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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Luces

De Enciclopedia Católica

Revisión de 00:01 22 feb 2012 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones)

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Sobre el tema del uso litúrgico de las luces, como un complemento de los servicios de la Iglesia ya se ha dicho algo en los artículos VELAS, VELAS DE ALTAR, CANDELEROS, CANDELEROS DE ALTAR, LÁMPARA DE ALTAR, PRIMERAS LÁMPARAS CRISTIANAS, BENDICIÓN DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO y LÁMPARAS Y LAMPADARII. El presente artículo se refiere únicamente al aspecto más general del tema, y en particular a la acusación que a menudo se levanta contra el catolicismo de adoptar extensamente las prácticas ceremoniales del mundo pagano.

No es fácil de decidir cuán lejos se remonta al siglo II o III de la era cristiana el uso de las luces durante el día como un complemento de la liturgia. Por un lado, parece existir cierta evidencia de que los mismos cristianos repudiaron la práctica. Aunque Tertuliano ("Apol.", XLVI y XXXV; "De Idololat.", XV) no hace ninguna referencia directa al uso de las luces en el culto religioso, aun así habla en términos fuertes de la inutilidad de lámparas encendidas durante el día como un acto de piedad hacia los emperadores. Esto habría sido un poco inconsistente, si los mismos cristianos hubiesen estado expuestos al mismo reproche.

Por otra parte, varios de los Padres del siglo IV parecen ser más explícitos en su condena de un despliegue de lámparas. Por ejemplo, alrededor del año 303, Lactancio escribió: "Ellos [los paganos] queman luces como para uno que vive en la oscuridad … ¿Es que se cree estar en su sano juicio el que le ofrece el don de luz de velas y cirios de cera al autor y dador de la luz?... Sin embargo, sus dioses, porque son de la tierra, necesitan de la luz porque no quieren estar en la oscuridad" (" Institut. div. ", VI, II). De igual manera, San Gregorio Nacianceno, hacia el final del mismo siglo, observa: "Que nuestra morada no resplandezca con luz visible y resuene con juglaría, porque en efecto esa es la costumbre del mes sagrado de los griegos, pero no honremos a Dios con estas cosas y no exaltemos la presente temporada con ritos impropios, sino con la pureza del alma y la alegría de la mente y con lámparas que iluminen todo el cuerpo de la Iglesia, es decir, con contemplaciones y pensamientos divinos” (Orat., V, 35). El carácter retórico de estos pasajes hace peligroso el sacar conclusiones. Es muy posible que los escritores estén sólo protestando contra las iluminaciones que formaban parte de los cultos religiosos ordinarios de los emperadores, y desean expresar fuertemente las objeciones en contra de una práctica similar que estaba empezando a encontrar el favor de los cristianos.

En todo caso, es cierto que incluso antes de esto, ya se había introducido el uso litúrgico de las luces. El decreto del concilio español de Illiberis, o Elvira (alrededor de 305 d.C.), es demasiado oscuro para dar una base firme para el argumento (ver Hefele-Leclercq, "Hist. Des conciles", I, 212). A pesar de eso, esta prohibición de "que no se encendieran velas en un cementerio durante el día, para que los espíritus de los santos no fuesen molestados» (c. XXXIV), por lo menos muestra que la práctica de encender luces incluso durante el día ---que sabemos había estado mucho tiempo en uso entre los paganos--- por alguna razón simbólica o supersticiosa, estaba siendo adoptada también por los cristianos.

Aquí no será posible discutir en detalle las referencias confusas y al parecer incoherentes de San Jerónimo a la utilización de las luces. Sin embargo, dos hechos se destacan claramente:

  • (1) que él aceptaba la existencia de una costumbre bastante generalizada de encender velas y lámparas en honor de los mártires, una costumbre por la que se disculpa sin aprobarla sin reservas; y
  • (2) que el santo, aunque niega que exista una práctica general entre los cristianos de encender luces durante el día, aun así admite al menos algunos casos de un uso puramente litúrgico de la luz.

Así, dice: "Aparte de honrar las reliquias de los mártires, es la costumbre, a través de todas las Iglesias de Oriente, el encendido de luces cuando se va a leer los Evangelios, aunque el sol ya está brillando, de hecho, no para disipar las tinieblas, sino para exhibir una muestra de felicidad... y eso bajo la figura de la luz corpórea, para que esa luz manifieste lo que leemos en el Salterio `tu palabra es lámpara para mis pies y lumbrera para mi camino’" (C Vigilantium, VII). Este testimonio es especialmente valioso porque refuta muy claramente cualquier punto de vista exclusivamente utilitario de la utilización de las luces en las iglesias.

De Eusebio, San Paulino de Nola, la "Peregrinatio Aetheria" (Peregrinación de Aeteria) y otras autoridades obtenemos abundante evidencia de que los cristianos del siglo IV, y probablemente aún antes, hacían un gran despliegue de lámparas y velas de todas clases en la víspera de Pascua y en algunas otras fiestas solemnes. Por otra parte, esto no parece haberse limitado a la vigilia nocturna en sí misma, pues San Paulino, al describir la fiesta de San Félix, a quien estaba dedicada su iglesia, nos dice en verso como "los brillantes altares son coronados con lámparas colocadas en densa sucesión. Las luces arden, olorosas a papiro encerado. Alumbran de día y de noche; así la noche es radiante con la claridad del día, y el día mismo, brillante en celestial belleza, brilla aún más con la doble luz de innumerables lámparas” ("Poem.", XIV, "Nat." III, en P.L., LXI, 467).

Sin embargo, es muy posible que este lenguaje poético signifique no más que en una iglesia bastante oscura se consideraba conveniente mantener las lámparas encendidas incluso durante el día en las grandes fiestas, cuando había una gran concurrencia de gente. No nos dice nada de cualquier uso de las luces que sea litúrgico en el sentido estricto de la palabra. Lo mismo puede decirse de varias referencias a la ornamentación festiva de las iglesias con lámparas y velas que se pueden encontrar en los escritos del poeta cristiano Prudencio (cf. P.L., LIX, 819, 829, y LX, 300). Sin embargo, cuando nos encontramos en el recién descubierto "Testamento de nuestro Señor" (I, 19) un requerimiento en relación con los edificios eclesiásticos, que "todos los lugares deben estar iluminados, tanto para un tipo como también para la lectura", parece claro que San Jerónimo no estaba solo al adjudicarle un significado místico al uso de las luces. Por lo tanto, podemos inferir que antes de los días (alrededor de 475 d.C.) de Narsai, autor de homilías litúrgicas (ver [[lámparas y lampadarii), ya se había vuelto universal el uso de lámparas y velas alrededor del altar durante la liturgia.

Hay que añadir que no se le puede dar gran importancia a la mención que hace San Paulino de Nola de "una luz perpetua" en la iglesia ("continuum scyphus argenteus aptus ad usum”; cf. P.L. LXI, 539). Ciertamente no se puede asumir que esto tenía la intención de ser una muestra de respeto hacia el Santísimo Sacramento reservado para los enfermos. En los días anteriores a la invención de los fósforos era un asunto de gran conveniencia el tener alguna fuente de fuego continua de la que se pudiese obtener una luz fácilmente. Parece que esa luz perpetua se mantenía por lo general, entonces como ahora, en las sinagogas judías (cf. Éx. 27,20; Lev. 24,2), pero fueron sólo los talmudistas posteriores quienes descubrieron en esto un propósito de honrar la Tora, o Libros de la Ley, preservados en el Arca. El mismo designio utilitario probablemente subyace en cualquier práctica cristiana, que, después de todo, no está muy ampliamente atestiguada, de mantener una luz siempre ardiendo en la iglesia.

Pero, volviendo al uso litúrgico de las luces en el sentido más estricto, no faltan muchas consideraciones que sugieren que, a pesar de la falta de evidencia directa, esta práctica es, probablemente, de fecha mucho más antigua que el siglo IV. Para empezar, el candelabro de siete brazos, o más exactamente, la lámpara de pie, era un elemento permanente en el ritual del Templo de Jerusalén y más de una fiesta judía (por ejemplo, la Fiesta de la Dedicación y la de los Tabernáculos) se caracterizó por una profusa utilización de las luces. Por otra parte, en la importancia que el Apocalipsis (1,12; 4,5; 11,4) le da a la mención de candeleros y lámparas, está sólo haciendo eco de las concepciones más o menos litúrgicas ya vigentes en ese tiempo.

Una vez más, el hecho de que la liturgia en un principio, sin duda, se celebraba en la noche (cf. 1 Cor. 11,21), como también la necesidad de que los fieles debían reunirse a menudo a escondidas (como en las catacumbas) o en las primeras horas de la mañana (cf. Plinio, "Epp", X, n. 97 .}--- ante lucem convenire; y Tertuliano, "De Cor,", III ---antelucanis coetibus), hacen que sea muy probable que se viniese a considerar la luz artificial como un complemento ordinario de la liturgia. Por lo tanto el uso de lámparas y velas probablemente continuó incluso cuando en realidad no eran necesarias, al igual que, en tiempos más modernos, la bugia del obispo, que en un principio sirvió a un propósito totalmente práctico, con el tiempo ha llegado a ser puramente ceremonial. Es también significativo que las primeras representaciones de la Última Cena casi siempre dan importancia a la lámpara, mientras que algo de la misma clase prevalece en los primeros rudos bocetos de altares cristianos. En cualquier caso, las lámparas y arañas son visibles entre los primeros registros de regalos a la Iglesia (Vea el "Liber Pontificalis", ed Duchesne, passim; y cf. el inventario de Cirta, 303 d.C., en Morcelli, "Africa Christiana", II , 183; y Beissel, "Bilder aus der altchrist Kunst", 247).

Tanto en tiempos antiguos como en los modernos, se ha levantado contra la Iglesia el reproche de que, en su uso ceremonial de las luces, se ha apoderado sin escrúpulos de las prácticas sensuales y a menudo idólatras del paganismo; pero hay muy poca justificación real para esta acusación. Para empezar, debe ser evidente que tales elementos simples como la luz, la música, las ricas vestimentas, las procesiones, las abluciones y purificaciones, las flores, los ungüentos, el incienso, etc., pertenecen, por así decirlo, a la acción común de todo ceremonial, ya sea religioso o secular. Si va a haber alguna solemnidad del culto externo en absoluto, debe incluir al menos algunas de estas cosas, y si nos volvemos al ritual politeísta de las antiguas Grecia y Roma, o a las naciones del Lejano Oriente, o a las comparativamente aisladas civilizaciones de los aborígenes de México y Perú, encontramos que la lucha humana por la grandiosidad se manifiesta de maneras muy similares. Una multiplicidad de luces es siempre en alguna medida alegre y decorativa, y es un principio enseñado por la experiencia cotidiana que las marcas de respeto que al principio se muestran con un propósito estrictamente utilitario se consideran al final sólo como las más honoríficas, si se continúan cuando son claramente superfluas. Así, una escolta de antorchas o candeleros, lo cual es casi una necesidad en la oscuridad, y es una conveniencia en el crepúsculo, se convierte en una formalidad indicativa de respeto ceremonioso si se mantiene a plena luz del día.

Una vez más, ya que el uso de las luces era tan familiar para el ritual judío, no hay base suficiente para considerar que la Iglesia cristiana es imitativa a este respecto ya sea de las religiones de Grecia y de Roma o de la más oriental adoración a Mitra. Al mismo tiempo, parece bastante probable que ciertas características del ceremonial cristiano fueron tomadas directamente de los usos seculares romanos. Por ejemplo, no cabe duda de que la costumbre posterior de que siete acólitos con candeleros precedieran al Papa, cuando hacía su entrada solemne a la iglesia, se remonta a un privilegio que era común en el Imperio de escoltar con antorchas a los grandes funcionarios del Estado. Este derecho está expresamente reconocido en la "Notitia Dignitatum", pero también se puede encontrar en forma embrionaria en una fecha anterior, cuando el cónsul Duilio por su victoria sobre los cartagineses, en el siglo III a.C., obtuvo el privilegio de ser escoltado a su casa por una antorcha y un flautista. Sin embargo, aceptando, como incluso un historiador tan conservador como el cardenal Baronio estuvo totalmente dispuesto a aceptar, una cierta cantidad de préstamos directos de los usos paganos, esto no es objeto de reproche a la Iglesia Católica. "¿Qué ha de evitar", dice, "que las cosas profanas, cuando se santifican por la palabra de Dios, sean transferidas a fines sagrados?

Tenemos muchos ejemplos de esos ritos paganos loablemente adoptados para el servicio de la religión cristiana. Y respecto más especialmente a las lámparas y las velas, de las que estamos hablando ahora, ¿quién puede razonablemente puede encontrar culpa si esas mismas cosas que una vez se ofrecieron a los ídolos están ahora consagradas al honor de los mártires; si esas luces que se encendían en los templos los sábados ---no como si los dioses necesitasen la luz, como incluso señala Séneca (Ep. xv, 66), sino como un signo de veneración--- se iluminan en honor de la Madre de Dios; si las velas que antes se distribuían en las saturnales ahora se identifican con la Fiesta de la Purificación de María? Me pregunto ¿qué hay tan sorprendente si los santos obispos han permitido que se transfieran al culto del verdadero Dios ciertas costumbres firmemente arraigadas entre los pueblos paganos, y a las que se adhirieron tan tenazmente, y que incluso después de su conversión al cristianismo no se les induzca a renunciar a ellas? (Baronio, "Annales", ad ann. 58, n. 77).

Respecto al uso de las luces en relación directa con el Santo Sacrificio de la Misa, nos encontramos con todo el sistema de luces portátiles elaborado en el primero de los "Ordines Romani". De hecho, la clara referencia de San Jerónimo, ya citada, a llevar luces en el Evangelio, parece probable que remonta la práctica a por lo menos trescientos años antes, incluso si no podemos apelar, como lo han hecho muchas autoridades, a las palabras de los Hechos de los Apóstoles (20,7-8): “El primer día de la semana, estando nosotros reunidos para la fracción del pan, Pablo… conversaba con ellos… Había abundantes lámparas en la estancia superior donde estábamos reunidos.” No parece haber sido costumbre el colocar luces sobre el altar mismo antes del siglo XI, pero el “Ordines Romani” y otros documentos hacen claro que, muchos siglos antes de esto, los acólitos llevaban luces en procesión (vea acólito), y las ponían en el suelo o las mantenían en la mano mientras se ofrecía la Misa y se leía el Evangelio. Un decreto del llamado Cuarto Concilio de Cartago ordena que en la ordenación de un acólito se le dé un candelero, pero esta colección de cánones no pertenece, como se supuso una vez, al año 398, sino a la época de San Cesáreo de Arles (alrededor de 512 d.C.). Un poco más tarde, es decir, en el año 636, San Isidoro de Sevilla (Etymol., VII), XII, n. 29) habla de manera bastante explícita sobre el punto: "A los acólitos", dice, "en griego, se les llama Ceroferarii en latín, porque portan sus velas de cera durante la lectura del Evangelio o cuando se ofrece el sacrificio. Pues entonces ellos encienden las luces y las llevan, no para ahuyentar la oscuridad, pues el sol está brillando, sino como un signo de alegría, que bajo la forma de la luz material se puede representar aquella Luz de la que leemos en el Evangelio: Esa es la luz verdadera". Fue sólo en una fecha posterior que varios decretos sinodales requirieron el encendido de una vela primero, y después de dos, durante el tiempo de la celebración de la Misa

El uso de luces en el bautismo, la supervivencia de lo cual aún permanece en la vela que se da a los catecúmenos, con las palabras: "Recibe este luz encendida y mantén tu bautismo a fin de permanecer sin culpa", etc., también es de gran antigüedad. Probablemente está conectad de una manera muy inmediata con las solemnidades de la Vigilia Pascual, cuando se bendecía la fuente, y cuando, después de una cuidadosa preparación y una larga serie de "exámenes", los catecúmenos eran finalmente admitidos a la recepción del |sacramento. Dom Morin (Revue Bénedictine, VIII, 20; IX, 392) ha dado una excelente razón para creer que la ceremonia del cirio pascual se remonta a por lo menos el año 382 durante la vida de San Jerónimo. Además, el término photisthentes (illuminati), aplicado constantemente a los recién bautizados en los primeros escritos, muy probablemente tiene alguna referencia a la iluminación que, como sabemos por muchas fuentes, marcaba la noche del Sábado Santo. Así San Ambrosio (De Laps. Virg., V, 19), al hablar de esta ocasión, menciona "la luz deslumbrante de los neófitos"; y San Gregorio Nacianceno, en su gran "Sermón sobre el Santo Bautismo", le dice a la los candidatos que "las lámparas que ustedes encenderán son un símbolo de la iluminación con la que nos reuniremos con el Esposo, con las lámparas de nuestra fe brillando, no descuidadamente sosegados para dormir” (Orat., XL, 46; cf. XLV, 2).

Una vez más, el uso pagano de las luces en los funerales parece haber sido tomada por la Iglesia como una pieza inofensiva de ceremonia a la que se le podría dar fácilmente un matiz cristiano. La primera evidencia sobre este punto en los escritos de los Padres es particularmente abundante, comenzando con lo que nos dice Eusebio sobre el velatorio del cadáver del emperador Constantino: "Encendieron velas en soportes de oro a su alrededor, y lo cual ofrecía un maravilloso espectáculo a los espectadores, como nunca se ha visto bajo el sol desde que la tierra fue hecha" (Vita. Const., IV, 66). Del mismo modo, San Jerónimo, nos habla de las exequias de Santa Paula en el año 386: "Ella fue llevada a la tumba por las manos de los obispos, que incluso ponen en sus hombros el féretro, mientras que otros pontífices llevan lámparas y velas delante de ella" (Ad Eustoch., ep. CVIII, n. 29). Así que, una vez más en Occidente, en el funeral de San Germán de Auxerre, "El número de luces derrotan a los rayos del sol, y mantuvieron su brillo incluso a través del día" (Constancio, "Vita S. Germani", II, 24).

También es cierto que, desde un período muy temprano, se encendían lámparas y velas alrededor de los cuerpos, y luego, por una transición natural, ante las reliquias de los mártires. No es fácil decidir hasta qué punto esto fue simplemente un desarrollo del uso de las luces en los funerales, o hasta qué punto surgió de la costumbre pagana de desplegar una serie de lámparas como tributo de honor al emperador o a otros. Como hemos visto, San Jerónimo conocía esta práctica, y la defendía con algunas reservas. Este encendido de luces ante los altares, reliquias y estatuas naturalmente tuvo un gran desarrollo en la Edad Media. Legados de varias "luces" a las iglesias que el testador deseaba beneficiar generalmente ocupan un espacio considerable en los testamentos medievales, especialmente en Inglaterra.

Desde Amalario en adelante, los liturgistas medievales han escrito mucho sobre el simbolismo de las luces eclesiásticas. Que todas esas luces tipifican a Jesucristo, quien es la Luz del Mundo, es una cuestión de acuerdo general, mientras que el antiguo texto del "Exultet" hizo familiar el pensamiento de que la cera producida por las abejas vírgenes era una figura del cuerpo humano que Cristo obtuvo de su Madre Inmaculada. Por ello es natural añadir que la mecha era el emblema del alma humana de Cristo, mientras que la llama representaba su divinidad. Sin embargo, los liturgistas medievales también abundan en una variedad de otras exposiciones simbólicas, que, naturalmente, no siempre son muy coherentes entre sí.


Bibliografía: BÄUMER en Kirchenlex., s.v. Kerze; SCHROD, ibid., s.v. Licht; SCUDAMORE en Dict. Christ. Antiq., s.v.; BARONIO, Annales ad ann., 58; THALHOFER, Liturgik, I (Friburgo, 1883), 666-83; MÜHLBAUER, Geschichte und Bedeutung der Wachslichter bei den kirchlichen Functionen (Augsburgo, 1874); STALEY, Studies in Ceremonial (Londres, 1901), 169-94.

Fuente: Thurston, Herbert. "Lights." The Catholic Encyclopedia. Vol. 9. New York: Robert Appleton Company, 1910. 20 Feb. 2012 <http://www.newadvent.org/cathen/09244b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina.