Obligación
De Enciclopedia Católica
Obligación (del latín obligatio, acción de responder de) es un término que se deriva del derecho civil romano, definido en los “Institutos” de Justiniano I como un “vínculo jurídico que por una necesidad legal nos sujeta a hacer algo según las leyes de nuestro Estado (III, 13). Era una relación por la cual dos personas estaban unidas (obligati) por un vínculo que la ley reconocía y hacía cumplir. Originalmente se consideraba que ambas partes estaban bajo la obligación de uno al otro; posteriormente, el término fue restringido a una de las partes, que se decía estaba bajo una obligación de hacer algo a favor de la otra, y por lo tanto, la otra tenía un derecho correlativo de poner en vigor el cumplimiento de la obligación. La transferencia del término de la esfera de la ley a la de la ética fue fácil y natural. En la ética adquirió un significado más amplio y se utilizó como sinónimo de deber. Se convirtió así en el centro de algunos de los problemas fundamentales de la ética. La cuestión de la fuente de la obligación moral es tal vez el principal de estos problemas, y ciertamente no es uno de los más fáciles o menos importantes. Todos reconocemos que estamos, en general, bajo una obligación de no cometer un asesinato, pero cuando nos preguntamos por el fundamento de la obligación, obtenemos casi tantas respuestas diferentes como hay sistemas de ética.
La doctrina católica prevaleciente se puede explicar de la siguiente manera. Por obligación moral entendemos algún tipo de necesidad, impuesta a la voluntad, de hacer lo que es bueno y evitar lo que es malo. La necesidad, de la que es cuestión aquí, no es la coerción física ejercida sobre el hombre por una fuerza física externa y más fuerte. Si dos hombres fuertes me agarran por los brazos y me arrastran a donde yo no iría, actúo por necesidad o compulsión, pero esta no es la necesidad de la obligación moral. La voluntad, que es la sede de la obligación moral, es incapaz de ser coaccionada físicamente de esa manera. No puede ser obligada a desear lo que no desea. De hecho, es posible concebir que la voluntad se hace indispensable para la acción por las condiciones antecedentes. La doctrina de los que niegan el libre albedrío es fácilmente inteligible aunque negamos que sea cierta.
Por su propia naturaleza a la voluntad se le hace necesario tender hacia el bien en general; no podemos desear lo que es malo a menos que se nos presente bajo la apariencia del bien. También deseamos necesariamente la felicidad, y si nos encontramos en presencia de un objeto que satisfaga plenamente todos nuestros deseos y que no contenga en sí mismo nada que nos repugne, se nos haría necesario amarlo. Pero en esta vida no hay tal objeto que pueda satisfacer plenamente todos nuestros deseos y así hacernos completamente felices. La salud, los amigos, la fama, la riqueza, los placeres, por separado o todos combinados, son incapaces de llenar el vacío en nuestros corazones. Aunque en su medida deseable, todos los bienes de la tierra son limitados, y la capacidad del hombre para el bien es ilimitada. Todos los bienes terrenales son defectuosos; reconocemos sus defectos y el mal que la prosecución o la posesión de ellos conlleva. Considerados con sus defectos, tanto nos repelen como nos atraen; por lo tanto, ellos no son indispensables a nuestros deseos. En presencia de cualquier bien terrenal nuestros deseos son libres, por lo menos después de la primera tendencia involuntaria a lo que los atrae; no se hacen necesarios para la acción completa y deliberada.
La necesidad, entonces, que constituye la esencia de la obligación moral, debe ser del tipo la cual un fin que deba alcanzarse nos impone de adoptar los medios necesarios hacia la obtención de ese fin. Si estoy obligado a cruzar el océano y soy incapaz de volar, tengo que ir a bordo de un buque. Ese es el único medio a mi alcance para lograr el fin que estoy obligado a obtener. La obligación moral es una necesidad de esta clase. Es la necesidad en que estoy de emplear los medios necesarios hacia la obtención de un fin que es también necesario. Entonces, la necesidad que la obligación moral nos impone es la necesidad, no del determinismo de la naturaleza, ni de la coerción física de una fuerza externa y más fuerte, sino que es del mismo carácter general que la necesidad bajo la que estamos de emplear los medios necesarios con el fin de alcanzar un fin que se debe obtener.
Hay, sin embargo, una cualidad especial en la necesidad de la obligación moral que es peculiar a sí misma. Todos apreciamos esto cuando decimos que los niños están “obligados” a obedecer a sus padres, que “deben” obedecerlos, que es su “deber” hacerlo. Con estas afirmaciones no queremos decir simplemente que la obediencia a los padres es un medio necesario para su propia educación, y para asegurar la paz, la armonía y el afecto que debe reinar en el hogar. No denotamos simplemente que la felicidad de los padres y los niños depende de tal obediencia. A pesar de que la sociedad en general está muy preocupada de que los niños sean entrenados en el respeto y la deferencia hacia la autoridad legal, sin embargo, incluso las demandas de la sociedad no explican lo que queremos decir cuando afirmamos que los niños están obligados a obedecer a sus padres. Hay una perentoriedad, una sacralidad, una universalidad sobre la obligación del deber, que sólo puede explicarse recordando qué es el hombre, cuál es su origen y cuál es su destino. El hombre es una criatura, hecho por Dios su Creador, con quien está destinado a vivir por toda la eternidad. Ese es el fin de la vida del hombre y de cada una de sus acciones, impuestas a él por su Hacedor, quien al hacer al hombre ordenó cada fibra de su naturaleza al fin para el cual fue hecho. Esa doctrina explica la perentoriedad, la sacralidad, la universalidad de la obligación moral, que nos es dada a conocer, como es, por los dictados de la conciencia. La doctrina rara vez se ha puesto en un lenguaje más claro o más bello que el del cardenal Newman en su Carta al Duque de Norfolk (p 55):
- ”El Ser Supremo es de un cierto carácter, que, expresado en lenguaje humano, le llamamos ético. Él tiene los atributos de justicia, verdad, sabiduría, santidad, benevolencia y misericordia, como características eternas en su Naturaleza, la misma Ley de su ser, idéntica a sí mismo; y luego, cuando se convirtió en el Creador, implantó esta ley, que es él mismo, en la inteligencia de todas sus criaturas racionales. La ley divina es, entonces, la regla de la verdad ética, el estándar de lo correcto y lo incorrecto, una autoridad absoluta irreversible soberana en la presencia de hombres y ángeles. ‘La Ley Eterna’ dice San Agustín ‘es la razón divina o la voluntad de Dios, ordenando la observancia, prohibiendo la perturbación, del orden natural de las cosas.’ ‘La ley natural’ dice Santo Tomás ‘es una impresión de la Luz Divina en nosotros, una participación de la ley eterna en la criatura racional.’ Esta ley, según aprehendida en las mentes de los hombres individuales, se llama "conciencia"; y aunque puede sufrir refracción al pasar al medio intelectual de cada uno, no por eso es tan afectada como para perder su carácter de ser la Ley Divina, sino que todavía tiene, como tal, la prerrogativa de ordenar la obediencia. ‘La Ley Divina’ dice el cardenal Gousset, ‘es la regla suprema de las acciones; nuestros pensamientos, deseos, palabras, actos, todo lo que el hombre es, está sujeto al dominio de la Ley de Dios, y esta ley es la regla de nuestra conducta por medio de nuestra conciencia.’ De ahí que nunca es lícito ir contra nuestra conciencia; como dice el Cuarto Concilio de Letrán, ‘Quidquid fit contra conscientiam, aedificat ad gehennam‘… La regla y medida del deber no es la utilidad, ni la conveniencia, ni la felicidad de la mayoría, ni la conveniencia del Estado, ni la aptitud, el orden y el pulchrum (N.T.: belleza). La conciencia no es un egoísmo perspicaz, ni un deseo de ser coherente con uno mismo; sino que es un mensajero de Aquel que tanto en la naturaleza como en la gracia, nos habla detrás de un velo, y nos enseña y gobierna por medio de sus representantes. La conciencia es el Vicario de Jesucristo aborigen, un profeta en sus informaciones, un monarca en su perentoriedad, un sacerdote en sus bendiciones y anatemas, e incluso aunque el sacerdocio eterno en toda la Iglesia podría dejar de ser, en ella el principio sacerdotal permanecería y tendría un predominio.”
Se haría una injusticia a la doctrina anterior si se clasifica con el misticismo, las ideas innatas y el intuicionismo. Por el contrario, es en el sentido racional más estricto. Afirma que podemos conocer a Dios nuestro Creador y Señor, que nos podemos conocer a nosotros mismos y los lazos que nos unen a Dios y a nuestros semejantes. Podemos conocer las acciones que es correcto y adecuado que tal ser como el hombre pueda realizar. Podemos y conocemos que Dios, a quien como nuestro Creador y Señor estamos obligados a obedecer, nos manda a hacer lo que es correcto y nos prohíbe hacer lo que está mal. Esa es la ley eterna, la razón divina o voluntad divina, la cual es la fuente de toda obligación moral. Los preceptos morales son los mandatos de Dios, pero también son los mandatos de la recta razón, en la medida en que son simplemente las reglas de conducta correcta por las cuales un ser tal como el hombre se debe guiar.
A veces se presenta una objeción contra el método de analizar la obligación moral que hemos seguido. Se dice que la obligación moral no se puede explicar como una necesidad moral de adoptar los medios necesarios para el fin de la acción moral, pues se puede preguntar cuál es la obligación moral del fin en sí mismo. Los utilitaristas, por ejemplo, afirmaban que el fin de la acción humana debe ser la mayor felicidad para el mayor número. Pero un hombre puede preguntarse por qué debería estar obligado a dirigir sus acciones hacia asegurar la mayor felicidad para el mayor número. Es claro qué respuesta se debe dar a tal pregunta sobre los principios establecidos anteriormente. Dios es nuestro Creador y Señor, y como tal, y porque Él es bueno, Él tiene todo el derecho a nuestra obediencia y servicio. No necesitamos ir más allá de la voluntad preceptiva de Dios en nuestro análisis; es obligatorio para nosotros a partir de la misma naturaleza de Dios y nuestra relación con Él.
Las reglas de moralidad son entonces la ley moral que nos impone una obligación derivada de la voluntad de Dios, nuestro Creador. Esta obligación es la necesidad moral bajo la que estamos de conformar nuestras acciones a las exigencias de nuestra naturaleza racional y al fin para el cual existimos. Si hacemos lo que no es conforme a nuestra naturaleza racional y a nuestro fin, violamos la ley moral y hacemos mal. El efecto sobre nosotros mismos de tal acción es doble según la teología católica. Una mala acción no simplemente nos sujeta a una pena asignada al delito, la sanción de la ley moral. Además de esta reatus poenoe también existe la reatis culpa en toda transgresión moral. El pecador ha cometido una ofensa contra Dios, algo que le desagrada, y que pone fin a la amistad que debe existir entre el Creador y la criatura. Este estado de enemistad va acompañado, en el orden sobrenatural al que hemos sido elevados, por la privación de la gracia de Dios y de los derechos y privilegios que conlleva. Esto es, por mucho, el más importante de los efectos producidos en el alma por el pecado, la exposición al castigo es simplemente una consecuencia secundaria de él. Esto muestra cuán lejos de la verdad estaríamos si tratásemos de explicar las obligaciones morales por el simple riesgo de castigo que conlleva la maldad en este mundo o en el próximo.
El sentido de la obligación moral es un atributo de la naturaleza racional del hombre, y lo encontraremos dondequiera que haya un ser humano. Sin embargo, la idea no es prominente en la historia temprana de la especulación ética. Antes de que los filósofos comenzaran a indagar sobre el significado y el origen de la obligación moral, se ocupaban en qué es el bien y en cuál es el fin de la actividad humana. Esta era la cuestión que ocupaba a los filósofos de la antigua Grecia. ¿Cuál es el bien supremo para el hombre? ¿En qué consiste la felicidad humana? ¿Es el placer, o la virtud practicada por sí misma o para la satisfacción y la autoestima que le lleva al hombre virtuoso? Con la excepción de los estoicos, los filósofos griegos no discutieron mucho la cuestión del deber y la obligación moral. Pensaron que, por supuesto, cuando un hombre sabía dónde estaba su bien supremo, sólo podría procurarlo. El vicio era realmente la ignorancia, y todo lo que era necesario dominar era una formación en filosofía. Pero el primer principio de los estoicos era. “vida según la naturaleza”. Esa era la cosa "apropiada", la "correcta", ya sea que trajese placer o dolor, los que el filósofo estoico consideraba de hecho de ninguna importancia y le gustaba despreciar.
Esta filosofía apeló poderosamente a la severidad nativa del carácter romano, y fue influenciada y desarrollada considerablemente por las ideas de la jurisprudencia romana. Así el tratado de Panaecio, un estoico del siglo II a.C. “Sobre las Cosas que son Adecuadas”, fue parafraseado por Cicerón en el siglo siguiente, y se convirtió en su muy conocido tratado “Sobre los Deberes”. Cicerón señala, y el señalamiento es significativo, que Panaecio no había dado una definición de qué es “deber”. Según Cicerón hace referencia al fin de las buenas acciones, y se expresa en los preceptos a los que la conducta de vida puede ser conformada en todos sus detalles (De Officiis, I, III). La elaboración de la doctrina en relación con la ley de la naturaleza se debe en gran medida a los jurisconsultos romanos; y Costa Rosetti, un escritor sobre ética austríaco del siglo XIX, no pudo encontrar palabras más adecuadas para resumir la enseñanza católica común sobre este punto que un pasaje de "De republica" de Cicerón (III, XXII). No podemos hacer nada mejor que dar una traducción del pasaje aquí, ya que mostrará claramente cuan totalmente se había desarrollado la doctrina de una ley de la naturaleza que impone al hombre una obligación moral antes de que fuera adoptada por los Padres (Lactancio, Institutos Divinos, VI , 8):
- ” La recta razón es una ley verdadera, de acuerdo con la naturaleza, infundida a todos los seres humanos, inmutable, eterna, la cual convoca al deber por sus mandatos, disuade del mal al prohibirlo, y que sin embargo, ni manda ni prohíbe a los buenos en vano, ni prevalece con los malos al ordenarles y prohibirles. No está permitido abrogar esta ley, ni se permite derogar nada de ella, ni es posible abrogarla por completo. Tampoco podemos ser liberados de esta ley por el voto popular, ni se debe buscar otra para glosarla e interpretarla. No es una cosa en Roma, otra en Atenas; ahora una cosa y otra después; sino una ley eterna e inmutable que gobernará a todos los hombres para siempre, y habrá uno, el maestro común y gobernador de todo, Dios. Él fue quien propuso e impulsó esta ley, y el que no le rinda obediencia a ella se rebelará contra sí mismo y al ofrecer una afrenta a la naturaleza del hombre sufrirá con ello las mayores penas, incluso si evita otras supuestas sanciones”.
Los estoicos entendieron esta doctrina en un sentido panteísta. Su dios era la razón universal del mundo, de la cual se le concedía una partícula al hombre en su nacimiento. Sólo necesitaba la doctrina cristiana de un Dios personal, el Creador y Señor de todas las cosas, que de muchos modos manifiesta su ley para el hombre, pero más especialmente a través y en la voz de la conciencia, para convertirla en la doctrina católica de la obligación moral que se analizó anteriormente. En la enseñanza de Cristo, la conducta correcta se resume en la observancia de los Mandamientos. Esos preceptos constituyen la ley de Dios, que Él no vino a destruir sino a cumplir. Requirió su observancia bajo las más terribles sanciones. San Pablo, por supuesto, sólo predicó la doctrina de su Maestro. El legalismo que rechazó fue el ceremonial y la simple observancia exterior de los fariseos, no la observancia interna y externa de la ley moral. Aunque los gentiles no tenían la ley moral escrita en tablas de piedra, sin embargo, él la tenía escrita en las tablas de carne de su corazón, y su conciencia daba testimonio de ello, al igual que la de los judíos (Rom. 2,14-15). Esta es la doctrina todavía enseñada en la Iglesia católica. Se deriva directamente de Cristo y sus apóstoles, aunque a veces se expresa en el lenguaje del estoicismo, interpretada según las exigencias de la doctrina cristiana. Desde la Reforma ha sido la costumbre de muchos el rechazarla como legalismo a favor de lo que se llama libertad cristiana. Libertad cristiana, sin embargo, que interpretada por el juicio privado, se convirtió en varios sistemas de la llamada moralidad independiente.
Thomas Hobbes (1588-1679) es justamente considerado como uno de los principales pioneros del pensamiento moderno. Según Hobbes, el hombre en el estado de naturaleza busca nada más que su propio placer egoísta, pero tal individualismo conduce naturalmente a una guerra fratricida en la que las manos de cada uno está en contra de su prójimo. En el puro interés personal y para la auto-conservación los hombres entraron en un pacto por el que acordaron entregar una parte de su libertad natural a un gobernante absoluto con el fin de preservar el resto. El Estado determina lo que es justo e injusto, correcto e incorrecto; y el brazo fuerte de la ley proporciona la máxima sanción por la conducta correcta.
Los mismos principios fundamentales forman las bases de la filosofía empírica de Locke y una larga serie de seguidores hasta el día de hoy. Algunos de estos seguidores de hecho niegan que todos los motivos que influyen en la conducta del hombre son egoístas; insisten en la existencia de sentimientos compasivos y sociales en los hombres, pero ya sean egoístas o sociales, todos tienen sus raíces en una filosofía sensualista. El descenso lineal de estos puntos de vista puede rastrearse desde Hobbes y Locke, a través de Hume, Paley, Bentham, los dos Mills y Bain, a H. Spencer y los evolucionistas de nuestros días. Esta filosofía sensualista, por supuesto, ha tenido sus oponentes. Cudworth y los platónicos de Cambridge lucharon por defender la distinción esencial y eterna del bien y el mal mediante el reavivamiento del platonismo. Butler insistió en las reivindicaciones de conciencia, mientras que la escuela escocesa, Price, Reid, y Dugald Stewart, postularon un sentido moral análogo al sentido de la belleza, que indica infaliblemente el curso correcto de conducta.
En Alemania Kant formuló su sistema ético para contrarrestar el escepticismo de Hume. La obligación moral, según él, se deriva del imperativo categórico de la razón autónoma. . La filosofía de Kant, a través de Fichte y Schelling, dio a luz el panteísmo de Hegel. Una pequeña pero influyente escuela de hegelianos ingleses, representada por hombres como T. H. Green, Bradley, Wallace, Bosanquet, y otros, consideraban la conciencia como la voz del verdadero ser del hombre, y el verdadero ser del hombre como idealmente uno con Dios. El pensamiento filosófico inglés se dividió así en las escuelas del materialismo y el panteísmo, tanto como el [[epicureísmo] y el estoicismo dividieron el mundo antiguo. El pragmatismo, un producto del pensamiento estadounidense, puede sin injusticia ser comparado con el escepticismo de la Academia de Atenas. Todos y cada uno de estos sistemas contienen graves errores acerca de la naturaleza del hombre y su posición en el mundo, y por lo tanto no es de extrañar que fallan en explicar la obligación moral.
(Vea determinismo, dualismo, deber, ética, fatalismo, libre albedrío, hedonismo, Filosofía de Kant, ley, panteísmo y positivismo.
Obligaciones Profesionales
El oficio de un juez, en la medida en que es designado por la autoridad pública para administrar justicia según las leyes, exige en primer lugar el conocimiento competente de las leyes que han de administrarse. No menos importante en un juez es un alto sentido de justicia y un carácter recto que no pueda ser desviado de la senda del deber, ya sea por miedo o favor. El juez también debe emplear por lo menos diligencia ordinaria en la conducción de los casos que se presentan ante él, para que en lo posible se pueda llegar a una sentencia justa. No debe transgredir los límites de su autoridad, y debe observar las reglas de procedimiento establecidas para su guía. Estas obligaciones de un juez se derivan de la naturaleza de su cargo, y él se obliga a sí mismo implícitamente a cumplirlos cuando acepta ese oficio. Los jueces también por lo general hacen un juramento por el cual se obligan expresamente a administrar justicia con rectitud, sin temor ni favor. La venta de la justicia por sobornos es justamente considerada como un delito atroz de un juez, y además de estar expuesto a penas severas, implica la obligación de hacer restitución, ya que no hay derecho justo a retener el precio de la justicia. La equidad natural requiere que se presuman como inocentes todos aquellos a los que no se les ha probado ser culpables de un crimen, por lo que un juez debe dar a los acusados el beneficio de la duda, cuando el delito imputado no puede ser claramente probado. En las acciones civiles está obligado a dar sentencia de acuerdo con los méritos del caso, y por lo tanto, a falta de certeza de derecho, debe decidir a favor de la parte que tiene la mejor reclamación. Lo que se ha dicho de los jueces es aplicable en la medida debida a los magistrados, árbitros, y jurados, a todos los que están investidos con alguna de las funciones de un juez.
Los defensores y abogados son personas expertas en la ley que por un pago toman a su cargo los negocios legales de sus clientes. Están obligados a tener los conocimientos y habilidades requeridas para el debido desempeño de su cargo, y que implícitamente profesan tener cuando ofrecen sus servicios al público. También deben emplear al menos diligencia y cuidado ordinario en el ejercicio de la actividad encomendada. Deben mantener la fe en sus clientes y utilizar sólo los medios justos para obtener los objetos que se desean. Ya que actúan por y en nombre de sus clientes, no deben emprender una causa que es claramente injusta, de lo contrario serán culpables de cooperar con la injusticia, y estarán obligados a restituir todo el daño injusto que causen a otros. Sin embargo, no es necesaria la certeza previa de la justicia de una causa con el fin de que un abogado pueda realizarla correctamente; será suficiente si la justicia de la causa a realizarse es al menos probable, pues entonces se puede esperar que la verdad se haga evidente en el transcurso del juicio. Tan pronto como un abogado está convencido de que su cliente no tiene caso, debe informarle sobre el hecho, y no debe seguir adelante con el caso. Un abogado siempre puede asumir la defensa de un criminal, sea culpable o no, pues incluso si su defensa de un verdadero culpable es exitosa, no se hará un gran daño si un culpable escapa del castigo que merece. Para justificar una acusación penal de otro debe existir evidencia moralmente cierta de su culpabilidad, ya que de lo contrario habrá peligro de hacer un daño grave e injusto a la reputación del prójimo.
A partir del decreto del Santo Oficio, 19 de diciembre de 1860, en respuesta al obispo de Southwark, está claro que en Inglaterra un abogado puede tomar a su cargo un caso sobre separación judicial entre marido y mujer. Incluso en una acción de divorcio en un tribunal civil puede defender la acción en contra del demandante. Si la autoridad eclesiástica competente ya ha declarado nulo y sin efecto el matrimonio, un abogado católico puede impugnar su validez ante los tribunales civiles. Además, por una razón justa, por ejemplo, para obtener una variación en el contrato de matrimonio, o para evitar la necesidad de tener que mantener un hijo bastardo, un abogado católico puede solicitar el divorcio en la corte civil, no con la intención de permitir a su cliente volver a casarse mientras su cónyuge aún vive, sino con miras a obtener los efectos civiles del divorcio en el tribunal civil. Esta opinión, en todo caso, es defendida como probable por muchos buenos teólogos. La razón es porque el matrimonio no está ni contraído ni disuelto ante la autoridad civil; en las formas prescritas para el matrimonio por la ley civil sólo es cuestión de que la autoridad civil tome conocimiento de que están casados, y de los efectos civiles de ello.
En el derecho canónico las personas excomulgadas e infames, cómplices, y otros no pueden acceder al procesamiento de delincuentes, pero como regla general cualquiera que tenga pleno uso de sus sentidos pueden procesar de acuerdo con la ley estadounidense e inglesa. Nadie debería llevar a cabo un procesamiento cuando de él se pueda derivar un mayor mal que un bien, o cuando no hay certeza moral sobre la culpabilidad de los acusados. Sin embargo, puede hacerse en aras del bien público, y no puede existir la obligación de hacerlo, como cuando el oficio de uno nos obliga a emprender la tarea, o lo requiere la defensa del inocente o el bien público, o lo ordena un precepto de obediencia. Así por derecho eclesiástico los herejes y sacerdotes culpables de solicitación en el tribunal sagrado deben ser denunciados al ordinario.
El acusado en un juicio penal no es él mismo sometido a examen, de acuerdo con la ley inglesa, a menos que se ofrezca voluntariamente a declarar, y entonces puede ser examinado como un testigo. En derecho canónico se examina el acusado, y surge la pregunta de si él está obligado a decir la verdad contra sí mismo. Está obligado a decir la verdad si es interrogado conforme a la ley; el derecho canónico establece que cuando hay semiplena probatio del crimen y esto le queda claro al acusado, él debe ser interrogado.
El demandado puede en defensa propia dar a conocer el crimen secreto de un testigo contra él, si es que realmente conduce a su defensa; pero, por supuesto, nunca puede imputar delitos falsos a nadie. Un criminal no puede defenderse a sí mismo contra la detención legal, porque eso sería resistirse a la autoridad legítima, pero no está obligado a entregarse a la justicia, y no es un pecado escapar de la justicia si puede hacerlo sin violencia. La ley establece que será mantenido en prisión, no que permanecerá voluntariamente en custodia. Un criminal condenado a muerte legalmente no está obligado a salvar su vida por el escape u otros medios si puede hacerlo; debe someterse a la ejecución de la sentencia contra él, y puede hacerlo meritoriamente.
La caridad o la obediencia pueden imponer la obligación de prestar testimonio en un tribunal de justicia. Si se puede prevenir un daño grave al ofrecerse uno mismo como testigo, habrá, por regla general, la obligación de hacerlo, y la obediencia impone la obligación cuando uno es convocado por la autoridad legítima. Un testigo está obligado por su juramento y por la obediencia debida a la autoridad legítima a decir la verdad en respuesta a las preguntas que se le hagan legalmente. Él no está obligado a incriminarse a sí mismo, ni, por supuesto, el sigilo de confesión se debe violar jamás.
El derecho canónico dejó establecido que el testimonio de dos testigos de carácter confiable era evidencia necesaria y suficiente de cualquier hecho alegado en un tribunal de justicia. Por lo general, el testimonio de un solo testigo no era evidencia suficiente o admisible de un delito, y de acuerdo con esto, los teólogos decidieron que un testigo solitario no debe declarar lo que conoce de un delito, en la medida en que no es interrogado legalmente. Sin embargo, la ley inglesa, con muchos sistemas modernos, admite el testimonio de un solo testigo, si es creíble, como evidencia suficiente de un hecho, por lo que, por regla general tal persona tendrá la obligación de responder de acuerdo a su conocimiento cuando se le pregunte legalmente en un tribunal de justicia.
Un médico que se presenta como apto para llevar a cabo el cuidado de los enfermos debe tener un conocimiento competente de su profesión y debe ejercer su cargo por lo menos con el cuidado y diligencia ordinarios; de lo contrario, pecará contra la justicia y la caridad al exponerse al riesgo de lesionar gravemente a su prójimo. A menos que esté obligado por algún acuerdo especial no está obligado ordinariamente a atender cualquier caso particular pues hay otros que están dispuestos y son capaces de dar la asistencia necesaria a los enfermos. Incluso en tiempo de epidemias, no cometerá pecado si sale de su comunidad, a menos que esté obligado por algún contrato especial.
No debe hacer cargos exorbitantes por sus servicios, ni multiplicar las visitas inútilmente para así aumentar sus honorarios, ni llamar a otros médicos sin necesidad. Por otra parte, incluso con graves inconvenientes, debe visitar a un paciente cuyo caso ha atendido cuando se le llama en la medida de lo razonable, y debe estar listo para llamar a otros médicos de consulta cuando sea necesario o cuando se le pida hacerlo. A veces está obligado por la ley general de la caridad a dar su ayuda gratuitamente a los pobres. No debe descuidar los remedios más seguros con el fin de tratar con los que son menos seguros, pero no hay nada que evite que prescriba lo que probablemente hará el bien, si es cierto que no va a hacer daño. En un caso desesperado, con el consentimiento de la persona enferma y de sus familiares, puede hacer uso de lo que probablemente hará el bien aunque puede también, probablemente, hacer daño, a condición de que no haya nada mejor que hacer en las circunstancias. Es del todo erróneo hacer experimentos con remedios dudosos u operaciones en seres humanos vivos; fiat experimentum in corpore vili. Cuando el paciente está en peligro de muerte, el doctor está obligado por la caridad a advertirle a él o a aquellos que lo atienden que deben hacer los arreglos necesarios para la muerte. (Vea aborto, anestesia, hipnotismo).
Los maestros ocupan el lugar de los padres respecto a aquellos encomendados a su cargo para el propósito de la instrucción. Ellos están obligados en justicia a ejercer el debido cuidado y diligencia en el desempeño de su cargo. Deben tener los conocimientos y habilidades que exige esa profesión.
Fuente: Slater, Thomas. "Obligation." The Catholic Encyclopedia. Vol. 11, pp. . New York: Robert Appleton Company, 1911. 15 Sept. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/11189a.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina.