Falsas Decretales
De Enciclopedia Católica
Contenido
Definición y Divisiones
Falsas Decretales o las Decretales de Pseudo-Isidoro es el nombre dado a ciertas cartas papales apócrifas que aparecen en una colección de leyes canónicas compuesta alrededor de mediados del siglo IX por un autor que, en el prefacio a la colección, usó el seudónimo de Isidoro Mercator. Para el estudiante de esta colección, la mejor, de hecho, la única edición útil, es la de Hinschius, "Decretales Pseudo-Isidorianæ" (Leipzig, 1863). Las cifras entre paréntesis que ocurren durante el curso de este artículo remiten al lector a la edición de Hinschius. El nombre "Falsas Decretales" a veces se extiende no solo a las cartas papales falsificadas por Isidoro, y que aparecen en su colección, sino toda la colección, aunque contiene otros documentos, auténticos o apócrifos, escritos antes de la época de Isidoro
La Colección de Isidoro se divide en tres títulos:
(1) Una lista de sesenta cartas o decretos apócrifos atribuidos a los Papas desde San Clemente (88-97) hasta Melquíades (311-314) inclusive. De estas sesenta cartas, cincuenta y ocho son falsificaciones; comienzan con una carta de Aurelio de Cartago en la que le solicita al Papa Dámaso (366-384) que le envíe las cartas de sus predecesores en la silla de los apóstoles; y esta es seguida por una respuesta en la que Dámaso le asegura a Aurelio que le está enviando las cartas deseadas. Esta correspondencia intentaba darle un aire de verdad a las falsas decretales, y fue la obra de Isidoro.
(2) Un tratado sobre la Iglesia primitiva y sobre el Concilio de Nicea, escrito por Isidoro, y seguido por los cánones auténticos de cincuenta y cuatro concilios. Cabe señalar, sin embargo, que entre los cánones del Segundo Concilio de Sevilla (página 438) el canon VII es una interpolación dirigida contra el corepíscopo.
(3) Las cartas principalmente de treinta y tres Papas, desde Silvestre (314-335) hasta Gregorio II (715-731). De estas, unas treinta cartas son falsificaciones, mientras que todas las demás son auténticas. Esta no es más que una descripción muy aproximada de sus contenidos y toca solo los puntos más destacados de una cuestión literaria más intrincada.
Su Carácter Apócrifo
Hoy día todos están de acuerdo en que estas llamadas cartas papales son falsificaciones. Estos documentos, por un número de alrededor de cien, aparecieron repentinamente en el siglo IX y no se mencionan en ninguna parte antes de esa fecha. Los manuscritos más antiguos existentes son del siglo IX, y su método de composición, del cual trataremos más adelante, muestra que estaban compuestos de pasajes y citas de los cuales conocemos las fuentes; y así estamos en condiciones de demostrar que el Pseudo-Isidoro hace uso de documentos escritos mucho después de los tiempos de los Papas a quienes los atribuye. Así sucede que se pone a los Papas de los primeros tres siglos a citar documentos que no aparecieron hasta el siglo IV o V; y Papas posteriores hasta Gregorio I (590-604) se encuentran empleando documentos que datan de los siglos VI, VII, VIII y la primera parte del IX. Por otra parte, hay anacronismos interminables.
Los de la Edad Media fueron engañados por esta gran falsificación, pero durante el Renacimiento, los hombres eruditos y los canonistas generalmente comenzaron a reconocer el fraude. Dos cardenales, Juan de Torquemada (1468) y Nicolás de Cusa (1464), afirmaron que los primeros documentos eran falsificaciones, especialmente aquellos que pretendían ser de Clemente y Anacleto. Entonces la sospecha comenzó a crecer. Erasmo (m. 1536) y canonistas que se habían unido a la Reforma, como Charles du Moulin (m. 1568), o canonistas católicos como Antoine le Conte (m. 1586), y después de ellos los "Centuriadores" de Magdeburgo, en 1559, hicieron la pregunta directamente ante el mundo intelectual. Sin embargo, la edición oficial del ”Corpus Juris”, en 1580, mantuvo la autenticidad de las falsas decretales, muchos fragmentos de las cuales se hallan en el “Decretum” de Graciano. Como explicación parcial de esto, es suficiente recordar el caso de Antonio Augustino (m. 1586), el mayor canonista de ese período. Augustino dudaba seriamente de la autenticidad de los documentos, pero nunca los rechazó formalmente. Sintió que no tenía suficientes pruebas a mano, por lo que simplemente evadió la dificultad. Y también debe recordarse que, debido a las irritantes controversias de la época, cualquier cosa como una discusión imparcial y metódica sobre un tema así era una imposibilidad absoluta. En 1628, el protestante Blondel publicó su estudio decisivo, "Pseudo-Isidorus et Turrianus vapulantes". Desde entonces, la naturaleza apócrifa de las decretales de Isidoro ha sido un hecho histórico establecido. En el siglo XVIII dos sacerdotes católicos, los hermanos Ballerini, señalaron la última de las falsas decretales que habían escapado a la aguda crítica de Blondel.
Cómo se Hizo la Falsificación
Isidoro era demasiado listo para inventar estos documentos in toto de su propia cabeza. En su mayor parte los plagió en sustancia y a menudo en forma. Para los antecedentes, utilizó ciertos datos como el "Liber Pontificalis", una crónica de los Papas desde San Pedro en adelante, que se inició en Roma durante los primeros veinte años del siglo VI. Por ejemplo, en el "Liber" se registra que dicho Papa emitió un decreto que se había perdido o extraviado, o que tal vez nunca existió. Isidoro aprovechó la oportunidad para proporcionar una carta pontificia adecuada para la ocasión, atribuyéndola al Papa cuyo nombre se mencionaba en el "Liber". Así su obra tenía una sombra de sanción histórica para respaldarlo. Pero fue especialmente en la forma de las letras que el falsificador interpretó al plagiario. Su obra es un mosaico regular de frases robadas de varias obras escritas por clérigos o laicos. Se calcula que esta red de citas llega a numerar más de 10,000 frases prestadas, e Isidoro logró unirlas con ese estilo suelto y fácil, de tal manera que las muchas falsificaciones perpetradas por él o sus asistentes tienen un parecido familiar innegable. Sin duda fue uno de los hombres más sabios de su época. Desde Blondel en el siglo XVII hasta Hinschius en el siglo XIX, incluso hasta hace muy poco, se han hecho esfuerzos para descubrir todos los textos utilizados en las Falsas Decretales. Constituyen toda una biblioteca. Está claro que el falsificador no pudo haber tenido a mano todo el texto del que extrajo. Debe haberse contentado con extractos, selecciones, florilegios; pero al respecto solo podemos recurrir a conjeturas.
Isidoro podría haber unido los cien documentos que había falsificado en una única colección homogénea, que habría sido exclusivamente su obra, y luego asegurar su circulación, pero, como hombre inteligente que era, eligió un plan diferente. Para desviar las sospechas, insertó o interpoló todas sus falsificaciones en una colección ya existente. Había una colección canónica genuina que se había preparado en España alrededor de 633, y se conocía como la "Hispana" o española. Contenía (cf. Migne, P.L., LXXXIV, 93-848) en primer lugar todos los textos de los concilios desde el de Nicea; en segundo lugar, las decretales de los Papas desde Dámaso (366-384). Isidoro tomó el volumen y le prefijó las primeras sesenta de sus decretales falsificadas desde Clemente hasta Melquíades inclusive; estas ahora se convirtieron en la primera parte de la colección de Isidoro.
Como parte II de su colección, retuvo la parte I de la colección Hispana, es decir, la verdadera colección de concilios desde Nicæa (325). Y como la parte III de su nuevo volumen añadió la parte II de la antigua Hispana, es decir, las cartas pontificias genuinas desde el Papa Dámaso, pero insertó aquí y allá entre ellas las cartas que había falsificado bajo los nombres de los diversos Papas entre Dámaso y Gregorio I (590-604). Sin embargo, todavía no estaba seguro. Entonces, para darle una apariencia más imponente a la obra, insertó otros documentos no falsificados por él, sino que los tomó prestados de otras colecciones de leyes canónicas. Además de todo esto, interpoló muchas adiciones a documentos auténticos y agregó varios prefacios para reforzar el fraude. Para simplificar esta descripción se ha asumido que el falsificador utilizó el texto no adulterado de la Hispana. Pero, de hecho, usó una edición en francés, y una muy incorrecta, de la Hispana, y que debido a esto se conocía como la "Hispana Gallica", o Hispana francesa, que nunca ha sido editada, y que se encuentra en el Manuscrito 411 de los Documentos Latinos en la Biblioteca de Viena. Además, el falsificador manipuló el texto de esta Hispana francesa, de modo que su copia se convierte, por así decirlo, en una tercera edición o revisión de la antigua Hispana. Esta se conoce como la "Hispana Gallica Augustodunensis", o "de Autun", llamada así porque el manuscrito latino 1341 de el Vaticano que lo contiene vino de Autun. Esta colección también ha permanecido sin editar.
La colección isidoriana fue publicada entre 847 y 852. Por un lado debió haber sido publicada antes de 852, porque Hincmar cita la falsa decretal de Esteban I (p. 183) entre los estatutos de un concilio (Migne, P.L., CXXV, 775), y por otro lado no pudo haber sido publicada antes de 847 porque hace uso de las capitulares falsas de Benito Levita, que no se concluyeron hasta después del 21 de abril de 847. En cuanto al lugar donde se forjaron las Decretales, todos los críticos coincidieron en que fue en algún lugar de Francia. Los documentos utilizados por el falsificador, y especialmente aquellos relacionados más cercanos a su propia época, son casi todos de origen francés. Y, como ya hemos señalado, el marco elegido para las falsificaciones fue la edición francesa de la Hispana. También hace uso de la colección "Dionisio-Hadriana", que era el código de la Iglesia franca, y de la colección Quesnel, que era de origen francés. Además, se refiere a los concilios de Meaux, de Aquisgrán de 836 y al de París de 829, etc. Sobre asuntos legales, cita el "Breviarium" de Alarico. Cuando se refiere a asuntos civiles, ilustra los de Francia. Por último, fue en Francia que su obra se citó por primera vez, y allí tuvo su mayor boga. Pero mientras los críticos concurren en que la falsificación se hizo en Francia, difieren ampliamente en cuanto a fijar la localidad. Algunos están a favor de Le Mans y la provincia de Tours; otros se inclinan hacia la provincia de Reims. Tendremos ocasión de referirnos a estas diferencias más adelante; por el momento, podemos estar satisfechos de que las falsas decretales se forjaron en el norte de Francia entre 847 y 852.
Ahora, ¿cuál era la condición de la Iglesia en Francia en ese momento? Solo unos pocos años después del Tratado de Verdún (843), que puso un cierre definitivo al imperio carlovingio al fundar tres reinos distintos. La cristiandad fue presa de la embestida de normandos y sarracenos; pero en general la era de la lucha civil había terminado. En los círculos eclesiásticos todavía se hablaba de la reforma, pero apenas se esperaba. Fue especialmente después de la muerte de Carlomagno (814) que se comenzó a considerar la reforma, pero los abusos a corregir databan de mucho antes de la época de Carlomagno y se remontaban a los inicios de la iglesia franca bajo los merovingios. El gobierno personal del rey o emperador tenía muchos inconvenientes serios por motivos religiosos. En la mente de los obispos, la reforma y la libertad eclesiástica eran idénticas, y requerían esta libertad tanto para sus personas como para la Iglesia.
Sin duda, el gobierno de Carlomagno había sido ventajoso para la Iglesia, pero fue no obstante una protección opresiva y caramente comprada. La Iglesia estaba francamente sujeta al Estado. Carlomagno usurpó las iniciativas que deberían haber sido la función adecuada del poder espiritual; convocaba sínodos y confirmaba sus decisiones; se deshizo en gran medida de todos los beneficios eclesiásticos; y presidía los tribunales eclesiásticos en asuntos de importancia. Durante la vida del gran emperador, estos inconvenientes tuvieron sus ventajas compensatorias y fueron tolerados; la Iglesia tenía un poderoso partidario a sus espaldas. Pero tan pronto él murió, la dinastía carolingia comenzó a mostrar signos de una debilidad cada vez mayor, y la Iglesia, vinculada y subordinada al poder político, fue arrastrada a la consiguiente desunión y lucha civil. La propiedad de la Iglesia excitó la codicia de las diversas facciones, cada una de ellas deseaba utilizar a los obispos como herramientas, y cuando llegó la derrota, los obispos del lado vencido quedaban expuestos a la venganza de sus adversarios. Se les radicaban cargos y se dictaban sentencias, y en los sínodos gobernaba no el derecho canónico, sino las exigencias políticas. Era el triunfo del elemento laico en la Iglesia.
Incluso, cuando llegó el éxito tuvo sus inconvenientes. Para dedicarse a cuestiones políticas, los obispos tuvieron que descuidar sus deberes espirituales. Se veían con más frecuencia en las embajadas que en las visitas. Tuvieron que nombrar auxiliares, conocidos como corepíscopos, como suplentes en sus diócesis. ¿Por qué sorprenderse, entonces, de que estos abusos dieran lugar a quejas? Especialmente después de 829, los obispos clamaban por la libertad eclesiástica, por garantías legales, por la inmunidad de la propiedad eclesiástica, por la regularidad de la administración de la iglesia, por la disminución del número de corepíscopos y de sus privilegios. Pero todo en vano; los nobles carolingios, que se beneficiaban de estos abusos, se oponían a la reforma. Impotente para mejorarse, ¿podía la Iglesia franca contar con Roma? En ese mismo momento, la situación del papado no era de ninguna manera inspiradora; la Iglesia en Roma estaba en gran medida sujeta al poder laico en manos de los missi imperiales. Sergio II (844-847) no ha escapado al reproche de simonía. León IV (847-855) tuvo que defender su persona como cualquier simple obispo franco. Ante una situación tan miserable, las prescripciones jurídicas de Isidoro fueron ideales.
El Derecho Canónico según las Falsas Decretales
Aquí no nos ocuparemos de toda la colección, sino solo de las leyes que aparecen en los documentos falsificados. Para comenzar, hay que señalar que las prescripciones de Isidoro tienen que ver con un número muy limitado de casos y se repiten una y otra vez bajo formas ligeramente diferentes. Sin embargo, el sistema legal del falsificador está lejos de tener una cohesión perfecta; dentro de ella encontraremos inconsistencias, e incluso contradicciones. En la siguiente sinopsis, que es necesariamente corta, no se toma nota de estos tropiezos legales de Isidoro; nos contentamos simplemente con resumir las enseñanzas de las falsas decretales, bajo sus títulos principales.
En asuntos relacionados con las relaciones de los poderes políticos y eclesiásticos, Isidoro expone las ideas ordinarias de su época sobre la supremacía de lo espiritual sobre la autoridad temporal. Por su propia autoridad, el gobernante no puede convocar un sínodo regular; para eso debe tener la autorización del Papa (p. 228); ese es un requisito nuevo. Un obispo no puede ser acusado ni condenado ante un tribunal secular (págs. 98, 485). El Código Teodosiano, del cual el falsificador toma prestado en este asunto, otorgó el privilegium fori solo para faltas menores. Sobre tales asuntos, la ley franca no era muy explícita y estaba abierta a diversas interpretaciones. Lo que es novedoso en Isidoro es el carácter general de la ley que retira a los obispos de los tribunales seculares. Por otra parte, reconoce en los obispos una cierta jurisdicción en asuntos seculares, la cual ya había sido reconocida por el derecho romano. Luego procede a tratar sobre la inmunidad de la propiedad eclesiástica, que no se puede apartar de su propósito original sin incurrir en sacrilegio.
La evangelización de la cristiandad es una historia compleja que la crítica moderna nos ha contado de nuevo, al mostrar la lenta marcha hacia adelante de la fe. Pero las ideas de Isidoro al respecto fueron las de su época y, por lo tanto, en su mayor parte legendarias. Según él, la organización de las parroquias fue establecida por Clemente de Roma, ya para finales del siglo I, y debía ser modelada según las divisiones eclesiásticas de Roma y de las catacumbas. Esto significaba que las diócesis también eran una institución primitiva, y que las divisiones metropolitanas también existían en tiempos primitivos. Se pensaba que los apóstoles habían aceptado las divisiones territoriales del Imperio Romano, que se habían transmitido desde entonces como provincias eclesiásticas; no hay mucha base histórica para tal explicación. Es razonable pensar que en Isidoro debemos distinguir claramente entre esta fantástica visión de la historia y su explicación de la organización jerárquica. En todos los puntos esenciales, el falsificador reproduce las ideas en boga de su época.
Pero merece atención cuando habla de los corepíscopos, o aquellos obispos auxiliares que ya mencionamos arriba. Según él, son usurpadores; en cuanto al poder del orden, tienen órdenes sacerdotales y nada más. Toda función episcopal ejercida por ellos es nula; todos sus actos sacramentales deben ser repetidos. De hecho, Isidoro estaba equivocado; los corepíscopos tenían pleno poder de orden y podían administrar válidamente tanto la confirmación como la ordenación. Isidoro falsificó tanto la teología como las cartas. Declara vehementemente la autoridad de los obispos; esa es su gran preocupación; para él no cuenta nada más (págs.. 77, 117, 145, 243). El obispo es monarca en su propia diócesis, pero no está solo; hay un vínculo que lo une a sus vecinos, y así tenemos la idea del metropolitano. La capital de cada provincia eclesiástica tiene el derecho o título jurídico a ser el centro de asamblea para los obispos; este derecho se deriva de la división primitiva hecha por los Papas. La provincia ha de ser gobernada por el concilio provincial, presidido por el metropolitano. Sobre las prerrogativas de este dignatario, Isidoro reproduce las prescripciones de la ley antigua anterior al siglo VIII. Después de mediados del siglo VIII, los metropolitanos habían aumentado sus prerrogativas e Isidoro intenta ignorar esta situación de facto; para él solo cuentan los textos canónicos; el metropolitano es primus inter pares, y no puede hacer nada sin el consentimiento de sus colegas. El falsificador procede a mencionar las jurisdicciones superiores, la de los primados y los patriarcas. Pero sobre estos asuntos muestra un ligero conocimiento del gobierno de la iglesia en África y en el Oriente, y tenemos uno de los ejemplos más evidentes de su incoherencia.
Autoridad del Papa
En los muchos textos que tratan sobre el Papa Isidoro es fiel a su tarea de plagiar. Muy a menudo copia pasajes tomados de fuentes antiguas. Este hecho por sí solo ayuda en gran medida a explicar su insistencia en los derechos del papado. En muchos casos, Isidoro no es más que el portavoz que repite los dichos de los Papas anteriores, y sabemos cuán claros e intransigentes fueron esos primeros Papas sobre la cuestión de sus prerrogativas. Por ejemplo, recordemos a los Papas entre Inocencio I (401-417) y Hormisdas (514-523) y la serie de sus declaraciones. Todo eso era bien conocido en el siglo IX, al menos en teoría; y todo fue incluido por Isidoro. Pero en las relaciones entre el Papa y los obispos muestra una cierta inconsistencia. Siguiendo la enseñanza tradicional, declara que el apostolado y el episcopado fueron instituidos directamente por Jesucristo. Sin embargo, a veces parece estar a punto de negar la potestas ordinarias de los obispos. Hace que el Papa Vigilio (p. 712) diga: "Ipsa namque ecclesia quæ prima est ita reliquis ecclesiis vices suas credidit largiendas ut in partem sint vocatæ sollicitudinis non in plenitudinem potestatis."
Tomando este pasaje estrictamente y por sí mismo, parecería negar las potestas ordinarias de los obispos. Pero, sin embargo, la oración no es una falsificación intencional; es simplemente otro caso en el que Isidoro es un plagiador. Se había apoderado de un famoso texto de San León (Migne, P.L., LIV, 671), dirigido al obispo de Tesalónica. Desde finales del siglo IV, este obispo había sido nombrado por los Papas como su representante en la provincia de Iliria. De ahí que el obispo de Tesalónica ejercía por delegación ciertos derechos que pertenecen a los Papas en estos países debido a su título de Patriarca de Occidente. Alrededor de 446 San León tuvo que censurar al obispo de Tesalónica, no en su carácter de obispo, sino como legado, o vicario, de la Santa Sede. Y en esa ocasión el Papa le señaló a su vicario en Iliria que él había recibido solo una delegación parcial, no la plenitud del poder. Está claro, entonces, que el texto en cuestión se refiere a una relación peculiar entre el ¨Papa y un obispo especial. Dirigidas al vicario de Iliria, las palabras de San León son bastante exactas; pero, aplicadas a todos los obispos, dejan de serlo, y podría crear fácilmente una gran confusión. Isidoro exige, además, que los concilios provinciales se realicen a intervalos regulares. Él afirma que el Papa tiene el derecho a autorizar la convocación a todos los concilios y a aprobar sus decisiones. Establecidos de esta forma general e imperativa, estas pretensiones eran algo nuevo. Nada como eso había sido de obligación para la celebración de los concilios provinciales; en cuanto a la aprobación de los decretos de los concilios, era una ocurrencia común en la antigüedad. Cuando los asuntos de grave importancia estaban en tela de juicio, los Papas reclamaban el derecho de aprobación, pero no había ningún precepto formal o en general afirmando tal derecho. Y en cualquier caso, la legislación de Isidoro sobre ello nunca se convirtió en la práctica.
Juicios Eclesiásticos
El procedimiento a seguir en el juicio de eclesiásticos es de especial interés para Isidoro. Según él, el juzgamiento de los clérigos de todos los rangos hasta el sacerdocio inclusive pertenece, como último recurso, a los concilios provinciales y a los primados. No dice nada sobre las apelaciones de los sacerdotes a Roma, y en esto concurre con el decimocuarto canon del Concilio de Sárdica. A propósito de los juicios de obispos, muestra una cierta inconsistencia en su legislación. Por un lado, defiende la ley tal como existía antes de su época, y por otra parte establece una nueva ley; por lo tanto nos encontramos con dos series de textos difíciles de conciliar.
La primera serie está de acuerdo con la ley existente. Un concilio provincial es el juez ordinario de los obispos. El Papa sólo interfiere en la apelación que le haga una de las partes interesadas. Sin embargo, en el caso en que la imparcialidad del juez sea seriamente dudosa, el obispo no tiene por qué esperar a que el concilio dicte sentencia, sino que puede llevar su caso directamente a Roma. Dicho de este modo general, la última disposición es nueva; pero ya que se basa en la idea de la simple justicia, no es del todo ajena a la ley eclesiástica antigua. Estaba expresamente mencionada en el derecho romano, de donde Isidoro la tomó prestada. ¿Cómo puede el Papa ponerse a escuchar una apelación? La ley antigua no lo excluía, pero no hacía provisión para que la sentencia se dictase en Roma misma. Se reconocía el derecho del Papa a nombrar un tribunal de apelación compuesto por obispos de la vecindad del acusado; por otra parte, tenía el derecho a ser representado allí por un legado, que, naturalmente tendría un rol preponderante en el juicio.
Tales fueron las decisiones del Concilio de Sárdica. Sin embargo, como cuestión de hecho, desde el siglo V tenemos casos donde el Papa convocaba apelaciones episcopales a ser oídas en la misma Roma. Así que no es una gran sorpresa que Isidoro dejase al Papa libre para decidir dónde se llevaría a cabo el juicio decisivo. Pero, como hemos señalado, al lado de esta primera serie de decisiones a lo largo de las líneas de la antigua ley, nos encontramos con otra serie, que establece una nueva ley. En ella se dice que en el juicio de los obispos, la función del concilio provincial se limita a escuchar a ambas partes del caso y remitirlo al Papa para el juicio. Solo se puede dictar sentencia con su aprobación. Esta es una legislación nueva, pero una vez más Isidoro no está realmente inventando; él está solo dando una expresión clara y directa a las tendencias de su época. A la vista de los peligros creados para los obispos por disturbios políticos, por el temor a ser condenado por opiniones partidistas o por motivos de venganza, los propios obispos estaban ansiosos de que los cargos contra ellos no se decidiesen sin la aprobación del Papa.
Una de las peculiaridades más características de las Falsas Decretales es el procedimiento establecido para el juicio de los obispos. Isidoro declara una y otra vez que fue la voluntad de los apóstoles que haya el menor número posible de cargos radicados contra los obispos, y que, cuando los haya, su juicio se debe hacer lo más difícil posible. Este es un punto digno de recordar: la acusación de obispos sería una cosa difícil, su defensa un asunto fácil. Cuando se sistematiza la legislación de Isidoro sobre este punto, obstaculizaba tan eficazmente cualquier acción judicial contra un obispo que el lector está casi inclinado a tratarlo como una broma. Sin embargo, debemos ser justos; todo esto no fue invención por parte de Isidoro. En lo esencial, su procedimiento reproduce los requisitos del derecho romano; que se aproxima a las decisiones de los apócrifos romanos de la época de Símaco (498-514), e impone tributo a partir de las leyes de los reinos bárbaros. En un caso de este tipo, algo como una crítica cuidadosa y completa requiere que se preste gran atención a la cuestión de las fuentes empleadas. Isidoro acumula obstáculos contra la acusación de los obispos, pero los obstáculos no son todos de la propia invención de Isidoro. Cualquier obispo despojado de su sede mediante la violencia, y que fuese citado a los tribunales, tenía derecho a presentar el alegato de actio spolii, es decir, recurrir al hecho de la desposesión a fines de evitar el juicio, hasta que él hubiese sido restablecido provisionalmente a sus posesiones y dignidades. Esta apelación antes del juicio es uno de los puntos principales del procedimiento de Isidoro. El único que es competente para presentar una acusación contra un obispo es el concilio de su provincia. Los tribunales extranjeros están excluidos, y el concilio provincial debe tener un quórum completo. La acusación debe hacerse en presencia de acusados y acusadores. Si una de las partes interesadas se ausenta, toda la máquina judicial se detiene.
Las siguientes son las reglas que rigen las acusaciones. Un laico no puede presentar cargos contra un obispo. Esta regla, que aparece también en los apócrifos romanos de la época de Símaco, puede explicarse por el estatus judicial diferente de clérigos y laicos en la época de Isidoro. Los clérigos eran juzgados de acuerdo con el derecho romano, mientras que muchos laicos estaban sujetos al derecho germánico y el procedimiento bajo estas dos leyes era diferente e incluso hostil. Además, a veces los laicos no le reconocían a los clérigos el derecho de acusarlos en los tribunales; y así los clérigos bien podían declarar incompetentes a los laicos en sus tribunales. Entonces, también, no hay que perder de vista que el principio de Isidoro nunca se observó en la práctica; siempre se encontró un modus agendi.
El segundo principio de Isidoro fue que un clérigo nunca podía radicar un cargo contra su superior. Así es evidente que el número de posibles acusadores se volvía muy restringido. La acusación no debía ser por escrito, sino oralmente. Podían presentar cargos sólo aquellos que cumpliesen las condiciones excepcionales respecto al rango y la posición; de esta manera era fácil deshacerse de un acusador problemático. Los testigos debían ser de igual mérito que el acusador, y se requerían setenta y dos testigos para condenar a un obispo. De nuevo, esto no es una invención de Isidoro. Era una vieja costumbre que un obispo solamente podía ser condenado por un concilio de setenta o setenta y dos obispos. Los números son una alusión a cualquiera de los setenta ancianos del pueblo judío o a los setenta y dos discípulos. Pero Isidoro se las ingenió para complicar la situación al aplicar el número de los testigos; aunque incluso si se aplicaba a los jueces, en la práctica no se disminuiría la dificultad. No era cosa fácil reunir un tribunal tan numeroso. En el siglo IX Focio declaró que estos dos números tradicionales no eran necesarios; en todo caso, la legislación de Isidoro nunca se aplicó. La audiencia de las acusaciones sigue al derecho romano, y se redactaron regulaciones minuciosas para asegurar todo el alcance y la imparcialidad necesarios para los argumentos a favor y en contra. Cualquier admisión de culpabilidad tenía que ser absolutamente espontánea y era inválida cualquier firma obtenida por la fuerza.
En su prefacio Isidoro declara el propósito de su obra. Su objetivo es construir una colección de cánones más completa que cualquier otra mediante la unión de todos los cánones dispersos entre las varias colecciones existentes. ¿Qué debemos pensar de esta declaración? Hay algo de verdad en ella, pero su colección adquiere un carácter muy particular por el hecho de que incluye un centenar de documentos falsificados en el taller de Isidoro. Él podría fácilmente haber hecho esa más completa colección sin tener que recurrir para ello a la falsificación de documentos. Y, de hecho, ¿es su colección más completa que cualquiera otra? Incluso un examen somero pronto muestra que hay muchas lagunas en esta colección de derecho canónico. Omite la mención de muchos asuntos importantes: el gobierno de las parroquias rurales, los beneficios eclesiásticos, los diezmos, la simonía, la vida monástica, las cuestiones relativas a los privilegios de leyes matrimoniales y dispensas y el palio. El gobierno de las parroquias y la cuestión de los beneficios eran de vital interés cuando en la época de Isidoro. Aunque no tan aguda como durante los siglos X y XI, estos puntos de ley se convirtieron en ocasiones de conflicto entre la Iglesia y la sociedad feudal en curso de formación. Ya preocupaban las mentes de los hombres, y como Isidoro no se refiere a ellos apenas puede reclamar el haber deseado proveer un código eclesiástico completo.
Así que esto nos lleva a concluir que tenía en miras un objeto muy especial al componer su código parcial. ¿Cómo descubriremos cuál era ese objeto? Evidentemente, mediante el examen de los documentos que forjó; en ellos, en todo caso, se han de encontrar sus ideas dominantes. Y tal examen no es en absoluto difícil después de lo que acabamos de decir respecto a la parte legal de las Falsas Decretales. El objeto de Isidoro está tan claramente definido que para descubrirlo no se requiere ningún análisis complicado. Su principal objetivo era asegurar la dignidad y la fecundidad de la función episcopal. En su opinión, la diócesis es el centro que da vida a todo el organismo eclesiástico, y la vitalidad de ese centro es su principal preocupación. Toda su legislación tiene el mismo objeto. Pero tal vez se puede argumentar que, mientras, de hecho, él está preocupado por salvaguardar la autoridad de los obispos, está incluso más ansioso por aumentar la del Papa. Durante mucho tiempo esta opinión tuvo el favor tanto de galicanos como de protestantes, pero ya no está en boga. En nuestros días los críticos, en general, están de acuerdo en que el objeto inmediato de Isidoro era ganar el respeto para la autoridad episcopal. Si trata sobre las prerrogativas del Papa, nunca es en los intereses de Roma, sino siempre en los de los obispos. Fue por esto que trató de facilitar las apelaciones a Roma. Pero en su idea el rol del Papa no debe restringir los derechos de los obispos.
Se ha observado que Isidoro no menciona el poder temporal de los Papas, y que nunca piensa en convertir en ganancia la alegada donación de Constantino a la Iglesia de Roma, ni parece apuntar a incrementar el protectorado francés en Roma. Sin embargo, si el objeto hubiese sido favorecer a la Santa Sede, su obra habría sido muy diferente. Ahora, si comparamos estos objetivos de Isidoro con la situación real de la Iglesia franca cuando el falsificador estaba realizando su obra, entre los años 847 y 852, será evidente que las Falsas Decretales se oponen directamente a los principales abusos de los cuales los obispos eran víctimas en esa época: la condena de carácter político, el abandono de la función episcopal y el establecimiento del corepíscopo. Esto explica las lagunas en el código eclesiástico de Isidoro; estaba peleando contra abusos y flagrantes. Un contemporáneo está siempre en desventaja al formar una opinión clara de su época, de esas causas profundas de las cuales la acción lenta pero medida debe inevitablemente transformar la sociedad. Y de ahí que Isidoro se limitó a las cosas que estaban más o menos en la superficie de la vida cotidiana en torno a él. Si él previó otros peligros en el camino de la Iglesia, ciertamente que no hizo ningún intento para prevenirlos.
Sin embargo, siegue siendo cierto que Isidoro fue un falsificador; pero hay falsificadores y falsificadores. No olvidemos que las Falsas Decretales provienen del mismo taller que las capitulares forjadas de Angibramne (Angilram) y las falsas capitulares de Benito Levita. Cuando se forjaron las capitulares, fue solo un paso natural hacia la invención de cartas papales. Para esta nueva obra Isidoro le debió mucho al “Liber Pontificalis”, o crónica de los Papas. Así, cuando el “Liber” nos dice que tal Papa emitió tal decreto que se perdió hace tiempo, el falsificador señalaba el hecho y se ponía a trabajar para inventar un decreto para su colección a lo largo de las líneas insinuadas por el "Liber". Este es un método bien conocido en el trabajo diplomático, y uno que nos ha dejado el acta rescripta, de las cuales tenemos muchos especímenes en las estatutos antiguos. Las acta rescripta son documentos que, en una muy fecha muy posterior a la que llevan, y debido a que los originales o copias antiguas de ellos se dañaron o perdieron, eran redactados con la ayuda de los remanentes de los originales, o de extractos o análisis de ellos, o a veces a partir de la mera tradición respecto a su contenido (cf. Giry, "Manuel de diplomatique", París, 1894, págs. 12, 867, etc.). En opinión de Isidoro, muchas de las decretales falsas eran simplemente tales acta rescripta. No era un procedimiento muy honesto, e Isidoro estaba lejos de ser escrupuloso. Con una leve modificación se podría decir de él lo mismo que de otro falsificador en el siglo XVII, el asusto padre Jerome Vignier: "Él era el mentiroso más grande en París." Pero a los hombres del siglo IX no se les debe juzgar de acuerdo a las ideas modernas de moralidad literaria; ni se puede mirar a las Falsas Decretales como una obra puramente literaria; ellas son un hito en la evolución de la ley.
En toda sociedad la ley se desarrolla o evoluciona al igual que las demás cosas, pero bajo condiciones propias, y paso a paso con la vida social que regula y con la que debe seguir el paso con el fin de regularla. El estado de la sociedad, el conjunto de sus costumbres, cambian más o menos de acuerdo con la hora y el lugar, y nunca son estacionarias. Y los cambios leves, cuando se multiplican en cualquier grado, terminan causando una brecha entre la legislación anterior y las necesidades recién nacidas de una sociedad cambiante. Las leyes escritas ya no cumplen con los requisitos del estado social que deben regular, y se hace necesario un reajuste de las disposiciones legales. La historia nos muestra que esto puede llevarse a cabo de muchas maneras, de acuerdo con la naturaleza del cambio deseado y el entorno en el que se desarrolla. Puede efectuarse mediante la sustitución gradual de aquellas leyes que se han vuelto anticuadas o con menos valor por otras nuevas, por lo que se conoce como una interpretación creativa de las leyes vigentes de lo cual tenemos muchos ejemplos en el derecho romano; y también, en casos desesperados, el cambio puede surgir por falsificaciones, cuando ningún otro medio parece practicable. Ahora bien, a mediados del siglo IX, las reglas de la legislación canónica no parecían ser las mejores posibles para cumplir con el estado actual de los asuntos eclesiásticos. Los concilios de reforma del siglo IX habían tratado de crear las nuevas leyes exigidas por la situación, pero el poder laico había bloqueado el camino. Y así la evolución de la ley, al encontrar un obstáculo para su crecimiento en un lado, se vio obligado a buscar la libertad en el otro. Incapaz de avanzar de una manera normal, un canonista, cuyas intenciones eran más encomiables que sus actos, consideró llamarlo para ayudar al falsificador. Es imposible perdonar tales falsificaciones, pero la historia del caso nos pone en mejor posición para juzgarlos, e incluso descubrir circunstancias atenuantes a su favor, al enfatizar las fuerzas poderosas en acción en la sociedad de esa época, y las cuales actuaban con lo que podemos llamar el fatalismo histórico. Además, las Falsas Decretales son obra del esfuerzo privado y no tienen carácter oficial. Hace mucho tiempo se abandonó la teoría de que fueron planificadas en Italia. Ellas son de origen puramente gálico, y si engañaron a la Iglesia, la Iglesia las aceptó de buena fe y sin ningún tipo de complicidad.
Su Difusión
Vimos arriba, en el caso de Hincmar, que ya para 852 los francos conocían las falsificaciones de Isidoro. En Alemania se oyó de ellas un poco más tarde. Encontramos rastros de ellas en las actas de los concilios de Alemania que datan del de Worms en 868, pero en España no encontramos ninguna referencia a ellas, y parece que apenas se conocían allí. Encontraron su camino hacia Inglaterra hacia fines del siglo XI, probablemente a través de Lanfranco, arzobispo de Canterbury.
Su recepción en Italia es de mayor importancia. Ocurrió probablemente durante el pontificado de Nicolás I (858-867). Parece cierto que él conocía las decretales, y es posible que haya tenido copia de ellas, y mostró prueba de ello con ocasión de la apelación a Roma hecha por el obispo Rothade de Soissons, quien había tenido dificultades con su metropolitano, Hincmar de Reims. Rothade llegó a Roma a mediados de 864. Ya había presentado su apelación al Papa, pero ahora explicó su caso en detalle. Le interesaba citar la autoridad de las Falsas Decretales, y no dejó de hacerlo. Esto lo demuestra una carta escrita por Nicolás I el 22 de enero de 865, que trata sobre la apelación de Rothade. El Papa Adriano II (867-872) estaba familiarizado con ellas, y en una carta fechada 26 de diciembre de 871 aprueba el traslado de Actardo, obispo de Nantes a la sede metropolitana de Tours, y cita a propósito una de las falsas decretales. Las citas hechas por Esteban V (885-891) no son una prueba concluyente de que él utilizó directamente el texto de Isidoro; y lo mismo puede decirse de referencias ocasionales durante el siglo X, que aparecen en las cartas de los Papas o de los legados papales. Sin embargo, otros autores en Italia muestran menos reserva en el uso de las Falsas Decretales. Así, a fines del siglo IX y principios del siglo X, Auxilio las cita en los tratados que escribió en defensa de las ordenaciones realizadas por el Papa Formoso (891-896). Es cierto que Auxilio nació entre los francos, al igual que Rathier, obispo de Verona, que también cita a Isidoro. Attone de Vercelli, sin embargo, era italiano y lo cita.
A finales del siglo IX y durante el X, los extractos de las Falsas Decretales comienzan a incluirse en las colecciones de derecho canónico —en la colección dedicada al obispo Anselmo de Milán, en la colección Réginon alrededor de 906, entre los decretos de Burcardo, obispo de Worms. Sin embargo, hasta mediados del siglo XI las falsas decretales no obtuvieron una posición oficial en la legislación eclesiástica. No eran más que una colección hecha en la Galia, y fue solo bajo Leo IX (1048-1054) que se posesionaron firmemente en Roma. Cuando el obispo de Toul se convirtió en Papa y comenzó la reforma de la Iglesia mediante la reforma de la Curia Romana, él llevó consigo a Roma la colección apócrifa
Anselmo de Lucca, amigo y consejero de Gregorio VII, compuso una extensa colección de cánones entre los cuales figuran ampliamente los de Isidoro. Lo mismo sucedió en el caso de la colección del Cardenal Deusdedit realizada casi al mismo tiempo. Y finalmente, cuando en 1140, Graciano escribió su "Decreto", tomó prestado en gran medida de la colección de Isidoro. De tal manera ganó un importante lugar en las escuelas de leyes y jurisprudencia. Es cierto que la colección de Graciano nunca tuvo la sanción de ser el texto oficial de la ley eclesiástica, pero se convirtió en el libro de texto de las escuelas del siglo XII, e, incluso con las Falsas Decretales añadidas, retuvo un lugar de honor con la facultad de derecho canónico. Fue el que proporcionó el texto del instructor "cotidiano" sobre las cosas más esenciales a ser conocidas. Y la facultad de derecho se denominó a sí misma facultad del decreto; lo cual muestra cuán importante fue el lugar que se le dio en las escuelas a los textos isidorianos insertados en las decretales.
Influencia
Durante mucho tiempo, los galicanos y los protestantes enfatizaban la innovación contenida en estos apócrifos y en los derechos, totalmente novedosos, que conferían a los Papas y que nunca habrían existido si no hubiera sido por estas falsificaciones. Hoy en día se entiende que el objetivo de Isidoro fue bastante diferente. Su principal preocupación era defender a los obispos; y si el papado se benefició con lo que hizo, se puede demostrar que fue una consecuencia necesaria de que el Papa fuera hecho campeón del obispo. Y aunque debe admitirse que los Papas se beneficiaron con las falsificaciones, su buena fe está fuera de toda duda. Isidoro escribió muy lejos de Roma; engañó a sus propios vecinos en Francia, y entre ellos al erudito Hincmar de Reims. ¿Qué maravilla, entonces, de que también engañase a los Papas, cuando su trabajo fue llevado a Roma por Rothade de Soissons alrededor del verano de 864?
Es cierto que muchos han insinuado que Nicolás I erró contra la veracidad; que afirmó falsamente que los textos de Isidoro aparecían en los archivos de la Iglesia Romana, una afirmación no solo inexacta, sino falsa (Jacques-Paul Migne |Migne]], P.L., CXIX, 901). Pero, de hecho, sus palabras no necesariamente significan eso en absoluto. Lo que dice se refiere igualmente a las decretales auténticas no incluidas en la colección Dionisio-Adriana. No es justo acusar de falta de veracidad a un hombre de carácter como Nicolás I debido a la dudosa interpretación de un texto oscuro. Y si una interpretación desfavorable se acepta como verdadera, la culpa recae en el diseñador de las cartas pontificias, el famoso Anastasio Bibliotecario. Otra razón para no cuestionar la honestidad de Nicholas I bajo las circunstancias es que no tenía necesidad; no tenía ningún interés en aprobar las cartas de Isidoro. De hecho, él es mucho más reservado en su trato con ellas que los obispos francos en ese mismo momento. En esa misma carta, del 22 de enero de 865, les señala su inconsistencia: como, cuando es para su propio interés, citan las cartas de los primeros Papas (es decir, las falsificaciones de Isidoro), y cuando las cartas son desfavorables para ellos, las repudian.
Vimos arriba que, según el sistema judicial de Isidoro, un obispo desposeído de su sede mediante la violencia y luego llevado a los tribunales tenía el derecho de alegar el hecho del despojo para evitar comparecer ante los tribunales, y que primero debía ser restaurado provisionalmente a sus posesiones y honores para poder organizar adecuadamente su defensa. Sin duda que Isidoro no inventó todo esto. El derecho romano y el canónico le proporcionaron precedentes e incluso leyes para ello. Pero hizo de ese procedimiento un factor esencial en el derecho canónico. Y es un hecho indudable que desde el año 864, en casos como el que nos referimos, las ideas y expresiones de Isidoro ejercían una marcada influencia en la conducta y las decisiones de Nicolás I. No hay nada que requiera críticas adversas en todo esto en lo que a Nicolás respecta. Como norma legislativa, estaba totalmente a favor de los obispos. Desde otro punto de vista, es importante considerar si, en las apelaciones de los obispos a Roma, la conducta de Nicolás I estuvo realmente influenciada por las falsificaciones de Isidoro.
Lo que ya hemos dicho sobre las metas y objetivos del falsificador limita en gran medida el alcance de esta cuestión. Como parte de una legislación general dura y rápida, el método de procedimiento de Isidoro era bastante nuevo; pero la práctica de los Papas y la costumbre de los tribunales eclesiásticos proporcionaron precedentes que más o menos confirmaban los principios establecidos por Isidoro. Por lo tanto, vemos que si Nicolás I utilizó los apócrifos para justificar su enseñanza sobre las apelaciones a Roma, necesariamente debemos admitir que se basó en un documento falsificado; pero aun así no deberíamos estar obligados a admitir que fue influenciado por la enseñanza totalmente ajena a la antigüedad eclesiástica, sino solo que por medio de Isidoro se puso en contacto con una enseñanza que se parecía mucho a la de León I y Gelasio I, dos Papas del siglo V.
Y, de hecho, ¿obtuvo Nicolás I su enseñanza sobre las apelaciones a partir de estos apócrifos? No tenemos prueba de que así fuese. Su firme y sólida convicción de los derechos de la Santa Sede no tenía nada que aprender de los débiles inventos de un falsificador entre los francos; había aprendido esos derechos en la escuela de tradiciones romanas que datan de los siglos V y VI. Podemos admitir que, si bien la contención del Papa está justificada, los argumentos con los que la apoya a veces están abiertos a ataques. Así, en una carta dirigida al Concilio de Soissons en 863, desea hacer valer su derecho a intervenir en los juicios de los obispos, incluso cuando no se trate de una apelación a Roma. Esto equivalía a una afirmación del poder absoluto de la Santa Sede, un reclamo que podría haber respaldado con muchos argumentos sólidos; sin embargo, cuál es nuestra sorpresa al encontrarlo reclamando en apoyo para ello los cánones del Concilio de Sárdica, que no dicen nada por el estilo. El Concilio de Sárdica (343) intentó muy particularmente salvaguardar los derechos legales de los obispos que estaban siendo perseguidos; ese era su principal objeto, y de ninguna manera intentaba definir los derechos de Roma en asuntos de esa clase. Estos cánones marcan uno de los primeros pasos en materia de la disciplina eclesiástica.
La afirmación de Nicolás I debió haber sido apoyada por textos de los siglos V y VI; y en el caso en cuestión su objeto era mucho más meritorio que las razones que dio para apoyarlo. En general, desde el comienzo de su pontificado, y antes de que él supiera de los textos de Isidoro, Nicolás I simpatizaba plenamente con las ideas expresadas en él. El conocimiento de esos textos no lo afectó seriamente. Sin embargo, en su carta a los obispos francos, fechada el 22 de enero de 865, a propósito de Rothade, expone la teoría sobre las apelaciones muy a la manera en que Isidoro la había presentado; tanto es así que un escritor habla del parfum isidorien que exhala la carta (Fournier). Si las cartas de los primeros Papas (es decir, las decretales de Isidoro) no se citan explícitamente, al menos se alude a ellas.
Pero de todo lo que se ha dicho, debemos concluir que Nicolás I no tomó ninguna de sus ideas esenciales de Isidoro, y que cualquier influencia que ejerció sobre ese Papa fue demasiado insignificante para ser tomada en cuenta en un pontificado tan lleno de empresas de osadía e importancia. Y esta conclusión en el caso de Nicolás nos da más o menos la respuesta a la pregunta adicional sobre hasta qué punto los apócrifos influyen en la historia posterior de la Iglesia. Como hemos visto, incluso sin Isidoro, Nicolás habría ejecutado el mismo modo de gobierno. Y se ha dicho bien que los principios de Nicolás I fueron los de San Gregorio VII y de los grandes Papas de la Edad Media; es decir, Isidoro o no Isidoro, Gregorio VII e Inocencio III habrían actuado de la misma forma en que lo hicieron. Como cuestión de historia, tal conclusión es bastante justificable, y en lo que respecta a la apologética, es una respuesta bastante suficiente. En el dominio de la teología y el derecho canónico, las falsificaciones de Isidoro nunca tuvieron consecuencias graves.
Dicho esto, somos libres de confesar francamente que en esferas menores que las de la teología y el derecho, las falsas decretales no siempre han ejercido una influencia afortunada. En la historia, por ejemplo, su influencia fue perniciosa. Sin duda, no tienen toda la culpa de la visión distorsionada y legendaria que la Edad Media tuvo de la antigüedad eclesiástica. Durante la Edad Media era casi imposible consultar todas las fuentes de información, y era difícil verificar y controlar las disponibles. No era fácil distinguir los documentos genuinos de los apócrifos. Y esta dificultad, que fue el gran obstáculo de la cultura medieval, habría sido siempre un obstáculo para el progreso del estudio histórico. Hay que admitir que las falsificaciones de Isidoro aumentaron la dificultad hasta que se volvió casi insuperable. Las falsificaciones borraron toda la perspectiva histórica. Las costumbres y métodos propios del siglo IX se destacaron lado a lado con la disciplina de los primeros siglos de la Iglesia. Y, como consecuencia, la Edad Media conocía muy poco sobre el crecimiento histórico de los derechos del papado durante esos primeros siglos. Su visión de la antigüedad era muy simple, y tal vez era igual de buena para la sistematización de la teología. En general, no fue fácil desarrollar un sentido histórico durante la Edad Media. La ausencia de tal sentido es aún más notable cuando consideramos lo que la civilización le debe a la Edad Media en los ámbitos de la filosofía, la teología y la arquitectura.
Lugar de Origen
Hemos reservado este asunto para el final a propósito. En primer lugar, es de menor importancia que los demás; y en segundo lugar, mientras que la mayoría de los críticos concurren respecto a los asuntos que hemos tratado, están divididos en dos partidos sobre esta cuestión final. Durante un tiempo se pensó que las decretales habían sido falsificadas en Maguncia, pero esa teoría ha sido abandonada totalmente, y ahora el honor disputado se encuentra entre Reims y Le Mans en la provincia de Tours. He aquí los argumentos presentados por cada parte.
La mayoría de los críticos alemanes y una parte de los franceses favorecen a Reims como el lugar donde se originaron las decretales. Según ellos, la legislación de Isidoro sobre el juicio de obispos iba destinada a apoyar la causa de Ebbon, arzobispo de Reims, y facilitar el nuevo juicio de ese dignatario. Ebbon había sido depuesto en 835 por razones políticas. Fue reinstalado en Reims en 840, tuvo que abandonar su sede en 845 y terminó su carrera en 851 como obispo de Hildesheim. Según los críticos, una comparación entre su caso y el procedimiento de Isidoro en los juicios muestra tal acuerdo que debe haber sido intencional; así, por ejemplo, la restauración provisional del obispo acusado y desposeído, el arresto del obispo, la posibilidad de un traslado de una sede a otra (de Reims a Hildesheim). Además de esto, fue en la provincia de Reims donde aparecieron las falsificaciones, y desde allí fueron llevadas a Roma por Rothade de Soissons; entonces, también, fue en esta misma diócesis que, desde la época de Ebbon, la lucha contra el corepíscopo fue más intensa. La oposición de Isidoro a la autoridad arzobispal también es muy marcada; y, según los críticos, la provincia de Reims fue el lugar de nacimiento de esa oposición durante los años que transcurrieron entre la deposición de Ebbon (838-841) y la nominación de Hincmar (845). De ahí la conclusión de que las falsificaciones fueron realizadas entre 847 y 852 por partidarios de Ebbon, y probablemente por clérigos ordenados por él en 841, y contra cuya ordenación Hincmar, el sucesor de Ebbon, planteó objeciones poco después de su elección.
Esta masa acumulativa de argumentos es impresionante; pero para ser realmente concluyente, sería necesario demostrar que la legislación de Isidoro fue invocada por estos clérigos contra su arzobispo, antes de su muerte en 851 o al menos antes de 853, cuando se celebró el Concilio de Soissons, en el que las ordenaciones celebradas por Ebbon en Reims en 841 después de su restauración fueron declaradas inválidas; tal prueba no está disponible. Los documentos a favor de Ebbon en los que se descubre una similitud con la enseñanza de los apócrifos son posteriores a 853. En ese momento, la obra de Isidoro había comenzado a extenderse. El que se haya conocido y usado en Reims después de 853 no sorprende en absoluto y no es prueba de que haya sido compuesta en la provincia de Reims. Además, si estos apócrifos hubieran sido compuestos a favor de Ebbon y de los clérigos que él ordenó, entonces se debió tratar la cuestión de la validez de las ordenaciones realizadas por un obispo depuesto. Sin embargo, no se dice una palabra al respecto; aunque, por otro lado, Isidoro somete todas las cuestiones relativas a los clérigos, incluidos los sacerdotes, al concilio metropolitano y a los primados. No se menciona una apelación de los sacerdotes a Roma, una omisión que es inexplicable si los documentos fueron escritos a favor de los clérigos ordenados por Ebbon, y que se supone que fueron los escritores reales. Añádase a esto que el período 847-852, cuando se hizo la falsificación, fue para los clérigos de Reims, los partidarios de Ebbon, un período pendiente de apelación y un tiempo de entente con Hincmar. Por el momento, no tenían razón para necesitar semejante arma contra el arzobispo.
Por último, el padre Fournier señala que la teoría que hace de Reims la escena de la falsificación en oposición a Hincmar está en desacuerdo con lo que sabemos de la actitud de Hincmar. Si Hincmar hubiese tenido la más leve sospecha de que las decretales iban dirigidas a él, las había tratado de forma diferente. Aunque sospechaba que uno u otro documento había sido falsificado en parte, no ofreció ninguna objeción a la colección en su conjunto. Pero es seguro que no habría escatimado esfuerzos para desacreditar un código destinado a ser un arma contra él. En general, entonces, esta teoría es atractiva; pero mientras que no se puede aportar una prueba sólida a su favor, se pueden presentar muchos argumentos sólidos en su contra.
Hay otro grupo de críticos que fijan la provincia de Tours y la vecindad de Le Mans como escenario de la falsificación. Los principales entre estos críticos son Langen, Döllinger, M. M. Simson, Viollet, J. Havet, P. Fournier y L. Duchesne. Según ellos, la legislación falsificada sobre el juicio de los obispos y la organización de diócesis y provincias eclesiásticas apuntan a un estado de cosas existente en Bretaña después de 845, cuando Noménoé, duque de Bretaña, obtuvo una victoria sobre Carlos el Calvo. En ese momento, Bretaña estaba ansiosa por la independencia, tanto en el orden eclesiástico como en el civil. Los obispados en Bretaña estaban sujetos al metropolitano de Tours, y los soberanos carlovingios se aferraron a esta sujeción eclesiástica como una promesa de subordinación política. Por otro lado, el Duque de Bretaña estaba ansioso por deshacerse de cuatro obispos que él sospechaba estaban a favor de los francos. Les hizo un juicio rápido y los expulsó de sus dominios. El asunto fue llevado a Roma, y alrededor del 847 León IV escribió una carta al duque de Bretaña recordándole las exigencias del derecho canónico. Todo esto causó mucha conmoción entre los francos y en Roma. Como fue un asunto de conocimiento público y más o menos contemporáneo con la aparición de las decretales, casi todos los críticos concurren en que Isidoro tuvo este asunto en su mente cuando escribió, y que muchas de sus leyes presuponían tal estado de cosas como las existentes en la provincia de Tours y la Iglesia de Bretaña. Sin embargo, estás son solo apariencias, y nosotros queremos pruebas precisas, algo más definitivo.
Ahora los críticos en cuestión piensan que reconocen una semejanza familiar entre dos documentos que ciertamente fueron escritos en Le Mans y las decretales de Isidoro. El primero de ellos es la bula apócrifa del Papa Gregorio IV (827-844) a favor de Aldric, obispo de Le Mans. En esta carta (Migne, P:L., CVI, 853) el Papa reconoce el derecho del obispo de Le Mans a llevar su caso a Roma cada vez que se radique un cargo contra él. Se supone que esta carta fue escrita el 8 de julio de 833. Es bastante parecida a los deseos de Isidoro; y su estilo es maravillosamente similar al del falsificador. La bula falsificada de Gregorio IV es un mosaico de textos auténticos, y muy a menudo son textos que Isidoro usó una y otra vez. Todos los críticos están de acuerdo en que esta bula falsificada y las decretales son documentos independientes; es decir, que ninguna hace uso del otro. Pero las críticos que ahora consideramos sostienen que ambas provienen del mismo taller; que son similares en materiales y métodos de composición; y además señalan la cercanía de sus fechas. Ciertamente la bula falsificada fue redactada en Le Mans, dicen, alrededor de 850 cuando Le Mans estaba en manos del Duque de Bretaña. El obispo, que favorecía a los francos, estaba en una situación lamentable y se produjo la bula falsificada de Gregorio IV para protegerlo. Ciertamente estamos muy cerca de la fecha de las decretales, y la semejanza familiar entre los documentos se explicaría por la identidad de su origen.
Los mismos críticos argumentan de la misma manera en el caso de una memoria o historia de una disputa que tuvo lugar en 838 entre Aldric, obispo de Le Mans y la Abadía de St-Calais (Migne, P.L., CXV, 81-82). Durante el curso del juicio, se cita la autoridad de los cánones según el estilo de Isidoro, es decir, en forma de mosaico compuesto por esos pasajes fragmentarios que Isidoro era tan aficionado a usar. Y este documento pertenece a los años 842 y 846. Todavía estamos en Le Mans y cerca del período en que aparecieron las decretales. Además, es un hecho que había corepíscopos en Le Mans en esa época. Ahora, ¿qué debemos pensar de estos argumentos? No carecen de valor, pero no todas sus suposiciones están fuera de toda duda. Por lo tanto, no tenemos prueba de que la bula falsificada de Gregorio IV se haya escrito durante la vida de Aldric. El presente escritor opina que después de su época y como apoyo a Roberto de Le Mans, sucesor de Aldric, en su disputa con los monjes de St. Calais.
Pero la cuestión en cuanto a la fecha de la bula es una simplemente secundaria. El argumento más importante es la existencia en Le Mans, cerca del mismo tiempo en que las decretales fueron falsificadas, no de un documento, sino de dos documentos forjados en el mismo estilo del falsificador Isidoro. Y parece que hay razón para creer que Le Mans tiene más pretensión a ser el escenario de la falsificación de las decretales. En aras de la equidad, sin embargo, debemos decir una cosa. Como hemos visto, el conocimiento de las decretales mostrado por el Nicolás I data de la primera visita de Rothade a Roma en 864. Para nosotros es asunto algo sorprendente, ya que en el año previo ese mismo Papa tuvo que lidiar con la apelación del obispo Roberto de Le Mans, sucesor de Aldric. Si las falsas decretales fueron forjadas en Le Mans, ¿cómo es que el obispo Robert no las usó exactamente como lo hizo el obispo Rothade de Soissons un año después? Es cierto que en su carta del 22 de enero de 865, Nicolás I declara que los obispos francos apelan a los decretos de los primeros Papas (es decir, las decretales de Isidoro). Y puede ser que el obispo Robert de Le Mans esté incluido en esta generalización.
Manuscritos y Ediciones
Los manuscritos de las falsas decretales pertenecen a muchas clases, pero mencionaremos solo tres, que sirven para mostrarnos cómo se extendió la incompletos, podemos restaurar el texto completo a partir de ellos, es decir, el texto de la colección canónica descrita anteriormente y restaurada en la edición de Hinschius. Una segunda clase de manuscritos contiene solo una parte del trabajo de Isidoro. Esta clase comprende dieciocho manuscritos, que dan la Parte I de la colección, es decir, las decretos apócrifas hasta Melquíades, pero omiten la Parte II y dan solo una parte de la Parte III. Estos manuscritos cesan en la página 508 de la edición de Hinschius. Todo lleva a la creencia de que los manuscritos de esta segunda clase son meramente extractos de la primera. Una tercera clase de manuscritos está representada solo por el número 1341 de los manuscritos latinos en la Biblioteca del Vaticano. Este manuscrito contiene la "Colección Hispana Gallica Augustodunensis", de la que ya hemos hablado. Esta colección puede verse como una primera edición, una edición de prueba de las falsas decretales. No contiene la Parte I, es decir, las decretales apócrifas desde Clemente hasta Melquíades, sino solo esas partes que corresponden a la Hispana genuina, a saber, los concilios y las decretales de los Papas desde Dámaso. En esta última parte, el falsificador ha interpolado algunos de sus apócrifos, que luego llegaron a la edición completa de las falsas decretales. El principal de estos apócrifos se encuentra en las páginas 501-508 y 509-515 de la edición de Hinschius. Debe recordarse que la de Hinschius es una edición crítica; es decir, una editada después de un estudio exhaustivo de los manuscritos de los textos falsificados. El texto de los documentos genuinos no ha sido sometido a ninguna crítica, el editor se contenta con reproducirlo tal como lo encontró en colecciones ya existentes, es decir, existentes antes de que Isidoro tratara con ellos.
Bibliografía: Se han escrito un sinfín de libros sobre este tema, pero damos aquí los que son indispensables y que resumen a todos los demás importantes. El prefacio a la edición de HINSCHIUS; SECKEL, Pseudoisidor in Realencyck. für prof. Theol. und Kirche; FOURNIER, Etudes sur les fausses décrétales in Revue d'histoire eccl., VII (Lovaina, 1906), págs. 33-51; 301-16; 543-64; 761-784; VIII (1907). Págs.. 19-56.
Fuente: Saltet, Louis. "False Decretals." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5, págs. 773-780. New York: Robert Appleton Company, 1909. 5 oct. 2019 <http://www.newadvent.org/cathen/05773a.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina