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Miércoles, 27 de noviembre de 2024

El Rosario

De Enciclopedia Católica

Revisión de 19:54 19 ene 2020 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (En la Iglesia Occidental)

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En la Iglesia Occidental

El Rosario”, dice el Breviario Romano, “es cierta forma de oración en la que decimos quince décadas o decenas de Avemarías con un Padrenuestro entre cada diez, mientras que en cada una de estas quince décadas recordamos sucesivamente en una meditación piadosa uno de los misterios de nuestra redención". La misma lección para la Fiesta del Santo Rosario nos informa que cuando la herejía albigense estaba devastando el país de Toulouse, Santo Domingo suplicó sinceramente la ayuda de Nuestra Señora y ella lo instruyó, “así lo afirma la tradición”, para que predicara el Rosario entre las personas como antídoto contra la herejía y el pecado. A partir de ese momento, esta forma de oración fue "maravillosamente publicada en el extranjero y desarrollada [promulgari augerique coepit] por Santo Domingo, a quien, en varios pasajes de sus cartas apostólicas, los diferentes Sumos Pontífices han declarado como el institutor y autor de dicha devoción”.

Es indudablemente cierto que muchos Papas han hablado así, y entre el resto tenemos una serie de encíclicas, comenzando en 1883, emitidas por el Papa León XIII, que, mientras recomienda encarecidamente esta devoción a los fieles, asume que la institución del Rosario por Santo Domingo es un hecho históricamente establecido. De los frutos notables de esta devoción y de los favores extraordinarios que se le han otorgado al mundo a través de ella, según se cree piadosamente, algo se dirá más adelante y bajo los encabezados FIESTA DEL ROSARIO y COFRADÍA DEL ROSARIO. Nos limitaremos aquí a la controvertida cuestión de su historia, un asunto que tanto a mediados del siglo XVIII como nuevamente en los últimos años ha atraído mucha atención.

Comencemos con ciertos hechos que no serán disputados. Es tolerablemente obvio que cada vez que se ha de repetir una oración un gran número de veces, es probable que se recurra a algún aparato mecánico menos problemático que contar con los dedos. En casi todos los países, entonces, nos encontramos con algo de la naturaleza de contadores de oración o cuentas de rosario. Incluso en la antigua Nínive se encontró una escultura que Lavard, en sus "Monumentos" (I, lámina 7), describe como sigue: “Dos mujeres aladas en actitud de oración ante el árbol sagrado, levantan la mano derecha extendida y sostienen en la izquierda una guirnalda o rosario”. Sea como fuere, es cierto que entre los musulmanes ha estado en uso durante muchos siglos el Tasbih o cordón de cuentas, que consta de 33, 66 o 99 cuentas, y que se usa para contar devocionalmente los nombres de Alá. Marco Polo, en su visita al rey de Malabar en el siglo XIII, encontró para su sorpresa que el monarca utilizaba un rosario de 104 (¿108?) piedras preciosas para contar sus oraciones.

San Francisco Javier y sus compañeros quedaron igualmente asombrados al ver que los rosarios eran universalmente familiares para los budistas de Japón. Entre los monjes de la Iglesia Griega oímos hablar del kombologion, o komboschoinion, un cordón con cien nudos que se usa para contar genuflexiones y Señales de la Cruz. Del mismo modo, junto a la momia de Santa Taís, una asceta cristiana del siglo IV, recientemente desenterrada en Antinoe, Egipto, se encontró una especie de tablero de clavijas con agujeros, que generalmente se consideraba un aparato para contar oraciones. Más primitivo aún es el artificio del cual Paladio y otras autoridades antiguas nos han dejado una descripción. Cierto Pablo el Ermitaño, en el siglo IV, se había impuesto la tarea de repetir trescientas oraciones todos los días, de acuerdo con una forma establecida, para lo cual reunía trescientos guijarros y tiraba uno cada vez que terminaba una oración (Paladio, Hist. Laus., XX; Butler, II, 63). Es probable que otros ascetas, que también numeraban sus oraciones por cientos, adoptasen un recurso similar. (Cf. "Vita S. Godrici", CVIII). De hecho, cuando encontramos un privilegio papal dirigido a los monjes de San Apolinaris en Classe que les exige, en agradecimiento por las beneficios del Papa, decir Kirie Eleison trescientas veces dos veces al día (ver el privilegio de Adriano I, 782 d.C., en Jaffe-Löwenfeld, n. 2437), uno inferiría que para este propósito debe haberse utilizado casi necesariamente algún aparato de conteo.

Pero hubo otras oraciones a ser contadas relacionadas más cercanamente con el Rosario que los kirieleisones. En una fecha temprana entre las órdenes monásticas se había establecido la práctica no solo de ofrecer Misas, sino de decir oraciones vocales como sufragio por sus hermanos fallecidos. Para este propósito se prescribía constantemente la recitación privada de los 150 Salmos o de 50 Salmos, o sea, la tercera parte. Ya en el año 800 d. C. aprendemos del pacto entre San Gal y Reichenau ("Mon. Germ. Hist .: Confrat.", Piper, 140) que por cada hermano fallecido todos los sacerdotes debían celebrar una Misa y también recitar cincuenta salmos. Un estatuto en Kemble (Cod. Dipl., I, 290) prescribe que cada monje debe cantar dos cincuentas (twa fiftig) por las almas de ciertos benefactores, mientras que cada sacerdote debe cantar dos Misas y cada diácono debe leer dos pasiones.

Pero en el transcurso del tiempo, y los conversi, o hermanos legos, la mayoría de ellos bastante iletrados, se diferenciaron de los monjes de coro, se sintió que también se les debería pedir que sustituyeran los Salmos, a los que sus hermanos más educados estaban obligados por regla, por una oración simple. Así leemos en las “Antiguas Costumbres de Cluny”, recopiladas por Udalrico en 1096, que cuando se anunciaba la muerte de algún hermano distante, cada sacerdote debía ofrecer la Misa, y cada no sacerdote debía recitar cincuenta Salmos o rezar cincuenta veces el Padrenuestro ("quicunque sacerdos est cantet missam pro eo, et qui non est sacerdos quinquaginta psalmos aut toties orationem dominicam", P.L., CXLIX, 776). Del mismo modo, entre los Caballeros Templarios, cuya regla data de alrededor de 1128, los caballeros que no podían asistir al coro debían decir la Oración del Señor 57 veces en total y, a la muerte de cualquiera de los hermanos, tenían que rezar el Padrenuestro cien veces al día durante una semana.

Para contarlos con precisión, hay muchas razones para creer que ya en los siglos XI y XII se había practicado el uso de guijarros, granos o discos de hueso enhebrados en una cuerda. En cualquier caso, es seguro que la condesa Godiva de Coventry (c. 1075) dejó en su testamento a a la estatua de Nuestra Señora en cierto monasterio "la gargantilla de piedras preciosas que había enhebrado en un cordón para, al tocarlas una tras otra, poder contar exactamente sus oraciones" (Malmesbury, "Gesta Pont.”, Serie de Rollos 311). Otro ejemplo parece ocurrir en el caso de Santa Rosalía (1160 d.C.), en cuya tumba se descubrieron cordones de cuentas similares. Aún más importante es el hecho de que tales cadenas de cuentas se conocían durante la Edad Media —y en algunas lenguas continentales se conocen hoy día—, como "padrenuestros". La evidencia para esto es definitiva y viene de todas partes de Europa.

Ya en el siglo XIII, los fabricantes de estos artículos, conocidos como "padrenuestreros", casi en todas partes formaban un reconocido gremio de artesanos de considerable importancia. El "Livre des métiers" de Stephen Boyleau, por ejemplo, provee información completa respecto a los cuatro gremios de patenôtriers en París en el año 1268, mientras que la Calle Paternoster en Londres todavía conserva la memoria de la calle en que sus compañeros artesanos ingleses se congregaban. (N. de la T.: La Paternoster Row fue destruida durante el Blitz en la Segunda Guerra Mundial, ahora es el Paternoster Square.) Ahora, la inferencia obvia es que un objeto que se llamaba constantemente "padrenuestro", o en latín fila de paternoster, numeralia de paternoster, etc., al menos originalmente, había sido diseñado para contar los Padrenuestros. Esta inferencia, extraída e ilustrada con mucho conocimiento por el padre T. Esser, OP, en 1897, se convierte en una certeza práctica cuando recordamos que fue solo a mediados del siglo XII que el Avemaría entró en uso en general como una fórmula de devoción. Es moralmente imposible que la gargantilla de joyas de Lady Godiva hubiese estado destinada a contar Avemarías. De ahí que no hay duda de que los cordones de cuentas para oraciones fuesen llamados “padrenuestros” porque durante largo tiempo se usaron principalmente para contar las repeticiones de la Oración del Señor.

Sin embargo, cuando se comenzó a rezar el Avemaría, parece que desde el principio la consciencia de que, por su propia naturaleza, era un saludo en lugar de una oración produjo una manera de repetirlo muchas veces seguidas, acompañado de genuflexiones u algún otro acto de reverencia externo. Tal como sucede hoy día al pronunciar saludos, o en los aplausos dados a un artista público, o en las rondas de vítores que lanzan los niños de la escuela por una llegada o salida, así también el honor rendido por tales saludos se medía por cantidad y continuidad. Además, dado que la recitación de los Salmos divididos en cincuentas era, como lo atestiguan innumerables documentos, la forma favorita de devoción para las personas religiosas y eruditas, así aquellos que eran simples o estaban muy ocupados amaban sentir que imitaban la práctica de los más exaltados siervos de Dios mediante la repetición de 50, 100 o 150 saludos a Nuestra Señora.

En cualquier caso, es seguro que en el curso del siglo XII y antes del nacimiento de Santo Domingo, la práctica de recitar 50 o 150 Avemarías se había vuelto generalmente familiar. La evidencia más concluyente de esto es proporcionada por las "leyendas de María", o historias de Nuestra Señora, que obtuvieron amplia circulación en esta época. Mussafia (Marien-legenden, Pts I, ii) ha demostrado que sin duda es del siglo XII la historia de Eulalia, en particular, según la cual la Santísima Virgen le pidió a un devoto suyo, que solía decir 150 Avemarías, que dijera solo cincuenta, pero más lentamente. No menos concluyente es el relato que da el biógrafo contemporáneo de San Alberto (m. 1140), quien nos dice: "Cien veces al día doblaba las rodillas y se postraba cincuenta veces levantando su cuerpo nuevamente con los dedos y pulgares de los pies, mientras repetía en cada genuflexión: "Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor está contigo, bendita eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre". Esta era toda el Avemaría que se recitaba entonces, y el hecho de que se anoten todas las palabras implica más bien que la fórmula aún no se había vuelto universalmente familiar.

No menos notable es el relato de un ejercicio devocional similar que aparece en los manuscritos Ancren Riwle en Corpus Christi (N. de la T. Colegio Corpus Christi de Cambridge). Este texto, del cual Kölbing declaró que había sido escrito a mediados del siglo XII (Englische Studien, 1885, p. 116), en cualquier caso apenas puede ser posterior al 1200. El pasaje en cuestión da instrucciones sobre cómo se han de decir cincuenta Avemarías en grupos de diez, con postraciones y otras señales de reverencia (Vea The Month, julio de 1903). Cuando encontramos tal ejercicio recomendado a un pequeño grupo de anacoretas en un rincón de Inglaterra, veinte años antes de que se estableciera ninguna fundación dominica en este país, parece difícil resistirse a la conclusión de que la costumbre de recitar cincuenta o ciento cincuenta Avemarías se había vuelto familiar, independientemente de, y antes de la predicación de Santo Domingo.

Por otro lado, la práctica de meditar en ciertos misterios definidos, que se ha descrito correctamente como la esencia misma de la devoción del Rosario, parece haber surgido mucho después de la fecha de la muerte de Santo Domingo. Es difícil probar un negativo, pero el Padre T. Esser, O.P., ha demostrado (en la revista “Der Katholik”, de Maguncia, oct., nov. y dic. 1897) que la introducción de esta meditación durante la recitación de las Avemarías fue correctamente atribuida a cierto cartujo, Domingo de Prusia. En cualquier caso, es seguro que a fines del siglo XV prevalecía la mayor variedad posible de métodos de meditación, y que los quince misterios ahora generalmente aceptados no eran seguidos uniformemente ni siquiera por los mismos dominicos (Vea Schmitz, "Rosenkranzgebet", p. 74; Esser en "Der Katholik para 1904-6). En resumen, tenemos evidencia positiva de que tanto la invención de las cuentas como un artículo de conteo como también la práctica de repetir ciento cincuenta Avemarías no pueden deberse a Santo Domingo, porque ambos son notablemente anteriores a su época. Además, estamos seguros de que la meditación de los misterios no se introdujo hasta doscientos años después de su muerte. Entonces nos vemos obligados a preguntar, ¿qué queda para poder llamar a Santo Domingo su autor?

Estas razones positivas para desconfiar de la tradición actual podrían ignorarse en cierta medida como refinamientos arqueológicos, si hubiese alguna evidencia satisfactoria que demostrase que Santo Domingo se había identificado con el Rosario preexistente y se había convertido en su apóstol. Pero aquí nos encontramos con un silencio absoluto. De las ocho o nueve primeras “Vidas” del santo, ninguna hace la más leve alusión al Rosario. Los testigos que dieron evidencia en la causa de su canonización son igualmente reticentes. En la gran colección de documentos acumulados por los Padres Balme y Lelaidier, O.P., en su “Cartulario de Santo Domingo” la cuestión es asiduamente ignorada. Se han examinado las primeras constituciones de las diferentes provincias de la Orden, y muchas de ellas impresas, pero nadie ha encontrado ninguna referencia a esta devoción. Existen cientos, incluso miles, de manuscritos que contienen tratados devocionales, sermones, crónicas, vidas de santos, etc. escritas por los Frailes Predicadores entre 1220 y 1450, pero todavía no se ha encontrado un solo pasaje verificable que diga que Santo Domingo instituyó el Rosario o que incluso haga de la devoción una especialmente amada por sus hijos. Son igualmente silenciosos los estatutos y otras actas de los conventos dominicos para hombres y mujeres, como señala enfáticamente M. Jean Guiraud en su edición del “Cartulaire de La Prouille” (I, CCCXXVIII). Tampoco encontramos ninguna sugerencia de una conexión entre Santo Domingo y el Rosario en las pinturas y esculturas de estos dos y medio siglos. Incluso la tumba de Santo Domingo en Bolonia y los innumerables frescos de Fra Angelico que representan a los hermanos de su orden ignoran por completo el Rosario.

Impresionados por esta conspiración de silencio, los bolandistas, al tratar de rastrear hasta su origen el origen de la tradición actual, descubrieron que todas las pistas convergían en un punto, la predicación del dominico Alano de Rupe alrededor de los años 1470-75. Indudablemente fue él quien sugirió por primera vez la idea de que Santo Domingo instituyó o revivió la devoción del "Salterio de Nuestra Señora" (ciento cincuenta Avemarías). Alan era un hombre muy serio y devoto, pero, como admiten las más altas autoridades, estaba lleno de ilusiones y basó sus revelaciones en el testimonio imaginario de escritores que nunca existieron (vea Quétif y Echard, "Scriptores O.P.", 1, 849); sin embargo, su predicación fue atendida con mucho éxito.

Las Cofradías del Rosario, organizadas por él y sus colegas en Douai, Colonia y otros lugares, tuvieron gran boga y llevaron a la impresión de muchos libros, todos más o menos impregnados con las ideas de Alano. Se concedieron indulgencias por la buena obra que se estaba haciendo y los documentos que concedían estas indulgencias aceptaron y repitieron, como era natural en esa época acrítica, los datos históricos que habían sido inspirados por los escritos de Alano y que eran presentados de acuerdo a la práctica usual de los promotores de las cofradías mismas. Fue así como creció la tradición de la autoría dominica. Las primeras bulas hablan de esta autoría con cierta reserva: "Prout in historiis legitur" (N. de la T.: “según se lee en la historia”) dice León X en la primera de todas, "Pastoris aeterni" 1520; pero muchos de los Papas posteriores fueron menos cautelosos.

Dos consideraciones apoyan firmemente la visión de la tradición del Rosario recién expuesta. La primera es la rendición gradual de casi todas las piezas notables en las que se ha confiado en un momento u otro para reivindicar los supuestos reclamos de Santo Domingo. Touron y Alban Butler recurrieron a las “Memorias” de cierto Luminosi de Aposa, quien declaró haber oído la predicación de Santo Domingo en Bolonia, pero hace tiempo se probó que estas “Memorias” son una falsificación. Danzas, Von Löe y otros le dieron mucha importancia a un fresco en Muret; pero el fresco no existe ahora, y hay buenas razones para creer que el rosario visto una vez en ese fresco fue pintado en una fecha posterior ("The Month", febrero de 1901, p. 179). Mamachi, Esser, Walsh, Von Löe y otros citan algunos supuestos versos contemporáneos sobre Domingo en relación con una corona de rosas; el manuscrito original ha desaparecido, y es cierto que los escritores nombrados han impreso Dominicus donde Benoist, la única persona que ha visto el manuscrito, leyó Dominus. Mamachi presentó como pieza de testimonio conclusiva el famoso testamento de Anthony Sers, en el que dejaba un legado a la Cofradía del Rosario en Palencia en 1221; pero ahora las autoridades dominicas aceptan que es una falsificación (“The Irish Roary, enero 1901, p. 92). De modo similar, una alegada referencia al tema por Tomás de Kempis en la “Crónica del Monte Santa Inés” es una pura equivocación (“The Month”, feb. 1901, p. 187).

Con esto se puede observar el cambio de tono observable en las últimas obras de referencia autoritativas. En el "Kirchliches Handlexikon" de Munich y en la última edición del "Konversationslexikon" de Herder no se intenta defender la tradición que relaciona a Santo Domingo personalmente con el origen del Rosario. Otra consideración que no se puede desarrollar aquí es la multitud de leyendas en conflicto sobre el origen de esta devoción del "Salterio de Nuestra Señora" que prevaleció hasta fines del siglo XV, así como la diversidad temprana de la práctica en la forma de su recitación. Estos hechos concuerdan malamente con la suposición de que surgió en una revelación definitiva y fue celosamente vigilado desde el comienzo por una de las órdenes religiosas más sabias e influyentes. No puede haber duda de que la inmensa difusión del Rosario y sus cofradías en los tiempos modernos y la vasta influencia que ha ejercido para bien se deben principalmente a los trabajos y las oraciones de los hijos de Santo Domingo, pero la evidencia histórica sirve claramente para demostrar que su interés en el tema solo se despertó en los últimos años del siglo XV.

No solo la larga serie de pronunciamientos papales con los cuales ha sido recomendado a los fieles, sino también la experiencia diaria de los que están familiarizados con él, prueban que el Rosario es preeminentemente la oración del pueblo adaptada por igual para el uso de los simples y los eruditos. La objeción frecuente hecha contra sus "vanas repeticiones" solo la sienten aquellos que no se han percatado de cuán completamente el espíritu del ejercicio descansa en la meditación sobre los misterios fundamentales de nuestra fe. Para los iniciados, las palabras del saludo angelical forman solo una especie de acompañamiento semiconsciente, un bordón que podemos comparar con el "Santo, Santo, Santo" de los coros celestiales y seguramente no insignificante en sí mismo. Tampoco puede ser necesario insistir en que la crítica más libre del origen histórico de la devoción, que no implica ningún punto de doctrina, es compatible con una apreciación completa de los tesoros devocionales que este ejercicio piadoso pone al alcance de todos.

En cuanto al origen del nombre, la palabra rosarius significa una guirnalda o ramo de rosas, y a menudo se usaba en sentido figurado por ejemplo, como el título de un libro, para denotar una antología o colección de extractos. Una leyenda temprana que, después de viajar por toda Europa penetró incluso en Abisinia, relacionó este nombre con una historia de Nuestra Señora, la cual vio a un joven monje recitando Avemarías y ella tomaba de los labios de él capullos de rosa y los tejía en una guirnalda que ella se colocaba sobre su cabeza. Todavía existe una versión métrica alemana de esta historia que data del siglo XIII. El nombre "Salterio de Nuestra Señora" también se remonta al mismo período. Corona o coronilla sugieren la misma idea que rosarium. El antiguo nombre inglés encontrado en Chaucer y en otros lugares era un "par de cuentas", en el que la palabra cuenta significaba originalmente oraciones.

En las Iglesias Griega, Uniata y Cismática

Vea también los artículos USO DE CUENTAS EN LAS ORACIONES, AVEMARÍA, PADRENUESTRO.

Fuente: Thurston, Herbert, and Andrew Shipman. "The Rosary." The Catholic Encyclopedia. Vol. 13, págs. 184-188. New York: Robert Appleton Company, 1912. 15 enero 2020 <http://www.newadvent.org/cathen/13184b.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina