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Martes, 3 de diciembre de 2024

San Agustín de Canterbury

De Enciclopedia Católica

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Primer arzobispo de Canterbury, apóstol de los ingleses; se desconoce la fecha de su nacimiento; murió el 26 de mayo de 604. Símbolos: capa pluvial, palio y mitra como obispo de Canterbury, y báculo pastoral y Evangelios como misionero. No se sabe nada de su juventud excepto que probablemente fue un romano de clase alta, y que a edad temprana se convirtió en monje en el famoso monasterio de San Andrés, erigido por San Gregorio con su propio patrimonio sobre el Celio. Fue así como en medio de la intimidad religiosa de la Regla Benedictina y en la ardiente atmósfera de una fundación reciente que se formó el carácter del futuro misionero. Se dice que el azar proveyó la oportunidad para la empresa que estaba destinada a unir su nombre para siempre con el de su amigo y patrono, San Gregorio, como el “verdadero pionero” de una de las más importantes iglesias de la cristiandad y el medio por el cual se estableció la autoridad de la Sede Romana sobre la raza angloparlante. No es necesario detenerse aquí sobre la muy conocida versión de Beda sobre el encuentro casual con los esclavos ingleses en el mercado romano (H.E., II, I), el cual se trata en el artículo Papa San Gregorio I Magno.

Unos cinco años después de su elevación a la Sede Romana (590) Gregorio comenzó a buscar en torno suyo los medios para realizar el sueño de sus primeros días. Naturalmente se volvió hacia la comunidad que había gobernado durante más de una década antes en el monasterio del Celio. Escogió de entre éstos una compañía de cerca de cuarenta y designó a Agustín, en esa época prior de San Andrés, para ser su representante y portavoz. Como se verá luego, parece que el nombramiento fue de un carácter algo indeterminado, pero de ese momento en adelante hasta su muerte en 604, es a Agustín según “reforzado por la confirmación del Santo Padre Gregorio (roboratus confirmatione beati patris Gregorii, Beda, H. E., I, XXV) que el cristianismo inglés, a diferencia del británico, le debe su principal inspiración.

En el año 595 ó 596 ocurrió el evento que le proveyó al Papa Gregorio la oportunidad tanto tiempo deseada de llevar a cabo su gran plan misionero a favor de los ingleses. A Roma había llegado el rumor de que los habitantes paganos de Bretaña estaban listos para abrazar la fe en gran número, si sólo hubiese predicadores que los instruyeran. Parece que el primer plan que se le ocurrió al pontífice fue tomar medidas para la compra de niños ingleses cautivos de diecisiete años de edad en adelante. Criaría a éstos en la fe católica con la idea de ordenarlos y enviarlos de vuelta a su debido tiempo como apóstoles a su propia gente. Escribió a Cándido, un presbítero encargado de la administración de una pequeña finca perteneciente al patrimonio de la Iglesia Romana en la Galia, pidiéndole que asegurara y pusiera aparte ingresos ese fin. (Greg., Epp., VI, VII en Migne, PL, LXXVII).

Es posible, no sólo determinar aproximadamente las fechas de estos eventos, sino también indicar el distrito particular de Gran Bretaña del que salió el rumor. Etelberto se convirtió en rey de Kent en 559 ó 560, y en menos de veinte años logró establecer un señorío que se extendía desde las fronteras del país de los sajones del oeste hacia el este hasta el mar y tan al norte como el Humber y el Trent. Los sajones de Middlesex y de Essex, junto con los hombres de Anglia Oriental y de Mercia, fueron llevados a reconocerlo en Bretwalda, y adquirió una importancia política que comenzó a ser sentida por los príncipes francos al otro lado del Canal. Cariberto de París le dio a su hija Berta en matrimonio, estipulando, como parte del contrato matrimonial, que se le debía permitir el libre ejercicio de su religión. La condición fue aceptada (Beda, HE, I, XXV) y Luidhardo, un obispo franco, acompañó a la princesa a su nueva casa en Canterbury, donde se separó para su uso la arruinada iglesia de San Martín, situada a corta distancia extra muros, y que databa de la época romana-británica (Beda, HE, I, XXV). La fecha de este matrimonio, tan importante en sus resultados para la futura suerte del cristianismo occidental, es en gran parte cuestión de conjetura, por supuesto; pero a partir de la evidencia aportada por una o dos observaciones dispersas en las cartas de San Gregorio (Epp., VI) y de las circunstancias que ayudaron al ascenso del reino de los jutos a una posición de prominencia en la Gran Bretaña de este período, podemos asumir con certeza que había tenido lugar veinte años completos antes de que el Papa pensara en el plan de envío de Agustín y sus compañeros.

El Papa se vio obligado a quejarse de la falta de celo episcopal entre los vecinos cristianos de Etelberto. Ya sea que entendamos la frase ex vicinis (Greg., Epp., VI) como que se refiere a los prelados galos o a los obispos celtas del norte y el oeste de Gran Bretaña, el hecho es que ni la piedad de Berta, ni la predicación de Luidhardo, ni la tolerancia de Etelberto, ni la fe supuestamente sólida de los vecinos pueblos británico o galo fue hallada adecuada para una oportunidad tan obvia hasta que un pontífice romano, distraído con los cuidados de un universo que se suponía se aceleraba a su eclipse, exhortara a la empresa en primer lugar a cuarenta benedictinos de sangre italiana. Parece que el recorrido se preparó rápida, aunque vagamente, y la pequeña compañía partió hacia su largo viaje en el mes de junio de 596. Estaban armados con cartas a los obispos y príncipes cristianos de los países a través de los cuales pasarían, y se les instruyó además a dotarse de intérpretes francos antes de poner un pie en la propia Gran Bretaña. Sin embargo, parece que pronto el desánimo se apoderó de ellos en su camino. Los incultos isleños a los que se dirigieron enfriaron su entusiasmo, y algunos de ellos en realidad propusieron que debían retroceder. Agustín, hasta el momento comprometido con los vacilantes, estuvo de acuerdo en volver en persona a donde el Papa Gregorio y exponerle claramente las dificultades que podrían verse obligados a enfrentar. El grupo de misioneros le esperó en la zona de Aix-en-Provence. Sin embargo, el Papa Gregorio levantó los ánimos caídos de Agustín y lo envió de vuelta sin demora a sus desalentados hermanos, armado con una autoridad más precisa, y según pareció, más convincente.

Agustín fue nombrado abad de los misioneros ( Beda, HE, I, XXIII) y se le proveyó de nuevas cartas en las que el Papa hacía amable reconocimiento de la ayuda hasta ahora ofrecida por Protasio, obispo de Aix-en-Provence, por Esteban, abad de Lerins y por un rico oficial laico de rango patricio llamado Arigio [Greg., Epp., VI (indic. XIV) num. 52 ss; sc. 3, 4, 5 de la serie benedictina]. En su viaje de regreso, Agustín debió haber llegado a Aix algún día del mes de agosto, pues el alentador mensaje de Gregorio al grupo lleva la fecha de 23 de julio de 596. Cualquiera que haya sido la verdadera fuente del desaliento pasajero, no se registran más demoras. Los misioneros se apresuraron a través de la Galia, pasaron a través del valle del Ródano en Arles en su camino hacia Viena y Autun, y de allí hacia el norte, por una de varias rutas alternativas imposible ahora de fijar con precisión, hasta que llegaron a París. Con toda probabilidad, pasaron allí los meses de invierno; y, es probable también, teniendo en cuenta las relaciones que existían entre la familia de la casa reinante y la de Kent, que se aseguraran los servicios de los presbíteros locales, sugeridos como intérpretes en las cartas del Papa a Teodorico y Teodeberto y Brunichilda, reina de los francos.

En la primavera del año siguiente ya estaban listos para embarcarse, mas no hay registro del nombre del puerto del cual se embarcaron. En esa época Bolonia era un lugar de cierta importancia mercantil, y no es improbable que dirigieran sus pasos hacia allá para encontrar un buque adecuado en el que pudieran completar la última y no menos peligrosa parte de su viaje. Todo lo que sabemos con certeza es que desembarcaron en algún lugar de la isla de Thanet (Beda, HE, I, XXV) y que esperaban allí, en obediencia, por las órdenes del rey Etelberto hasta que se hiciesen arreglos para una entrevista formal. El rey les respondió a sus mensajeros que él vendría en persona de Canterbury, que estaba a menos de doce millas de distancia. No es fácil decidir en esta fecha entre los cuatro puntos rivales, cada uno de los cuales ha reclamado la distinción de ser el lugar en que San Agustín y sus compañeros pisaron por primera vez. El Malecón Tablado, Stonar, Ebbsfleet y Richborough ---esta última, si el curso actual del Stour no ha cambiado en 1300 años, a continuación, entonces formaba parte del continente--- cada uno tiene sus defensores. Los curiosos en la materia podrán consultar la bibliografía especial sobre el tema citada al final de este artículo.

La entrevista prometida entre el rey y los misioneros se llevó a cabo dentro de algunos días, al aire libre, sub divo, dice Beda (Beda, HE, I, XXV), en una llanura, probablemente bajo un frondoso roble en deferencia al temor del rey ante un posible encantamiento de Agustín. Su temor, sin embargo, se disipó por la gracia natural de modales y la bondadosa personalidad de su invitado principal, que se dirigió a él a través de un intérprete. El mensaje decía "cómo Jesús compasivo había redimido a un mundo de pecado con su propia agonía y abrió el Reino de los Cielos a todos los que creen" (Aelfric, ap. Haddan y Stubbs, III, II). La respuesta del rey, aunque amable en su amistad, fue curiosamente profética del temperamento religioso posterior de su raza. "Sus palabras y promesas son muy justas" se dice que contestó, "pero ya que son nuevas para nosotros y de contenido incierto, no puedo asentir a ellas y renunciar a lo que durante mucho tiempo he tenido en común con toda la nación inglesa. Pero puesto que han llegado como extranjeros desde tan lejos, y, como supongo, están ansiosos por compartir con nosotros también en lo que conciben como excelente y verdadero, no interferiremos con ustedes, sino que los recibiremos, más bien, con amable hospitalidad y tendremos cuidado de proporcionar lo que sea necesario para su sustento. Por otra parte, no tenemos ninguna objeción en que ustedes ganen para su credo tantos conversos como puedan". ( Beda, HE, I, XXV).

El rey hizo sus palabras más que buenas. Invitó a los misioneros a residir en la capital real de Canterbury, entonces una metrópolis bárbara y medio arruinada, construida por la gente de Kent en el sitio de la antigua ciudad militar romana de Durovernum. A pesar del carácter sórdido de la ciudad, los monjes deben haber tenido una imagen impresionante a medida que se acercaban a la morada que se les asignó para vivienda, "frente a la calle del rey mirando hacia el norte", un detalle conservado en la pág. 1759 de la "Crónica de la abades de San Agustín de Canterbury ", de William Thorne (c.1397). Las impactantes circunstancias de su entrada parece que quedaron por mucho tiempo en el recuerdo popular; pues Beda, escribiendo después de ciento treinta y tres años, se esfuerza por describir cómo llegaron en la característica moda romana (more suo) llevando "la Santa Cruz junto con una pintura del Rey Soberano, Nuestro Señor Jesucristo y cantando al unísono esta letanía ", a medida que avanzaban: "Te suplicamos, oh Señor, en la plenitud de tu piedad que apartes tu cólera y tu santa ira de esta ciudad y de tu santa casa, porque hemos pecado: ¡Aleluya! " Se trataba de un himno a partir de una de las muchas letanías " rogaciones" que se comenzaban a conocer entonces en las iglesias de la Galia y, posiblemente, no desconocidas también en Roma. ( Martene, "De antiquis Ecclesiae ritibus", 1764, III, 189; Beda, "HE", II, XX;. Joannes Diac ", De Vita Gregorii", II, 17 en Migne, PL, LXXV, ed. De Duchesne, "Liber Pontificalis", II, 12).

El edificio separado para su uso debe haber sido bastante grande para dar cobijo a una comunidad que sumaba un total de cuarenta. Se encontraba en el Stable Gate, no lejos de las ruinas del antiguo templo pagano; y la tradición en los días de Thorn era que la iglesia parroquial de San Alfabe marcaba aproximadamente el lugar (Chr. Aug. Abb., 1759). Allí Agustín y sus compañeros parecen haber establecido sin demora la rutina ordinaria de la Regla Benedictina según se practicaba a finales del siglo VI; y parece que le añadieron a ella de modo silencioso el ministerio apostólico de la predicación. La iglesia dedicada a San Martín en la parte oriental de la ciudad, que había sido apartada para la conveniencia del obispo Luidhardo y los seguidores de la reina Berta muchos años antes, también se les abrió de par en par hasta que el rey permitiese un intento más elevado de evangelización.

La evidente sinceridad de los misioneros, su sencillez de intención, su fortaleza a toda prueba y, sobre todo, el carácter desinteresado del mismo Agustín y la nota espiritual de su doctrina causaron una profunda impresión en la mente del rey, el cual pidió que se le instruyera y se programó para bautizarlo el domingo de Pentecostés. Es imposible decir si la reina y su obispo franco tuvieron algo que ver con el proceso de esta conversión relativamente súbita. La carta que San Gregorio escribió a Berta misma, cuando la noticia del bautismo del rey hubo llegado a Roma, nos llevaría a inferir que, si bien poco o nada se había hecho antes de la llegada de Agustín, después la reina hizo un esfuerzo para compensar la negligencia pasada. El Papa escribió: "Et auoniam, Deo volente, aptum nunc tempus est, agate, ut divina gratia co-operante, cum augmento possitis quod neglectum est reparare" [Greg., Epp., XI (indic., IV), 29]. La negligencia parece haber sido compensada, si tenemos en cuenta la actividad cristiana asociada con los nombres de esta pareja real durante los próximos meses. La conversión de Etelberto naturalmente dio un gran impulso a la empresa de Agustín y sus compañeros. Agustín mismo se determinó a actuar de inmediato sobre las instrucciones provisionales que había recibido del Papa Gregorio. Cruzó a la Galia y buscó la consagración episcopal de manos de Virgilio, el metropolitano de Arles. Volvió casi de inmediato a Kent e hizo los preparativos para la forma más activa y abierta de propaganda para la que el bautismo de Etelberto había preparado el camino.

Es característico del espíritu que animaba a Agustín y a sus compañeros que no se trató de asegurar conversos en gran escala mediante el empleo de la fuerza. Beda nos dice que era parte de la política uniforme del rey "no obligar a nadie a abrazar el cristianismo" (HE, I, XXVI) y sabemos por más de una de sus cartas existentes lo que el Papa pensaba sobre un método tan extrañamente en desacuerdo con las enseñanzas de los Evangelios. El día de Navidad del año 597 el “primer arzobispo de los ingleses” bautizó a más de diez mil personas. La gran ceremonia tuvo lugar, probablemente, en las aguas del Swale, no lejos de la boca del Medway. Se envió al Papa inmediatamente las noticias de estos acontecimientos extraordinarios, quien les escribió de inmediato para expresar su felicidad a su amigo Eulogio, obispo de Alejandría, a Agustín mismo y al rey y la reina (Epp., VIII, XXX, XI, XXVIII, ibid, LXVI; Beda, HE, I, XXXI, XXXII). El mensaje de Agustín para Gregorio fue llevado por el presbítero Lorenzo, después arzobispo de Canterbury, y Pedro uno de la primera colonia de monjes misioneros. Se les instruyó para pedir más obreros del Evangelio, y, si podemos confiar en el relato de Beda sobre este particular, y en el curioso grupo de cartas plasmado en su narrativa, llevaban con ellos una lista de dubia, o preguntas, relativas a varios puntos de disciplina y ritual respecto a las cuales Agustín esperaba respuesta del Papa.

La autenticidad del documento o llibellus, como lo llama Beda (HE, II, I), en la que supuestamente el Papa respondió a las dudas del nuevo arzobispo no ha sido seriamente cuestionada, aunque los estudiosos han sentido la fuerza de la objeción que San Bonifacio, escribiendo en el segundo cuarto del siglo VIII, insta, a saber, que no se pudo hallar rastro de ella en la colección oficial de la correspondencia de San Gregorio conservada en el registro de la Iglesia Romana (Haddam y Stubbs, III, 336; Dudden, "Gregorio Magno", II, 130, nota;, Mason "Misión de San Agustín", prefacio, pp VIII y IX; Duchesne, "Origines", 3 ª ed. , p. 99, nota). Contiene nueve respuestas, las más importantes de las cuales son las que conciernen a las diferencias locales del ritual, la cuestión de la jurisdicción, y el recurrente y perpetuo problema de las relaciones matrimoniales. "¿Por qué", había preguntado San Agustín, "ya que la fe es una, debería haber diferentes usos en diferentes iglesias; una forma de decir la Misa en la Iglesia Romana, por ejemplo, y otra en la Iglesia de Galia?”

La respuesta del Papa es, que si bien "Agustín no ha de olvidarse de la Iglesia en la que ha sido educado", está en libertad de adoptar el uso de otras Iglesias lo que más probablemente resulte ser agradable a Dios Todopoderoso. "Pues las instituciones", añade, "no deben ser amadas debido a los lugares, sino los lugares, más bien, debido a las instituciones". Con respecto a la delicada cuestión de la jurisdicción, se le informó a Agustín que no debía ejercer ninguna autoridad sobre las iglesias de la Galia; pero que se le confiaban "todos los obispos de Gran Bretaña, a fin de que los ignorantes puedan ser instruidos, los vacilantes fortalecidos por la persuasión y los perversos corregidos con autoridad" [Greg., Epp., XI (indic., IV), 64; Beda, H. E., I, XXVII]. Agustín aprovechó la primera oportunidad conveniente para llevar a cabo las disposiciones más graves de este ´último mandato. Ya había recibido el palio cuando Pedro y Lorenzo regresaron de Roma en 601. La banda original de misioneros también había sido reforzada con nuevos reclutas, entre los cuales "los primeros y más distinguidos", como señala Beda, "fueron Melito, Justo, Paulino y Rufiniano". De estos, Rufiniano fue elegido después abad del monasterio creado por Agustín en honor a San Pedro fuera de los muros del este de la capital de Kent. Melito se convirtió en el primer obispo inglés de Londres; Justo fue designado para la nueva sede de Rochester, y Paulino se convirtió en metropolitano de York.

Etelberto, igual que Bretwalda, permitió que su territorio más extenso fuese dividido en diócesis, y se esforzó a favor de Agustín para lograr una reunión con los obispos celtas del sur de Gran Bretaña. La conferencia tuvo lugar en Malmesbury, en la frontera de Wessex, no muy lejos del Severn, en un lugar muy descrito en la leyenda popular como el Roble de Austin ( Beda, H.E., II, II). Este intento no produjo nada para introducir la uniformidad eclesiástica. Agustín parece haber estado lo suficientemente dispuesto a ceder algunos puntos; pero en no transigió en tres temas importantes. Insistió en una rendición incondicional sobre la controversia de Pascua, sobre el modo de administrar el sacramento del bautismo, y sobre el deber de tomar medidas activas en concierto con él para la evangelización de los conquistadores sajones. Los obispos celtas se negaron a ceder, y se interrumpió la reunión. Luego se planeó una segunda conferencia a la que sólo asistieron siete de los obispos británicos. Esta vez estuvieron acompañados por un grupo de sus "más sabios" encabezados por Dinoth, el abad del célebre monasterio de Bangor-is-Coed. El resultado fue, en todo caso, más desalentador que antes. Ambas partes se lanzaron libremente acusaciones de motivos indignos. El respeto romano por la forma de Agustín, junto con su puntillosidad por la precedencia personal como representante del Papa Gregorio, ofendió a los celtas. Denunciaron al arzobispo por su orgullo, y se retiraron detrás de sus montañas. Cuando estaban a punto de retirarse, oyeron la única amenaza enojada que se registra del santo: "Si no queréis tener paz con los hermanos, tendréis la guerra con sus enemigos, y si no queréis predicar el camino de la vida a los ingleses, habéis de sufrir la pena de muerte en sus manos". La imaginación popular, unos diez años después, vio un terrible cumplimiento de la profecía en la matanza de los monjes de Bangor a manos de Aetelfrido el Destructor en la gran batalla ganada por él en Chester en 613.

Estos esfuerzos hacia la unidad católica con los obispos celtas y la constitución de una jerarquía bien definida para la Iglesia de Sajonia son los últimos actos registrados de la vida del santo. Una tradición muy temprana (que se remonta a la época del arzobispo Teodoro) dice que su muerte ocurrió el mismo año que la de su amado padre y protector, el Papa Gregorio. Thorn, sin embargo, que intenta siempre dar la versión de Canterbury de estas leyendas, afirma ---de forma algo imprecisa, al parecer, si sus coincidencias se prueban rigurosamente--- que tuvo lugar en el 605. Fue enterrado, en el más puro estilo romano, fuera de los muros de la capital de Kent en una fosa cavada al lado de la gran calzada romana que entonces corría desde Deal a Canterbury sobre la colina de San Martín y cerca de la iglesia de la abadía sin terminar que él había comenzado en honor de los santos Pedro y Pablo y que luego fue dedicada a su memoria. Cuando se hubo terminado el monasterio, sus reliquias fueron trasladadas a una tumba preparada para ellas en el pórtico norte. Se dice que un moderno hospital ocupa el lugar de su última morada [Stanley, "Memorials of Canterbury" (1906), 38]. Su fiesta se celebra el 28 de mayo en el Calendario Romano, pero en el propio del Oficio inglés aparece dos días antes, el verdadero aniversario de su muerte.


Bibliografía: Beda, Hist. Eccl. I y II; Paulo Diácono, Juan Diácono, y San Gall MSS., Vidas de San Gregorio en P.L., LXXV; Epistlae Gregorii, ibid.; Gregorio de Tours, Historia Francorum, ibid., LXXI; Goscelin, Life of St. Gregory in Acta SS., May, VI, 370 ss.; Wm. Thorne, Chron. Abbat. S. Aug. in Twysden's Decem Scriptores (Londres, 1652), pp 1758-2202; Haddan and Stubbs, Councils and Ecclesiastical Documents relating to Great Britain and Ireland (Oxford, 1869-1873, 3 vols.); Mason (ed.), The Mission of St. Augustine according to the Original Documents (Cambridge, 1897); Dudden, Gregory the Great, His Place in the History of Thought (Londres, Nueva York, Bombay, 1905); St Gallen MS., ed, Gasquet (1904);Stanley, Memorials of Canterbury (Londres, 1855, 1906); Bassenge, Die Sendung Augustins zur Bekehrung d. Angelsachsen (Leipzig, 1890); Brou, St. Augustin de Canterbury et ses Compagnons (París, 1897); Lévèque, St Augustin de Canterbury, in Rev. des Quest. Hist. (1899), XXI, 353-423; Martielli, Recits des fetes celebrees a l'occ. du 13e centenaire de l'arrivee de St. Aug. en Angleterre (París, 1899)

Fuente: Clifford, Cornelius. "St. Augustine of Canterbury." The Catholic Encyclopedia. Vol. 2. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/02081a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina. rc