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Miércoles, 27 de noviembre de 2024

Los Francos

De Enciclopedia Católica

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Los francos fueron una confederación formada en Alemania occidental por cierto número de antiguas tribus bárbaras que ocupaban la orilla derecha del Rin desde Maguncia hasta el mar. Su nombre es mencionado por primera vez por los historiadores romanos en relación con una batalla peleada contra este pueblo alrededor del año 241. En el siglo III algunos de ellos cruzaron el Rin y se establecieron en la Galia belga a orillas del Mosa y el Escalda, y los romanos habían tratado de expulsarlos del territorio. Constancio Cloro y sus descendientes continuaron la lucha, y, aunque Juliano el Apóstata les infligió una grave derrota en 359, no logró exterminarlos, y finalmente Roma quedó satisfecha de convertirlos en sus aliados más o menos fieles. Después de su derrota por Juliano el Apóstata, los francos de Bélgica se convirtieron en colonos pacíficos y parece que no dieron más problemas al Imperio, satisfechos de haber encontrado refugio y sustento en suelo romano. Incluso abrazaron la causa de Roma durante la gran invasión de 406, pero fueron dominados por las despiadadas hordas que devastaron Bélgica y dominaron la Galia y una parte de Italia y España. A partir de entonces, las provincias belgas dejaron de estar bajo el control de Roma y pasaron al dominio de los francos.

Cuando llamaron la atención por primera vez en la historia, los francos se establecieron en la parte norte de la Galia belga, en los distritos donde todavía se habla su dialecto germánico. Gregorio de Tours nos dice que su pueblo principal era Dispargum, que es quizás Tongres, y que estaban bajo una familia de reyes que se distinguían por su largo cabello, el cual dejaban flotar sobre sus hombros, mientras que los demás guerreros francos se afeitaban la parte de atrás de la cabeza. Esta familia se conoció como los merovingios, por el nombre de uno de sus miembros (Meroveo), a quien la tradición nacional le atribuía como ancestro un dios del mar. Clodión, el primer rey de esta dinastía conocido en la historia, comenzó su serie de conquistas en la Galia del Norte alrededor del año 430. Penetró hasta Artois, pero fue expulsado por Aecio, quien parece haber logrado mantenerlo en términos amistosos con Roma. De hecho, parece que su hijo Meroveo peleó con los romanos contra Atila en los campos cataláunicos.

Childerico, hijo de Meroveo, también sirvió al Imperio bajo el conde Egidio y luego bajo el conde Pablo, al cual ayudó a repeler a los sajones de Angers. Childerico murió en Tournai, su capital, donde se halló su tumba en 1653 (Cochet, Le tombeau de Childéric, París, 1859). Pero Childerico no le dejó a su hijo Clodoveo, el cual le sucedió en 481, toda la herencia dejada por Clodión. Este parece haber reinado sobre todos los francos cisrenanos, y la monarquía se dividió entre sus descendientes, aunque no se conoce la fecha exacta de la división. Ahora había dos grupos francos: los ripuarios, que ocupaban las orillas del Rin y cuyos reyes residían en Colonia, y los salios que se habían establecido en los Países Bajos. Los salios no formaban un solo reino; además del Reino de Tournai, había reinos con centros en Cambrai y Tongres. Sus soberanos, tanto salios como ripuarios, pertenecían a la familia merovingia y parecen haber descendido de Clodión.

Cuando Clodoveo comenzó a reinar en 481, era, como su padre, el rey de Tournai solamente, pero en una fecha temprana comenzó su carrera de conquista. En 486 arrojó la monarquía que Siagrio, hijo de Egidio, se había labrado para sí mismo en el norte de la Galia, y estableció su corte en Soissons; en 490 y 491 tomó posesión de los reinos salios de Cambrai y Tongres; en 496 repelió triunfalmente una invasión de los alamanes; en 500 se interpuso en la guerra de los reyes de Borgoña; en 506 conquistó Aquitania; y por fin anexionó el reino ripuario de Colonia. De ahí en adelante, la Galia, desde los Pirineos hasta el Rin, estuvo sujeta a Clodoveo, con la excepción del territorio en el sureste, es decir, el reino de los borgoñones y la Provenza. Establecido en París, Clodoveo gobernó este reino en virtud de un acuerdo celebrado con los obispos de la Galia, según el cual los nativos y los bárbaros debían estar en condiciones de igualdad, y todas las causas de fricción entre las dos razas se eliminaron cuando, en 496, el rey se convirtió al catolicismo. Acto seguido, el reino franco ocupó su lugar en la historia en condiciones más prometedoras que las que se encontrarían en cualquier otro estado fundado sobre las ruinas del Imperio Romano. Todos los hombres libres llevaban el título de franco, tenían el mismo estatus político y eran elegibles para los mismos cargos. Además, cada individuo observaba la ley del pueblo al que pertenecía; los galo-romanos vivían según el código, los bárbaros, según la ley salia o ripuaria; en otras palabras, la ley era personal, no territorial.

Si había algún privilegio, pertenecía a los galo-romanos, quienes, al principio, eran los únicos a quienes se les confería la dignidad episcopal. El rey gobernaba las provincias a través de sus condes, y tenía una voz considerable en la selección del clero. La redacción de la Ley Sálica (Lex Salica), que parece datarse de la primera parte del reinado de Clodoveo, y el Concilio de Orleans, convocado por él y celebrado en el último año de su reinado, demuestra que la actividad legislativa de este rey no fue eclipsada por su energía militar (vea CLODOVEO).

Aunque fue fundador de un reino destinado a un futuro tan brillante, Clodoveo no supo cómo protegerlo contra una costumbre en boga entre los bárbaros, es decir, la división del poder entre los hijos del rey. Esta costumbre se originó en la idea pagana de que todos los reyes estaban destinados a reinar porque descendían de los dioses. La sangre divina fluía en las venas de todos los hijos del rey, cada uno de los cuales, por lo tanto, siendo rey por nacimiento, debía tener su parte del reino. Este punto de vista, incompatible con la formación de una monarquía poderosa y duradera, había sido rechazado enérgicamente por Genserico el Vándalo, quien, para asegurar la indivisibilidad de su reino, había establecido en su familia un cierto orden de sucesión. Ya sea porque murió repentinamente o por alguna otra razón, Clodoveo no tomó las medidas necesarias para abolir esta costumbre, la cual continuó entre los francos hasta mediados del siglo IX, y más de una vez puso en peligro su nacionalidad.

Después de la muerte de Clodoveo, por lo tanto, sus cuatro hijos dividieron su reino, y cada cual reinó desde un centro diferente: Teodorico en Metz, Clodomiro en Orleans, Childeberto en París y Clotario en Soissons. Continuaron la carrera de conquista inaugurada por su padre, y a pesar de las frecuentes discordias que los dividían, aumentaron los territorios que les habían legado. Los principales eventos de sus reinados fueron:

  • (1) la destrucción del reino de Turingia por Teodorico en 531, la cual extendió el poder franco hasta el corazón de lo que es ahora Alemania;
  • (2) la conquista del reino de Borgoña por Childeberto y Clotario en 532, luego de que su hermano Clodomiro hubo perecido en un intento anterior de derrocarlo en 524;
  • (3) la cesión de la Provenza a los francos por los ostrogodos en 536, con la condición de que los primeros les ayudasen en la guerra que el emperador Justiniano acababa de declararles. Pero en lugar de ayudar a los ostrogodos, los francos bajo Teodobert0, hijo de Teodorico, se aprovechó vergonzosamente de este pueblo oprimido, y saqueó cruelmente a Italia hasta que las bandas bajo el mando de Leutario y Butilín fueron exterminadas por Narsés en 553.

La muerte de Teodeberto, en 548, pronto fue seguida por la de su hijo Teobaldo, en 555, y por la muerte de Childeberto en 558, tras la cual Clotario I, el último de los cuatro hermanos, se convirtió en el único heredero de las tierras de su padre Clodoveo. Clotario redujo a los sajones y bávaros a un estado de vasallaje; murió en 561 y dejó cuatro hijos; Una vez más, la monarquía se dividió aproximadamente de la misma manera que a la muerte de Clodoveo en 511: Gontran reinó en Orleans, Cariberto en París, Sigeberto en Reims y Chilperico en Soissons.

La muerte de Cariberto en 567 y la división de su patrimonio ocasionaron disputas entre Chilperico y Sigeberto, que ya estaban reñidos debido a sus esposas. A diferencia de sus hermanos, que se habían conformado con casarse con sirvientas, Sigeberto se había ganado la mano de la bella Brunegilda, hija de Atanagildo, rey de los visigodos. Chilperico había seguido el ejemplo de Sigeberto al casarse con Galsuinda, la hermana de Brunegilda, pero a instancias de su amante, Fredegunda, pronto mandó a asesinar a Galsuinda y colocó a Fredegunda en el trono. La determinación de Brunegilda de vengar la muerte de su hermana involucró en una amarga lucha no solo a las dos mujeres sino también a sus esposos. En 575, Sigeberto, que fue provocado repetidamente por Chilperico, entró en campaña resuelto a poner fin a la disputa. Chilperico, ya desterrado de su reino, se había refugiado detrás de los muros de Tournai, de donde no tenía esperanza de escapar, cuando, justo cuando los soldados de Sigeberto estaban a punto de elevarlo al trono, Sigeberto fue asesinado por sicarios enviados por Fredegunda.

Inmediatamente, el aspecto de los asuntos cambió: Brunegilda, humillada y tomada prisionera, escapó solo con la mayor dificultad y después de las aventuras más emocionantes, mientras que Fredegunda y Chilperico se regocijaban en su triunfo. La rivalidad entre los dos reinos, en adelante conocidos respectivamente como Austrasia (Reino del Este) y Neustria (Reino del Oeste), solo se volvió más feroz. El reino de Gontrán continuó llamándose Borgoña. Primero los nobles de Austrasia y luego Brunegilda, quien se había convertido en regente, guiaron la campaña contra Chilperico, quien falleción en 584 a manos de un asesino, cuya identidad no se pudo determinar.

Durante este período de luchas internas, el rey Gontrán estaba tratando en vano de arrebatarle Septimania a los visigodos, así como defenderse a sí mismo del pretendiente Gondowaldo, el hijo natural de Clotario I, quien, ayudado por los nobles, trató de apoderarse de parte del reino, pero cayó en el intento. Cuando Gontrán murió en 592, su herencia pasó a Childeberto II, hijo de Sigeberto y Brunegilda, y luego de la muerte de este rey en 595, sus territorios fueron divididos entre sus dos hijos; Teodeberto II, quien tomó Austrasia, y Teodorico II, Borgoña. En 600 y 604 los dos hermanos unieron fuerzas contra Clotario II, hijo de Chilperico y Fredegunda, y lo redujeron a la condición de rey inferior. Sin embargo, pronto surgieron los celos entre los dos hermanos, se hicieron la guerra y Teudeberto, dos veces derrotado, fue asesinado. El victorioso Teodorico estuvo a punto de infligir un destino similar a Clotario II, pero murió en 613, siendo todavía joven y, sin duda, víctima de los excesos que habían acortado las carreras de la mayoría de los príncipes merovingios.

Brunegilda, quien a través de los reinados de su hijo y nietos había sido muy influyente, asumió ahora la tutela de su bisnieto Sigeberto II y el gobierno de los dos reinos. Pero la lucha anterior entre el absolutismo monárquico y la independencia de la nobleza franca ahora estalló con violencia trágica. Había estado latente durante mucho tiempo, pero la visión de una mujer ejerciendo un poder absoluto hizo que estallara con una furia ilimitada. Los nobles austrasianos, ansiosos por vengar el triste destino de Teodorico, se unieron a Clotario II, rey de Neustria, quien tomó posesión de los reinos de Borgoña y Austrasia. Los hijos de Teodorico II fueron asesinados. Brunegilda, que cayó en manos del vencedor, fue atada a la cola de un caballo salvaje y pereció (613). Había errado al imponer un gobierno despótico a un pueblo que se irritaba bajo cualquier tipo de gobierno. Su castigo fue una muerte espantosa y las crueles calumnias con las que sus conquistadores ennegrecieron su memoria.

Los nobles habían triunfado. Le dictaron a Clotario II los términos de la victoria y él los aceptó en el famoso edicto de 614, al menos una capitulación parcial de la realeza franca ante la nobleza. El rey prometió retirar sus condes de las provincias bajo su gobierno, es decir, debía abandonar virtualmente estas partes a los nobles, que también tendrían voz en la selección del primer ministro o "mayordomo de palacio", como fue llamado en ese entonces. Asimismo, prometió abolir los nuevos impuestos, respetar la inmunidad del clero y no interferir en las elecciones de los obispos. También tendría que mantener a Austrasia y Neustria como dos gobiernos separados. Así terminó el conflicto entre la aristocracia franca y el poder monárquico; con su cierre comenzó un nuevo período en la historia de la monarquía merovingia. A medida que pasaba el tiempo, la realeza tuvo que contar cada vez más con la aristocracia. La dinastía merovingia, tradicionalmente acostumbrada al absolutismo e incapaz de alterar su punto de vista, fue gradualmente privada de todo ejercicio de autoridad. A la sombra del trono, el nuevo poder continuó creciendo rápidamente, se convirtió en el exitoso rival de la casa real y finalmente lo suplantó.

El gran poder de la aristocracia fue investido en el mayordomo de palacio (mayor domus), originalmente el jefe de la familia real. Durante la minoría de los reyes francos, adquirió una importancia cada vez mayor hasta que llegó a compartir la prerrogativa real, y finalmente alcanzó la posición exaltada de primer ministro del soberano. La indiferencia de este último, generalmente más absorto en sus placeres que en los asuntos públicos, favoreció las intromisiones del “mayordomo de palacio", y este oficio finalmente se convirtió en el derecho hereditario de una familia, que estaba destinada a reemplazar a los merovingios y convertirse en la dinastía nacional de los francos. Tales fueron las transformaciones que ocurrieron en la vida política de los francos después de la caída de Brunegilda y durante el reinado de Clotario II (614-29). Mientras este rey gobernó Neustria, estuvo obligado, como ya se ha dicho, a darle a Austrasia un gobierno separado; su hijo Dagoberto se convirtió en su rey, con Arnulfo de Metz como consejero y Pipino de Landen como mayordomo de palacio (623). Estos dos hombres fueron los ancestros de la familia carolingia. Arnulfo fue obispo de Metz, aunque residía en la corte, pero en 627 renunció a su sede episcopal y se retiró a la soledad monástica en Remiremont, donde murió en olor de santidad. Pipino, llamado incorrectamente de Landen (ya que fue solo en el siglo XII que los cronistas de Brabante comenzaron a asociarlo con esa localidad), fue un gran señor del este de Bélgica. Con Arnulfo había estado a la cabeza de la oposición austrasiana a Brunegilda.

A la muerte de Clotario II, Dagoberto I, su único heredero, restableció la unidad de la monarquía franca y se instaló en París, como lo había hecho Clodoveo en el pasado. Él también pronto se vio obligado a darle a Austrasia un gobierno separado, que le confió a su hijo Sigeberto III, con Cuniberto de Colonia como su consejero y Adalgisil, hijo de Arnulfo de Metz y yerno de Pipino, como mayordomo de palacio. Pipino, que había perdido el favor real, fue privado temporalmente de cualquier voz en el gobierno. El reinado de Dagoberto I fue uno de tan gran pompa y espectáculo externo, que los contemporáneos lo compararon con el de Salomón; sin embargo, marcó una disminución en la destreza militar de los francos. Sometieron, es cierto, a las pequeñas naciones de los bretones y vascos, pero fueron derrotados por el comerciante franco Samo, que había creado un reino eslavo en sus confines orientales. Dagoberto alivió la situación solo mediante el exterminio de los búlgaros que se habían refugiado en Baviera. Como la mayoría de su raza, Dagoberto estuvo sujeto a las mujeres de su familia. Murió joven y fue enterrado en la célebre Abadía de San Denis que había fundado y que posteriormente se convirtió en el lugar de enterramiento de los reyes de Francia.

Después de su muerte, Austrasia y Neustria (esta última unida con Borgoña) tuvieron el mismo destino bajo sus respectivos reyes y mayordomos de palacio. En Neustria, el joven rey Clodoveo II reinó bajo la tutela de su madre, Nantilde, con Aega, y más tarde Erquinoaldo, como mayordomo de palacio. Sigeberto III reinó en Austrasia con Pipino de Landen, que había regresado y fue instalado como mayordomo de palacio después de la muerte de Dagoberto. La historia de Austrasia es mejor conocida hasta 657 porque, en ese momento, tenía un cronista. A la muerte de Pipino de Landen en 639, Otto, mayordomo de palacio, tomó las riendas del poder, pero fue derrocado y reemplazado por Grimoaldo, hijo de Pipino. Grimoaldo fue aún más lejos; cuando murió Sigeberto III (656), concibió el audaz plan de apoderarse de la corona en beneficio de su familia: desterró al joven Dagoberto II, hijo de Sigeberto, a un monasterio irlandés. Sin atreverse a subir él mismo al trono, siguió el ejemplo de Odoacro y se lo dio a su hijo Childeberto. Pero este intento, tan audaz como prematuro, causó su caída. Fue entregado a Clodoveo II por los nobles austrasianos y, hasta donde se puede determinar, parece haber perecido en prisión. Clodoveo II siguió siendo el único amo de toda la monarquía franca, pero murió al año siguiente (657).

Clotario III (657-70), hijo de Clodoveo II, sucedió a su padre como jefe de toda la monarquía bajo la tutela de su madre, Batilde, con Erquinoaldo como mayordomo de palacio. Pero, al igual que Clotario II en 614, Clodoveo se vio obligado en 660 a conceder a Austrasia un gobierno separada, y nombró rey a su hermano Childerico II, con Wulfoaldoo como mayordomo de palacio. Austrasia ahora estaba eclipsada por Neustria debido a la fuerte personalidad de Ebroíno, el sucesor de Erquinoaldo como mayordomo de palacio. Al igual que Brunegilda, Ebroíno buscó establecer un gobierno fuerte y, como ella, se ganó la apasionada oposición de la aristocracia. Esta última, bajo el liderato de Leodegario, obispo de Autun, logró derrotar a Ebroíno. Él y el rey Teodorico III quien había sucedido (670) a su hermano Clotario III, fueron enviados a un convento; y se llamó a Childerico II, rey de Austrasia, para sustituirlo. Una vez más se reestableció la unidad monárquica, pero no estaba destinada a durar.

Wulfoaldo, mayordomo de Austrasia, y San Leodegario fueron desterrados. Childerico II fue asesinado y por un corto tiempo reinó la anarquía general. Sin embargo, Wulfoaldo, que logró regresar, proclamó como rey de Austrasia al joven Dagoberto II, que había regresado del exilio en Irlanda, mientras que San Leodegario, reinstalado en Neustria, defendió al rey Teodorico III. Pero Ebroíno, que mientras tanto había sido olvidado, escapó de prisión. Invadió Neustria, derrotó al mayordomo Leudesio, hijo de Erquinoaldo, quien, con la aprobación de San Leodegario, gobernaba este reino, reasumió el poder y maltrató al obispo de Autun, a quien mandó a decapitar por sicarios (678). Luego atacó a Austrasia, desterró a Wulfoaldo e hizo que se reconociera al rey Teodorico III. La oposición mostrada a Ebroíno por los nobles austrasianos bajo el liderazgo de Pipino II y Martin (N. de la T.: su primo) se rompió en Laffaux (Latofao), donde Martin pereció y Pipino desapareció por un tiempo. Ebroíno fue entonces durante algunos años el verdadero soberano de la monarquía franca y ejerció un grado de poder que ninguno, salvo Clodoveo I y Clotario, había poseído. Hay pocos personajes de los que sea tan difícil hacer una estimación justa como de este poderoso genio político que, sin ninguna autoridad legal, y únicamente a fuerza de su voluntad indomable, adquirió el control supremo de la monarquía franca detuvo por un tiempo las reformas de la aristocracia. La amistad que le profesó San Ouen, el gran obispo de Ruán, a Ebroíno parece indicar que este era mejor que su reputación, que, como la de Brunegilda, fue ennegrecida intencionalmente por cronistas que simpatizaban con los nobles francos.

La desaparición de Ebroíno le otorgó un amplio alcance al poder de la familia, que ahora estaba llamada a dar una nueva dinastía a los francos. Obligada a permanecer en la oscuridad por más de veinte años como consecuencia del crimen y la caída de Grimoaldo, esta familia finalmente reapareció a la cabeza de Austrasia bajo Pipino II, llamado inapropiadamente Pipino de Heristal. Por las venas de Pipino II, hijo de Adalgisil y de Santa Bega, hija de Pipino I, corría la sangre de los dos hombres ilustres que, mediante el derrocamiento de Brunegilda, habían establecido una monarquía moderada en Austrasia. A pesar de la derrota que le infligió Ebroino, Pipino siguió siendo el líder y la esperanza de los austrasianos, y, después de la muerte de su adversario, reocupó vigorosamente el reino que se vio perturbado por la rivalidad entre Waratton, el mayordomo de palacio, y su hijo Gislemar. De 681 a 686 las funciones de mayordomo de palacio fueron desempeñadas alternativamente por Waratton y Gislemar, nuevamente por Waratton y finalmente, a su muerte, por su yerno Bertar. Pipino, que parece haber tenido relaciones amistosas con Waratton, no reconocería a Berthar, a quien derrocó en la batalla de Testri cerca de Soissons (687); de esta manera, Austrasia vengó la antedicha derrota en Laffaux.

La muerte de Bertar, asesinado en 688, eliminó el último obstáculo a la autoridad de Pipino en Neustria, que desde entonces fue simultáneamente mayordomo de palacio de los tres reinos. Su poder era tan vasto que a partir de esa fecha la historia simplemente menciona los nombres de los reyes merovingios que él mantuvo en el trono: Teodorico III (m. 691), Clodoveo III (m. 695), Childeberto III (m. 711) y Dagoberto III (m. 715). De hecho, es solo por una ficción tradicional de la historia que Pipino II no es registrado como el primer soberano de la dinastía carolingia.

La dirección de los destinos de la monarquía franca pasó ahora de manos de los salios a las de los francos ripuarios. Estos constituyeron el elemento germánico de la nación que tomó el lugar del partido romano en el gobierno. Su política se adaptó mejor al espíritu de los tiempos en la medida en que abolió el absolutismo tradicional de los merovingios. Finalmente, los carolingios tuvieron el mérito y la satisfacción (pues eran ambos) de restablecer la unidad en la monarquía franca, que con tanta frecuencia se había dividido; de 687 a 843, es decir, durante más de siglo y medio, todos los francos se unieron bajo el mismo gobierno. Pero Pipino II no se limitó a restaurar la unidad franca; extendió las fronteras de la monarquía al someter a los frisones, sus vecinos del norte. Estos bárbaros incansables, que ocupaban una gran parte del actual Reino de los Países Bajos, eran paganos fanáticos; Ratbod, su duque, era un enemigo acérrimo del cristianismo. Pipino lo obligó a entregar la Frisia occidental, que casi correspondía a las provincias actuales del sur y el norte de Holanda, y lo obligó a mantener la paz por el resto de su vida.

Pipino ahora podía considerar el reino de los francos como un patrimonio hereditario, y confirió la mayordomía de Neustria a su hijo Grimoaldo. A su muerte en 714, que fue posterior a la de sus dos hijos Grimoaldo y Drogo, legó toda la monarquía, como herencia familiar, a su nieto Teodoaldo, el hijo de Grimoaldo, aún menor de edad. Este acto fue un error político sugerido por su esposa Plectruda al perspicaz Pipino en su lecho de muerte. Con una amante llamada Alpaïde, Pipino tuvo a su hijo Carlos, quien a la muerte de su padre tenía veintiséis años y era bastante capaz de defender vigorosamente la herencia paterna, según lo demostraron los acontecimientos. No se puede decir que el estigma de la ilegitimidad causase que lo dejaran de lado, pues Tedoaldo también era un hijo natural, pero la sangre de la ambiciosa Plectruda corría por las venas de este último, y ella reinó en su nombre. Sin embargo, el pueblo ya no se sometería a la regencia de una mujer como en la época de Brunegilda. Hubo un levantamiento general entre los neustrios, aquitanios y frisios. En otros lugares se puede encontrar un relato de estas luchas. (Vea CARLOS MARTEL).

Aquí es suficiente decir que Plectruda pronto fue echada a un lado y Carlos Martel, a quien había arrojado a prisión, escapó y se colocó a la cabeza del partido nacional de Austrasia. Derrotado al principio, pero pronto victorioso sobre todos sus enemigos, Carlos redujo a casi todas las tribus rebeldes a la obediencia, no solo a los recién nombrados, sino también a los bávaros y a los alamanes. Su mayor servicio a la civilización fue la gloriosa victoria sobre los árabes entre Tours y Poitiers (732), que le valió el nombre de Martel, el martillo. Esta conquista salvó el cristianismo y libró a Europa del poder de los musulmanes. Sin embargo, no fue el último encuentro de Carlos con los árabes; los desterró de Provenza y en 739 los derrotó nuevamente a orillas del Berre, cerca de Narbona.

Este soberano, cuya carrera exclusivamente militar consistió en restaurar, a pura fuerza, un imperio que se estaba desmoronando, no pudo escapar de la acusación de haber instigado la violencia en otros y de haber recurrido a ella él mismo. Se le ha acusado especialmente de secularizar muchas propiedades eclesiásticas, que tomó de iglesias y abadías y dio en feudo a sus guerreros como recompensa por sus servicios. Esta tierra en realidad seguía siendo propiedad de los establecimientos eclesiásticos en cuestión, pero su usufructo hereditario estaba asegurado a los nuevos ocupantes. Este recurso permitió a Carlos Martel reunir un ejército y asegurar seguidores fieles. Otra práctica no menos censurable era la de conferir las más altas dignidades eclesiásticas a personas indignas cuyo único derecho era ser soldados leales de Carlos Martel. Sin embargo, debe recordarse que esas medidas le permitieron reunir las fuerzas con las que salvó la civilización cristiana en Tours. También ayudó eficazmente a San Bonifacio en su proyecto de difundir la fe cristiana en toda Alemania. Tales fueron la popularidad y el prestigio de Carlos que cuando, en 737, el rey Teodorico IV murió, no vio la necesidad de nombrar un sucesor, y Carlos reinó solo. Murió en Quierzy-sur-Oise el 21 de octubre de 741, después de haber dividido las provincias entre sus dos hijos: Carlomán recibió Austrasia con sus dependencias germánicas, y Pipino, Neustria, Borgoña y Provenza, mientras que Grifón, un hijo natural, fue excluido de la sucesión como lo había sido el mismo Carlos.

Pipino y Carlomán reinaron juntos hasta 747, apoyándose mutuamente en sus diversas empresas y combatiendo a los mismos enemigos. Durante los primeros años de sus administraciones tuvieron que dominar las revueltas de los alamanes, así como las de su hermano Grifon y de Odilo, duque de Baviera. Conquistaron a todos los rebeldes, pero dejaron a Aquitania y Baviera a sus duques nacionales mientras abolían el ducado de Alamania. También emprendieron el gran trabajo de reformar la Iglesia franca, en la cual varias generaciones de guerras civiles habían introducido grandes desórdenes. Los concilios nacionales convocados, por sus esfuerzos, en Austrasia (en Estinnes o Lestinnes) y Neustria (en Soissons), cuyo trabajo fue completado por un gran concilio al que asistieron los obispos de ambos países, fueron en gran medida fundamentales para restaurar el orden y la disciplina en la Iglesia, en eliminar abusos y en erradicar la superstición. San Bonifacio, el alma de esta gran obra, después de haber creado, en cierta medida, la Iglesia de Alemania, también tuvo la gloria de regenerar la Iglesia franca. Mientras se encontraban en esta doble tarea de defender el reino y reformar la Iglesia, los dos hermanos pensaron en restablecer un rey merovingio (743), aunque durante seis años la nación había existido sin uno. Parecería que fueron llevados a hacer esto por la necesidad de eliminar una de las objeciones que podrían hacerse a su autoridad, en un momento en que era atacada por todos lados y cuando eran tratados como usurpadores. En estas circunstancias colocaron sobre el trono a Childerico III, el último rey merovingio.

Cuando la tarea común a ambos hermanos estuvo casi terminada, Carlomán, cediendo a la inclinación que siempre había sentido por la vida religiosa, renunció a todos sus estados a favor de Pipino y se retiró a un claustro en el Monte Soracte cerca de Roma (747). Pipino, que así se quedó solo al frente de la vasta monarquía franca, cosechó todo el fruto de sus labores combinadas. Fue fácil para él someter una última revuelta de Grifón, que pereció en Italia. Después disfrutó de unos años de paz, un privilegio raro en esos tiempos tormentosos. Habiéndose convertido en el maestro indiscutible de la nación más grande de Europa, y confiando en poder transmitir intacto a sus hijos el poder que había recibido de su padre, Pipino consideró la cuestión de si no había llegado el momento de asumir el nombre al que su autoridad soberana le daba derecho. Tal paso difícilmente podría ser objetado cuando él era virtualmente rey. Dado que el merovingio que ocupaba el trono estaba allí solo a voluntad de Pipino, seguramente era un privilegio de Pipino removerlo. Einhard describe el carácter de la realeza de los últimos merovingios a quienes los príncipes de la familia de Pipino toleraron o reemplazaron en el trono.

“Este rey al que no se le había dejado nada real excepto el título de rey, se sentaba en el trono y, con el pelo largo y la barba descuidada, desempeñaba el papel de maestro. Daba audiencia a los embajadores que venían de varios países y emitía respuestas que le habían sido dictadas, como si vinieran de él mismo. En realidad, aparte de un nombre vacío y una pensión dudosa que le pagaban a voluntad del mayordomo de palacio, no tenía nada suyo, excepto una pequeña granja donde vivía con un pequeño número de siervos. Cuando salía, montaba en un carro de bueyes conducido por un conductor rústico. En este vehículo asistía anualmente a los Campos de Mai. El mayordomo de palacio controlaba los asuntos públicos él solo.”

Ciertamente que esta descripción es algo así como una caricatura, y hay pruebas en los estatutos públicos de que la posición de los reyes merovingios no era tan insegura como dice Einhard. Sin embargo, expresa bien el marcado contraste entre la posición humillante del rey y la posición exaltada y poderosa del mayordomo de palacio. Se puede entender, por lo tanto, que en 751, Pipino y los nobles francos pudiesen debatir la cuestión de si debería asumir la corona real. La pregunta tenía un lado moral, a saber, si era legal asumir un título que parecía pertenecer a otro. Se decidió apelar para una solución al {soberano pontífice, reconocido por todos como el custodio e intérprete de la ley moral. Una embajada franca fue a Roma a llevar la pregunta al Papa Zacarías. La respuesta de este se dio en forma de una declaración de principios que incorpora admirablemente la doctrina católica sobre este importante punto: "ut melius esset", dijo el Papa, "illum regem vocari, qui potestatem haberes, quam illum qui sine regali potestate maneret" [es mejor que sea llamado rey el que tiene el poder que el que permanece (rey de nombre) sin el poder real]. Tranquilo por esta decisión, Pipino no dudó más y se proclamó rey en Soissons en 751. Childerico III fue enviado a terminar sus días en un claustro. La naturaleza de la autoridad con la que se invistió a Pipino se enfatizó por primera vez entre los francos, mediante la ceremonia de coronación, que impartió una naturaleza religiosa a su poder y le imprimió un carácter sagrado. Se ha dicho, pero sin prueba, que San Bonifacio asistió a la coronación. De este modo, luego de haber ejercido el poder real casi ininterrumpidamente por más de un siglo, los descendientes de Arnulfo y Pipino I finalmente asumieron el título de soberanos y la dinastía carolingia sustituyó a la de los merovingios en el trono franco.


Bibliografía: Gregorio de Tours, Historia Francorum (538-94); la crónica del siglo VII atribuita a cierto FREDEGARIO, y su continuación en el siglo VIII; estas, con el Liber Historiœ y las vidas de los santos merovingios están incluidas en el Mon. Germ. Hist.: Script, rer. Merov., I, II, IV; la Lex Salica, editada a menudo, por ejemplo, Hessels y Kern, The Lex Salica (Londres. 1880). Obras Modernas: —RICHTER, Annalen des frankischen Reichs im Zeitalter drr Merovinger (La Haya, 1873); SCHULTZE, Das merovingische Frankenreich (Stuttgart, 1896), en ZWIEDEWEDK- Sudenhorst, Bibliothek deutscher Geschichte, II; PROU, La Gaule mérovingienne (París, s. d.); BAYET Y PFISTER en Lavisse, Histoire de France, II; Vacandard, Vie de saint Ouen (París, 1902).

Fuente: Kurth, Godefroid. "The Franks." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6, págs. 238-242. New York: Robert Appleton Company, 1909. 12 dic. 2019 <http://www.newadvent.org/cathen/06238a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina