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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Galicanismo

De Enciclopedia Católica

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Definición

El término galicanismo se utiliza para designar a cierto grupo de opiniones religiosas que durante un tiempo fue peculiar de la Iglesia de Francia, o Iglesia Galicana, y a las escuelas teológicas de ese país. Estas opiniones, en oposición a las ideas que en Francia se calificaban de “Ultramontanas”, tendían principalmente a restringir la autoridad del Papa en la Iglesia, en favor de la de los obispos y del gobernante temporal. Sin embargo, es importante señalar desde el principio que los partidarios más conocidos y acalorados de las ideas galicanas de ninguna manera impugnaban la primacía del Papa en la Iglesia, y nunca reclamaron para sus ideas la fuerza de los artículos de fe. Solo pretendían dejar en claro que su forma de considerar la autoridad del Papa les parecía más en conformidad con las Sagradas Escrituras y la tradición. Al mismo tiempo y en su opinión, su teoría no transgredía los límites de las opiniones libres, que es permisible para cualquier escuela teológica elegir por ellas mismas siempre que el credo católico sea debidamente aceptado.

Nociones Generales

Nada puede servir mejor para presentar una exposición a la vez exacta y completa de las ideas del galicanismo que un resumen de la famosa Declaración del Clero de Francia de 1682, en la que por primera vez esas ideas se organizan en un sistema y reciben su fórmula oficial y definitiva. Despojada de los argumentos que la acompañan, la doctrina de la Declaración se reduce a los siguientes cuatro artículos:

(1) San Pedro y los Papas, sus sucesores, y la Iglesia misma han recibido de Dios solo el dominio [puissance] sobre las cosas espirituales y las que conciernen a la salvación y no sobre las cosas temporales y civiles. De ahí que reyes y soberanos no están sometidos por mandato de Dios a ningún dominio eclesiástico en las cosas temporales; no pueden ser depuestos, directa o indirectamente, por la autoridad de los gobernantes de la Iglesia, sus súbditos no pueden ser dispensados de la sumisión y obediencia que deben, o absueltos del juramento de fidelidad.

(2) La plenitud de la autoridad en las cosas espirituales, que pertenece a la Santa Sede y a los sucesores de Pedro, de ninguna manera afecta la permanencia y fuerza inamovible de los decretos del Concilio de Constanza, contenidos en las sesiones cuarta y quinta del mismo, aprobados por la Santa Sede, confirmados por la práctica de toda la Iglesia y el Romano Pontífice y observado en todos los tiempos por la Iglesia Galicana. Esa Iglesia no tolerae la opinión de quienes difaman esos decretos o quienes disminuyen su fuerza diciendo que su autoridad no está bien establecida, que no están aprobados o que sólo aplican al período del cisma.

(3) El ejercicio de esta autoridad apostólica [puissance] también debe ser regulado de acuerdo con los cánones hechos por el Espíritu de Dios y consagrados por el respeto del mundo entero. Las reglas, costumbres y constituciones recibidas dentro del reino y la Iglesia Galicana deben tener su fuerza y su efecto y los usos de nuestros padres permanecen inviolables puesto que la dignidad de la Sede Apostólica misma exige que se mantengan constantemente las leyes y costumbres establecidas por consentimiento de esa augusta sede y de las iglesias.

(4) Aunque el Papa tiene la parte principal en las cuestiones de fe, y sus decretos se aplican a todas las iglesias y a cada iglesia en particular, sin embargo su juicio no es irreformable, al menos en espera del consentimiento de la Iglesia.

De acuerdo con la teoría galicana, la primacía papal estaba limitada, primero, por el poder temporal de los príncipes, que por voluntad divina, era inviolable; en segundo lugar por la autoridad del concilio general y la de los obispos quienes, podrían, con su asentimiento, eran los únicos que podían dar a sus decretos la autoridad infalible de que carecen por sí mismos; y por último, por los cánones y costumbres de las iglesias particulares, que el Papa estaba obligado a tomar en cuenta cuando ejercía su autoridad.

Pero el galicanismo era más que pura especulación. Reaccionaba desde el dominio de la teoría al de los hechos. Los obispos y los magistrados de Francia lo usaban, los primeros como garantía para un mayor poder en el gobierno de sus diócesis, los segundos para extender su jurisdicción a fin de cubrir los asuntos eclesiásticos. Más aún, había un galicanismo episcopal y político y un galicanismo parlamentario o judicial. El primero disminuía la autoridad doctrinal del Papa a favor de la de los obispos, hasta la medida marcada por la Declaración de 1682; el último, al afectar las relaciones de los poderes temporales y espirituales, tendía a aumentar cada vez más los derechos del Estado, en perjuicio de los de la Iglesia, sobre la base de lo que llamaban “las libertades de la Iglesia Galicana” (Libertes de l'Église Gallicane).

Estas libertades, que se enumeran en una colección, o corpus, redactada por los jurisconsultos Guy Coquille y Pierre Pithou, eran, según este último, un total de ochenta y tres. Además de los cuatro artículos citados arriba, que fueron incorporados, se puede señalar los siguientes como los más importantes: los reyes de Francia tenían el derecho de reunir concilios en sus dominios y de aprobar leyes y regulaciones sobre asuntos eclesiásticos. No se podía enviar legados papales a Francia, ni podían ejercer su poder en ese reino, excepto por petición real o con su consentimiento. Los obispos, incluso cuando los mandaba el Papa, no podían salir del reino sin el consentimiento del rey. Los oficiales reales no podían ser excomulgados por ningún acto realizado en cumplimiento de sus deberes oficiales. El Papa no podía autorizar la enajenación de ninguna propiedad territorial de las iglesias o disminuir ninguna fundación. Sus bulas y cartas no podían ser ejecutadas sin el Pareatis del rey o de sus oficiales. No podía emitir dispensas en prejuicio de las laudables costumbres y estatutos de las iglesias catedrales. Era lícito apelar de él a un futuro concilio o recurrir a la “apelación contra un abuso” (appel comme d'abus) contra actos del poder eclesiástico.

El galicanismo parlamentario, por consiguiente, era de más largo alcance que el episcopal; de hecho, los obispos de Francia lo rechazaron a menudo y una veintena de ellos condenó el libro de Pierre Pithou cuando los hermanos Dupuy publicaron una nueva edición en 1638.

Origen e Historia

La Declaración de 1682 y la obra de Pithou codificaron los principios del galicanismo, pero no lo crearon. Tenemos que preguntarnos, entonces, como se formó en el seno de la Iglesia de Francia un cuerpo de doctrinas y prácticas que tendían a aislarla y a imprimirle una fisonomía algo excepcional en el cuerpo católico. Los galicanos han sostenido que la razón de este fenómeno se encuentra en el origen y la historia mismos del galicanismo.

Para los moderados de entre ellos, las ideas y libertades galicanas eran simplemente privilegios —concesiones hechas por los Papas, que estuvieron bastante dispuestos a despojarse voluntariamente de parte de su autoridad a favor de los obispos o reyes de Francia; y fue así como estos pudieron legítimamente extender sus poderes en asuntos eclesiásticos más allá de los limites normales. Esta idea apareció ya en el reinado de Felipe el Hermoso, en algunas de las protestas de ese monarca contra la política de Bonifacio VIII. En opinión de algunos de los defensores de la teoría, los Papas siempre habían creído conveniente mostrar una consideración especial hacia las antiguas costumbres de la Iglesia Galicana, que en todas las épocas se había distinguido por la exactitud en la preservación de la fe y el mantenimiento de la disciplina eclesiástica.

Otros asignan una fecha más precisa al otorgamiento de estas concesiones, y refieren su origen al período de los primeros carolingios y las explican de forma algo diferente. Decían que a los Papas se les había hecho imposible hacer que los lores francos que se habían apoderado de sedes episcopales revivieran su lealtad y debido respeto por la disciplina eclesiástica; que estos señores insensibles a las censuras y anatemas, rudos e ignorantes, no reconocían otra autoridad que la fuerza; y que, por lo tanto, los Papas habían concedido a Carlomán, Pipino y Carlomagno una autoridad espiritual que ejercerían sólo bajo control papal. Era esta autoridad la que habían heredado los reyes de Francia, sucesores de aquellos príncipes.

Esta teoría colisiona con dificultades tan graves que han causado su rechazo no solo por la mayoría de los galicanos sino también por sus adversarios ultramontanos. Los primeros no admitían en absoluto que las Libertades fuesen privilegios puesto que un privilegio puede ser revocado por el que lo ha concedido; y tal como ellos veían el asunto, estas Libertades no podían ser tocadas por ningún Papa. Además, añadían, que los reyes de Francia a veces habían recibido de los Papas ciertos privilegios claramente definidos como tales, los cuales nunca habían sido confundidos con las libertades galicanas. De hecho, los historiadores podrían haberles dicho que los privilegios concedidos por los Papas al rey de Francia en el transcurso de los siglos se conocen por los textos, de los que podría compilarse una colección auténtica y no hay nada en ellos que se parezca a las libertades en cuestión. Y además, ¿Por qué estas libertades galicanas no deberían haberse transmitido también a los emperadores alemanes, puesto que ellos también eran herederos de Pipino y de Carlomagno? Además, los ultramontanos señalaron que hay ciertos privilegios que ni el Papa mismo podía conceder. ¿Se puede concebir que el Papa permita a cualquier grupo de obispos el privilegio de cuestionar su infalibilidad, someter sus decisiones doctrinales a juicio, para ser aceptadas o rechazadas; o conceda a cualquier rey el privilegio de poner su primacía bajo tutela, y que suprima o limite su libertad de comunicación con los fieles de un territorio determinado?

La mayoría de sus partidarios consideraban el galicanismo más bien como un renacimiento de las más antiguas tradiciones del cristianismo, una persistencia del derecho común, ley que, según algunos (Pithou, Quesnel), estaba formada por los decretos conciliares de los primeros siglos o, según otros (Marca, Bossuet), de cánones de los concilios generales y locales y de las decretales antiguas y modernas que fueron recibidas en Francia o conforme a su uso. “De todos los países cristianos”, dice Fleury, “Francia ha sido el más cuidadoso en conservar la libertad de su Iglesia y en oponerse a las novedades introducidas por los canonistas ultramontanos”. Las Libertades fueron llamadas así porque las innovaciones constituían condiciones de servidumbre con las que los Papas habían agobiado a la Iglesia, y su legalidad resultaba del hecho de que la extensión dada por los Papas a su propia primacía se basaba no sobre la institución divina sino en decretales falsas.

Si hemos de dar crédito a estos autores, lo que los galicanos sostenían en 1682 no era una colección de novedades sino un cuerpo de creencias tan antiguo como la Iglesia, la disciplina de los primeros siglos. La Iglesia de Francia las había mantenido y practicado en todo momento; la Iglesia universal las había creído y practicado desde antiguo, hasta aproximadamente el siglo X; San Luis las había apoyado, pero no creado, con la Pragmática Sanción; y el Concilio de Constanza las había enseñado con la aprobación del Papa. Las ideas galicanas, entonces, no pueden haber tenido otro origen que el dogma cristiano y la disciplina eclesiástica. Le corresponde a la historia decirnos el valor de estas afirmaciones de los teóricos galicanos.

El haber formado pronto un cuerpo individual, compacto y homogéneo las iglesias de Francia se lo deben a la similitud de las vicisitudes históricas por las que pasaron, a su común fidelidad política y a la temprana aparición de un sentimiento nacional. Desde finales del siglo IV los propios Papas reconocieron esta solidaridad. Fue a los obispos “galicanos” que el Papa Dámaso dirigió la decretal más antigua que se ha conservado hasta nuestros días —como M. Babut parece haber demostrado a fines del siglo XIX. Dos siglos después San Gregorio Magno le señaló la iglesia galicana a su enviado Agustín, el apóstol de Inglaterra, como una de aquellas cuyas costumbres él podía aceptar como de igual estabilidad que las de la Iglesia Romana o de cualquier otra. Pero ya entonces –si hemos de creer a Babut– un concilio de Turín al que asistieron obispos de la Galia había mostrado la primera manifestación del sentimiento galicano. Desafortunadamente para la tesis de M. Babut, toda la importancia que da a este concilio depende de la fecha que le asigna (417), basado en la mera fuerza de una conjetura personal, en oposición a los más competentes historiadores. Además no está muy claro cómo un concilio de la provincia de Milán ha de ser tomado como representante de las ideas de la iglesia galicana.

En verdad, durante el período merovingio esa iglesia testifica la misma deferencia a la Santa Sede que todas los demás. Las cuestiones ordinarias de disciplina se resuelven normalmente en los concilios, celebrados a menudo con el consentimiento de los reyes, pero en grandes ocasiones —en los concilios de Epaone (517), Vaison (529), Valence (529), Orleans (538), Tours (567)— los obispos no dejan de declarar que están actuando bajo el impulso de la Santa Sede o acatan sus admoniciones; se sienten orgullosos por la aprobación papal; hacen que su nombre se lea en voz alta en las iglesias, justo como se hace en Italia y en África; citan sus decretales como fuente de ley eclesiástica; muestran indignación ante la mera idea de que alguien falle en esa consideración hacia ellas. Los obispos condenados en concilios –como Salonio de Embrun, Sagitariuo de Gap, Contumelioso de Riez– no tienen dificultad en apelar al Papa, quien después de un examen, confirma o rectifica la sentencia pronunciada contra ellos.

La accesión de la dinastía carolingia en Francia está marcada por un espléndido acto de homenaje al poder del papado; antes de asumir el título de rey, Pipino se asegura de obtener el consentimiento del Papa Zacarías. Sin querer exagerar la importancia de este acto, cuyo alcance los galicanos han hecho lo posible por minimizar, se puede permitir ver en él la evidencia de que, incluso antes de Gregorio VII, la opinión pública en Francia no era hostil a la intervención del Papa en los asuntos políticos.

A partir de ese momento los avances de la primacía romana no encuentran en Francia oponentes serios antes de Hincmaro, el famoso arzobispo de Reims, en quien algunos han querido ver al mismísimo fundador del galicanismo. Es cierto que con él aparece ya la idea de que el Papa debe limitar su actividad a los asuntos eclesiásticos y no inmiscuirse en los que pertenecen al Estado, que solo conciernen a los reyes; que su supremacía está obligada a respetar las prescripciones de los cánones antiguos y los privilegios de las iglesias; que sus decretales no pueden colocarse al mismo nivel que los cánones de los concilios. Pero parece que aquí deberíamos ver la expresión de sentimientos pasajeros, inspirados por las circunstancias particulares, mucho más que una opinión deliberada concebida con madurez y consciente de su propio significado. La prueba de ello es que el propio Hincmaro, cuando sus pretensiones a la dignidad metropolitana no están en cuestión, condena muy duramente, aun a riesgo de contradecirse, la opinión de los que piensan que el rey está sujeto sólo a Dios, y presume de “seguir a la Iglesia Romana cuyas enseñanzas“, dice citando las famosas palabras de Inocencio I, “se imponen a todos los hombres”. Su actitud, de todas formas, sobresale como un accidente aislado; el Concilio de Troyes (867) proclama que ningún obispo puede ser depuesto sin consultar a la Santa Sede; y el Concilio de Douzy (871) aunque se celebró bajo la influencia de Hincmaro, condena al obispo de Laón solo bajo reserva de los derechos del Papa.

Con los primeros capetos, las relaciones seculares entre el Papa y la Iglesia galicana parecieron tensarse momentáneamente. En los concilios de Saint-Basle de Verzy (991) y de Chelles (c. 993), en los discursos de Arnoul, obispo de Orleans, en las cartas de Gerberto, luego Papa Silvestre II, se manifiestan sentimientos de violenta hostilidad hacia la Santa Sede y hay una evidente determinación de eludir la autoridad en cuestiones de disciplina que hasta entonces se había reconocido que le correspondían a ella. Pero el papado de ese período, entregado a la tiranía de Crescencio y otros barones locales, estaba pasando por un melancólico obscurecimiento. Cuando recobró su independencia, recuperó su antigua autoridad en Francia, se deshizo la obra de los concilios de Saint-Basle y de Chelles; y príncipes como Hugo Capeto y obispos como Gerberto no tuvieron otra actitud que la sumisión. Se ha dicho que durante la época temprana de los capetos, el Papa era más poderoso en Francia que lo que nunca había sido. Bajo Gregorio VII los legados papales atravesaban Francia de norte a sur, convocaban y presidían numerosos concilios y a pesar de los esporádicos e incoherentes actos de resistencia, deponían a obispos y excomulgaban a príncipes igual que en Alemania y España.

En los dos siglos siguientes el galicanismo aún no existía; el poder pontificio alcanza su apogeo en Francia igual que en otros lugares. San Bernardo, entonces abanderado de la Universidad de París, y Santo Tomás desarrollan la teoría de ese poder, y su opinión es la de la escuela al aceptar la postura de Gregorio VII y sus sucesores respecto a los príncipes delincuentes; San Luis, a quien se ha tratado de hacer patrón del sistema galicano, todavía lo desconocía —pues ahora es un dato establecido que la Pragmática Sanción, que se le atribuyó durante mucho tiempo, es una total falsificación realizada (hacia 1445) en los ambientes de la cancillería real de Carlos VII para dar autoridad a la Pragmática Sanción de Bourges.

Sin embargo, a comienzos del siglo XIV el conflicto entre Felipe el Hermoso y Bonifacio VIII hace que surjan los primeros destellos de las ideas galicanas. Ese rey no sólo se limita a afirmar que, como soberano, es dueño único e independiente de sus temporalidades; sino que proclama altivamente que en virtud de la concesión hecha por el Papa, con el consentimiento de un concilio general a Carlomagno y sus sucesores, él tiene derecho a disponer de los beneficios eclesiásticos vacantes. Con el consentimiento de la nobleza, el Tercer Estado y una gran parte del clero, apela en el asunto de Bonifacio VIII a un futuro concilio general –lo que implica que el concilio es superior al Papa.

Las mismas ideas y otras aún más hostiles a la Santa Sede vuelven a aparecer en la discusiones entre los Fratricelles y Louis de Baviera contra Juan XXII. Las pluma de Guillermo de Occam, ode Juan de Jandun y de Marsilio de Papua, profesores de la Universidad de París lo manifiestan. Entre otras cosas. Niegan el origen divino de la primacía papal y la someten su ejercicio a la buena voluntad del gobernador temporal. Siguiendo al papa, la Universidad de parís condenó estos principios, pero no desaparecieron del todo de la memoria ni de las disputas de las escuelas, ya que la obra principal de Marsilio Patavino, “Defensor Pacis” fue traducida al francés en 1375, probablemente por un profesor de la universidad de París. El Gran Cisma volvió a despertar estas ideas de un concilio que parecía lo mejor para terminar con aquella situación tan penosa de la cristiandad. Enseguida se construyó la “teoría conciliar” que coloca al concilio sobre el papa, como único verdaderamente representativo de la Iglesia, y único órgano de infalibilidad. Esquematizado de forma algo tímida por dos profesores de París, Conrado de Gelnhausen y Enrique de Langenstein, esta teoría fue completada y ruidosamente interpretada ante el público por Pierre d'Ailly y Gerson. Al mismo tiempo, el clero de Francia, disgustado con Benedicto XIII, se rebeló contra él. En la asamblea (1398) se votó no aceptar la obediencia y se planteó por primera vez el devolver a la Iglesia de Francia sus antiguas libertades y costumbres -- de dar a sus prelados una vez más el derecho de conferir y disponer de los beneficios. Esta misma idea está en las reclamaciones hechas en 1406 por otra asamblea del clero francés. Para ganarse los votos de la asamblea, algunos oradores citaban los ejemplos de lo que estaba ocurriendo en Inglaterra. M. Haller ha concluido de todo esto que las llamadas Antiguas libertades eran de origen inglés y que la Iglesia Galicana las copió de su vecino, imaginando que eran un renovación de su propio pasado.

Pero esta opinión no parece bien fundada, los precedentes citados por M Haller llegan hasta el parlamente de Carlisle de 1307 en el que las tendencias a reaccionar contra las reservas papales ya se habían manifestado en las asambleas convocadas por Felipe el Hermoso en 1302 y 1303. Lo máximo que podemos admitir es las mismas ideas tuvieran un desarrollo paralele en ambos lados del canal.

Juanto con la restauración de la “Antiguas Libertades” la asamblea del clero de 1406 intentó mantener la superioridad del concilio sobre el papa y su infalibilidad. A pesar de lo mucho o poco que fueran aceptadas entonces, éstas eran opiniones individuales o de una escuela, cuando el Concilio de Constanza vino a sancionar sus opiniones. En las sesiones cuarta y quinta declaró que el concilio representaba a la Iglesia y que todas las personas, independientemente de la dignidad de su cargo, hasta el papa, estaba obligada a obedecer en lo referente a la extirpación del cisma y la reforma de la iglesia y que hasta el papa, si se resistía obstinadamente, podía ser obligado por la ley a obedecer en los puntos mencionados.

Este fue el nacimiento o si, así se prefiere, la legitimación del galicanismo. Hasta entonces había habido en la historia de la iglesia Galicana recriminaciones de obispos descontentos o gestos violentos de algún príncipe disgustado en sus avariciosos planes, pero no eran otra cosa que resentimiento o mal humor, accidentes sin consecuencias. Pero esta vez las provisiones hechas contra el ejercicio de la autoridad papal se convertían en un cuerpo doctrinal que encontraba una fundamento: el galicanismo fue implantado en las mentes de los hombres como una doctrina nacional y sólo quedaba aplicarla en la práctica. Y esta iba a ser la obra de la Pragmática Sanción de Buourges, un instrumento en el que el clero de Francia insertó los artículos de Constanza, repetidos en Basilea, sobre las garantías tomadas para la colación de los beneficios y la administración temporal de las iglesias sobre la única base de la ley común, bajo el patronazgo del rey e independientemente de la acción papal. De Eugenio IV a León X los papas no cesaron de protestar contra la Pragmática Sanción hasta que fue remplazada por el Concordato de 1516. Pero si las provisiones desaparecieron de la ley francesa, los principios en que se basaba siguieron inspirando a las escuelas de teología y jurisprudencia parlamentaria. Esos principios reaparecieran hasta en el Concilio de Trento, donde los embajadores, teólogos y obispos franceses los defendieron repetidamente., sobre todo cuando las cuestiones a decidir era si la jurisdicción episcopal viene directamente de Dios o a través del papa y si el concilio debía o no pedir al papa la confirmación de sus decretos. Y después , en nombre de las Libertades de la Iglesia Galicana , una parte del clero y de los parlamentarios se opusieron a la publicación del mismo concilio, mientras la Corona se distanciaba y decidía publicar lo que le parecía bien en forma de ordenanzas emanadas de las autoridad real.

Sin embargo, a final del siglo XVI, la reacción contra la negación protestante de la autoridad del papa y sobre todo, el triunfo de la Liga había debilitado las convicciones galicanas del clero, si no en el Parlamento. Pero el asesinato de Enrique IV, s que se utilizó para mover al opinión pública contra el Ultramontanismo y la actividad de Edmundo Richer, síndico de la Sorbona, que promovió un nuevo renacer del galicanismo a principios del siglo XVII, que siguió ganando fuerza de día en día. En 1663 la Sorbona declaró solemnemente que no admitía la autoridad del papa sobre el dominio temporal del rey ni su superioridad a un concilio general. Ni la infalibilidad separada del consentimiento de la Iglesia. En 1682 las cosas estaban mucho peor. Luis XIV decidió extender a todas las iglesias de su reino las Regalías o derechos de percibir los beneficios de las sedes vacantes y hasta de conferir las mismas sedes a su placer. El Papa Inocencio XI se opuso firmemente a los planes del rey que irritado por esa oposición, reunió la asamblea del clero de Francia el 19 de marzo de 1682 y los 36 prelados y 34 diputados del segundo orden que constituían la asamblea adoptaron 4 artículos mecionados arriba y se los transmitieron a todos los demás obispos y arzobispos de Francia. .Tres días después ordenó que esos artículos se registrasen en todas las escuelas y facultades de teología y que nadie fuera admitido al grado de teología sin haber mantenido esa doctrina en una de las tesis al mismo tiempo que se prohibía que se escribiese en contra de ella.

La Sorbona cedió en lo del registro tras una resistencia testimonial. El papa Inocencia XI manifestó su disgusto en el Rescripto de 11 de abril de 1682 en el que invalidaba y anulaba todo lo que la asamblea había hecho respecto a las regalías, así como las consecuencias de esa accione además de que negó bulas a todos los miembros de la asamblea que fueron propuestos para obispados vacantes. De igual manera, Alejandro VIII, su sucesor, condenó como detrimento para la Santa Sede los procedimientos tanto de las regalías como en la declaración de la autoridad y jurisdicción eclesiásticas, que habían sido perjudiciales para el estado clerical y el orden. Los obispos a los que se les negaron la bulas las recibieron por fin en 1693, pero sólo tras haber dirigido una carta al papa Inocencio XI desaprobando todo lo que se había decidido en dicha asamblea respecto a poder eclesiástico y la autoridad papal. El mismo rey escribió al papa (14 de septiembre de 1693) para comunicarle que se había emitido una orden real contra la ejecución del edicto de 23 de marzo de 1682. Pero a pesar de estas condenas, la Declaración de 1682 permaneció como el símbolo vivo del galicanismo, profesado por la mayoría de los clérigos franceses, que era obligatorio defender en las facultades de teología, escuelas y seminarios, protegido de la tibieza de los teólogos franceses y los ataque de los extranjeros por la vigilancia del los Parlamentos franceses que nunca dejaban de condenar la supresión de cualquier obra que pareciera hostil a los principios de la Declaración.

Desde Francia el galicanismo se extendió, mediado el siglo XVIII, a los Países Bajos, gracias a la obra del jurisconsulto Van –Espen. Bajo el pseudónimo de Febronius, Hontheim lo introdujo en Alemania donde toma la forma de febroinanismo y josefismo. El concilio de Pistoia (1786) trató de aclimatarlo a Italia, pero su difusión fue duramente detenida por la Revolución que quitó el principal apoyo al eliminar el trono. Contra la Revolución que los arrojaba de sus sedes, los obispos no tuvieron otra alternativa que la cercanía y unión con Roma.. tras el Concordato de 1801 – en si mismo la más sorprendente manifestación del supremo poder del papa – el gobierno francés pretendió revivir, en los Artículos Orgánicos, la “Antiguas Libertades Galicanas” y la obligación de enseñar los artículos de 1682, pero el galicanismo eclesiástico no volvió a resucitar, excepto en una cierta desconfianza de Roma. Con la caída de Napoleón y de los Borbones, la obra de Lamennais, de L'Avenir" y de otras publicaciones dedicadas a las ideas romanas, la influencia de Dom Gueranger y los efectos de la enseñanza religiosa que iba en aumento, les privo de sus partidarios.

Cuando el Concilio Vaticano I abrió en 1869, apenas tenías a unos tímidos defensores en Francia. Y cuando el concilio declaró que el papa tiene en la iglesia la plenitud de la jurisdicción en asuntos de fe y disciplina moral y administración y que sus decisiones ex cátedra son por si mismas y sin el asentimiento de la iglesia, infalibes e irreformables, fue un golpe mortal al galicanismo. Tres de los cuatro artículos fueron directamente condenados y el restante, el primero, el concilio no hizo una declaración específica, pero Pío IX, en la condenación a la proposición número 24 del Syllabus, indicó claramente que la iglesia no puede tener recurso a la fuerza y no tiene autoridad temporal, directa o indirecta. León XIII arrojó aún luz más directamente sobre esta cuestión en la encíclica “Immortale Dei" (12 nov., 1885), donde se lee:”Dios ha dividido el gobierno de la raza human entre dos poderes, el eclesiástico y el civil, el primero para las cosas divinas, el otro para las humanas. Cada uno está restringido dentro de sus límites que están perfectamente determinadas y definidas de conformidad con su propia naturaleza y finalidad especial. Es como si fuera una esfera circunscrita en la que cada uno ejercita sus funciones jure proprio. Y en la Encíclica "Sapientiae Christianae" (10 enero,1890), el mismo pontífice añade: “La Iglesia y el Estado tienen cada un su propio poder y ninguno de los dos está sujeto al otro”.

Herido de muerte como opinión libre por el concilio Vaticano I, el galicanismo sólo podía sobrevivir como herejía:, Y Los Viejos Católicos han logrado mantenerla viva de esa manera A juzgar por los escasos seguidores que cada día son menos, en Alemania y Suiza, pare claro que la evolución histórica de estas ideas ha llegado a su límite.

Examen Crítico

La fuerza principal del galicanismo siempre fue la que sacaba de las circunstancias externas en las que crecía.: las dificultades e el Iglesia, rota por el cisma, el enroque de loas autoridades civiles, las alteraciones políticas y el interesado apoyo del rey de Francia. A pesar de ello intentó establecer su derecho a existir y legitimar su actitud respecto a estas teorías de las escuelas. No hay duda de han tenido una larga serie de teólogos y juristas que han hecho mucho para asegurar su éxito. Al principio, sus primero s abogados fueron Pierre d'Ailly y Gerson, cuyas atrevidas teorías reflejaban el desorden de las ideas que prevalecía entonces y que llegaron a triunfar en el Concilio de Constanza.

En el s. XVI Almain y Major representaron una figura bien pobre en contraste con Torquemada y Cayetano, los líderes ideológicos de la primacía pontificia. Pero en el siglo XVII la doctrina galicana se venga con Richer y Launoy que ponen tanta pasión como ciencia en sus esfuerzos para destruir la obra de Belarmino, el más sólido edificio de los levantados en defensa de la constitución de la Iglesia y de la supremacía papal. Pithou, Dupuy y Marca editaron textos o desenterraron de los archivos los monumentos judiciales mejor pensados para apoyar el galicanismo parlamentario. Después de 1682 el ataque y defensa del galicanismo se concentran casi exclusivamente en la defensa de los cuatro artículos. Mientras Charlas en su tratado anónimo sobre la Libertades de la Iglesia Católica, D´Aguirre en su "Auctoritas infallibilis et summa sancti Petri", Rocaberti en su tratado "De Romani pontificis auctoritate", Sfondrato en su "Gallia vindicata", daban golpes muy fuertes a la doctrina de la Declaración, Alexander Natalis y Ellies Dupin rebuscaban la histórica eclesiástica buscando títulos que la defendieran. Bossuet tomó inmediatamente la defensa sobre la base de la teología y de la historia. En su "Defensio declarationis" que no vería la luz hasta 1730, aportó en su trabajo con igual moderación que poder científico. También fue hábilmente combatido el Galicanismo en las obras de Muzzarelli, Bianchi, y Ba llerini y sostenida en las de Durand de Maillane, La Luzerne, Maret y Doellinger. Pero la disputa se prolonga más allá de su propio interés, aunque hay algunos argumentos por ambas partes, aunque no aporten nada nuevo, siguen y siguen aunque se pueda decir que después de la obra de Bossuet el galicanismo había llegado a su cúlmen, había dado sus mejores batallas y exhibido sus mejores medios de defensa, que eran bien conocidos:

Para la absoluta independencia del poder civil , que se afirmaba en el Primer Artículo, los galicanos sacaban sus argumentos de la proposición de que la teoría del poder indirecto, aceptada por Bellarmino, es fácilmente reducible a la del poder directo, que no aceptaba. . Esa teoría era una novedad introducida en la iglesia por Gregorio VII: Hasta su tiempo los pueblos cristianos y los papas habían sufrido injusticia de los príncipes sin conseguir para si mismos los derechos de rebelarse o de excomulgar.

Respecto a la superioridad de los concilios sobre los papas, como se proponían en el concilio de Constanza, los galicanos intentaron defenderlo principalmente apelando al testimonio de la historia que, según ellos, muestra que los concilios generales nunca han dependido de los papas y sin embargo habían sido considerados la más alta autoridad para la solución de las disputas doctrinales o el establecimiento de regulaciones disciplinarias. El Tercer Artículo se apoyaba en los mismos argumentos o sobre declaraciones de los papas. Es cierto que el tercer artículo hacia del respeto a los cánones para la Santa Sede una cuestión más de buenas manera que de obligación. Además , los cánones de los que se hablaba eran los establecidos por consentimiento del papa y las iglesias, la plenitud de la juriscdicción estaba pues salvaguardada y Bossuet señaló que este artículo apenas había levantado protestas de los adversarioos del galicanismo. Peo con el Cuarto Artículo no sucedía lo mismo, porque implicaba una negación de la infalibilidad papal. Basándose principalmente en la historia, todo el argumento Galicano se reducía a la posición de que los doctores de la Iglesia - San Cipriano, S. Agustín, S. Basilio, Sto. Thomas, y el resto – No habían conocido la infalibilidad papal, y que pronunciamientos emanados de la Santa Sede habían sido sometidos a examen por los concilios y que papas como Liberio, Honorio, Zósimo y otros, habían promulgado decisiones dogmáticas erróneas, Sólo la Línea de Papas, la Sede Apostólica era infalible, pero cada papa, individualmente, podía cometer errores.

No es este el lugar de discusión sobre la fuerza de este argumento o de trar las respuestas que causaría, tal asunto es más propio de un artículo dedicado a la primacía de la Sede Romana. Y sin meternos en desarrollos técnicos, sin embargo queremos llamar la atención a la debilidad del andamiaje bíblico sobre el que se basa el galicanismo. No sólo se opone a la claridad de las palabras de Cristo – Tu eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré Mi Iglesia; “he rogado por ti Pedro, para que tu fe no te falle… confirma a tus hermanos”.

Pero así como no se halla en la escritura nada que sostenga la doctrina de la superioridad del concilio o sobre la distinción entre la línea de papas y los individuos – las Sedes y los Sedens – ( las sedes y los sedentes). Suponiendo que hubiera alguna duda de que Cristo prometió infalibilidad a Pedro, es perfectamente cierto que no la prometió al concilio o a la desde de Roma: ninguno de ellos es citado en el Evangelios.

La pretensión implícita en el galicanismo – que sólo la escuelas e iglesias de Francia poseen la verdad respecto a la autoridad papal, que hayan sido más capacees que otros de defenderse contra las maquinaciones romanas – era insultante para el soberano pontífice y para otras iglesias. No pertenece a una parte de la Iglesia decidir que concilio es ecuménico y cual no. ¿Con qué derecho se le negó en Francia a las concilios de Florencia (1459) y de Letrán (1513) y atribuido al de Constanza? ¿Por qué, sobre todo, atribuir a la decisión de este concilio, que era solamente un expediente temporal para escapar de “impass” temporal, la fuerza de un principio general, un decreto dogmático? Más aun, cuando estas decisiones se tomaron el concilio tenía ni las condiciones ni la autoridad de un concilio general y no está claro que en la mayoría de los miembros que estuvieron presentes haya habido intención alguna de formular una definición dogmática ni está probado que la aprobación posterior de Martín V a algunos de los decretos se extendiera a éstos. Otras características que nos hacer disminuir el respeto por las ideas galicanas que en apariencia han sido demasiado influenciadas por motivos interesados: sugeridas por teólogos ligados a los emperadores, aceptado como expediente para recuperar la unidad de la Iglesia y proclamado casi exclusivamente durante los conflictos que surgían entre el papa y el rey y siempre a favor del rey. Se notaba demasiado la influencia de la corte. Las “Libertades Galicanas”, dijo De Maestre, “no son sino un conjunto mortal firmado por la Iglesia de Francia en virtud del cual se somete a los ultrajes del Parlamento con la condición de poder descargarlos sobre el soberano pontífice. La historia de la asamblea de 1682 no desmiente este severo juicio. Fue un galicano – Baillet – quien escribió: “ Los obispos que sirvieron a Felipe el Hermoso eran rectos de corazón y parecía que actuaban por un genuino, si bien excesivamente vehemente, celo por los derechos de la Corona, mientras aquellos cuyos consejos siguió Luis XIV albia algunos que , bajo pretexto de asuntos del bienestar público buscaban solamente vengarse, empleando métodos oblicuos y engañosos para con los que consideraban censores de su conducta y sentimientos”.

Aparte de otras consideraciones, las consecuencias prácticas a las que llevó el galicanismo y la manera en la que el Estado lo utilizó, debería bastar para hacerlo desaparecer de entre los católicos para siempre. Fue el galicanismo el que permitió a los jansenistas condenados por los papas eludir sus sentencias con la disculpa de que no habían recibido el consentimiento de todo el episcopado. En nombre del galicanismo, los reyes de Francia impidieron la publicación de las instrucciones papales y prohibieron a los obispos celebrar concilios provinciales o escribir contra el Jansenismo, o, de cualquier manera, publicar los cargos si no estaban endorsado por el canciller. El mismo Bossuet al que se prohibió la publicación de una acusación contra Richard Simón, se vio forzado a quejarse de que querían “poner a todos los obispos bajo el yugo en materias esenciales de su ministerio, que es la Fe”. Reclamando las Libertades de la Iglesia Galicana, los Parlamentos franceses admitían el appels comme d'abus contra obispos que sólo eran culpables de condenar el Jansenismo o de admitir en sus Breviarios el oficio de San Gregorio, sancionado por Roma. Y por ese mismo principio general hacían que se quemasen las cartas pastorales, o condenaban a prisión o al exilio a sacerdotes cuyo único crimen consistía en negar los sacramentos y el enterramiento cristiano a los Jansenistas que se oponían a los más solemnes pronunciamientos de la Santa sede.

Gracias a las “Libertades”, la jurisdicción y la disciplina de la Iglesia estaban casi completamente en manos del poder civil y Fenelon dio una buena descripción de todo ello cuando escribió en una de sus cartas:” En la práctica, el rey es más nuestra cabeza que el papa, en Francia – Libertades contra el papa, servitud con el rey – la autoridad del rey sobre la de la Iglesia cae en manos de los jueces laicos -- Los laicos dominan a los obispos”, Y eso que Fenelón no llegó a ver como la Asamblea Constituyente de 1790 asumió, de los Principios Galicanos, autoridad para destruir completamente la Constitución de la Iglesia de Francia.

Porque no hay un solo artículo de esa melancólica Constitución que no halle inspiración en los escritos de los juristas y teólogos galicanos. Excúsenos de entrar en una larga prueba de todo ello, ya que la responsabilidad que lleva encima el galicanismo a la vista de la historia de la doctrina católica, es ya demasiado pesada.


Fuente: Dégert, Antoine. "Gallicanism." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6, págs. 351-356. New York: Robert Appleton Company, 1909. 13 agosto 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/06351a.htm>.

Traducida por Pedro Royo. lmhm