Papa Adriano I; presidido por los legados del Papa Adriano; reguló la veneración de imágenes sagradas. Asistieron entre 300 y 367 obispos.

Octavo Concilio Ecuménico: IV (869). El Cuarto Concilio Ecuménico de Constantinopla (869), bajo el Papa Adriano II y el emperador Basilio, contó 102 obispos, 3 legados Papales y 4 patriarcas, arrojó a las llamas las Actas de un concilio irregular (conciliabulum) reunido por Focio contra el Papa San Nicolás I e Ignacio, el patriarca legítimo de Constantinopla. Condenó a Focio, que se había apoderado ilegalmente de la dignidad patriarcal. El cisma de Focio, sin embargo, triunfó en la Iglesia Griega y ya no volvió a celebrarse en Oriente ningún otro concilio general.

Noveno Concilio Ecuménico: El Primer Concilio de Letrán (1123), el primero celebrado en Roma, se reunió bajo el Papa Calixto II. Asistieron alrededor de 900 obispos y abades. Abolió el derecho que reclamaban los príncipes laicos de la investidura con un anillo y báculo de los beneficios eclesiásticos y trató de la disciplina de la Iglesia y de la recuperación de Tierra Santa de manos de los infieles.

Décimo Concilio Ecuménico: El Segundo Concilio de Letrán (1139) se celebró en Roma bajo el Papa Inocencio II, con la asistencia de unos mil prelados y el emperador Conrado. Su objetivo fue poner fin a los errores de Arnoldo de Brescia.

Undécimo Concilio Ecuménico: El Tercer Concilio de Letrán (1179) se efectuó bajo el Papa Alejandro III y el emperador Federico I. Hubo trescientos dos obispos presentes. Condenó a los albigenses y valdenses y emitió numerosos decretos para la reforma de la moral.

Duodécimo Concilio Ecuménico: El Cuarto Concilio de Letrán (1215) se realizó bajo el pontificado del Papa Inocencio III. Estuvieron presentes los patriarcas de Constantinopla y Jerusalén, 71 arzobispos, 412 obispos y 800 abades, el primado de los maronitas y Santo Domingo Guzmán. Emitió un credo ampliado (símbolo) contra los albigenses (Firmiter credimus), condenó los errores trinitarios del abad Joaquín y publicó setenta importantes decretos reformatorios. Es el más importante concilio de la Edad Media y marca el punto culminante de la vida eclesiástica y del poder Papal.

Décimo Tercer Concilio Ecuménico: El Primer Concilio General de Lyons (1245) fue presidido por el Papa Inocencio IV, los patriarcas de Constantinopla, Antioquía y Aquilea (Venecia), 140 obispos, el emperador de oriente Balduino II. Asistió San Luis rey de Francia. Excomulgó y depuso al emperador Federico II y dirigió una nueva cruzada, bajo el mando de San Luis contra los sarracenos y mongoles.

Decimocuarto Concilio Ecuménico: El Segundo Concilio General de Lyons (1274) fue realizado por el Papa Gregorio X, los patriarcas de Constantinopla y Antioquía, 15 cardenales, 500 obispos y más de 1000 otros dignatarios. Logró una reunión temporal de la Iglesia Griega con Roma. Se añadió al símbolo de Constantinopla la palabra Filioque y se intentó encontrar medios para recuperar Palestina de los turcos. Se establecieron reglas para las elecciones Papales.

Decimoquinto Concilio Ecuménico: El Concilio de Viena (1311-1313) fue celebrado en esa ciudad francesa por orden del Papa Clemente V, el primero de los Papas de Aviñón. Asistieron los patriarcas de Alejandría y Antioquía, 300 obispos (114 según algunas autoridades) y 3 reyes---Felipe IV de Francia, Eduardo II de Inglaterra y Jaime II de Aragón. El sínodo trató sobre los crímenes y errores atribuidos a los Caballeros Templarios, los Fraticelli y los Beguines y Beghards, proyectando una nueva cruzada, la reforma del clero y la enseñanza de idiomas orientales en las universidades.

Decimosexto Concilio Ecuménico: El Concilio de Constanza (1414-1418) se celebró durante el Gran Cisma de Occidente con el objeto de terminar con las divisiones dentro de la Iglesia. Solamente se convirtió en legítimo cuando el Papa Gregorio XI lo convocó formalmente, y por ello logró poner fin al cisma eligiendo al Papa Martín V, lo que el Concilio de Pisa (1403) no había logrado conseguir por su ilegalidad. El Papa legítimo confirmó los decretos anteriores del sínodo contra John Wyclif y Jan Hus. Así pues este concilio es ecuménico sólo en sus últimas sesiones (XLII - XLV inclusive) y respecto a los decretos de las sesiones anteriores aprobados por Martín V.

Decimoséptimo Concilio Ecuménico: Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1439). El Concilio de Basilea se reunió primero en esa ciudad, siendo bajo el pontificado de Eugenio IV y Segismundo emperador del Sacro Imperio Romano. Su objetivo fue lograr la pacificación religiosa de Bohemia. Surgieron dificultades con el Papa y el concilio se trasladó primero a Ferrara (1438), y después a Florencia (1439), donde se logró una unión breve con la Iglesia Griega, habiendo aceptado los griegos las definiciones de los puntos controvertidos del concilio El Concilio de Basilea es sólo ecuménico hasta el final de la vigésimo quinta sesión y de sus decretos, Eugenio IV aprobó solamente los que trataban de la extirpación de la herejía, la paz en la cristiandad y la reforma de la Iglesia y los que al mismo tiempo no derogaban los derechos de la Santa Sede. ( Ver también Concilio de Florencia.)

Decimoctavo Concilio Ecuménico: (1512-1517). El Quinto Concilio de Letrán (1512–1517), bajo los Papas Julio II y León X, siendo emperador Maximiliano I. Asistieron 15 cardenales y alrededor de 80 arzobispos y obispos. Sus decretos son principalmente disciplinarios. Se planteó también una nueva cruzada contra los turcos, que quedó en nada, debido al cataclismo religioso en Alemania causado por Martín Lutero.

Decimonoveno Concilio Ecuménico: El Concilio de Trento duró 18 años (1545-1563), bajo cinco Papas, Paulo III, Julio III, Marcelo II, Paulo IV y Pío IV, y bajo los emperadores Carlos V y Fernando. Estuvieron presentes 5 cardenales legados de la Santa Sede, 3 patriarcas, 33 arzobispos, 235 obispos, 7 abades, 7 generales de órdenes monásticas y 160 doctores en teología. Se convocó para examinar y condenar los errores promulgados por Lutero y otros reformadores y para reformar la disciplina eclesiástica. Es el concilio de más larga duración, publicó la mayor cantidad de decretos dogmáticos y reformatorios y produjo los resultados más benéficos.

Vigésimo Concilio Ecuménico: El Concilio Vaticano I (1869-1870) fue convocado por el Papa Pío IX. Se reunió el 8 de diciembre de 1869 y duró hasta el 18 de julio de 1870, y no terminó sino que fue interrumpido por la invasión de los Estados Pontificios por las tropas piamontesas. El 20 de octubre el Papa publicó la bula Postquam Dei munere", la cual prorrogaba el concilio indefinidamente. Estaban presentes 49 cardenales, 11 patriarcas, 680 arzobispos y obispos, 28 abades, 29 generales de órdenes religiosas; 803 en total. Además de importantes cánones sobre la fe y la constitución de la Iglesia, el concilio decretó la infalibilidad del Papa cuando habla ex cathedra, es decir, cuando como pastor y maestro de todos los cristianos define una doctrina sobre la fe o moral que ha de observar toda la Iglesia.

Vigésimo Primer Concilio Ecuménico: Concilio Vaticano II (1962-1965). (N. del T.). El artículo es de principios del siglo XX., por lo que añado provisionalmente una breve nota sobre este concilio: fue convocado por el Papa Juan XXIII, tuvo cuatro sesiones; la primera la presidió en 1962, Juan XXIII que murió el 3 de junio de 1963. Las otras tres etapas fueron convocadas y presididas por su sucesor, Papa Paulo VI, hasta su clausura en 1965. Ha sido el concilio más representativo de todos; asistieron alrededor de mil padres conciliares de todo el mundo y miembros de otras confesiones cristianas. La finalidad del concilio fue el "aggiornamento" o puesta al día de la Iglesia, renovando lo viejo, revisando el fondo y la forma de su acción, en un diálogo con el mundo moderno. No hubo definiciones dogmáticas.

El Papa y los concilios generales

Las relaciones entre el Papa y los concilios generales deben ser definidas exactamente para llegar a una concepción correcta de las funciones de los concilios en la Iglesia, de sus derechos y deberes y de su autoridad. La frase tradicional “El concilio representa a la Iglesia”, asociada con la noción moderna de asambleas representativas, puede llevar a una percepción errónea de la función de los obispos en los sínodos generales. Los diputados de la nación reciben su poder de sus electores y están obligados a promover o proteger los intereses de los electores; en el estado democrático moderno son creados directamente por y desde el poder propio del pueblo. Por el contrario, los obispos reunidos en concilio no tienen poder, ni comisión o delegación del pueblo. Todo su poder, órdenes, jurisdicción y cualidad de miembro del concilio les llegan de arriba, directamente del Papa y en último término de Dios. Lo que el episcopado en concilio representa es el magisterium instituido divinamente, la enseñanza y poder de gobierno de la Iglesia; los intereses que defiende son los del depositum fidei, de las reglas de fe y moral reveladas, es decir, los intereses de Dios.

El concilio es, pues, el asesor del maestro supremo y juez que se sienta en la Silla de Pedro por nombramiento divino; sus actos son esencialmente cooperación---la acción común de los miembros con la cabeza---y por consiguiente su valor es mayor o menor en la medida de su conexión con el Papa. Un concilio que se oponga al Papa no es representativo de toda la Iglesia, porque ni representa al Papa que se opone a él ni a los obispos ausentes, que no pueden actuar más allá de sus diócesis excepto a través del Papa. Un concilio que actúe independientemente del Vicario de Cristo y que se coloque sobre él en sus juicios, es impensable en la constitución de la Iglesia; de hecho tales asambleas sólo han tenido lugar en tiempos de grandes alteraciones constitucionales, cuando o no había Papa o el Papa legal no se podía distinguir de los antipapas. En tiempos tan anormales la seguridad de la Iglesia se convierte en ley suprema y el primer deber de la grey abandonada es encontrar un nuevo pastor bajo cuya dirección se puedan remediar los males que existen.

En tiempos normales, cuando, según la constitución divina de la Iglesia, el Papa gobierna con la totalidad de su poder, las funciones de los concilios es apoyar y reforzar su gobierno en ocasiones de dificultades extraordinarias que surgen por las herejías, los cismas, disciplina relajada o enemigos exteriores. Los concilios generales no participan en el gobierno normal ordinario de la Iglesia. Este principio se confirma por el hecho de que durante veinte siglos de vida de la Iglesia sólo se han realizado veintiún concilios ecuménicos. Esto está muy bien ilustrado por el completo fracaso del decreto emitido en la trigésimo nona sesión del Concilio de Constanza (entonces sin ninguna cabeza legal) al efecto de que los concilios se debieran reunir frecuentemente y a intervalos regulares, el primero de ellos, convocado en Pavía para el año 1423, no se pudo realizar debido a la de respuestas a las convocatorias. Esto evidencia que los concilios generales no están calificados para emitir independientemente del Papa, cánones dogmáticos o disciplinarios que obliguen a toda la Iglesia. De hecho, los concilios más antiguos, especialmente los de Éfeso (431) y Calcedonia (451) no se convocaron para decidir en las cuestiones de fe aún abiertas sino para dar peso adicional a, y asegurarse la ejecución de, las decisiones papales tomadas anteriormente y consideradas completamente autorizadas. La otra consecuencia del mismo principio es que los obispos reunidos en concilio no son comisionados, como nuestros parlamentarios modernos, para controlar y limitar el poder del gobierno o del soberano, aunque pueden surgir circunstancias en las que sería su deber y derecho revisar con el Papa algunos de sus actos o medidas. Las severas críticas del Sexto Concilio General al Papa Honorio I se pueden citar como ejemplo.

Composición del concilio general

Derecho de participación. El derecho de estar presente y actuar en los concilios generales pertenece en primer lugar y lógicamente a los obispos que ejercen el oficio episcopal en ese momento. En los concilios más antiguos también aparecen chorepiscopi (obispos rurales) que según la mejor opinión ni eran verdaderos obispos ni un orden interpuesto entre sacerdotes obispos y sacerdotes, sino sacerdotes investidos con jurisdicción menor que los obispos pero mayor que la sacerdotal. Eran ordenados por el obispo y encargados de la administración de ciertos distritos de su diócesis. Tenían el poder de conferir órdenes menores y hasta el subdiaconato. Los obispos titulares, es decir, los obispos que no gobernaban una diócesis, tenían los mismos derechos que otros obispos en el Concilio Vaticano I (1869-70), donde 117 de ellos estuvieron presente. Su reclamo descansa en el hecho de que su orden, la consagración episcopal, les da derecho, jure divino, a tomar parte en la administración de la Iglesia, y que el concilio general parece permitir una esfera propia para el ejercicio de ese derecho que la falta de una diócesis propia mantiene en suspenso. Los dignatarios que tiene jurisdicción episcopal o cuasi-episcopal sin ser obispos (tales como los cardenalespresbíteros, cardenales–diáconos, abades nullius, abades mitrados de todas clases de órdenes o congregaciones de monasterios, generales de clérigos regulares, órdenes mendicantes y monásticas) se les permitió votar en el Vaticano I. Su título se basa en la ley canónica positiva: en los primeros concilios no se admitían tales votos, pero desde el siglo VII hasta el final de la Edad Media prevaleció la práctica contraria, y desde entonces se ha convertido en un derecho adquirido. Los sacerdotes y diáconos con frecuencia emiten votos decisivos en nombre de obispos ausentes a los que representan; en el Concilio de Trento, sin embargo, tales procuradores solo fueron admitidos con grandes limitaciones y en el Vaticano I hasta se les excluyó de la sala del concilio.

Además de los miembros votantes, cada concilio admite como consultores a un número de doctores en teología y derecho canónico. En el Concilio de Constanza se le permitió votar a los consultores. Otros clérigos han sido siempre admitidos como notarios. Los laicos pueden y han estado presentes en los concilios por varias razones, pero nunca como votantes. Ellos daban consejos, presentaban quejas, asentían con las decisiones y ocasionalmente también firmaban los decretos. Desde que los emperadores romanos aceptaron el cristianismo, asistieron ya personalmente o por diputados (commissarii). Constantino el Grande estuvo presente en persona en el Primer Concilio General; Teodosio II envío a sus representantes al Tercero y el emperador Marciano envío el suyo al Cuarto, en cuya sexta sesión él mismo y la emperatriz Pulqueria asistieron personalmente. Constantino Pogonato estuvo presente en el Sexto y la emperatriz Irene y su hijo Constantino Porfirogénito enviaron sus representantes el Séptimo, mientras que el emperador Basilio el Macedonio asistió al Octavo, a veces en persona, a veces por sus diputados. Sólo el Segundo y el Quinto concilios generales se celebraron con ausencia del emperador o de emisarios imperiales, pero tanto Teodosio el Grande como Justiniano estaban en Constantinopla mientras los concilios se celebraban y mantuvieron continuos intercambios en ellos. En Occidente era frecuente la asistencia de los reyes, incluso a los sínodos provinciales. El motivo y objeto de la presencia real era proteger a los sínodos, resaltar su autoridad y presentar ante ellos las necesidades de los estados y naciones cristianas particulares.

Esta laudable y legítima cooperación llevó poco a poco a interferir en los derechos papales en los asuntos conciliares. El emperador oriental Miguel reclamó el derecho a convocar concilios hasta sin el consentimiento papal y a tomar parte en ellos personalmente o por sustitutos. Pero el Papa San Nicolás I se resistió a sus pretensiones, señalándole en una carta (865), que sus antecesores imperiales sólo habían estado presentes en los concilios generales que trataban asuntos de fe y de tal hecho sacaba la conclusión que todos los demás sínodos debían celebrarse sin la presencia del emperador o sus comisarios. Unos pocos años después el Octavo Sínodo General (Can. XVII, Hefele, IV, 421) declaró que es falso que no se pudieran celebrar concilios sin la presencia del emperador (los emperadores sólo habían asistido a concilios generales) y que no era derecho del príncipe secular ser testigo de las condenas de los eclesiásticos (en los concilios provinciales). Ya desde el siglo IV los obispos se quejaban mucho de Constantino el Grande por imponer su comisario en el sínodo de Tiro (335). Sin embargo, en Occidente los príncipes seglares estaban presentes en los sínodos nacionales por ejemplo Sisenando, rey de los visigodos de España, estuvo en el Cuarto Concilio de Toledo (636) y el rey Quintiliano en el Quinto (638). Carlomagno asistió al Concilio de Frankfort (794) y dos reyes anglosajones al Sínodo de Whitby (Collatio Pharenes) en 664. Pero paso a paso Roma estableció el principio que ningún comisario real podía estar presente en ningún concilio, excepto en los generales, en los que “la fe, la reforma y la paz” estén cuestionadas.

Número de miembros requerido. No se puede definir estrictamente el número de obispos requeridos para constituir un Concilio Ecuménico, ni en realidad hace falta hacerlo, porque la cualidad de ecuménico depende de la cooperación con la cabeza de la Iglesia y sólo de forma secundaria del número de cooperadores. Es físicamente imposible reunir a todos los obispos del mundo y no hay un estándar que determine el número aproximado, o proporción de prelados necesarios para asegurar que sea ecuménico. Todos deben ser invitados, ninguno excluido; deben estar presente un considerable numero de representantes de las distintas provincias y países; esto puede proponerse como una teoría practicable, pero la iglesia primitiva no se sometió a esta teoría. Como regla general, solo cierto número de patriarcas y sus metropolitanos eran llamados directamente para que se presentasen con un cierto número de sus sufragáneos. En Éfeso y Calcedonia, el tiempo entre la convocatoria y la reunión fue demasiado corto para que los obispos occidentales fueran convocados. Pero como regla, muy pocos obispos occidentales estuvieron presentes en los primeros ocho sínodos generales. Ocasionalmente, por ejemplo, en el Sexto, su ausencia se remedió enviando diputados con la instrucciones precisas a las que se había llegado en un concilio previo celebrado en Occidente. Lo que da a los concilios orientales su carácter ecuménico es la cooperación del Papa como cabeza de la Iglesia universal y especialmente de la occidental. Esta circunstancia, tan relevante en los concilios de Éfeso y Calcedonia aporta la mejor prueba de que, en el sentido de la iglesia, el elemento esencial constituyente de su calidad de ecuménico es menos la proporción de obispos presentes y ausentes, que la conexión orgánica del concilio con la cabeza de la Iglesia.

Liderato Papal como elemento formal de los concilios: Es la acción del Papa lo que hace que el concilio sea ecuménico. Esa acción es el ejercicio de su oficio como supremo maestro y gobernante de la Iglesia. Su necesidad resulta de que ninguna autoridad puede compararse con la de toda la Iglesia excepto la del Papa; sólo él puede obligar a todos los fieles. Su suficiencia es igualmente manifiesta: cuando el Papa ha hablado ex cathedra para hacer suyas las decisiones de cualquier concilio, sin tener en cuenta el numero de miembros, nada más hace falta para convertirlos en obligatorios para toda la Iglesia. La primera vez que se enuncia este principio es en la carta del Concilio de Sárdica (313) al Papa San Julio I y era frecuentemente citada desde principios del siglo V, como el canon (de Nicea) sobre la necesidad de la cooperación papal en todos las actas conciliares más importantes. El historiador eclesiástico Sócrates (Hist. Eccl., II.17) hace decir al Papa Julio en referencia al concilio de Antioquía (341), que la ley de la Iglesia (kanon) prohibe “a las iglesias aprobar leyes contrarias el juicio del obispo de Roma”; y Sozomeno (III, X) asimismo declara “que es una ley sagrada no atribuir ningún valor a cosas hechas sin el juicio del Obispo de Roma.” La carta de Julio citada tanto por Sócrates como por Sozomeno se refiere directamente a una costumbre eclesiástica existente y en particular a un caso específico importante (la deposición de un patriarca), pero el principio subyacente es como se ha dicho.

La cooperación Papal puede ser de distintos grados: para que sea efectiva en distinguir un concilio como universal ha de aceptar la responsabilidad de sus decisiones dándoles una confirmación formal. El Primer Concilio Ecuménico de Constantinopla (381) en el que el Credo de Nicea recibió su forma actual (la que se usa en la Misa) no reclamaba ser ecuménico. Antes de que el Papa Dámaso y los obispos occidentales hubieran visto las Actas completas habían condenado algunos procedimientos en un sínodo italiano, pero al recibir las Actas, Dámaso, así lo dice Focio, las confirmó. Sin embargo, Focio tiene razón sólo respecto al Credo o símbolo de fe: los cánones de este concilio fueron rechazados también por León Magno y hasta por Gregorio Magno (hacia el 600). Una prueba de que el Concilio de Constantinopla obtuvo la sanción Papal se deduce de la forma en que los legados romanos en el Cuarto Concilio General (Calcedonia, 451) permitieron, sin protestar, las apelaciones a este Credo mientras que al mismo tiempo protestaron enérgicamente contra los cánones del concilio. Y fue debido a la aprobación papal del Credo, en el siglo VI, que los Papas Vigilio, Pelagio II y Gregorio el Grande declararon ecuménico a este concilio, aunque Gregorio aún se negaba a sancionar sus cánones. El Primer Concilio Ecuménico de Constantinopla presenta, entonces, un ejemplo de un mínimo de la cooperación Papal que imprime a un concilio particular la marca de universalidad. Sin embargo, la cooperación normal requiere de parte de la cabeza de la Iglesia más que un reconocimiento post-factum.

El oficio del Papa y las funciones del concilio en la organización de la Iglesia requieren que el Papa convoque el concilio, lo presida y dirija sus trabajos y finalmente que promulgue sus decretos para la Iglesia Universal como expresión de la mente de todo el cuerpo docente guiado por el Espíritu Santo. Ejemplos de esa natural, normal y perfecta cooperación se dan en los cinco concilios de Letrán, presididos por el Papa en persona; la presencia en persona de la más alta autoridad de la Iglesia, su dirección de las deliberaciones y aprobación de sus decretos dan a los procedimientos conciliares la cualidad de Magisterium Ecclesiae en su forma de mayor autoridad. Los concilios en los que el Papa es representado por legados son en verdad también representativos de todo el cuerpo docente de la iglesia, por la representación no es absoluta o adecuada, no hay concentración real de toda la autoridad. Actúan en el nombre, pero no con todo el poder, de la iglesia docente y sus decretos obligan universalmente sólo a través de un acto anterior o posterior del Papa. La diferencia entre concilios presididos personalmente o por poder se nota en la forma en que los decretos se promulgan: cuando el Papa ha estado presente los decretos se publican en su propio nombre con la fórmula adicional: sacro approbante Concilio; Cuando los legados han presidido los decretos son atribuidos al sínodo mismo (S. Synodus declarat, definit, decernit).

Factores en la cooperación papal con el concilio

Hemos visto que ningún concilio es ecuménico a no ser que el Papa lo haya hecho suyo por cooperación, lo que admite un mínimo y un máximo y por consiguiente varios grados de perfección. Los escritores católicos se hubieran ahorrado muchas dificultades si hubieran basado su apologética sobre el simple y evidente principio del mínimo suficiente de cooperación papal, en vez de tratar de demostrar, por encima de todo, que es necesario el máximo tanto como principio y demostrable en la historia. Los tres factores que constituyen la solidaridad del Papa y del concilio son la convocatoria, la dirección y la confirmación del concilio por el Papa, pero no es esencial que todos y cada uno de estos factores estén presenten en su grado más perfecto.

Convocatoria. La convocatoria jurídica de un concilio implica algo más que una invitación dirigida a todos los obispos del mundo para que se reúnan en un concilio, es decir: el acto por el que legalmente los obispos están obligados a tomar parte en el concilio y el mismo concilio es constituido como tribunal legítimo para tratar de los asuntos de la Iglesia. Lógicamente, por la naturaleza del tema, el derecho a la convocatoria pertenece al Papa sólo. Pero la convocatoria de los primeros ocho concilios generales, en el sentido vago de invitación a reunirse, fue regularmente enviada por los emperadores cristianos, cuyo dominio era coextensivo con la Iglesia, o al menos con la oriental, que se reunía entonces sola. Las cartas imperiales de convocatoria de los concilios de Éfeso (Jean Hardouin I, 1343) y de Calcedonia (Hardouin II, 42) muestran que los emperadores actuaban como protectores de la Iglesia, creyendo que era su deber fomentar por todos los medios a su alcance el bienestar de su cargo. Además no es posible demostrar en cada caso que actuaban por instigación formal del Papa; hasta parece que más de una vez los emperadores no siguieron otra cosa que su propia iniciativa al convocar el concilio y determinar el lugar de reunión. Sin embargo, es evidente que los emperadores cristianos no pueden haber actuado así sin el consentimiento, actual o presunto, del Papa. De otra manera su conducta no hubiera sido ni legal ni sabia. De hecho, ninguno de los ocho concilios ecuménicos orientales, con la excepción quizás, del Quinto, fue convocado por el emperador con la oposición del Papa. Respecto al quinto, la conducta del emperador hizo que se cuestionara la legalidad del concilio, lo cual prueba que la mente de la Iglesia requería el consentimiento papal para que fueran legales. Respecto a la mayoría de estos ocho sínodos, particularmente el de Éfeso, es manifiesto el consentimiento previo del Papa, actual o presunto. Respecto a la convocatoria del de Calcedonia, el emperador Marciano no coincidía con los deseos del Papa León I respecto al tiempo y lugar de la reunión pero no reclamó un derecho absoluto a que se cumpliera su voluntad, ni el Papa reconoció tal derecho. Por el contrario, como explica León I en sus cartas (Epp. LXXXIX, XC, ed. Ballerini), él sólo se sometió a los arreglos imperiales porque no quería interferir con los esfuerzos de buena voluntad de Marciano.

Es aún más evidente que la convocatoria hecha por los emperadores no implicaba por su parte la intención de constituir el concilio jurídicamente, es decir, darle poder como tribunal autorizado para los asuntos de la Iglesia. Tal cosa nunca se ha sugerido. Las expresiones jubere y keleuein, usadas a veces en las frases de la convocatoria, no conllevan necesariamente la noción de una orden estricta a la que no se puede resistir; tiene también el significado de exhortación, inducción, convocatoria. La constitución judicial del concilio solo puede emanar y siempre lo hizo así, de la Sede Apostólica. Puesto que la reunión de los obispos en concilio solía ser causada más por las difíciles condiciones de la Iglesia que por órdenes positivas, el Papa se contentaba con autorizar el concilio y eso lo hacía enviando legados a presidirlos y dirigir los trabajos de los prelados reunidos. El emperador Marciano en su primera carta a León I declara que el éxito del pretendido sínodo dependía de su---la del Papa---autorización León, no Marciano, es a quien se llama después auctor synodi sin ninguna cualificación restrictiva, especialmente en tiempos de la disputa de los “Tres Capítulos”, donde se cuestionó la extensión de la autoridad del sínodo. Por consiguiente, la ley por entonces era la misma que hoy en día respecto a lo esencial.: el Papa es el único que puede convocar concilio como una asamblea con autoridad judicial. La diferencia está en la circunstancia de que el Papa dejó al emperador la ejecución de la convocatoria y la toma de las medidas necesarias para hacer posible la reunión, rodeándolo además con el halo de la dignidad en la Iglesia y el Estado. La parte material, o trabajos, del concilio quedaba así completamente en manos de los emperadores y se esperaba que a veces el Papa fuera inducido---si no forzado---por las circunstancias a hacer que su autorización se acomodara a los deseos y arreglos imperiales.

Después de estudiar los principios será bueno ver como funcionaron en la realidad. El siguiente es un resumen histórico de la convocatoria de los primeros ocho concilios generales:

1. Eusebio (Vita Constantini, III, VI) nos informa que los escritos de convocatoria para el Primer Concilio General fueron emitidos por el emperador Constantino, pero como ninguno nos ha llegado, es dudoso si mencionaban o no consultas previas con el Papa. Sin embargo, es un hecho innegable que el Sexto Concilio General (680) informaba claramente que el Concilio de Nicea había sido convocado por el emperador y el Papa Silvestre (Mansi, Coll. Conc., XI, 661). La misma afirmación aparece en la vida de Silvestre que se encuentra en el "Liber Pontificalis", pero no hay que insistir mucho en esta prueba ya que el concilio mismo, por las circunstancias en las que se celebró, tiene suficiente fuerza para establecer este punto. Pues el Sexto Concilio General se celebró en Constantinopla, en un momento en el que los obispos de la ciudad imperial, la gran mayoría eran griegos, intentaban rivalizar con los de la Vieja Roma; su afirmación está pues completamente libre de toda sospecha de ambición o prejuicio occidentales y hay que aceptarlo como la verdadera presentación de un hecho. Rufino, en su continuación de la Historia de Eusebio (I, 1) dice que el emperador convocó el sínodo ex sacerdotum sententia (por consejo del clero) y es correcto suponer que si consultó a varios prelados no omitiría consultar a la cabeza de todos ellos.

2. El Segundo Concilio General (381) al principio no tenía la intención de ser ecuménico; sólo llego a serlo porque fue aceptado en Occidente, como se ha visto arriba. No fue convocado por el Papa Dámaso como se ha dicho frecuentemente, y la afirmación de que los obispos reunidos afirmaron que se habían reunido como consecuencia de una carta del Papa a Teodosio el Grande es una confusión. El documento aportado como prueba se refiere al sínodo del año siguiente que sí fue reunido por instigación del Papa y el sínodo de Aquilea, pero este no fue un concilio ecuménico.

3. El Tercer Concilio General (Éfeso, 431) fue convocado por el emperador Teodosio II junto con su colega occidental Valentiniano III, lo cual evidencia las actas del concilio. Igualmente evidente es que el Papa San Celestino I dio su consentimiento, pues él le escribió una carta (15 de mayo de 431) a Teodosio diciéndole que no podía estar presente en persona, pero que enviaría a sus representantes. Y en su carta del 8 de mayo al sínodo mismo, insiste en el deber de los obispos presentes de aferrarse a la fe ortodoxa, que espera que accedan a la sentencia que él ya proncunió contra Nestorio y añade que envía a sus legados para ejecutar esa sentencia en Éfeso. Los miembros del concilio reconocieron las directivas y órdenes papales, no sólo el consentimiento Papal, en las palabras de su solemne condena de Nestorio: “Urgidos por los cánones y de acuerdo con la carta de nuestro muy Santo Padre y hermano siervo Celestino, obispo de Roma, hemos formado esta triste sentencia contra Nestorio”. Y expresan el mismo sentimiento donde dicen que “la epístola de la Sede Apostólica (a Cirilo, comunicada al Concilio) ya contiene un juicio y una regla psepho kai typou sobre el caso de Nestorio” y que ellos---los obispos del concilio---han ejecutado esa orden. Todo esto manifiesta la convicción de los obispos de que el Papa era el espíritu que movía y aceleraba el concilio.

4. La forma en que se reunió el Cuarto Concilio General (Calcedonia, 451) está expresada en varios escritos del Papa León I y de los emperadores Teodosio II y Marciano. Inmediatamente después del Concilio Ladrón de Éfeso, León pidió a Teodosio que preparara un concilio compuesto por obispos de todas partes del mundo que se reuniera preferiblemente en Italia. Volvió a hacer la misma petición, que había hecho por primera vez el 13 de octubre de 449, en las siguientes fiestas de Navidad, y convenció al emperador occidental Valentiniano III junto con su emperatriz y su madre, para que lo apoyaran ante la corte bizantina. León renovó su petición de nuevo en julio de 450, añadiendo, sin embargo, que se podía prescindir del concilio si todos los obispos hacían una profesión de fe ortodoxa sin estar reunidos en un concilio. Por entonces murió Teodosio II y le sucedió su hermana Santa Pulqueria y su marido Marciano. Ambos informaron inmediatamente al Papa que estaban dispuestos a reunir el concilio, y Marciano le pedía que constatara por escrito si iba asistir en persona o mediante sus legados, para poder emitir a los obispos orientales los documentos de convocatoria. Sin embargo, por entonces las cosas habían mejorado mucho en la Iglesia Oriental; la mayoría de los obispos que habían tomado parte en el Concilio Latrocino se habían arrepentido de su aberración y firmado, junto con sus colegas ortodoxos, la "Epístola Dogmática" de León a San Flaviano, haciendo con ello menos urgente la necesidad de un concilio. Además, los Hunos estaban invadiendo Occidente, impidiendo que muchos obispos latinos, cuya presencia era muy deseable, pudieran dejar a sus rebaños para aventurarse en un largo viaje hasta Calcedonia Hubo otros motivos que indujeron al Papa a posponer el concilio, es decir, el miedo a que los obispos de Constantinopla aprovecharan la ocasión para mejorar su posición jerárquica, miedo bien justificado por los sucesos posteriores. Pero Marciano ya lo había convocado y León dio sus instrucciones sobre los asuntos a tratarse. Tenía todo el derecho a decir, en una carta a los obispos que habían asistido al concilio que el sínodo había sido reunido "ex praecepto christianorum principum et ex consensu apostolicae sedis" (por orden de los príncipes cristianos y con el consentimiento de la Sede Apostólica). El emperador mismo escribió a León que el concilio había sido efectuado por su autoridad (te auctore), y los obispos de Moesia, en una carta al emperador bizantino León, decían: ”En Calcedonia muchos obispos se reunieron por orden de León, el romano pontífice, que es la verdadera cabeza de los obispos”.

5. El Quinto Concilio General fue planeado por Justiniano I con el consentimiento del Papa Vigilio, pero debido a las pretensiones dogmáticas del emperador, surgió una disputa y el Papa se negó a estar presente, a pesar de ser repetidamente invitado. Su Constitutum del 14 de mayo 553, según el cual no podía anatematizar a Teodoro de Mopsuestia y Teodoreto, llevó a una oposición abierta entre el Papa y el concilio. Al final todo quedó enderezado cuando Vigilio aprobó los decretos sinodales.

6, 7 y 8. Estos tres sínodos fueron todos reunidos por los emperadores con el consentimiento y asistencia de la Sede Apostólica.

Dirección: La dirección o presidencia de los concilios pertenece al Papa por el mismo derecho que su convocatoria y constitución. Si el concilio estuviera dirigido en sus deliberaciones y actos por alguien independiente del Papa que actuara completamente bajo su propia responsabilidad, tal concilio no sería propio del Papa en ningún sentido: el defecto podría sólo subsanarse por un acto formal posterior del Papa aceptando la responsabilidad de sus decisiones. De hecho, los legados Papales presidieron todos los concilios orientales que fueron legalmente constituidos desde el principio. El lector puede lograr una idea más clara de estos procedimientos conciliares con un ejemplo concreto, tomado de la introducción de Hefele a su “Historia de los Concilios”.

El Papa Adriano II envió sus legados al Octavo Concilio Ecuménico (869) con una declaración expresa al emperador Basilio de que ellos debían actuar como presidentes del concilio. Los legados, obispos Donato de Ostia, Esteban de Nepesina y el diácono Marino de Roma, leyeron el rescripto papal al sínodo. No se levantó la más mínima oposición. Sus nombres tomaron la precedencia en todos los protocolos, ellos determinaron la duración de varias sesiones, dieron permiso para dar discursos y leer documentos y para admitir personas, plantearon las preguntas fundamentales etc. En resumen, no se puede disputar su presidencia en las cinco primeras sesiones. Pero en la sexta sesión, el emperador Basilio estaba presente con sus dos hijos, Constantino y León, y, como relatan las Actas, recibió la presidencia. Sin embargo, estas mismas actas distinguen inmediatamente y claramente al emperador y sus hijos del sínodo cuando, después de nombrarlos, continúan: conveniente sancta ac universali synodo (el sínodo santo y universal ahora reunido), disociando así al gobernador civil del propio concilio. Los nombres de los legados papales continúan apareciendo primero entre los miembros del sínodo, y son ellos los que en las sesiones posteriores determinan los asuntos de discusión, suscriben las Actas antes que nadie, expresamente como presidentes del sínodo, mientras que el emperador, para mostrar claramente que no se consideraba presidente a sí mismo, solamente firmaría después de los obispos. Los legados papales le pidieron que pusiera su nombre y el de sus hijos a la cabeza de la lista, pero el se negó resueltamente y sólo consintió en escribir su nombre después de los de los legados papales y otros patriarcas orientales, pero antes que los de los obispos. En consecuencia, el Papa Adriano II, en una carta al emperador, le alaba por no haber asistido al concilio como juez (judex) sino meramente como testigo y protector (conscius et obsecundator).

Los comisarios imperiales presentes en el concilio actuaron aún menos como presidentes que el mismo emperador. Firmaron los informes de varias sesiones sólo después que los representantes de los patriarcas, aunque antes que los obispos; sus nombres no aparecen en las firmas de las actas. Por otra parte, se puede discutir que el patriarca oriental San Ignacio de Constantinopla y los representantes de otros patriarcas orientales participaron de alguna manera en la presidencia: sus nombres son constantemente asociados con los de los legados romanos y claramente distinguidos de los de otros metropolitanos y obispos. Por decirlo de alguna manera, forman con los legados papales una junta de directores, fijan con él el orden de los procedimientos, determinan quien ha de ser oído, firman, como los legados, antes que el emperador y se les menciona en los informes de varias sesiones antes que a los comisarios imperiales. Una vez que concedemos todo esto, todavía permanece el hecho de que los legados papales ocupan el primer lugar, sin ninguna duda, porque siempre se les nombra primero y firman primero y---un detalle de gran importancia---para la firma final utilizan la fórmula: huic sanctae et universali synodo praesidens (que preside este santo y universal concilio), mientras que Ignacio de Constantinopla y los representantes de otros patriarcas no reclaman la presidencia sino que parafrasean su subscripción así: suscipiens et omnibus quae ab ea judicata et scripta sunt concordans et definiens subscripsi (recibiendo este santo y universal sínodo y estando de acuerdo con todo lo que ha juzgado y escrito, y definiendo “he firmado”). Si, por un lado, esta forma de firmar difiere de la del presidente, por el otro, no difiere menos de la de los obispos. Éstos, como el emperador, han utilizado sin excepción la fórmula: suscipiens (synodum) subscripsi (recibiendo el sínodo, firmé) omitiendo el por otra parte acostumbrado definiens, que se usaba para marcar un voto decisivo (votum decisivum).

Hefele da relatos documentales similares de los ocho primeros concilos generales, mostrando que los legados papales siempre los presidieron cuando se dedicaban a sus asuntos propios de decidir cuestiones de fe y disciplina. El derecho exclusivo del Papa en este asunto fue generalmente reconocido. Así el emperador Teodosio II dice, en su edicto dirigido al Concilio de Éfeso, que había enviado al conde Candidiano para representarle, pero que este comisario imperial no debía tomar parte en las disputas dogmáticas puesto “que era ilegal para uno que no pertenece a la lista de los más santos obispos mezclarse en los asuntos eclesiásticos”. El Concilio de Calcedonia reconoció que el Papa León, a través de sus legados, lo presidía como “la cabeza sobre los miembros”. En Nicea, Hosio Vito y Vicencio, como legados papales, firmaron antes que todos los demás miembros del concilio. El derecho de presidir y dirigir implica que el Papa, si decide hacer un uso completo de sus poderes, puede determinar el tema de que ha de tratar el concilio, prescribir las reglas de los debates y en general ordenarlo todo como mejor le parezca. De ahí que no hay ningún decreto conciliar legítimo si se hace bajo protesta---o incluso sin el consentimiento positivo---del Papa o sus legados. El consentimiento único de los legados, si actúan sin una orden especial del Papa, no es suficiente para que los decretos conciliares sean perfectos y operativos; lo que es necesario es el consentimiento del Papa mismo. Por ello ningún decreto se convierte en legítimo o nulo en ley por la presión hecha sobre la asamblea por el Papa que preside, o por los legados papales que actúan bajo sus órdenes. Tal presión y restricción de libertad, que procede de principio natural interno a través del uso del poder legal, no equivale a la coerción externa y no natural y, por consiguiente, no invalida las actas por ejercerlo.

Ejemplos de concilios que trabajaron bajo una alta presión, si se quiere usar esa expresión, sin estropear el resultado, son bastante frecuentes. La mayoría de los primeros concilios se reunieron para ejecutar decisiones del Papa que ya habían sido tomadas, sin dar oportunidad a los padres reunidos a llegar a otra decisión. Fueron obligados a conformarse con el juicio de Roma, con o sin discusión. Si la presión papal iba más allá de los límites de la dignidad del concilio y de la importancia de los asuntos bajo discusión el efecto sería, no la invalidación de los decretos conciliares, sino la paralización de su influencia moral y utilidad práctica. Por otra parte el hecho de que un sínodo actúe bajo la dirección de su cabeza, nombrada por el mismo Dios, es la mejor garantía de su libertad de las dificultades no naturales, como las intrigas hechas de abajo o la coerción de arriba. De la misma manera, la interferencia violenta en la dirección del Papa es el más grueso ataque a la libertad natural del concilio. Así, el Concilio Ladrón de Éfeso (449) aunque se intentaba que fuera general y fue al principio debidamente autorizado por la presencia de los legados papales, fue declarado inválido y nulo por esos mismos legados en Calcedonia en 451, porque el emperador Teodosio II había quitado a los legados papales y dado la dirección del concilio a Dióscoro de Alejandría.

Confirmación: El tercer factor de la necesaria cooperación papal con el concilio es la confirmación de los decretos. El concilio no representa a la Iglesia docente hasta que su cabeza visible ha dado su aprobación, porque sin ella es como un cuerpo descabezado, sin alma, impersonal, incapaz de dar a sus decisiones la fuerza obligatoria de leyes para toda la Iglesia, o la finalidad de sentencias judiciales. Por el contrario, con la aprobación papal los pronunciamientos del concilio representan el más pleno esfuerzo de la Iglesia docente y gobernante, un judicium plenissimum más allá del cual no hay otro poder. Puesto que la confirmación es el toque final de la perfección, el sello de la autoridad, y la misma vida de los decretos conciliares, es necesario que sea un acto personal de la más alta autoridad, porque la más alta autoridad no puede ser delegada. Todo esto por el principio o asunto de derecho. Pero cuando lo vemos en su funcionamiento práctico a lo largo de la historia de los concilios, encontramos gran diversidad en la forma en que se ha aplicado bajo la influencia de las circunstancias variantes.

  • 1. Los concilios que preside el Papa en persona no requieren ninguna otra confirmación formal por su parte, porque sus decisiones incluyen formalmente las suyas propias como el cuerpo incluye el alma. El Concilio Vaticano I (1869-70) ofrece un ejemplo sobre este punto.
  • 2. Los concilios que preside el Papa a través de sus legados no se identifican con él en el mismo grado que en el caso anterior. Constituyen tribunales representativos separados, dependientes, cuyos hallazgos solo se convierten en definitivos por la ratificación de la autoridad por la que obran. Tal es la teoría. Sin embargo, en la práctica la confirmación papal es o debe ser presumida en los siguientes casos:
    • Cuando el concilio se reúne con el expreso propósito de llevar a cabo una decisión papal ya tomada, como fue el caso de la mayoría de los primeros sínodos; o cuando los delegados dan su consentimiento en virtud de una instrucción especial y pública emanada del Papa; en estas circunstancias la ratificación papal preexiste, está implícita en la decisión conciliar y no necesita ser renovada formalmente después del concilio. Sin embargo, puede añadirse ad abundantiam, como por ejemplo, la confirmación del Concilio de Calcedonia por León I.
    • También se puede presumir el necesario consentimiento de la Santa Sede cuando, como en general en el Concilio de Trento, los legados tienen instrucciones personales del Papa sobre cada asunto particular que se plantee para ser decidido, y actúan en consecuencia, es decir, si no permiten que se tomen decisiones a no ser que el consentimiento del Papa haya sido obtenido previamente.
    • Suponiendo un concilio compuesto por la gran parte del episcopado, que concurren libremente en una decisión unánime y así dar un testimonio excepcional de la mente y sentido de toda la Iglesia: el Papa cuyo oficio es proclamar infaliblemente la mente de la Iglesia, estaría obligado por la misma naturaleza de su oficio, a adoptar la decisión del conillo, y por consiguiente su ratificación, confirmación o aprobación se podría presumir, y se podría dispensar la expresión formal. Pero hasta esta aprobación, presunta o expresa, es jurídicamente el factor constituyente de la perfección de la decisión.
  • 3. La ratificación expresa en su debida forma es siempre, cuando no es absolutamente necesaria, al menos deseable y útil en muchos aspectos:
    • Da a los procedimientos conciliares su complemento legal y natural, clave que cierra y corona el arco que le da la fuerza y belleza; y subraya la majestad y significado de la suprema cabeza de la Iglesia.
    • El consentimiento presunto no puede aplicarse sino excepcionalmente con la misma eficacia a todas y cada uno de las decisiones de un concilio importante. Una ratificación papal solemne los pone a todos en el mismo nivel y quita toda posible duda.
    • Por último, la ratificación papal promulga formalmente la sentencia del concilio como artículo de fe para que sea conocido y aceptado por todos los fieles; trae a la luz y a la opinión pública la ecumenicidad intrínseca del concilio; es el criterio natural, oficial, indiscutible y prueba de la perfecta legalidad de los trabajos o conclusiones conciliares. Si tenemos en cuenta los numerosos elementos inquietantes que actúan en y alrededor de un concilio ecuménico, los intereses conflictivos religiosos, políticos científicos y personales que luchan por la supremacía o al menos que intentan asegurarse alguna ventaja, nos damos cuenta fácilmente de la necesidad de la ratificación papal para poner fin a las incesantes triquiñuelas que de otro modo pondrían en peligro el éxito y la eficacia del más alto tribunal de la Iglesia. Hasta los que rehúsan ver en la confirmación papal un auténtico testimonio y sentencia, al declarar infaliblemente la ecumenicidad del concilio y que sus decretos son un hecho dogmático, deben admitir que es un acto sanativo que arregla posibles defectos y carencias; la autoridad ecuménica del Papa es suficiente para impartir validez e infalibilidad a los decretos y que hace suyos al ratificarlos oficialmente. Esto es lo que hizo el Papa Vigilio por el Quinto Sínodo General. La prueba suficiente de la eficacia curativa de la ratificación papal está en la absoluta soberanía del Papa y en la infalibilidad de sus pronunciamientos ex cathedra Y hasta en el caso de que se arguya que la sentencia de un concilio ecuménico es la única sentencia infalible, absoluta y final, hasta en ese caso sería más que nunca necesaria la ratificación papal. Porque en los trabajos de un concilio ecuménico el Papa juega la parte principal y si hubiera alguna deficiencia en su acción, especialmente en el ejercicio de sus propias prerrogativas especiales, las labores del concilio serían en vano. Los fieles dudan en aceptar como guías infalibles de su fe documentos no autentificados por el sello del Pescador, o la Sede Apostólica, que ejerce ostenta la autoridad de San Pedro y de Cristo. León II expresó bellamente estas ideas en su ratificación del Sexto Concilio General: “Porque este gran y universal sínodo ha proclamado completamente la definición de la fe correcta que la Sede Apostólica del apóstol San Pedro, cuyo oficio tenemos nosotros, aunque no estemos a la altura, recibimos reverentemente; por consiguiente, también nosotros y por nuestro oficio esta Sede Apostólica, consentimos y confirmamos, por la autoridad de San Pedro, las cosas que han sido definidas, como finalmente resueltas por el mismo Señor en la sólida roca que es Cristo.”

Ningún suceso en la historia eclesiástica ilustra mejor la necesidad e importancia de la cooperación papal y, en particular, la confirmación, que las controversias que hicieron estragos en el siglo VI sobre los Tres Capítulos. Éstos consistían en la condena de (1) Teodoro de Mopsuestia, su persona y sus escritos; (2) de los escritos de Teodoreto contra Cirilo y el Concilio de Éfeso; (3) de una carta de Ibas a Maris el persa también contra Cirilo y el concilio. Teodoro anticipaba la herejía de Nestorio; Ibas y Teodoreto fueron rehabilitados en Calcedonia, pero sólo después de que dieran explicaciones ortodoxas y mostraran que estaban libres de nestorianismo. Los dos puntos en debate eran: (1) ¿Reconoció el Concilio de Calcedonia la ortodoxia de los citados Tres Capítulos? (2) ¿Cómo, es decir, con qué prueba ha de solucionarse el asunto? Las partes contendientes se pusieron de acuerdo en el principio de la prueba: la aprobación del concilio se mantiene o se cae con la aprobación por parte de los legados papales y del mismo Papa León I. Los defensores de los Capítulos, por ejemplo, Ferrando el Diácono y Facundo de Hermiane, presentaron como su argumento principal (prima et immobilis ratio) el hecho de que León había aprobado. Sus oponentes nunca cuestionaron este principio, pero negaron el alegado hecho, basando su negación en la epístola de León a Máximo de Antioquía en la que se lee: "Si quid sane ab his fratribus quos ad S. Synodum vice mea, praeter id quod ad causam fidei pertinebat gestum fuerit, nullius erit firmitatis" (Si algo que no pertenezca a la causa de la fe ha sido solucionado por los hermanos que envié al concilio en mi lugar, no tendrá fuerza). El punto de doctrina (causa fidei) al que se refiere es la herejía de Eutiques; los Tres Capítulos se refieren a la de Nestorio o mejor aún a ciertas personas y escritos relacionados con ello.

Los obispos del Concilio, reunidos en Constantinopla en 533 con el propósito de poner fin a la controversia de los Tres Capítulos, dirigieron al Papa Vigilio dos confesiones, la primera con el patriarca Menas, la segunda con su sucesor Eutiquio, en las que para establecer su ortodoxia, profesaban que se adherían firmemente a los cuatro sínodos generales tal cual fueron aprobados por la Sede Apostólica y por los Papas. Así se lee en la Confessio de Menas: “Pero también las cartas del Papa León de santa memoria y la constitución de la Sede Apostólica emitida en apoyo de la fe y de autoridad (firmitas) de los antedichos cuatro sínodos, prometemos seguir y observar en todos los puntos y anatematizamos a cualquier hombre que en cualquier ocasión o altercado intente anular nuestras promesas”. Y en la Confessio de Eutiquio: “Suscipimus autem et amplectimur epistolas praesulum Romance Sedis Apostolicae, tam aliorum quam Leonis sanctae memoriae de fide scriptas et de quattuor sanctis conciliis vel de uno eorum" (recibimos y abrazamos las cartas del obispo de la Sede Apostólica romana, y también los de otros, como de León de santa memoria, sobre la fe y los cuatro santos concilios o cualquiera de ellos)

Orden de los trabajos

Ahora requiere nuestra atención la forma en que los concilios realizan sus trabajos. En esto, como en todas las cosas hay un ideal que nunca se lleva a cabo completamente en la práctica.

Los hechos: Se ha mostrado suficientemente en la sección anterior que el Papa, ya en persona o por diputación, dirigía los trabajos de las actividades conciliares. Pero cuando buscamos un orden prefijado o un conjunto de reglas que regulen los procedimientos tenemos que esperar hasta el Concilio Vaticano I para hallar un Ordo concilii ecumenici y un Methodus servanda in prima sessione etc., que sea oficial. En todos los concilios anteriores el manejo de los asuntos se dejaba en manos de los Padres y ellos los ajustaban a los objetivos particulares y a las circunstancias del concilio. El llamado Ordo celebrandi Concilii Tridentini es una compilación posterior al concilio, escrita por el secretario conciliar A. Massarelli; es un informe de lo que se ha hecho y no una regla de lo que debería hacerse. Sin embargo, en los concilios reformadores del siglo XV ya se habían establecido algunas reglas fijas como sustitución del poder directivo ausente del Papa. La sustancia de estas reglas se encuentra en el "Caeremoniale Romanum" de Agustín Patricio (m. 1496). La institución de “congregaciones” data del Concilio de Constanza (1415). En concilios anteriores todas las reuniones de los Padres se llamaban indiscriminadamente sessiones o actiones, pero desde Constanza el término sesión se ha restringido a las reuniones solemnes en las que los votos finales eran emitidos, mientras que las reuniones para consultas o votos provisorios se llaman congregaciones.

La distinción entre congregaciones generales y particulares data igualmente de Constanza, donde, sin embargo, las congregaciones particulares asumieron una forma diferente en espíritu y composición de las de la práctica en los concilios anteriores. Eran simplemente asambleas separadas de las “naciones” (cuatro al principio y después cinco) presentes en el concilio; sus deliberaciones servían para formar votos nacionales que eran presentados en la asamblea general, cuyas decisiones se conformaban a la mayoría de dichos votos. Las congregaciones particulares de los concilios más recientes eran meramente asambleas (comités, comisiones) consultivas reunidas por designación o invitación de los prelados y congregaciones de teólogos, y ambas, en parte para asuntos del dogma y en parte para la disciplina. Las congregaciones de prelados eran o “diputaciones” es decir comités de expertos especialmente elegidos o grupos conciliares, normalmente tres, en los que se dividía el concilio para facilitar la discusión.

El ordo oficial del Vaticano I confirmó la práctica tridentina, dejando, sin embargo, a la iniciativa de los prelados la formación de grupos de un carácter más privado. El voto por “naciones”, peculiar de los concilios reformadores, se ha abandonado a favor de la votación tradicional individual (capita). En el Concilio Vaticano I había siete “Comisiones” de teólogos de todos los países, nombrados un año antes de la inauguración de la asamblea. Su deber consistía en preparar los distintos temas que se iban a presentar al concilio. El objetivo de estas congregaciones está suficientemente descrito por sus títulos: (1) Congregatio cardinalitia directrix; (2) Commissio caeremoniarum, (3) politico-ecclesiastica; (4) pro ecclesiis et missionibus Orientis; (5) pro Regularibus; (6) theologica dogmatica; (7) pro disciplina ecclesiastica (es decir, una directiva general de la congregación de cardenales y varias comisiones para las ceremonias, asuntos político-eclesiásticos, las iglesias y misiones en Oriente, las órdenes regulares, teología dogmática y disciplina eclesiástica).

Basándose en sus trabajos, se elaboraban los schemata (borradores de los decretos) que se iban a discutir en el concilio. Dentro del concilio en sí había siete “diputaciones”: (1) Pro recipiendis et expendendis Patrum propositionibus (nombrada por el Papa para examinar las proposiciones de los Padres); (2) Judices excusationum (jueces de excusas); (3) Judices querelarum et controversiarum (para dirimir las cuestiones de precedencia y otras parecidas); (4) deputatio pro rebus ad fidem pertinentibus (asuntos que conciernen a la fe); (5) deputatio pro rebus disciplinae ecclesiasticae (sobre disciplina eclesiástica); (6) pro rebus ordinum regularium (sobre las órdenes religiosas); (7) pro rebus ritus orientalis et apostolicis missionibus (sobre los ritos orientales y las misiones apostólicas).

Todas estas comisiones, excepto la primera, eran elegidas por el concilio. Las objeciones y correcciones a los schemata propuestos debían someterse por escrito a la diputación responsable que consideraba el asunto y modificaba los schemata si era preciso. Cualquiera que quisiera mejorar el esquema modificado tenía que obtener de los legados permiso para proponer sus modificaciones en un discurso, después de lo cual las debía poner por escrito. Sin embargo, si diez prelados consideraban que el asunto había sido suficientemente debatido, se le denegaba el permiso para hablar. En este momento las correcciones eran recogidas y examinadas por una congregación sinodal, se presentaban de nuevo a la congregación general para ser votada. Los votos para admisión o rechazo eran expresados por los prelados poniéndose de pie o permaneciendo sentados. Después, el schema reformado según esos votos se volvía a someter a la congregación general para ser aprobado o desaprobado in Toto. En caso de que hubiera mayoría de placet se aceptaba en un una última sesión solemne final, después de un voto final de placet o non placet (“agrada” o “no agrada”).

La Teoría: El principio que dirige los trabajos prácticos de un concilio es la perfecta, o mejor posible, realización de sus objetivos, es decir, un juicio final sobre cuestiones de fe y moral, investido con la autoridad y la majestad del cuerpo docente de la Iglesia. Algunos medios son absolutamente necesarios para conseguir esto, mientras que otros son sólo deseables o que añaden perfección al resultado. Trataremos primero de estos últimos, que se pueden llamar los elementos ideales del concilio:

  • 1. La presencia de todos los obispos del mundo es un ideal que no se puede realizar, pero la presencia de una gran mayoría es deseable por muchas razones. Un concilio casi completo tiene la ventaja de ser una representación real de toda la Iglesia, mientras que uno con escasa asistencia sólo lo es en ley, es decir, los pocos miembros presentes legalmente representan a los muchos ausentes, pero sólo representan su poder jurídico, su poder ordinario no es representable. Así, por cada obispo ausente está ausente un auténtico testigo de la fe tal cual existe en su diócesis.
  • 2. Una discusión libre y exhaustiva de todas las objeciones.
  • 3. Una apelación a la creencia universal, si existe, testimoniada por todos los obispos que están en el concilio. Si esto se realiza haría superfluas todas las discusiones ulteriores.
  • 4. Unanimidad en el voto final, el resultado de la fe universal testificada por los Padres o de la convicción a la que se ha llegado en los debates.

Es evidente que estos cuatro elementos del trabajo del concilio contribuyen generalmente a su perfección ideal, pero no es menos evidente que no son esenciales para su sustancia, para su efectividad conciliar. Si fueran necesarios muchos concilios y decretos reconocidos perderían su autoridad intrínseca, porque faltaba una u otra de estas condiciones. No hay un estándar para determinar si el número de obispos asistentes fue suficiente y si los debates fueron exhaustivos, ni las Actas conciliares informan siempre de la unanimidad de las decisiones finales o del modo en que se obtuvo. Si todos y cada uno de esos elementos fueran esenciales para un concilio con autoridad, tal concilio no se habría celebrado, en muchos casos cuando era sin embargo urgentemente requerido por las necesidades de la Iglesia. Los autores que insisten en la perfección ideal de los concilios sólo consiguen minar su autoridad, que quizás es lo que intentan. Su error fundamental es una falsa noción de la naturaleza de los concilios. Conciben la función del concilio como testimonio de, y enseñanza de, la fe generalmente aceptada, mientras que es esencialmente una función jurídica, la acción de los jueces, además de los testigos de la fe. Esto nos lleva a considerar los elementos esenciales de la acción conciliar.

De la noción de que el concilio es un tribunal de jueces se puede inferir:

  • 1. Los obispos al dar su juicio, actúan sólo por su convicción personal de su rectitud; no se requiere un consentimiento previo de todo el episcopado o de todos los fieles. En unidad con su cabeza son un colegio sólido de jueces constituido con autoridad para una acción unida y decisiva, un cuerpo enteramente diferente de un cuerpo de simples testigos
  • 2. Admitido esto, el colegio reunido asume la representación de sus colegas que fueron convocados pero no pudieron acudir, siempre que el número de los que están realmente presentes no sea inadecuado para el asunto que se trata. De ahí que pueda decirse de sus resoluciones que se apoyan en un consenso universal: universali consensu constituta, como reza la fórmula.
  • 3. Más aún, sobre el mismo supuesto, el colegio de jueces está sometido a la regla y obtiene en todas las asambleas constituidas para dar forma a una sentencia judicial o una resolución común, dando la debida atención a las relaciones especiales, en el presente caso, entre la cabeza y los miembros del colegio: el veredicto cooperativo abarca la opinión de la mayoría, incluida la cabeza, y legalmente es el veredicto de toda la asamblea, está communi sensu constitutum (constituido por el consenso común). Un veredicto de mayoría, aunque esté presidido por los legados papales si está desconectado de la acción personal del Papa, se queda corto respecto a un pronunciamiento perfecto y con autoridad de toda la Iglesia y no puede reclamar infalibilidad. Si el veredicto fuera unánime, aun sería imperfecto y falible si no recibiera la aprobación papal. Por lo tanto, el veredicto de la mayoría no endosado por el Papa, no tiene fuerza obligatoria ni en los miembros presentes ni en los ausentes, ni el Papa está obligado de forma alguna a endosarlo. Su único valor es que justifica que el Papa, en caso de que lo apruebe, pueda decir que confirma la decisión de un concilio o da su propia decisión sacro approbante concilio (con el consentimiento del concilio). Esto no lo podría decir su anulara una decisión tomada por la mayoría, incluyendo sus legados, o si diera un voto de calidad entre dos partes iguales. Una decisión conciliar unánime, en cuanto distinta de una decisión por mayoría simple, podría, en ciertas circunstancias ser, de alguna manera, obligatoria para el Papa y forzarle su aprobación, por el poder de obligar no de una autoridad superior sino de la verdad católica que brillaba ante el testimonio de toda la Iglesia. Pero para ejercer tal poder, la decisión del concilio debe ser clara e inequívocamente reflejo de la fe de todos los obispos ausentes y de los fieles.

Para conseguir una noción adecuada de lo que es un concilio en sesión debe ser visto bajo el doble aspecto de juicio y testimonio. En relación a los fieles, la asamblea conciliar es primariamente un juez que pronuncia un veredicto conjuntamente con el Papa, y al mismo tiempo actúa más o menos como testigo en el caso. Su posición es similar a la de San Pablo respecto a los primeros cristianos: quod accepistis a me per multos testes. En relación al Papa, el concilio es sólo una asamblea de auténticos testigos y consejeros competentes suya influencia en la sentencia papal es la de la masa de pruebas que representan o del juicio preparatorio que pronuncian; es la única manera en que un número de jueces pueden influenciarse unos a otros. Tal influencia no disminuye la dignidad ni la eficiencia de ninguno de los jueces; por otra parte nunca se requiere, en concilios o en cualquier otra parte, hacer que su veredicto sea inexpugnable. El Concilio Vaticano I, sin excluir la cuarta sesión en la que se definió la infalibilidad papal, se acerca más que ningún otro anterior a la perfección ideal que acabamos de describir. Estuvo compuesto por el mayor número de obispos, tanto en absoluto como en proporción a la totalidad de obispos de la Iglesia; permitió y ejercitó el derecho de discusión hasta extremos quizás nunca antes vistos; reclamó la tradición general, presente y pasada, que contenía el principio efectivo de la doctrina bajo discusión, es decir, el deber de someterse en obediencia a la Santa Sede y estar de acuerdo con su enseñanza; y por fin dio su definición final con absoluta unanimidad, asegurándose la más amplia mayoría, nueve décimas, para su juicio preparatorio.

Infalibilidad de los concilios generales

Todos los argumentos dirigidos a probar la infalibilidad de la Iglesia se aplican con su mayor fuerza a la autoridad infalible de los concilios generales en unión con el Papa. Porque las decisiones conciliares son el fruto maduro de la vida-energía total de la Iglesia docente animadas y dirigidas por el Espíritu Santo. Ésa era la mente de los apóstoles cuando en el concilio de Jerusalén (Hechos 15,28) pusieron el sello de la suprema autoridad sobre sus decisiones al atribuirlas a la acción conjunta del Espíritu de Dios y la suya propia: Visum est Spiritui sancto et nobis (le ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros). Esta fórmula y el dogma que contiene sobresalen brillantemente en el depósito de la fe y ha sido cuidadosamente guardada a través de las muchas tormentas surgidas en los concilios por el juego del elemento humano. Desde los primeros tiempos los que rechazaban las decisiones de los concilios eran rechazados por la Iglesia. El emperador Constantino vio en los decretos de Nicea “un mandamiento divino” y San Atanasio escribió a los obispos de África: “Lo que Dios ha hablado a través del Primer Concilio de Nicea permanecerá para siempre”. San Ambrosio (Ep. XXI) se declara dispuesto a morir por la espada antes que renunciar a los decretos de Nicea y el Papa León el Grande declara expresamente que “los que se resisten a los concilios de Nicea y Calcedonia no pueden ser contados entre los católicos” (Ep. LXXVIII, ad Leonem Augustum). En la misma epístola dice que los decretos de Calcedonia fueron hechos instruente Spiritu Sancto, es decir, bajo la guía del Espíritu Santo. En el “Enchiridion symbolorum et definitionum", de Denzinger (ed. Stahl) bajo el título (índice): “Concilium generale representat ecclesiam universalem, eique absolute obediendum" (Los concilios generales representan a la Iglesia universal y exigen obediencia absoluta), se puede ver cómo esa misma doctrina fue incorporada a muchas profesiones de fe. Los textos de la Escritura en los que se basa esta creencia son, entre otros: “Pero cuando venga el Espíritu de verdad, os enseñará la verdad” (Juan 16,13)” “yo estoy con vosotros (enseñando) todos los días hasta la consumación del mundo” (Mateo 28,20), "Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (la Iglesia) (Mateo 16,18)

Infalibilidad papal y conciliar

La infalibilidad papal y conciliar están relacionadas pero no son idénticas. Los decretos de un concilio aprobados por el Papa son infalibles por razón de esa aprobación, porque el Papa es infalible también extra concilium, sin el apoyo de un concilio. La infalibilidad propia del Papa no es, sin embargo, el único fundamento adecuado de la infalibilidad del concilio. La constitución divina de la Iglesia y las promesas de asistencia divina hechas por su Fundador, garantizan su inerrancia en los asuntos relativos a la fe y la moral, independientemente de la infalibilidad papal: un Papa falible que apoya a y es apoyado por un concilio, pronunciaría decisiones infalibles. Esto explica el hecho de que, antes del decreto del Vaticano I sobre los juicios ex cátedra del supremo pontífice, se consideraba que los concilios ecuménicos eran infalibles hasta para los que negaban la infalibilidad papal; también explica las concesiones que se hicieron a los oponentes del privilegio papal que no está necesariamente implícito en la infalibilidad de los concilios y las afirmaciones de que se puede probar separada e independientemente por sus propios méritos. La infalibilidad del concilio es intrínseca, es decir nace de su propia naturaleza. Cristo prometió estar en medio de dos o tres de sus discípulos reunidos en su nombre; ahora bien, un concilio ecuménico, de hecho o de ley, es una reunión de todos los colaboradores de Cristo para la salvación del hombre a través de la verdadera fe y una conducta santa. Por lo tanto, Él está en medio de ellos, cumpliendo sus promesas y llevándoles a la verdad por la que están luchando. Su presencia, al consolidar la unidad de la asamblea en un cuerpo, su propio cuerpo místico, le da la necesaria plenitud y compensa cualquier defecto posible que surja de la ausencia física de un cierto número de obispos. La misma presencia refuerza la acción del Papa, de manera que, como portavoz del concilio, pueda decir en verdad “le ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros” y por ello puede y de hecho pone el sello de infalibilidad en el decreto conciliar presciendiendo de su infalibilidad personal.

De estos principios se derivan algunas consecuencias importantes. Los decretos conciliares aprobados por el Papa tienen una doble garantía de infalibilidad: la suya propia y la del Papa infalible. La dignidad del concilio no queda disminuida sino aumentada por la definición de la infalibilidad papal y esa definición no implica una “demostración circular” por la que el concilio haría al Papa infalible y el Papa al concilio. Hay que tener en cuenta que el concilio sin el Papa no tiene garantía de infalibilidad y por consiguiente la infalibilidad papal y la conciliar no son dos unidades separadas que se pueden sumar, sino una sola con excelencia sencilla o doble. Una afirmación infalible de verdad divina es la voz de Cristo hablando por la boca de la cabeza visible de su cuerpo místico o al unísono, a coro, con todos sus miembros. La voz unida de toda la Iglesia tiene una solemnidad, grandeza y efectividad, un peso externo y circunstancial que falta en una simple definición ex cátedra. Se adentra en las mentes y los corazones de los fieles con fuerza casi irresistible, porque en la armonía universal, cada creyente individual oye su propia voz, es arrastrado por su poderoso ritmo y movido como por un encantamiento divino para que siga a los líderes. Y los obispos que han contribuido personalmente a la definición tienen de hecho el incentivo de publicarlos y hacerlos cumplir en su diócesis. De hecho, el concilio mismo es donde comienza la aplicación en la práctica. Solo por esta razón, la celebración de la mayoría de los concilios orientales fue una necesidad moral; la gran distancia entre Oriente y Occidente, las dificultades de las comunicaciones, la frecuente e intensa oposición a la vieja Roma hacía que la promulgación inmediata de las definiciones fuera más que deseable. No se podía descuidar nada que ayudara a que fueran efectivas, en el centro de las herejías.

Estas consideraciones explican más claramente la gran estima que las definiciones conciliares han tenido siempre en la Iglesia, y por la gran autoridad que disfrutaban universalmente sin detrimento o disminución de la autoridad de la Sede Apostólica. Desde antiguo ha sido una costumbre colocar una junto a otra, en la regla de fe, la autoridad de los concilios y la de los Papas como sustancialmente la misma. Así leemos la fórmula, o profesión de fe impuesta por el Papa Hormisdas (514-23) sobre los obispos orientales implicados en el cisma de Acacio: “El primer (paso hacia la) salvación es mantener la regla de la fe ortodoxa (rectae) sin desviarse de manera alguna de las constituciones de los Padres (es decir, concilios): Pero las palabras de Nuestro Señor a San Pedro (Tú eres Pedro …) no se pueden pasar por alto, porque lo que Él dijo ha sido verificado por los hechos, puesto que en la Sede Apostólica la religión católica ha sido siempre preservada sin mancha. No deseando de manera alguna separarnos de esa esperanza y fe y siguiendo la constitución de los Padres, anatematizamos todas las herejías, especialmente al hereje Nestorio, en su tiempo obispo de Constantinopla, que fue condenado por el Concilio de Éfeso por el bendito Celestino, Papa de Roma y por Cirilo, obispo de Alejandría. Declaramos y aprobamos todas las cartas de León, Papa, que escribió sobre la religión cristiana, como hemos dicho antes, siguiendo en todo a la Sede Apostólica y profesando [praedicantes] todas sus constituciones. Y por consiguiente espero estar contigo (el Papa) en la comunión que profesa la Sede Apostólica en la que se basa completamente la completa, veraz y pacífica solidez de la religión cristiana…” Hay que notar que en esta fórmula la infalibilidad de la Sede Apostólica es el centro del que irradia la infalibilidad de los concilios.

Asunto-materia de la Infalibilidad

El tema de la infalibilidad, o suprema autoridad judicial, se halla en las definiciones y decretos de los concilios y sólo en ellos, con exclusión de las razones teológicas, científicas o históricas sobre las que se basan. Estas representan demasiado del elemento humano, o mentalidades transitorias, de los intereses personales para reclamar la promesa de infalibilidad hecha a la iglesia como un todo; es el sentido de la iglesia que no cambia el que es infalible, no el sentido de los eclesiásticos individuales de cualquier edad o excelencia, y ese sentido solo halla expresión en las conclusiones del concilio aprobadas por el Papa. Las decisiones que se refieren al dogma fueron llamadas en Oriente diatyposeis (constituciones, estatutos); los que se referían a la disciplina se llamaron kanones (cánones, reglas), con frecuencia añadiendo tes eutaxias (de disciplina, de buen orden). Las expresiones thesmoi y horoi se aplican a ambas, y la fórmula corta de condena se llamó anathematismoi (anatema).

En Occidente no se observó una distinción cuidadosa de los términos: cánones y decretos significan ambos decisiones dogmáticas y disciplinarias. El Concilio de Trento llamó a sus edictos sobre disciplina decreta de reformatione; y llamó decreta a sus definiciones dogmáticas, sin calificativo, en los que se afirman los puntos de fe que se discutían, y cánones cuando, imitando a los antiguos anatemas, imponían un anatema sobre aquellos que se negaban a asentir a las definiciones propuestas. Una opinión demasiado absurda para intentar refutarla pretende que sólo estos últimos cánones (con el anatema adjunto) contengan el juicio perentorio del concilio que exige sumisión incuestionable. También es igualmente absurda la opinión, a veces manifestada irresponsablemente, de que los capita tridentinos no son más que explicaciones de los cánones y no definiciones propiamente dichas; el mismo concilio, al principio y fin de cada capítulo, declara que contienen la regla de fe. Así, la Sesión XIII comienza: El Santo Sínodo prohíbe a todos los fieles en el fututo creer, enseñar o predicar sobre la Eucaristía de forma distinta a la que se explica y define en el presente decreto”, y termina: “Como, sin embargo, no es suficiente hablar la verdad sin descubrir y refutar el error, ha complacido al santo sínodo adjuntar los siguientes cánones, de manera que todos, conociendo ahora la doctrina católica, sepan también de cuáles herejías han de estar alertas y evitar”. Las mismas afirmaciones se aplican a los capítulos del Concilio Vaticano I en sus dos constituciones, como parece por las palabras finales del proemium de la primera constitución y por las frases iniciales de la mayoría de los capítulos. Todo lo que se puede conceder es que los capítulos de ambos concilios contienen la doctrina católica, es decir, proposiciones de fe definidas como tales.

Promulgación

La promulgación de los decretos conciliares es necesaria porque son leyes y ninguna ley tiene fuerza hasta que es conocida por aquéllos a los que va a obligar. Los decretos se promulgan normalmente en nombre del concilio mismo; en casos en que el Papa preside en persona, también han sido publicados en forma de decretos papales con la fórmula: sacra universali synodo approbante. Esto se hizo por primera vez en el Tercer Concilio de Letrán, después en el Cuarto y en el Quinto lateranenses y también parcialmente en el Concilio de Constanza.

¿Está el concilio sobre el Papa?

Los concilios de Constanza y Basilea afirmaron con gran énfasis que un concilio ecuménico es superior en autoridad al Papa y los teólogos franceses han adoptado esa proposición como una de las famosas “libertades galicanas”. Otros teólogos afirmaron, y aún lo hacen, que el Papa está sobre cualquier concilio general. Los principales exponentes de la doctrina galicana son: Louis-Ellies Dupin (1657-1719), profesor de la Sorbona de París ("Dissertatio de concilii generalis supra Romanum Pontificem auctoritate", en su libro sobre la antigua disciplina eclesiástica, "De antiqua Ecclesiae disciplina dissertationes historicae"); y Natalis Alexander, 0.P. (1639-1724), en el volumen noveno de su gran "Historia Ecclesiastica" (Diss. IV ad saeculum XV). En el otro bando Lucius Ferraris (Bibliotheca Canonica, s.v. Concilium) y Roncaglia, editor y corrector de la obra de historia de Natalis Alexander, defienden la superioridad papal. Hefele, después de sopesar cuidadosamente muchos argumentos de los galicanos (por ejemplo, que el Papa Martín V aprobó las declaraciones del Concilio de Constanza y el Papa Eugenio IV la declaración idéntica del Concilio de Basilea, que afirman la superioridad del concilio ecuménico sobre el Papa) concluyó que ambos Papas, en aras de la paz, aprobaron el concilio en términos generales que podía implicar una aprobación del punto en cuestión, pero que ni Martín ni Eugenio tuvieron nunca intención de reconocer la superioridad de un concilio sobre el Papa (ver Hefele, Conciliengeschichte, I, 50-54).

Los principios expuestos hasta aquí proporcionan una solución completa a la controversia. Los concilios generales representan a la Iglesia; el Papa, por consiguiente está con ellos en la misma relación que está con respecto a la Iglesia. Pero esa relación no es una ni de superioridad ni de inferioridad, sino de cohesión intrínseca: el Papa no está sobre ni bajo la Iglesia, sino en el centro, como en un círculo, como el intelecto y la voluntad están en el alma. Aceptando la doctrina de la Escritura según la cual la Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, del cual el Papa es la cabeza visible, enseguida vemos que el concilio, sin el Papa no es sino un tronco sin vida, un “parlamento de cola”, sin importar cuán bien asistido esté.

¿Puede un concilio deponer al Papa?

Esta es una cuestión legítima, porque en la historia de la Iglesia se han dado circunstancias en las que varios pretendientes luchan por la autoridad papal y se reunieron concilios para eliminar a algunos de ellos. Los concilios de Constanza y Basilea y los teólogos galicanos, mantienen que el concilio puede deponer a un Papa sobre las siguientes bases:

  • ob mores (por su conducta o comportamiento, es decir , resistencia al sínodo).
  • ob fidem (por su fe o mejor falta de fe, es decir, herejía).

Sin embargo, de hecho la herejía es la única razón legítima, ya que un Papa hereje ha dejado de ser miembro de la Iglesia y, por consiguiente, no puede ser su cabeza. Un Papa pecador, por otra arte, permanece como miembro de la Iglesia (visible) y ha de ser tratado como un gobernante pecador e injusto por el que hemos de orar, pero al que no podemos retirar nuestra obediencia.

Pero el asunto asume otro aspecto cuando varios pretendientes tratan de ser los ocupantes legales de la Sede Apostólica y el derecho de cada uno es dudoso. En tal caso, el concilio, según Belarmino (Disputationes, II XIX, de Conciliis) tiene el derecho de examinar las distintas reclamaciones y deponer al pretendiente cuyas reclamaciones son infundadas. Esto se hizo en el Concilio de Constanza, pero durante este proceso de examen el sínodo no es aún ecuménico; sólo llega a serlo en el momento en que el Papa legítimo aprueba sus procedimientos. Es evidente que esto no es un ejemplo de un Papa legítimo depuesto por un concilio legítimo, sino simplemente la remoción de un pretendiente por aquéllos a los que trata de imponer su voluntad.

Ni siquiera Juan XXIII pudo haber sido depuesto en Constanza si su elección no hubiera sido dudosa y él mimo sospechoso de herejía. Juan XXIII, más aún, abdicó y por su abdicación hizo que su deposición de la sede apostólica fuera legal. En todas las controversias y quejas sobre Roma la regla impuesta por el Octavo Concilio General no debe perderse de vista: “si un Sínodo universal se reúne y surge alguna ambigüedad o controversia sobre la Santa Iglesia de los romanos, la cuestión deberá ser examinada y solucionada con la debida reverencia y veneración y en un espíritu de mutua ayuda; no deberá pronunciarse audazmente sentencia alguna contra el supremo pontífice de la más antigua Roma” (can. XXI. Hefele, IV, 421-22).


Bibliografía: SCHEEBEN escribió amplia e ilustradamente en defensa del Concilio Vaticano I; su artículo en el Kirchenlexicon, escrito en 1883, contiene la esencia de sus escritos previos, mientras que la Historia de los Concilios de HEFELE es la obra estándar sobre el tema. Para un estudio más profundo de los concilios es indispensable una buena colección de las Acta Conciliorum. La primera impresa fue la muy imperfecta de MERLIN (París, 1523). Una segunda y más rica colección, por el belga franciscano PETER CRABBE, apareció en 1538 en Colonia, en 3 volúmenes. Ediciones más completas fueron publicadas con el tiempo en: SURIO (Colonia, 1567, 5. vols.); BOLANO (Venecia, 1585, 5 vols.); BINIO (Colonia, 1606), con notas históricas y explicativas de Baronio---reimpresas en 1618, y en París en 1636, en 9 volúmenes; la colección romana de concilios generales con texto griego recopilada por los jesuitas SIRMOND (1608 -- 1612), en 4 volúmenes, cada concilio está precedido por una historia corta. Por consejo de Belarmino, Sirmond omitió las Actas del Sínodo de Basilea. Esta colección romana es la base de todas las siguientes. La primera de todas es la Collectio Regia de París, in 37 volúmenes (1644). Luego viene las más completa aún colección de los jesuitas LABBE y COSSART (París, 1674), en 17 folio volúmenes, a la cual BALUZE añadió un volumen suplementario (París, 1683 y 1707). La mayoría de los autores franceses citan a LABBE-BALUZE. Otra colección aun mejor es la del jesuita HARDOUIN; es la más perfecta y útil de todas. MANSI, luego arzobispo de Lucca, su ciudad natal, con la ayuda de muchos estudiosos italianos, sacó una nueva colección de 31 volúmenes, la cual, si se hubiese terminado, habría sobrepasado en mérito a todas las precedentes. Desafortunadamente sólo llega hasta el siglo XV, y al estar sin terminar, no tiene índice. Para llenar esta brecha, WELTER, un publicista de París, se encargó (1900) de la nueva colección propuesta (1870) por V. Palme. A los facsimiles reimpresos de los 31 volúmenes de MANSI (Florencia, Venecia, 1757-1797) añadió 19 volúmenes suplementarios, proveyendo los índices necesarios, etc. La Acta et Decreta sacrorum conciliorum recentiorum Collectio Lacensis (Friburgo im Br.,1870-90), publicada por el jesuita Maria-Laach, se extiende desde 1682 a 1869. Una traducción al inglés de la obra estándar Historia de los Concilios Cristianos de HEFELE, por W. R. CLARK, fue comenzada en 1871 (Edimburgo y Londres); una traducción al francés por los benedictinos de Farnborough está también en curso de publicación (París, 1907). Entre los más recientes autores que tratan sobre los concilios están WERNZ, Jus Decretalium (Roma, 1899), I, II; OJETTI, Synopsis rerum moralium et juris canonici, s.v. Concilium.

Fuente: Wilhelm, Joseph. "General Councils." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/04423f.htm>.

Traducido por Pedro Royo. L H M