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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Sacrificio de la Misa

De Enciclopedia Católica

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Introducción

La palabra Misa (missa) fue originalmente la designación general para el Sacrificio Eucarístico en Occidente después de la época del Papa San Gregorio I Magno (murió en 604); la Iglesia primitiva usó la expresión la “fracción del pan” (fractio Panis) o “liturgia (Hch. 13,2, leitourgountes); la Iglesia Griega ha usado este último nombre por más de dieciséis siglos.

En los primeros días del cristianismo se empleaban otros términos, tales como:

  • “La Cena del Señor” (coena dominica),
  • el “Sacrificio” (prosphora, oblatio),
  • “la reunión” (sinaxis, congregatio),
  • “los Misterios”, y
  • (desde Agustín), “el Sacramento del Altar”.

La idea del Sacrificio de la Misa no estaba necesariamente conectada con el nombre “Fiesta de Amor” (ágape). Etimológicamente la palabra missa no procede (como establece Baronio) del hebreo, ni del griego mysis, sino que simplemente se deriva de missio, así como oblata se deriva de oblatio, colecta de collectio, y ulta de ultio. Sin embargo, la referencia no era a una “misión” divina, sino sólo a un “despido” (dismissio) como se acostumbraba también en el rito griego (cf. "Canon. Apost.", VIII, XV: apolyesthe en eirene), y como todavía resuena en la frase Ite missa est. Esta forma solemne de despedida no fue introducida por la Iglesia como algo nuevo, sino que fue adoptada del lenguaje ordinario, como muestra el obispo San Avito de Vienne tan temprano como en 500 d.C. (Ep. 1 en P.L., LIX, 199): “en las iglesias y en el lugar del emperador o las cortes de los prefectos, Missa est se dice cuando se releva de la asistencia a la gente.”

En el sentido de “despedida” o mejor dicho “cierre de la oración, missa se usa en el famoso “Peregrinatio Silvae” por lo menos setenta veces (Corpus scriptor. eccles. latinor., XXXVIII, 366 sq.) y la Regla de San Benito coloca la fórmula regular, Et missae fiant (finalizaron las oraciones), después de las horas, vísperas y completas. El lenguaje popular aplicó el ritual de despedida gradualmente, como fue expresado tanto en la Misa de los Catecúmenos como en la de los fieles, por sinécdoque al Sacrificio Eucarístico completo, llamando al todo como la parte. El primer rastro certero de tal aplicación se halla en San Ambrosio (Ep. XX, 4, en P.L. XVI, 995). Usaremos este sentido de la palabra en nuestra consideración de la Misa en su existencia, esencia y causalidad.

La Existencia de la Misa

Antes de tratar sobre las pruebas de revelación suministradas por la Biblia y la tradición, primero se deben determinar ciertos puntos preliminares. El más importante de éstos es que la Iglesia trata de que la Misa sea considerada como un “verdadero y propio sacrificio”, y no puede tolerar la idea de que el sacrificio es idéntico con la Sagrada Comunión. Ése es el sentido de una cláusula del Concilio de Trento (Ses. XXII, can. 1): “Si alguno dice que en la Misa no se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio; o, que ser ofrecido es sólo que Cristo se nos da como alimento; sea anatema” (Denzinger, “Enchir.”, 10ma ed. 1908, n. 948). Cuando el Papa León XII, en la bula dogmática “[[Apostolicae Curae” del 13 de septiembre de 1896, basó la invalidez de la fórmula de consagración anglicana en el hecho, entre otros, que en la fórmula de consagración de Eduardo VI (es decir, desde 1549) no hay ninguna declaración certera respecto al Sacrificio de la Misa, los arzobispos anglicanos contestaron con alguna irritación: “Primero, nosotros ofrecemos el sacrificio de alabanza y acción de gracias; luego, suplicamos y representamos ante el padre el Sacrificio de la Cruz… y, por último, ofrecemos el sacrificio de nosotros mismos al Creador de todas las cosas, que ya hemos significado por la oblación de sus criaturas. A esta acción total, en la cual el pueblo tiene necesariamente que tomar parte con el sacerdote, acostumbramos llamar la comunión, el Sacrificio Eucarístico.” Respecto a este último alegato, el obispo Hedley de Newport declaró su creencia de que ni uno entre mil anglicanos está acostumbrado a llamar a la comunión el “Sacrificio Eucarístico”. Pero aun si estuviesen acostumbrados, tendrían que interpretar los términos en el sentido de los treinta y nueve Artículos, que niegan tanto la Presencia Real como el poder sacrificial del sacerdote, y así admiten un sacrificio en un sentido irreal o figurativo solamente. Por otro lado, el Papa León XIII junto con todo el pasado cristiano, tuvo en mente en la antedicha Bula nada más que el “Sacrificio Eucarístico del verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo” sobre el altar. Este sacrificio realmente no es idéntico en la forma de celebración anglicana.

El simple hecho de que numerosos herejes como Wyclif y Lutero, repudiaban la Misa como “idolatría”, mientras que conservaban el Sacramento del verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo, prueba que el Sacramento de la Eucaristía es algo esencialmente diferente al Sacrificio de la Misa. En verdad, la Eucaristía realiza dos funciones a la vez: la del sacramento y la del sacrificio. Aunque la inseparabilidad de los dos se ve más claramente en el hecho que los poderes sacrificiales del sacerdote coinciden, y en consecuencia que el sacramento se produce sólo y a través de la Misa, la diferencia real entre ambos se muestra en que el sacramento está destinado privadamente para la santificación del alma, mientras que el sacrificio sirve principalmente para glorificar a Dios mediante la adoración, acción de gracias, oración y expiación. El recipiente de uno es Dios, quien recibe el sacrificio de su Hijo Unigénito; del otro es el hombre, que recibe el sacramento para su propio bien. Además, el Sacrificio incruento del Cristo Eucarístico es en su naturaleza una acción transitoria, mientras que el Sacramento del Altar continúa como algo permanente después del sacrificio, e incluso puede ser preservado en custodias (ostensorio) y ciborios. Finalmente, esta diferencia también merece mencionarse: la Comunión bajo una sola forma es la recepción del sacramento total, mientras que, sin el uso de las dos formas del pan y el vino (la separación simbólica del Cuerpo y la Sangre), no se realiza la muerte mística de la víctima, y por lo tanto el Sacrificio de la Misa.

La definición del Concilio de Trento supone como palmaria la proposición que, junto con el “verdadero y real Sacrificio de la Misa”, puede haber en la cristiandad sacrificios figurativos e irreales de varias especies, tales como oraciones de alabanza y acción de gracias, limosnas, mortificación, obediencia y obras de penitencia. La Biblia se refiere a menudo a tales ofrendas, por ejemplo, en Eclesiástico 35,3: “Apartarse del mal es complacer al Señor, sacrificio de expiación apartarse de la injusticia”; y en Salmo 141(140),2: “Valga ante ti mi oración como incienso, el alzar de mis mano como oblación de la tarde”. Sin embargo, estas ofrendas figurativas presuponen el real y verdadero ofrecimiento, tal como una pintura presupone su asunto y un retrato a su original. Las metáforas bíblicas---un “sacrificio de aclamación” (Sal. 27(26),6), “en vez de novillos te ofreceremos nuestros labios” (Oseas 14,3), el “sacrificio de alabanza” (Hebreos 13,15)---expresiones que aplican términos sacrificiales al sacrificio (hostia, thysia). El sistema sacrificial de la Legislación Mosaica atestigua que hubo tal sacrificio. Es cierto que podemos y debemos reconocer con Santo Tomás de Aquino (II-II:85:3), como el principale sacrificium la intención sacrificial la cual, contenida en el espíritu de oración, inspira y anima las ofrendas externas como el cuerpo anima al alma, y sin la cual incluso la más perfecta ofrenda no tendría valor ni efecto ante Dios. Por lo tanto, el santo salmista dice: “Pues no te agrada el sacrificio, si ofrezco un holocausto no lo aceptas. El sacrificio a Dios es un espíritu contrito. [Sal. 51(50),18ss]. Sin embargo, este requisito indispensable de un sacrificio interior de ningún modo hace superfluo el sacrificio externo en el cristianismo; ciertamente, sin la oblación perpetua que deriva su valor del sacrificio ofrecido una sola vez en la Cruz, el cristianismo, la religión perfecta, sería inferior no sólo a la del Antiguo Testamento, sino incluso a la forma de religión natural más pobre. Puesto que el sacrificio es así esencial a la religión, es mucho más necesario para el cristianismo, que no puede de otro modo cumplir su deber de mostrar a Dios el honor visible del modo más perfecto. Así, la Iglesia, el Cristo místico, desea y debe tener su propio sacrificio permanente, que seguramente no puede ser ni una adición independiente al del Gólgota, ni su complemento intrínseco; sólo puede ser el mismo propio sacrificio de la Cruz, cuyos frutos, por una ofrenda incruenta, está diariamente disponible para los creyentes y no creyentes y es aplicado a ellos en forma de sacrificio.

Si la Misa es un verdadero sacrificio en el sentido literal, debe realizar la concepción filosófica del sacrificio. De ahí surge la última pregunta preliminar: ¿Qué es un sacrificio en el sentido propio del término? Sin tratar de establecer y fijar una teoría comprehensiva del sacrificio, será suficiente mostrar que, según la historia comparativa de las religiones, para un sacrificio son necesarias cuatro cosas:

  • un don sacrificial (res oblata),
  • un ministro sacrificando (minister legitimus),
  • una acción sacrificial (action sacrificica), y
  • una meta u objeto sacrificial (finis sacrificii).

En contraste con los sacrificios en sentido figurativo o menos propio, el don sacrificial debe existir en una substancia física, y debe ser real o virtualmente destruido (matanza de animales, derrame de libaciones, otras cosas inadecuadas para usos ordinarios), o por lo menos realmente transformado, en un lugar fijo para el sacrificio (ara, altare), y ofrecido a Dios. En cuanto a la persona oferente, no se permite que cualquier individuo ofrezca sacrificio por su propia cuenta. En la religión revelada, como en casi todas las religiones paganas, sola una persona cualificada (usualmente llamado sacerdote, sacerdos, lereus), quien ha recibido el poder por comisión o vocación, puede ofrecer sacrificios a nombre de la comunidad. Después de Moisés, los sacerdotes autorizados por ley en el Antiguo Testamento pertenecían a la tribu de Leví, y más especialmente a la casa de Aarón (Hebreos 5,4). Pero ya que Cristo mismo recibió y ejerció su sumo sacerdocio, no por la arrogación de autoridad, sino en virtud de un llamado divino, hay mayor necesidad de que los sacerdotes que lo representan reciban poder y autoridad a través del sacramento de los Órdenes Sagrados para ofrecer el sublime sacrificio de la Nueva Ley.

El sacrificio alcanza su culminación externa en el acto sacrificial, en el cual tenemos que distinguir entre la materia inmediata y la forma real. La forma descansa no en la transformación real o destrucción completa del don sacrificial, sino más bien en su oblación sacrificial, en cualquier modo que sea transformado. Aun cuando una destrucción real ocurriese, como en las matanzas sacrificiales del Antiguo Testamento, el acto de destrucción era realizado por los sirvientes del Templo, mientras que la propia oblación, que consistía en el “derramamiento de sangre” (aspersio sanguinis), era función exclusiva de los sacerdotes. Así la forma real del Sacrificio de la Cruz no consistió ni en el asesinato de Cristo por los soldados romanos, ni en una destrucción propia imaginaria de parte de Jesús, sino en la sumisión [[Voluntad|voluntario] a que otros derramaran su Sangre, y en el ofrecimiento de su vida por los pecados del mundo. Por consiguiente, la destrucción o transformación constituye a lo sumo la materia inmediata; por otro lado, la oblación sacrificial es la forma física del sacrificio.

Finalmente, el objeto del sacrificio, como relevante a su significado, eleva el ofrecimiento externo más allá de cualquier mera acción mecánica en la esfera de lo espiritual y lo divino. El objeto es el alma del sacrificio y, en cierto sentido, su “forma metafísica”. En todas las religiones hallamos, como idea esencial del sacrificio, una completa sumisión a Dios con el propósito de unirse con Él; y a este idea se añade, de parte de los pecadores, el deseo del perdón y la reconciliación. Por lo tanto de inmediato surge la distinción entre sacrificios de alabanza y expiación (sacrificium latreuticum et propitiatorium), y sacrificios de acción de gracias y petición (sacrificium eucharisticum et impetratorium), por lo tanto también la inferencia obvia que so pena de idolatría, el sacrificio se debe ofrecer sólo a Dios como principio y fin de todas las cosas. Correctamente señala San Agustín (Ciudad de Dios, X.4): “¿Quién jamás pensó en ofrecer sacrificio excepto a uno que él conocía, o pensaba o imaginaba ser Dios?”.

Entonces si combinamos las cuatro ideas constituyentes en una definición, podemos decir: “Sacrificio es la oblación externa a Dios de un objeto perceptible por los sentidos por un ministro autorizado, ya sea a través de su destrucción o por lo menos a través de su transformación real, en reconocimiento al supremo dominio de Dios y para aplacar su ira”. Demostraremos la aplicabilidad de esta definición a la Misa en la sección dedicada a la naturaleza del sacrificio, después de resolver el asunto de su existencia.

Pruebas Bíblicas

Es un hecho notable que la divina institución de la Misa puede ser establecida, se puede decir, con la mayor certeza por medio del Antiguo Testamento que por medio del Nuevo.

Antiguo Testamento

Las profecías del Antiguo Testamento aparecen registradas parte en tipos y parte en palabras. Siguiendo el precedente de muchos Padres de la Iglesia (vea Belarmino, “De Euchar.”, V, 6), el Concilio de Trento (Ses. XXII, cap. I) enfatizó especialmente en la relación profética que indudablemente existe entre la ofrenda de pan y vino por Melquisedec y la Última Cena de Jesús. Brevemente, el suceso fue como sigue: Después que Abraham (aún se llamaba “Abram”) con su ejército había rescatado a su sobrino Lot de manos de los cuatro reyes hostiles que lo habían atacado y robado, Melquisedec, rey de Salem (Jerusalén), “presentó (proferens) pan y vino, pues era sacerdote del Dios Altísimo, y le bendijo (a Abraham) diciendo: “¡Bendito sea Abram del Dios Altísimo… y dióle Abraham el diezmo de todo.” (Génesis 14,18-20). Los teólogos católicos (con muy pocas excepciones) han enfatizado correctamente desde el principio la circunstancia que Melquisedec trajo pan y vino, no sólo para restaurar las fuerzas del séquito de Abraham, cansados por la batalla, pero que estaban bien provistos con el botín que habían obtenido (Gén. 14,11.16), sino para presentar el pan y vino como ofrenda agradable al Dios Todopoderoso. No como un anfitrión, sino como “sacerdote del Dios Altísimo”, él trajo pan y vino, bendijo a Abraham y recibió de él el diezmo. De hecho, se establece claramente que la verdadera razón para su “ofrenda de pan y vino” es su sacerdocio: “porque era un sacerdote”. Por lo tanto, proferre necesariamente debe convertirse en offerre, aún si fuera cierto que la palabra “hiphil” no es un término sacrificial hierático; pero incluso esto no es enteramente cierto (cf. Jueces 6,18ss). Por ende, Melquisedec hizo una ofrenda alimenticia real de pan y vino.

La Escritura enseña claramente que Cristo es “sacerdote para siempre según el orden (kata ten taxin) de Melquisedec” (Sal. 110(109),4; Heb. 5,6s.; 7,1ss). Sin embargo, Cristo de ningún modo asemejó su prototipo sacerdotal en su sacrificio sangriento en la Cruz, sino sólo y únicamente en la Última Cena. En esa ocasión igualmente hizo una ofrenda alimenticia incruenta, sólo eso, como prefigurada, Él realizó algo más que una mera oblación de pan y vino, a saber, el sacrificio de Su Cuerpo y Sangre bajo las simples formas de pan y vino. De otro modo, las sombras proyectadas antes por las “cosas buenas por venir” habrían sido más perfectas que las cosas mismas, y el prefigurado de todos modos no más rico en realidad que el tipo o figura. Ya que la Misa es nada más que una repetición continua, ordenada por Cristo mismo, del sacrificio realizado en la Última Cena, resulta que el Sacrifico de la Misa toma parte en el cumplimiento de la profecía de Melquisedec en el Nuevo Testamento. (Respecto al Cordero Pascual como el segundo tipo de la Misa vea a Belarmino "De Euchar.", V, VII; cf. también von Cichowski, "Das altestamentl. Pascha in seinem Verhaltnis zum Opfer Christi", Munich, 1849.)

Pasando sobre las más o menos claras referencias a la Misa en otros profetas (Sal. 22(21),27ss; Is. 66,18ss), la predicción mejor y más clara respecto a la Misa es sin dudas la que aparece en la profecía de Malaquías, quien le hace a los sacerdotes levitas un anuncio conminador en nombre de Dios: “No tengo ninguna complacencia en vosotros, dice Yahveh Sebaot, y no me es grata la oblación de vuestras manos. Pues desde el sol levante hasta el poniente, grande es mi Nombre entre los gentiles (paganos, no judíos), y en todo lugar se ofrece a mi Nombre un sacrificio de incienso y una oblación pura. Pues grande es mi Nombre entre las naciones, dice Yahveh Sebaot.” (Mal. 1,10-11). Según la interpretación unánime de los Padres de la Iglesia (vea Petavio) "De incarn.", XII, 12), el profeta aquí predice el Sacrificio perpetuo de la Nueva Dispensación. Pues él declara que ciertamente ocurrirán estas dos cosas:

  • la abolición de todos los sacrificios levíticos, y
  • la institución de un sacrificio completamente nuevo.

Como la determinación de Dios de acabar con los sacrificios de los levitas aparece consistentemente en toda la denuncia, lo esencial es especificar correctamente la clase de sacrificio que Él promete en su lugar. En cuanto a esto, se deben establecer las siguientes proposiciones;

  • que el nuevo sacrificio vendrá en los días del Mesías;
  • que será un sacrificio real y verdadero, y
  • que no coincide formalmente con el Sacrificio de la Cruz.

Es fácil demostrar que el sacrificio mencionado por Malaquías no significaba un sacrificio de su tiempo, sino que sería un sacrificio futuro perteneciente a la época del Mesías. Pues aunque los participios hebreos del original pueden ser traducidos por el tiempo presente (hay sacrificio; es ofrecido), la mera universalidad del nuevo sacrificio---“desde el levante hasta el poniente”, “en todo lugar”, aún “entre los gentiles”, es decir paganos (no judíos)---es prueba irrefragable que el profeta consideraba como presente un evento del futuro. Dondequiera que Yahveh habla de su glorificación por los paganos, como en este caso, Él puede tener en mente, según las enseñanzas del Antiguo Testamento (Sal. 22(21),28; 72(71),10 ss; Is. 11,9; 49,6; 60,9; 66,18 ss; Amós 9,12; Miqueas 4,2, etc.) sólo el reino del Mesías o la futura Iglesia de Cristo; este texto destruye cualquier otra explicación. Ni mucho menos el profeta puede estar pensando en un nuevo sacrificio en su tiempo. Ni puede haber una idea de un sacrificio entre los paganos genuinos, como ha sugerido Hitzig, pues los sacrificios de los paganos, asociados con la idolatría e impureza, son impuros y desagradables a Dios (1 Cor. 10,20). Tampoco puede referirse a un sacrificio de los judíos dispersos (diáspora), pues aparte del hecho de que tales sacrificios en la diáspora eran bastante problemáticos, ciertamente no eran ofrecidos al mundo entero, ni poseían el significado extraordinario inherente a modos especiales de honrar a Dios. En consecuencia, la referencia es sin duda a un sacrificio del futuro completamente distinto. Pero, ¿de cuál futuro? ¿Sería un sacrificio futuro entre los paganos genuinos tales como los aztecas o los nativos africanos? Esto es tan imposible como en el caso de otras formas paganas de idolatría. ¿Sería acaso un nuevo y más perfecto sacrificio entre los judíos? Esto está fuera de discusión, pues desde que Tito destruyó a Jerusalén (70 d.C.), el sistema sacrificial judío completo fue asunto del pasado; y además, el nuevo sacrificio será realizado por un sacerdocio no judío (Is. 66,21). Por lo tanto, todo señala al cristianismo, en el cual, de hecho, el Mesías gobierna sobre los pueblos gentiles.

Ahora la segunda pregunta se presenta a sí misma: ¿Será el sacrificio universal así prometido “en todo lugar” sólo una ofrenda puramente espiritual de oración, en otras palabras un sacrificio de alabanza y acción de gracias, tal como con el que se contentan los protestantes; o será un sacrificio en el sentido estricto, como mantiene la Iglesia Católica? Es inmediatamente claro que debe corresponder la abolición y la sustitución, y por consiguiente que el viejo sacrificio real no puede ser sustituido por un nuevo sacrificio irreal. Además, la oración, la adoración, la acción de gracias, etc. están lejos de ser una nueva ofrenda, pues ellas son realidades comunes permanentes a toda época, y constituyen el fundamento indispensable de toda religión de antes o después del Mesías.

La última duda es disipada por el texto hebreo, el cual tiene no menos de tres declaraciones sacerdotales clásicas que se refieren a la promesa del sacrificio, suprimiendo así adrede la posibilidad de interpretarlo metafóricamente. Especialmente importante es el substantivo hebreo para “sacrificio”. Aunque en su origen era el término genérico para todo sacrificio, incluido el cruento (cf. Gén. 4,4 ss.; 1 Sam. 2,17), nunca se usó para indicar un sacrificio irreal (tal como ofrenda de oraciones), sino que incluso se convirtió en el término para un sacrificio incruento (mayormente ofrendas de alimentos), en contraste con el sacrificio sangriento al que se le da el nombre de Sebach.

En cuanto a la tercera y última proposición, no se necesita una prolija demostración para mostrar que el sacrifico de Malaquías no puede ser identificado formalmente con el Sacrificio de la Cruz. El Minchah, es decir, ofrenda incruenta (alimentos) contradice de inmediato esta interpretación. Entonces hay otras consideraciones convincentes basadas en el hecho. Aunque es un sacrificio real, perteneciente a la época mesiánica y el medio más poderoso concebible para glorificar el Nombre Divino, el Sacrificio de la Cruz, lejos de ser ofrecido “en todo lugar” y entre los gentiles, estuvo confinado al Gólgota y en medio del pueblo judío. Ni el Sacrificio de la Cruz, el cual fue realizado por el Salvador en persona sin la ayuda de un sacerdocio representativo humano, puede ser identificado con ese sacrificio de ofrenda para cuyo ofrecimiento el Mesías usa sacerdotes a la manera de los levitas, en todo lugar y a toda hora. Además, cierra voluntariamente los ojos contra la luz, el que niegan que la profecía de Malaquías es realizada al pie de la letra en el Sacrificio de la Misa. En él se unen todas las características del sacrificio prometido: es un rito sacrificial incruento como un genuino Minchah, su universladidad en cuanto a lugar y tiempo, su extensión a los pueblos no judíos, su sacerdocio delegado contrario al de los judíos, su unidad esencial por razón de la identidad del Sumo Sacerdote y la Víctima (Jesucristo), y su pureza intrínseca y esencial que ninguna impureza levítica o moral puede mancillar. Sorprende poco que el Concilio de Trento haya dicho (Ses. XXII, cap. I): “Esta es la oblación pura, que no puede ser mancillada por la indignidad e impiedad de los que la ofrecen, y respecto a la cual Dios predijo a través de Malaquías, que sería ofrecida una oblación pura a su Nombre en todo lugar, que sería grande entre los gentiles (vea Denzinger, n. 339).

Nuevo Testamento

Pasando ahora a las pruebas contenidas en el Nuevo Testamento, podemos comenzar por señalar que los escritores dogmáticos ven en el diálogo de Jesús con la mujer samaritana en el pozo de Jacob (San Juan 4,21 ss.) una referencia profética a la Misa: “[[Creencia|Créeme, mujer, que llega la hora en que ni en este monte [Garizim], ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad.” Ya que el punto en discusión entre los samaritanos y judíos se refería, no a la ofrenda privada ordinaria de la oración practicada por doquier, sino al culto solemne y público representado en un sacrificio real, Jesús realmente parece referirse a un sacrificio de alabanza real, el cual no se limitará en su liturgia a la ciudad de Jerusalén, sino que cautivará al mundo entero (vea Belarmino, “De Euchar., V, 11). Con mucha razón la mayoría de los comentadores apelan a Hebreos 13,10: “Tenemos un altar [Thysiastesion, altare], donde no tienen derecho a comer [Phagein, edere], los que dan culto en la Tienda.” Puesto que San Pablo contrastó la ofrenda alimenticia judía (Bromasin, escis) y la comida del altar cristiano, cuya participación le fue negada a los judíos, la inferencia es obvia: donde hay un altar, hay un sacrificio. Pero la Eucaristía es el alimento que sólo se le permite comer a los cristianos: por lo tanto, ahí hay un sacrificio eucarístico. La objeción de que en los tiempos apostólicos el término altar no se usaba todavía en el sentido de la “Mesa del Señor” (cf. 1 Cor. 10,21) es claramente un pedido del asunto, pues San Pablo puede haber sido el primero en introducir el término, el cual fue adoptado por escritores posteriores (por ejemplo San Ignacio de Antioquía, murió 107 d.C.).

Apenas se puede negar que es rebuscada la explicación completamente mística de la “comida espiritual del altar de la cruz”, favorecida por Santo Tomás de Aquino, Estius, y Stentrup. Por otro lado, podría parecer aún más extraño que en el pasaje de la Epístola a los Hebreos, donde se compara a Cristo y Melquisedec, no se coloca a las dos ofrendas de alimento en relación profética entre sí, sino que ni siquiera se menciona. Sin embargo, la razón no está lejos: el paralelo estriba completamente fuera del alcance del argumento. Todo lo que San Pablo quería mostrar era que el sumo sacerdocio de Cristo era superior al sacerdocio levítico del Antiguo Testamento (cf. Heb. 7,4 ss.), y esto se demuestra completamente al probar que Aarón y su sacerdocio estaban muy por debajo de la altura inalcanzable de Melquisedec. Por lo tanto, cuánto más Cristo como “sacerdote según el orden de Melquisedec” supera el sacerdocio levítico. Sin embargo, la dignidad peculiar de Melquisedec fue manifestada no a través del hecho de que hizo una ofrenda de alimentos, sino principalmente a través del hecho de que bendijo al gran “Padre Abraham y recibió de él el diezmo”.

El principal testimonio del Nuevo Testamento descansa en el relato de la institución de la Eucaristía, y más claramente en las palabras de consagración pronunciadas sobre el cáliz. Por esta razón consideraremos dichas palabras primero, pues por ese medio, debido a la analogía entre las dos fórmulas, se arrojará una luz más clara sobre el significado de las palabras de consagración pronunciadas sobre el pan. En aras de la claridad y fácil comparación, incluimos los cuatro pasajes en griego y en español.

  • San Mateo 26,28: Touto gar estin to aima mou to tes [kaines] diathekes to peri pollon ekchynnomenon eis aphesin amartion. “porque esta es la sangre de mi Alianza, que será derramada por muchos para perdón de los pecados.”
  • San Marcos 14,24: Touto estin to aima mou tes kaines diathekes to yper pollon ekchynnomenon. “Esta es mi Sangre de la Alianza que será derramada por muchos.”
  • San Lucas 22,20: Touto to poterion he kaine diatheke en to aimati mou, to yper ymon ekchynnomenon. “Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros.”
  • 1 Corintios 11,25: Touto to poterion he kaine diatheke estin en to emo aimati. “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre.”

La Divina institución del sacrificio del altar se prueba al mostrar

  • que el “derramamiento de sangre” mencionado en el texto se realiza allí y entonces y no por primera vez en la cruz;
  • que fue un sacrificio real y verdadero;
  • que fue considerado una institución permanente en la Iglesia.

La forma presente del participio ekchynnomenon junto con el presente estin establece el primer punto. Pues es una regla gramatical del griego del Nuevo Testamento que, cuando se usa el presente doble (esto es, en participio y en verbo finito, como es el caso aquí), el tiempo que se denota no es el futuro cercano o distante, sino estrictamente el presente (vea Fr. Blass, "Grammatik des N.T. Griechisch", p. 193, Gottingen, 1896). Esta regla no se aplica a otras construcciones del tiempo presente, como cuando Cristo dijo antes (Jn. 14,12): “Yo voy (poreuomai) al Padre”. Tales alegadas excepciones a la regla no son tales en realidad, como por ejemplo en Mateo 6,30: “Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno (ballomenon), Dios así la viste (amphiennysin) ¿no lo hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe?” Pues en este pasaje no es cuestión de algo en el futuro, sino de algo que ocurre todos los días. Cuando la Vulgata traduce los participios griegos por el futuro (effundetur, fundetur), no está en discrepancia con los hechos, considerando que el derramamiento de sangre místico en el cáliz, si no estuviera en íntima relación con el derramamiento de sangre físico en la cruz, sería imposible y sin significado, pues uno es la presuposición y fundamento del otro. Sin embargo, desde el punto de vista de la filología, effunditur (funditur) debe ser traducido estrictamente en el presente, como realmente se hizo en muchos códices antiguos. La exactitud de dicha exégesis es finalmente atestiguada de modo rotundo por el parafraseo griego en San Lucas: to poterion . . . ekchynnomenon. Aquí el derramamiento de sangre aparece como realizándose directamente en el cáliz, y por lo tanto, en el presente. Críticos muy celosos, es cierto, han asumido que aquí hay un error gramatical, en el cual San Lucas erróneamente conecta el “derramamiento” con el cáliz (posterion), en lugar de con la “sangre” (to aimati), el cual está en el dativo. En lugar de corregir este griego altamente cultivado, como si fuera un colegial, preferimos asumir que intentaba usar la sinécdoque, una figura de lenguaje conocida por todos, y por consiguiente poner la vasija para indicar su contenido.

En cuanto al establecimiento de nuestra segunda proposición, los protestantes creyentes y los anglicanos admiten fácilmente que la frase “derramar la sangre por otros para remisión de pecados” no es lenguaje genuinamente bíblico respecto al sacrificio, sino que también designa en particular el sacrificio de expiación (cf. Lev. 7,14; 14,17; 17,11; Rom. 3,25, 5,9; Hebreos 9,10, etc.). Sin embargo, ellos refieren este sacrificio de expiación no a lo que se realizó en la Última Cena, sino a la Crucifixión del día siguiente. Por la demostración dada arriba en la que Cristo, por la doble consagración del pan y el vino separó místicamente su Cuerpo y su Sangre y así en un mismo cáliz vertió su Sangre de modo sacramental, queda claro que deseaba solemnizar la Última Cena no sólo como un sacramento sino como un sacrificio eucarístico. Si el “verter el cáliz” significa nada más que la bebida sacramental de la Sangre, el resultado es una tautología intolerable. “Beban todos de él, porque esta es mi Sangre, que se toma”. Sin embargo, como realmente lee “Beban todos de esto, porque esta es mi Sangre, que es derramada por muchos (ustedes) para el perdón de los pecados,” es evidente el carácter del rito como sacramento y sacrificio. El sacramento se muestra en la “bebida”, el sacrificio en el “derramamiento de sangre”.

“La sangre de la nueva alianza”, además, de la cual hablan todos los cuatro pasajes, tiene su paralelo exacto en la institución análoga del Antiguo Testamento a través de Moisés. Pues por mandato divino él asperjó al pueblo con la verdadera sangre de un animal y añadió, como hizo Cristo, las palabras de institución (Éxodo 24,8): “Esta es la sangre de la alianza (Setenta: idou to aima tes diathekes) que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras.” Sin embargo, San Pablo (Heb. 9,18 ss), después de repetir este pasaje, demuestra solemnemente (ibid., 9,11 ss) la institución de la Nueva Alianza a través de la sangre derramada por Cristo en la crucifixión; y el Salvador mismo, con igual solemnidad, dice del cáliz: “Esta es mi Sangre de la nueva alianza”. Por lo tanto, se deduce que Cristo deseba que su verdadera Sangre en el cáliz no sólo fuera impartida como sacramento, sino también como un sacrificio para la remisión de los pecados. Con nuestra última anotación, también se establece la permanencia de la institución de la Iglesia, puesto que la duración del Sacrificio Eucarístico está indisolublemente unida con la duración del sacramento. Así la Última Cena de Cristo adquiere el significado de una institución divina por cuyo medio se establece la Misa en su Iglesia. De hecho, San Pablo (1 Cor. 11,25) pone en boca del Salvador las palabras: “Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío.”

Estamos ahora en posición de apreciar en su sentido profundo las palabras de consagración que Cristo pronunció sobre el pan. Ya que sólo San Lucas y San Pablo han hecho adiciones a la oración “Este es Mi Cuerpo”, es sólo en ellos que podemos basar nuestra demostración.

  • Lucas 22,19: Hoc est corpus meum, quod pro vobis datur; touto esti to soma mou to uper umon didomenon; Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros.
  • 1 Corintios 11,24: Hoc est corpus meum, quod pro vobis tradetur; touto mou esti to soma to uper umon [klomenon]; Este es mi cuerpo que se dap or vosotros.

Una vez más sostenemos que el “dar el cuerpo” sacrificialmente (en unidad orgánica con el “derramamiento de sangre” en el cáliz) se debe interpretar aquí como un sacrificio presente y como una institución permanente en la Iglesia. Respecto al punto decisivo, es decir, indicación de qué es lo que se está llevando a cabo realmente, es de nuevo San Lucas quien habla con la mayor claridad, pues a soma él añade el participio presente, didomenon, por el cual describe la “entrega del cuerpo” como algo que ocurre en el presente, aquí y ahora, no como algo que se realizará en el futuro.

La versión klomenon en San Pablo es puesta en duda. De acuerdo a la mejor versión crítica (Tischendorf, Lachmann) el participio es colocado completamente de modo que San Pablo probablemente escribió: to soma to uper umon (el cuerpo por ti, es decir, por tu salvación. Sin embargo, hay buena razón para considerar la palabra klomenon (de klan, romper) como paulina, pues San Pablo poco antes habló del “partir del pan” (1 Cor. 10,16), que para él significaba “ofrecer como comida el verdadero cuerpo de Cristo”. Podemos concluir de esto que el “partir el cuerpo” no sólo confina la acción de Cristo al presente estrictamente hablando, especialmente como su Cuerpo natural no podía ser “partido” en la Cruz (cf. Éxodo 12,46; Juan 19,32 ss), sino que también implica la intención de ofrecer un “cuerpo partido por ti” (uper umon), es decir, el acto constituía en sí mismo un verdadero ofrecimiento de comida. Se elimina toda duda respecto a su carácter sacrificial con la expresión didomenon de San Lucas, la cual la Vulgata esta vez traduce correctamente al presente: “quod pro vobis datus.” Pero “el dar el propio cuerpo por otros” es verdaderamente una expresión bíblica para sacrificio (cf. Juan 6,52; Rom. 7,4; Col. 1,22; Heb. 10,10, etc.) como la frase paralela “el derramamiento de sangre”. Por lo tanto, en la Última Cena Cristo ofreció Su Cuerpo como un sacrificio incruento. Finalmente, que el ordenó la renovación del Sacrificio Eucarístico por todos los tiempos a través de la Iglesia es claro por la adición: “Hagan esto en conmemoración mía.” (Lc. 32,19; 1 Cor. 11,24).

Pruebas en la Tradición

Naturaleza de la Misa

Carácter Físico de la Misa

Partes Constituyentes de la Misa

Carácter Metafísico de la Misa

Causalidad de la Misa

Los Efectos del Sacrificio de la Misa

Forma de eficacia de la Misa

Preguntas Prácticas Respecto a la Misa

Fuente: Pohle, Joseph. "Sacrifice of the Mass." The Catholic Encyclopedia. Vol. 10. New York: Robert Appleton Company, 1911. 12 Mar. 2009 <http://www.newadvent.org/cathen/10006a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina.