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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Propiedad Eclesiástica

De Enciclopedia Católica

Revisión de 19:25 6 jun 2019 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (Sujeto de Derechos de Propiedad)

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Propiedad Eclesiástica: Este tema se tratará bajo los siguientes encabezados:

Derecho de Dominio Abstracto

El que la Iglesia tiene el derecho de adquirir y poseer bienes temporales es una proposición que probablemente ahora puede ser considerada como un principio establecido. Pero aunque casi evidente y universalmente ejecutada en la práctica, esta verdad se ha encontrado con muchos contradictores. Escandalizados por ejemplos frecuentes de codicia, o engañados por un ideal imposible de un clero totalmente espiritualizado y elevado por encima de las necesidades humanas, Arnoldo de Brescia, los valdenses, un poco más tarde Marsilio de Padua, y finalmente los seguidores de John Wyclif, formularon diversos puntos de vista extremos respecto a la falta de recursos temporales que le convenía a los ministros del Evangelio. Bajo Juan XXII la doctrina de Marsilio y sus precursores había provocado los dos decretos “Cum inter nonnulles” (13 nov. 1323) y “Licet juxta doctrinam” (23 oct. 1323), los cuales afirmaban que nuestro Señor y sus apóstoles ejercían verdadero dominio sobre las cosas temporales que poseían, y que los bienes de la Iglesia no estaban legítimamente a disposición del emperador (vea Denzinger-Bannwart, nn. 494-5). Poco menos de un siglo más tarde, los errores de Wycliff y Hus fueron condenados en el Concilio de Constanza (Denzinger-Bannwart, núms. 586, 598, 612, 684-6, etc.) y se definió que las personas eclesiásticas podían igualmente, sin incurrir en pecado, mantener posesiones temporales, que las autoridades civiles no tenían derecho a apropiarse de los bienes eclesiásticos y que si lo hicieran podían ser castigados como culpables de sacrilegio. En los últimos tiempos estas posiciones han sido reafirmadas más explícitamente y en particular por Pío IX, que en la encíclica "Quanta cura" (1864) condenó la opinión de que las pretensiones presentadas por el gobierno civil al dominio de todos los bienes de la Iglesia podía reconciliarse con los principios de la sana teología y el derecho canónico (Denzinger-Bannwart, n. 1697, y el Syllabus adjunto, Prop. 26 y 27).

Pero aparte de estos y otros pronunciamientos similares, el derecho de la Iglesia al control total de tales posesiones temporales, según se le han concedido, está basado tanto en la razón como en la tradición. En primer lugar, la Iglesia como una sociedad organizada y visible, que realiza deberes públicos ya sea de culto o de administración, requiere de recursos materiales para el desempeño ordenado de dichos deberes. Ni este fin se puede alcanzar idóneamente si los recursos fuesen totalmente precarios o si la Iglesia fuese obstaculizada en su uso por la constante interferencia de la autoridad civil. En segundo lugar, la analogía en el Antiguo Testamento (vea por ej., Núm. 18,8-25), la práctica de los apóstoles (Juan 12,6; Hch. 4,24-25) con ciertas declaraciones explícitas de San Pablo, por ejemplo, el argumento en 1 Cor. 9,3 ss., y finalmente la interpretación de los doctores y pastores de la Iglesia en todas las épocas, no reconocen dependencia del Estado, sino que simplemente muestran que siempre se ha mantenido el principio de dominio absoluto y libre administración de la propiedad eclesiástica. Cabe señalar, además, que en algunos de sus decretos disciplinarios más severos la Iglesia ha probado que da por sentado su dominio sobre los bienes conferidos a ella por la caridad de los fieles. El duodécimo canon del Concilio Ecuménico de Lión (1274) pronuncia la excomunión automática contra aquellos laicos que se apoderen y retengan los bienes temporales de la Iglesia (véase Friedberg, "Corpus Juris", 2, 953 y 1059) y el Concilio de Trento siguió el ejemplo en su Ses. 22 (De ref. C XI) con el lanzamiento de la excomunión latæ sententia en contra de los que usurpaban muchos tipos diferentes de propiedad eclesiástica.

Sujeto de Derechos de Propiedad

Pero mientras que es lo suficientemente claro el derecho abstracto de la Iglesia y sus representantes de poseer bienes, en épocas pasadas ha habido mucha vaguedad y diversidad de opinión en cuanto al sujeto preciso a quien se confiere este derecho. Al menos oscuramente, en los primeros siglos del Imperio Romano sin duda ya existía la idea de un cuerpo corporativo como el de un grupo organizado de hombres (universitas), que tenía derechos y deberes distintos de los derechos y deberes de todos o cualquiera de sus miembros. Antes de la época de Justiniano I se comprendía claramente que los miembros de dicho grupo formaban legalmente una sola unidad y podían ser considerados como una "persona ficticia", aunque esta concepción de la persona ficta, apreciada por los legistas medievales y perpetuada por hombres como Savigny, quizás no está tan en boga entre los estudiantes modernos de derecho romano (ver Gierke, "Das deutsche Genossenschaftsrecht", 3, 129-36). En todo caso se reconoció que esta "persona ficticia", o "grupo de personas", no estaba sujeto a la muerte como los individuos que lo componían, y por otro lado que no podía ser llamado a la existencia mediante un acuerdo privado. Se requería un senatus consultum o algo parecido para ser constituido legalmente.

Podríamos suponer que estos principios bien entendidos podían haber sido invocados fácilmente para regular la propiedad de los bienes en el caso de comunidades cristianas establecidas en el Imperio Romano, pero la cuestión de hecho se complicó por una supervivencia de las ideas vinculadas a lo que se llamó res sacræ en los viejos tiempos del paganismo. Este título de "cosas sagradas" se le daba a toda propiedad o utensilios consagrados a los dioses, aunque se requería que debía haber algún reconocimiento autoritativo de tal consagración. Como res sacræ, estas cosas eran consideradas en cierto sentido como retiradas del ejercicio del dominio ordinario y formaban una categoría aparte. La verdad parece ser que en tiempos paganos a menudo se concebía a los dioses mismos como los propietarios. Esto es sugerido por el hecho de que mientras se dictaminó que los dioses, es decir, sus templos, no podían heredar por ley, aun así ciertas deidades estaban exentas explícitamente de esta inhibición y se les permitía heredar como cualquier individuo privado. Tales deidades eran, por ejemplo, Júpiter Tarpeyo en Roma, Apolo Didimeo de Mileto, Diana de Éfeso y otros (Ulpiano, “Frag.”, 22,6).

De modo similar, cuando el cristianismo se convirtió en la fe establecida del Imperio, a menudo se constituyó heredero a "Jesucristo", y Justiniano I interpretó tal nombramiento como un regalo a la Iglesia del lugar del domicilio del testador (Código 1, 2, 25). Se seguían los mismos principios cuando un arcángel o un mártir era nombrado heredero, y esto, nos dice Justiniano, era hecho a veces por personas educadas. Se entendía que el regalo se hacía a algún santuario o iglesia que llevara la dedicación indicada por las circunstancias, y, a falta de tal indicación, a la iglesia del domicilio del testador (Cod. 1, 2, 25). En cualquier caso, el poder civil parece haber asumido un cierto control protector sobre la res sacraæ probablemente con miras a salvaguardar su inviolabilidad. Leemos (Institutes, II, I, 8):

"Las cosas sagradas son cosas que han sido, es decir, por los sacerdotes (pontifices), debidamente consagradas a Dios —edificios sagrados, por ejemplo, y regalos debidamente dedicados al servicio de Dios. Y nosotros, por nuestra constitución, hemos prohibido que sean enajenados o gravados (obligari ) a excepción únicamente con el fin de rescatar cautivos. Pero si un hombre por su propia autoridad establece una supuesta cosa sagrada para sí mismo, no es sagrada, sino profana. Sin embargo, un lugar en el que se han erigido edificios sagrados, incluso si los edificios son derribados, sigue siendo sagrado, según también escribió Papiniano.”

Sin embargo, en cuanto a la enajenación, podemos comparar el Código 1, 2, 21, que permitía la venta de una propiedad eclesiástica para sostener las vidas humanas durante una hambruna, y “Novel.”, CXX, 10, que permitía la venta, en caso de deuda, de las vasijas superfluas de una iglesia, pero no de sus cosas inmuebles realmente necesarias.

Se han invocado estas y provisiones similares para apoyar teorías muy divergentes en cuanto al dominio de la propiedad de la Iglesia bajo el imperio. El hecho real parece ser que entre los juristas de los primeros siglos nunca se adoptó ninguna concepción clara sobre el sujeto exacto de estos derechos. En tiempos posteriores muchos canonistas, como Phillips y Lammer, han sostenido que la propiedad era conferida a la Iglesia (ecclesia católica) en su conjunto. Otros como Seitz y Thomassin favorecen un dominio sobrenatural por el cual Dios mismo era considerado como el verdadero propietario. Para otros, y en particular para Savigny, el que la Iglesia posee la propiedad como una comunidad es una teoría que se recomienda a sí misma; mientras que muchas autoridades todavía más modernas, con Friedberg, Sägmüller y Meurer, defienden la opinión de que cada iglesia local separada era considerada como una institución con derechos de propiedad y era identificada, al menos popularmente, con su santo patrón. De acuerdo con esta concepción los santos eran los sucesores de los dioses paganos; y mientras que antes Júpiter Tarpeyo, o Diana de los Efesios, habían sido dueños de la tierra, de los ingresos y de los vasos sagrados, ahora bajo la alianza cristiana San Miguel o María o San Pedro eran considerados como los propietarios de todo los que pertenecía a las iglesias que estaban dedicadas a ellos respectivamente.

Sin duda este punto de vista obtiene algún apoyo aparente a partir del hecho de que en casi todas partes, y sobre todo en Inglaterra, en los albores de la Edad Media encontramos testadores legando propiedad a santos. En el más antiguo estatuto de Kentish, del cual se conserva el texto, el recién convertido Etelberto dice: "A ti San Andrés, y para tu iglesia en Rochester, donde preside el obispo Justo, te doy una parte de mi tierra." Incluso tan tarde como en el registro del Juicio Final a menudo se representa a ese santo como el propietario del terreno. “San Pablo posee tierras, San Constantino posee tierras, el Conde de Mortain posee tierras de San Petroc —la iglesia de Worcester, una iglesia episcopal, tiene tierras, y Santa María de Worcester las posee” (Pollock y Maitland, “Hist. Of English Law”, I, 501). Pero las autoridades más recientes, y entre otros el Prof. Maitland mismo en su segunda edición, se inclinan a considerar tales frases como meras locuciones populares, una personificación que no se debe recalcar como si implicase alguna teoría seria en cuanto al dominio de bienes eclesiásticos. La verdad parece ser, como ha demostrado Knecht (System des Justinianischen Kirchenvermögensrechts, pp. 5 ss.), que la Iglesia cristiana era una institución única que era imposible de ser asimilada exitosamente por las concepciones tradicionales del derecho romano. Al final la Iglesia tuvo que construir su propio sistema de jurisprudencia. Mientras tanto, los derechos de propiedad eclesiástica estaban protegidos con suficiente eficacia en la práctica y no ocurrieron cuestiones de teoría legal, o en todo caso no insistió para una solución.

Desde el momento del Edicto de Milán, emitido por Constantino y Licinio en el 313, leemos de la restauración de la propiedad de los cristianos "es sabido que pertenecen a su comunidad, es decir, sus iglesias, y no a los individuos" ("ad jus corporis eorum, id est ecclesiarum, non hominum singulorum pertinentia”) —Lactancio, “De norte pers.”, XLVIII); mientras que pocos años más tarde el Edicto de 321 garantizaba el derecho de legar bienes por testamento "a la más santa y venerable comunidad (concilio) de la fe católica". Hablando en términos prácticos, no cabe duda de que este “concilium”, “collegium”, “corpus” o “conventiculum” (palabras utilizadas principalmente para nombrar el cuerpo de verdaderos creyentes) denotaba principalmente las asambleas cristianas locales representadas por su obispo y era al obispo a quien se le encomendaba la administración de dichos bienes. Lo que destaca más claramente de las leyes de la época de Justiniano fue el reconocimiento del derecho de las iglesias individuales a poseer bienes. A pesar del intento de Bondroit (De capacítate possidendi ecclesiæ, 123-36) de revivir la vieja concepción de un “dominium eminens“ conferido a la Iglesia católica universal, no hay mucha evidencia para demostrar que este punto de vista estaba en boga entre los juristas de esa época aunque, sin duda, creció más adelante (ver Gierke, "Genossenschaftsrecht", 3, 8). En lo que a la propiedad se refiere, Justiniano se ocupó de los derechos de una ´ekklesía particular, pero, al mismo tiempo alentó una tendencia centralizadora que dejó una jurisdicción suprema en las manos del obispo dentro de los límites de la civitas, su propia esfera de autoridad.

No puede haber duda razonable de que, con la excepción de los monasterios que poseían sus bienes como instituciones independientes, aunque incluso entonces bajo la supervisión del obispo (véase Autoridades en Knecht, op. cit., P. 58), la totalidad de la propiedad eclesiástica de la diócesis estaba sujeta al control del obispo y a su disposición. Sus poderes eran muy amplios y sus subordinados, el clero diocesano, recibía sólo los estipendios que él les concedía, mientras que no sólo el apoyo de sus asistentes eclesiásticos, que generalmente compartían mesa común en la casa del obispo, sino también las sumas dedicadas al alivio de los enfermos y los pobres, a la redención de cautivos, así como al mantenimiento y reparación de las iglesias, todo dependía de él inmediatamente. Sin duda la costumbre reguló en alguna medida la distribución de los recursos disponibles. El Papa Simplicio en 475, Gelasio en 494 (Jaffé-Wattenbach, "Regesta", 636) y Gregorio el Grande en su respuesta a Agustín (Beda, “Hist. eccl.”, I, XXVII) cita como tradicional la regla "que todos los emolumentos devengados se dividirán en cuatro partes: una para el obispo y su casa debido a la hospitalidad y los entretenimientos, otra para el clero, una tercera para los pobres y una cuarta para reparaciones de iglesias”, y luego los textos se incorporaron naturalmente en fecha posterior en el “Decretum” de Graciano.

Propiedad Eclesiástica en la Edad Media

Adquisición

Fundaciones

Enajenación

Prescripción

Bibliografía: La obra grande y clásica que trata sobre todo el asunto de la propiedad eclesiástica es THOMASSIN, Vetus et nova ecclesia disciplina circa beneficia et beneficiarios, de la cual se han publicado varias ediciones, incluyendo al menos una en francés. Todos los tratados más abundantes sobre derecho canónico, tales como los de PHILLIPS, VERING, SCHMALZGRÜBER, necesariamente tratan del asunto en detalle, y entre las autoridades modernas se debe hacer mención especial de WERNZ, Jus Decretalium, III (Roma, 1908); SÄGMÜLLER, Kirchenrecht (Friburgo, 1909); LAURENTIUS, Instit. juris eccl. (Friburgo, 1908); vea también MAMACHI, Del diritto libero della chiesa di acquistare e possedere boni temporali (Venecia, 1766); MEURER, Der Begriff und Eigentümer der heiligen Sachen (Düsseldorf, 1885); BONDROIT, De capacitate possidendi ecclesia (Lovaina, 1900); SCHEYS, de jure ecclesiæ acquirendi (Lovaina, 1892); KNECHT, System des justinianischen Kirchenvermügenrechts (Stuttgart, 1905); MOULART, L'église et l'état (París, 1902); GENNARI, Consultations de morale, de droit canonique et de liturgie (1907-9); BOUDINHON, Biens d'église et peines canoniques, in Canoniste contemporain (Abril, 1909-Oct., 1910); FOURNERET en Dict. de théol. Cath., s.v. Biens ecclésiastiques; TAUNTON, Law of the Church (Londres, 1905).

Fuente: Thurston, Herbert. "Ecclesiastical Property." The Catholic Encyclopedia. Vol. 12, pp 466-472. New York: Robert Appleton Company, 1911. 5 Jun. 2019 <http://www.newadvent.org/cathen/12466a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina