Diablo
De Enciclopedia Católica
Diablo (griego, diabolos; latín, diabolus) es el nombre que se da comúnmente a los ángeles caídos, a quienes también se les conoce como demonios (vea demonología). Con el artículo (ho) denota a Lucifer, su jefe, como en Mt. 25,41, “el diablo y sus ángeles”.
Se puede decir de este nombre, como dice San Gregorio de la palabra ángel, "nomen est officii, non naturæ" ---el nombre designa el oficio, no la naturaleza). Pues la palabra griega (de diaballein, "difamar") significa difamador o acusador, y en este sentido se aplica a aquél de quien está escrito: “ha sido arrojado el acusador [ho kategoros] de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios”. (Apoc. 12,10). Por lo tanto, responde al nombre hebreo Satan, que significa adversario o acusador.
Se hace mención del diablo en muchos pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, pero no se da un relato completo en ningún otro lugar, y la enseñanza de las Sagradas Escrituras sobre este tópico solo se puede determinar mediante la combinación de una serie de notas dispersas desde el Génesis al Apocalipsis, y realizando la lectura a la luz de la tradición patrística y teológica. La enseñanza autorizada de la Iglesia sobre este tema se establece en los decretos del Cuarto Concilio de Letrán (cap. I, "Firmiter credimus"), en donde, luego de decir que en el principio Dios había creado juntas dos criaturas, la espiritual y la corporal, es decir la angélica y la terrenal, y finalmente el hombre, quien fue hecho de ambos espíritu y cuerpo, el concilio continúa:
- "Diabolus enim et alii dæmones a Deo quidem naturâ creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali." ("Dios creó al diablo y a los otros demonios buenos en su naturaleza pero ellos mismos se volvieron malos.”).
Aquí se enseña claramente que el diablo y los otros demonios son seres espirituales o criaturas angélicas creadas por Dios en un estado de inocencia, y que se volvieron malos por su propio acto. Se agrega que el hombre pecó por sugerencia del diablo, y que en el otro mundo los impíos sufrirán el castigo perpetuo con el diablo. La doctrina que se puede exponer así en pocas palabras ha provisto de un tema fructífero para la especulación teológica de los Padres y escolásticos, así como para algunos teólogos posteriores, quienes, Suárez por ejemplo, han tratado el tema vastamente.
La doctrina que de este modo se puede exponer en pocas palabras ha proporcionado un tema fructífero para la especulación teológica de los Padres y los escolásticos, así como los teólogos más tarde, algunos de los cuales, Suárez por ejemplo, lo han tratado muy completamente. Por otra parte, también ha sido objeto de muchas opiniones erróneas o heréticas, algunas de las cuales deben su origen a sistemas de demonología pre-cristianos (ver demonología. En años recientes, los escritores racionalistas han rechazado del todo la doctrina, y tratan de demostrar que el judaísmo y el cristianismo la tomaron prestada de sistemas externos de religión en donde era un desarrollo natural del animismo primitivo.
Tal y como se puede inferir del lenguaje utilizado en la definición de Letrán, el diablo y los otros demonios son sólo parte de la creación angélica, y sus poderes naturales no difieren de los de los ángeles que permanecieron fieles (Vea ángeles). Al igual que los otros ángeles, ellos son seres espirituales puros sin cuerpo y en su estado original están dotados de la gracia sobrenatural y puestos en una condición de prueba. Fue solamente por su caída que se volvieron diablos, lo cual fue anterior al pecado de nuestros primeros padres, puesto que este pecado se le adscribe a la instigación del diablo: “…por envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sab. 2,24). Aun así, resulta extraordinario que, para el relato de la caída de los ángeles, tengamos que ir hasta el último libro de la Biblia. Pues como tal consideramos la visión en el Apocalipsis, aunque la imagen del pasado se encuentra mezclada con las profecías de lo que será en el futuro:
- “Entonces se entabló una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron con el dragón. También el Dragón y sus ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya en el cielo lugar para ellos. Y fue arrojado el gran Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él.” (Apoc. 12, 7-9)
A esto pueden agregarse las palabras de San Judas: “…y además que a los ángeles, que no mantuvieron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada, los tiene guardados con ligaduras eternas bajo tinieblas para el juicio del gran día.” (Judas 1, 6; cf. 2 Ped. 2, 4).
En el Antiguo Testamento tenemos una breve referencia a la caída en Job 4,18: “en sus ángeles encontró maldad”. Pero, a esto deben agregársele los dos textos clásicos de los profetas:
- ”¡Cómo has caído de los cielos, Lucero, hijo de la Aurora! ¡Has sido abatido a tierra, dominador de naciones! Tú que habías dicho en tu corazón: Al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono, y me sentaré en el Monte de la Reunión, en el extremo norte. Subiré a las alturas del nublado, e asemejaré al Altísimo. ¡Ya!: al šeol has sido precipitado, a lo más hondo del pozo.” (Isaías 14,12-15)
Esta parábola del profeta está expresamente dirigida contra el rey de Babilonia, pero tanto los primeros Padres como los comentaristas católicos posteriores concuerdan en entenderlo como aplicable, con un significado más profundo, a la caída del ángel rebelde. Y los comentaristas más antiguos generalmente consideran que esta interpretación es confirmada por las palabras de Nuestro Señor a sus discípulos: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc. 10,18); pues estas palabras eran consideradas como un reproche a los discípulos, a quienes así se les advertía sobre el peligro del orgullo mediante el recordatorio de la caída de Lucifer. Pero los comentaristas modernos toman este texto con un sentido distinto, y lo refieren no a la caída original de Satanás, sino a su derrocamiento por la fe de los discípulos, quienes expulsan los demonios en el nombre de su Maestro. Y esta nueva interpretación, tal y como observa Schanz, está más acorde con el contexto.
El pasaje profético paralelo es la lamentación de Ezequiel sobre el rey de Tiro:
- ”…Eras el sello de una obra maestra, lleno de sabiduría, acabado en belleza. En Edén estabas, en el jardín de Dios. Toda suerte de piedras preciosas formaban tu manto: rubí, topacio, diamante, crisólito, piedra de ónice, jaspe, zafiro, malaquita, esmeralda; en oro estaban labrados los aretes y pinjantes que llevabas aderezados desde el día de tu creación. Querubín protector de alas desplegadas te había hecho yo, estabas en el monte santo de Dios, caminabas entre piedras de fuego. Fuiste perfecto en tu conducta desde el día de tu creación, hasta el día en que se halló en ti iniquidad.” (Eze. 28,12-15).
Hay mucho en el contexto que sólo se puede entender literalmente respecto a un rey terrenal por quien estas palabras son manifiestamente dichas, pero está claro que, en cualquier caso, el rey es comparado con un ángel en el Paraíso, quien se arruinó por su propia iniquidad.
Aún para aquellos que no la dudan ni disputan de ningún modo, la doctrina expuesta en estos textos y en las interpretaciones patrísticas bien puede sugerir una multitud de preguntas, y los teólogos han estado dispuestos a preguntar y responder a ellas. Y en primer lugar ¿cuál fue la naturaleza del pecado de los ángeles rebeldes? En cualquier caso, este era un punto que presentaba una dificultad considerable, especialmente para los teólogos, quienes se habían formado un alto concepto de los poderes y las posibilidades del conocimiento angélico, un asunto que tenía un atractivo peculiar para muchos de los grandes maestros de la especulación escolástica. Pues si el pecado es, como seguramente es, el colmo de la locura, el preferir la oscuridad en vez de la luz, el mal en vez del bien, parecería que sólo se puede explicar por cierta ignorancia, o descuido, o debilidad, o la influencia de alguna pasión avasalladora. Pero la mayoría de estas explicaciones parecen ser excluidas por los poderes y perfecciones de la naturaleza angélica. La debilidad de la carne, que explica tal magnitud de la maldad humana, estaba totalmente ausente en los ángeles. No pudo haber ningún lugar para el pecado carnal sin el corpus delicti (cuerpo del delito). E incluso algunos pecados que son puramente espirituales o intelectuales parecen presentar una dificultad casi insuperable en el caso de los ángeles.
Esto puede decirse con certeza del pecado, al cual muchas de las mejores autoridades consideran como la verdadera gran ofensa del Lucifer, a saber, el deseo de independencia de Dios e igualdad con Dios. Es verdad que esto parece afirmarse en el pasaje de Isaías (14,13). Y es naturalmente sugerido por la idea de rebelión contra un soberano terrenal, en donde el jefe de los rebeldes muy comúnmente codicia el trono real. Al mismo tiempo, el alto rango que generalmente se supone ha ocupado Lucifer en la jerarquía de ángeles, podría parecer que hace esta ofensa más probable en su caso, pues, como demuestra la historia, el sujeto más cercano al trono es quién está más abierto a las tentaciones de la ambición. Pero esta analogía no es poco engañosa, pues que la exaltación del sujeto puede hacer llevar su poder tan cerca del de su soberano, que bien puede ser capaz de afirmar su independencia o de usurpar el trono; e incluso cuando este no sea realmente el caso, puede en todo caso contemplar la posibilidad de una rebelión exitosa. Por otra parte, los poderes y las dignidades de un príncipe terrenal pueden ser compatibles con mucha ignorancia y necedad. Pero obviamente ocurre lo contrario en el caso de los ángeles. Pues independientemente de los dones y poderes que se le puedan conferir al más alto de los príncipes celestiales, todavía estaría apartado por una distancia infinita de la plenitud del poder y la majestad de Dios, de modo que una rebelión exitosa contra aquel poder o cualquier igualdad con aquella majestad, sería una imposibilidad absoluta.
Y lo que es más, el más alto de los ángeles, debido a su mayor iluminación intelectual, debe contar con el más claro conocimiento de esta absoluta imposibilidad de llegar a la igualdad con Dios. Esta dificultad es claramente planteada por el Discípulo en el diálogo de San Anselmo "De Casu Diaboli" (cap. IV); pues el santo sintió que el intelecto angélico, en todo caso, debe ver la fuerza “del argumento ontológico” (vea ontología). Se pregunta “Si Dios no puede ser pensado, excepto como único, y es de tal esencia que no se puede pensar en nada que se le pueda parecer, [entonces] ¿cómo pudo el diablo haber deseado aquello que no podía siquiera pensarse? ---Él seguramente no era tan corto de entendimiento como para ser ignorante de lao inconcebible de cualquier otra entidad similar a Dios” (Si Deus cogitari non potest, nisi ita solus, ut nihil illi simile cogitari possit, quomodo diabolus potuit velle quod non potuit cogitari? Non enim ita obtus Ee mentis erat, ut nihil aliud simile Deo cogitari posse nesciret). El diablo, por así decirlo, no era tan obtuso como para no saber que era imposible concebir algo como (es decir, igual) a Dios. Y él no podía desear lo que no podía pensar.
La respuesta de San Anselmo es que no tiene por qué haber ninguna pregunta de igualdad absoluta; mas desear algo contra la voluntad divina es procurar tener aquella independencia que sólo pertenece a Dios, y en este respecto ser igual a Dios. En el mismo sentido, Santo Tomás (I:63:3) responde a la pregunta de si el Diablo deseaba ser “como Dios”. Si por esto denotamos igualdad con Dios, entonces el Diablo no podía desearlo, ya que lo sabía imposible, y él no estaba cegado por pasión o mal hábito para elegir aquello que es imposible, como puede suceder con los hombres. Y aun si fuese posible para una criatura convertirse en Dios, un ángel no podía desear esto, puesto que, al hacerse igual que Dios dejaría de ser un ángel, y ninguna criatura puede desear su propia destrucción o un cambio esencial en su ser.
Escoto combate estos argumentos (In II lib. Sent., dist. VI, Q. I), y distingue entre la voluntad eficaz y la voluntad de complacencia, y sostiene que por este último acto, un ángel podría desear aquello que es imposible. Del mismo modo él insiste que, aunque una criatura no pueda directamente desear su propia destrucción, puede hacerlo consequenter, es decir, puede desear algo a partir de lo cual esto seguiría.
Aunque Santo Tomás considera el deseo de igualdad con Dios como algo imposible, él enseña sin embargo (op. cit.) que Satanás pecó deseando ser "como Dios", según el pasaje del profeta (Isaías 14), y él entiende que esto significa semejanza, no igualdad. Pero aquí de nuevo hay necesidad de una distinción, pues los hombres y los ángeles tienen una cierta semejanza con Dios en sus perfecciones naturales, que son sólo un reflejo de su belleza incomparable, y aún una semejanza adicional les es dada por gracia sobrenatural y por gloria. ¿Era cualquiera de estas semejanzas lo que el diablo deseó? Y si es así, ¿cómo podría esto ser un pecado?, pues, ¿acaso no es este el fin para el cual los hombres y los ángeles fueron creados? Ciertamente, como enseña Tomás, no todo deseo de semejanza con Dios sería pecaminoso, ya que todos pueden correctamente desear aquella forma de semejanza que les ha sido designada por la voluntad de su Creador. Hay pecado sólo donde el deseo es excesivo, como en la búsqueda de algo contrario a la voluntad divina, o en la búsqueda de la semejanza designada de modo incorrecto. El pecado de Satanás en este asunto puede haber consistido en el deseo de alcanzar la beatitud sobrenatural por sus poderes naturales o, lo que puede parecer aún más extraño, en buscar su beatitud en las perfecciones naturales y en rechazar lo sobrenatural. En cualquier, como considera Santo Tomás, este primer pecado de Satanás fue el pecado de orgullo. Escoto, sin embargo (op. cit., Q. II), enseña que este pecado no fue el orgullo propiamente dicho, sino que debería describirse mejor como una especie de lujuria espiritual.
Aunque no se pueda conocer nada definitivo en cuanto a la naturaleza precisa de la prueba de los ángeles y la forma en la cual muchos de ellos cayeron, muchos teólogos han hecho conjeturas, con algunas muestras de probabilidad, que se les reveló el misterio de la Divina Encarnación, que ellos vieron que una naturaleza inferior a la suya sería hipostáticamente unida a la Persona de Dios Hijo, y que toda la jerarquía del cielo debería postrarse en adoración ante la majestad del Verbo Encarnado; y se supone que ésta fue la razón del orgullo de Lucifer (cf. Suárez, De Angelis, lib. VII, XIII). Como podría esperarse, los defensores de este punto de vista buscan apoyo en ciertos pasajes de la Escritura, especialmente en las palabras del salmista tal y como son citadas en la Epístola a los Hebreos: “Y nuevamente al introducir a su primogénito en el mundo, dice: Que lo adoren todos los ángeles de Dios”. (Heb. 1,6; Sal. 97(96),7). Y si el capítulo 12 del Apocalipsis se puede usar para referirse, al menos en sentido secundario, a la caída original de los ángeles, puede parecer algo significativo que este inicia con la visión de la Mujer y su Hijo. Pero esta interpretación no es de ningún modo certera, pues el texto en Hebreos 1 puede referirse a la segunda venida de Cristo y lo mismo puede decirse del pasaje en el Apocalipsis.
Parecería que este relato del juicio de los ángeles es más acorde con lo que se conoce como la doctrina escotista sobre los motivos de la Encarnación que con el punto de vista tomista de que la Encarnación fue ocasionada por el pecado de nuestros primeros padres. Pues ya que el pecado en sí mismo fue cometido bajo la instigación de Satanás, presupone la caída de los ángeles. ¿Cómo, entonces, podría la prueba de Satanás consistir en el conocimiento previo de aquello que podría suceder, ex hypothesi, solamente en caso de su caída? Del mismo modo parecería que la teoría arriba mencionada es incompatible con otra opinión sostenida por algunos antiguos teólogos, a saber, que los hombres fueron creados para llenar los huecos en las filas de los ángeles. Pues esto supone nuevamente que si ningún ángel hubiese pecado, ningún hombre habría sido creado, y en consecuencia, no habría habido ninguna unión de la Persona Divina con una naturaleza inferior a la de los ángeles.
Como era de esperarse, dada la atención que le otorgaron a la cuestión de las facultades intelectuales de los ángeles, los teólogos medievales tuvieron mucho que decir sobre el tiempo de su prueba. La mente angélica fue concebida como capaz de actuar al instante, no, como la mente humana, que mediante el razonamiento discursivo pasa de las premisas a las conclusiones. Era inteligencia pura diferenciada de la razón. De ahí parecería que no había ninguna necesidad de extender este juicio. Y de hecho encontramos a Santo Tomás y a Escoto discutiendo la cuestión de si todo el asunto no podría haberse realizado en el primer instante en que los ángeles fueron creados. El Doctor Angélico sostiene que la caída no podía haber ocurrido en el primer instante. Y ciertamente parece que si la criatura naciera en el mismo acto de pecar, se podría decir que el pecado mismo procede del Creador. Pero Escoto, con su agudeza acostumbrada, contesta este argumento, junto con muchos otros, y afirma la posibilidad abstracta del pecado en el primer instante. Pero, ya sea posible o no, se ha acordado que esto no es lo que realmente ocurrió. Para la autoridad de los pasajes de Isaías y Ezequiel, que fueron aceptados generalmente como una referencia a la caída de Lucifer, muy bien bastaría para demostrar que por lo menos un instante él había existido en un estado de inocencia y resplandor. A los lectores modernos la noción de que el pecado fue cometido en el segundo instante de la creación puede parecerle apenas menos increíble que la posibilidad de una caída en el primer momento. Pero esto puede deberse, en parte, al hecho de que realmente pensamos en modos humanos de conocimiento, y no tomamos en cuenta la concepción escolástica de la cognición angélica. Para un ser que era capaz de ver muchas cosas a un mismo tiempo, un solo instante podría ser equivalente al período más largo necesitado por los mortales de movimientos lentos.
Esta disputa, en cuanto al tiempo transcurrido entre la prueba y la caída de Satanás tiene un interés puramente especulativo. Pero la pregunta correspondiente en cuanto a la rapidez de la sentencia y el castigo es de algún modo un asunto de mayor importancia. En efecto, no cabe duda alguna de que Satanás y sus ángeles rebeldes fueron prontamente castigados por su rebelión. Esto parecería estar suficientemente indicado en algunos textos que se entiende se refieren a la caída de los ángeles. Se puede inferir, por otra parte, a partir de la rapidez con la que el castigo siguió a la ofensa en el caso de nuestros primeros padres, aunque la mente del hombre se mueve más despacio que la de los ángeles, y que ellos tenían más excusa en su propia debilidad y en el poder de su tentador. En efecto, fue en parte por esta razón que el hombre encontró misericordia, mientras que no hubo ninguna redención para los ángeles. Pues, como dice San Pedro: “Dios no perdonó a los ángeles que pecaron” (2 Pedro 2,4). Se puede observar que esto se afirma universalmente, indicando que todos los que cayeron sufrieron castigo. Por éstas y otras razones, los teólogos comúnmente enseñan que la condena y el castigo sucedieron en el instante inmediato después de la ofensa, y muchos van tan lejos como para decir que no hubo ninguna posibilidad de arrepentimiento. Pero aquí será bueno tener en cuenta la distinción trazada entre la doctrina revelada, que viene con autoridad, y la especulación teológica, que en gran medida se basa en el razonamiento. No es probable que nadie que esté realmente familiarizado con los maestros medievales, con sus amplias diferencias, su independencia, su especulación valiente, sea capaz de confundirlos. Pero en estos días, hay peligro de que perdamos de vista esa distinción.
Es cierto que, cuando esto cumple ciertas condiciones definidas, el acuerdo entre los teólogos puede servir como un testimonio seguro a la doctrina revelada, e incluso la Iglesia ha adoptado algunos de sus pensamientos y hasta sus mismas palabras en sus definiciones de dogma. Pero al mismo tiempo estos maestros del pensamiento teológico proponen libremente muchas opiniones más o menos plausibles, que nos llegan con el razonamiento en lugar de autoridad, y necesariamente se sostendrán o caerán con los argumentos que los apoyan. De esta manera podemos encontrar que muchos de ellos pueden estar de acuerdo en sostener que los ángeles que pecaron no tenían ninguna posibilidad de arrepentimiento. Pero puede ser que se trate de una cuestión de argumento, que cada uno la afirma por una razón propia y niega la validez de los argumentos aducidos por los demás.
Algunos argumentan que debido a la naturaleza de la mente y voluntad angélicas, había una imposibilidad intrínseca de arrepentimiento. Pero puede observarse que en cualquier caso la base de este argumento no es enseñanza revelada, sino especulación filosófica. Y apenas sorprende encontrar que su suficiencia es negada por doctores igualmente ortodoxos, que afirman que si los ángeles caídos no pudieron arrepentirse, esto fue porque la condena fue instantánea y no dejó espacio alguno para el arrepentimiento, o porque se les negó la gracia necesaria. Otros, de nuevo, tal vez con mejor razón, no están satisfechos con que, de hecho, se les negara la gracia y el espacio suficientes para el arrepentimiento, ni con que ellos vean ningún buen fundamento para considerar esto probable, o para considerar que está en armonía con todo lo que sabemos de la bondad y misericordia divinas.
Ante la ausencia de una decisión certera sobre este asunto, se nos puede permitir afirmar, con Suárez, que por breve que pueda haber sido, hubo un lapso suficiente como para dar oportunidad al arrepentimiento, y que la gracia necesaria no fue totalmente denegada. Si ninguno se arrepintió realmente, esto se puede explicar hasta cierto punto diciendo que su fuerza de voluntad y firmeza de propósito hicieron el arrepentimiento sumamente difícil, aunque no imposible; que el tiempo, aunque suficiente, fue corto; y que no se le dio la gracia en tal abundancia como para vencer estas dificultades.
El lenguaje de los profetas (Isaías 14; Ezequiel 28) parece mostrar que Lucifer tenía un rango muy alto en la jerarquía celestial. Y, en consecuencia, encontramos muchos teólogos que afirman que antes de su caída él era el principal de todos los ángeles. Suárez está dispuesto a admitir que él era el más alto negativamente, es decir, que ninguno era más alto, aunque muchos pudieron haber sido sus iguales. Pero aquí otra vez estamos en la región de las opiniones piadosas, pues algunos teólogos sostienen que, lejos de ser el primero entre todos, él no pertenecía a uno de los coros más altos ---serafines, querubines y tronos---, sino a una de las órdenes inferiores de ángeles. En cualquier caso, parece que él tiene una cierta soberanía sobre aquellos que lo siguieron en su rebelión; pues leemos “el diablo y sus ángeles” (Mt. 25,41), “el dragón y sus ángeles” (Apoc. 12,7), “Belcebú, el príncipe de los demonios” ---que, cualquiera que sea la interpretación del nombre, se refiere claramente a Satanás, como se desprende del contexto: “Si, pues, también Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va a subsistir su reino?... porque decís que yo expulso los demonios por Beelzebul.” (Lc. 11,15.18), y “el príncipe del imperio del aire” (Ef. 2,2). A primera vista puede parecer extraño que debiera haber algún orden o subordinación entre aquellos espíritus rebeldes, y que los que se levantaron contra su Hacedor debieran obedecer a uno de sus propios compañeros que los habían conducido a la destrucción. Y la analogía de movimientos similares entre los hombres podría sugerir que la rebelión probablemente resultara en anarquía y división. Pero se debe recordar que la caída de los ángeles no perjudicó sus poderes naturales, que Lucifer todavía retuvo los dones que le permitieron influir en sus hermanos antes de su caída, y que su inteligencia superior les mostraría que ellos podrían alcanzar un mayor éxito y hacer más daño a otros mediante la unidad y la organización que mediante la independencia y la división.
Además de ejercer esta autoridad sobre aquellos a que fueron llamados “sus ángeles”, Satanás ha extendido su imperio sobre las mentes de los hombres malvados. Así, en el pasaje recién citado de San Pablo, leemos: “Y ustedes que estaban muertos en sus delitos y pecados, en los cuales anduvieron en otro tiempo según el proceder de este mundo, según el príncipe del imperio del aire, el espíritu que actúa en los rebeldes” (Ef. 2,1-2). Del mismo modo Cristo en el Evangelio lo llama "el príncipe de este mundo", pues cuando sus enemigos vienen para arrestarlo, Él mira más allá de los instrumentos del mal al amo que los mueve, y dice: “Ya no hablaré muchas cosas con ustedes, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder…” (Juan 14,30).
No es necesario discutir el punto de vista de algunos teólogos que suponen que Lucifer era uno de los ángeles que gobernaban y administraban los cuerpos celestes, y que este planeta estaba a su cuidado; pues en cualquier caso, la soberanía de la que tratan principalmente estos textos es sólo del grosero derecho a la conquista y el poder de la influencia maligna. Su dominio comenzó con su victoria sobre nuestros primeros padres, quienes, tras ceder a sus sugerencias, cayeron bajo su esclavitud. Todos los pecadores que hacen su voluntad se convierten a la medida de sus siervos. Pues, como dice San Gregorio, él es la cabeza de todos los malvados ---“Seguramente el diablo es la cabeza de todos los malvados; y todos los malvados son los miembros de esa cabeza” (Certe iniquorum omnium caput diabolus est; et hujus capitis membra sunt omnes iniqui. Hom. 16, en Evangel.). Este liderazgo sobre los malvados, como Santo Tomás es cuidadoso en explicar, se diferencia ampliamente del liderazgo de Cristo sobre la Iglesia, ya que Satanás es sólo la cabeza por gobierno externo y no también, como lo es Cristo, por la vivificante influencia interna. (Summa III: 8:7).
Con la creciente maldad del mundo y la propagación del paganismo, religiones falsas y ritos mágicos, el reinado de Satanás se extendió y se fortaleció hasta que su poder fue quebrantado por la victoria de Cristo, que por esta razón dijo, en la víspera de su Pasión: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera.” (Jn. 12,31). Por la victoria de la Cruz, Cristo liberó a los hombres de la esclavitud de Satanás y al mismo tiempo pagó la deuda debida a la justicia divina, al derramar su sangre en expiación por nuestros pecados.
En sus esfuerzos por explicar este gran misterio, algunos antiguos teólogos, engañados por la metáfora de un rescate para cautivos de guerra, llegaron a la extraña conclusión de que el precio de la redención fue pagado a Satanás. Pero San Anselmo refutó este error eficazmente al demostrar que Satanás no tenía ningún derecho sobre sus cautivos y que el gran precio con que fuimos comprados fue pagado a Dios solamente (vea DOCTRINA DE LA EXPIACIÓN.
Lo que ha sido dicho hasta ahora puede bastar para demostrar el rol desempeñado por el diablo en la historia humana, ya sea en cuanto al alma individual o a toda la raza de Adán. En efecto, su nombre Satanás denota al adversario, el oponente, el acusador, así como por su liderazgo de los malvados, conducidos bajo su bandera en la guerra continua con el reino de Cristo.
Las dos ciudades cuya lucha es descrita por |San Agustín están ya indicadas en las palabras del Apóstol: “Quien comete el pecado es del diablo, pues el diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del Diablo” (1 Juan 3,8).
Sea o no el conocimiento previo de la Encarnación la razón de su propia caída, su evolución posterior ciertamente lo ha mostrado como el enemigo implacable de la humanidad y el opositor decidido de la economía divina de la redención. Y ya que atrajo a nuestros primeros padres a su caída, él no ha dejado de tentar a sus hijos a fin de implicarlos en su propia ruina. No hay ninguna razón, en efecto, para pensar que todos los pecados y todas las tentaciones deben, por necesidad, venir directamente del Diablo o uno de sus ministros del mal. Ya que es cierto que si, después de la primera caída de Adán, o en el momento de la venida de Cristo, Satanás y sus ángeles hubieran estado atados tan fuerte que no pudiesen tentar más, aun así el mundo estaría lleno de males, pues los hombres tendrían suficiente tentación en la debilidad y en la rebeldía de sus corazones. Pero en ese caso, el mal habría sido claramente mucho menor de lo que es ahora, pues la actividad de Satanás hace mucho más que simplemente añadir una fuente adicional de tentación a la debilidad del mundo y la carne; significa una combinación y una dirección inteligente de todos los elementos del mal.
Toda la Iglesia y cada uno de sus hijos se ven acosados por peligros, el fuego de la persecución, la enervación de la comodidad, los peligros de la riqueza y de la pobreza, herejías y errores de caracteres opuestos, el racionalismo y la superstición, el fanatismo y la indiferencia. Ya sería bastante malo si todas estas fuerzas actuaran aparte y sin algún propósito definido, pero los peligros de la situación son incalculablemente mayores cuando todo puede ser organizado y dirigido por inteligencias vigilantes y hostiles.
Esto es lo que hace que el Apóstol, aunque conocía bien los peligros del mundo y la debilidad de la carne, ponga énfasis especial sobres los grandes peligros que provienen de los asaltos de los poderosos espíritus del mal en quienes reconoció a nuestros verdaderos y más formidables enemigos: “Revístanse de las armas de Dios para poder resistir a las asechanzas del Diablo. Pues nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal que están en las alturas… ¡En pie!, pues, ceñida su cintura con la verdad y revestidos de la justicia como coraza, calzados los pies con el celo por el Evangelio de la paz, embrazando siempre el escudo de la fe, para que puedan apagar con él todos los encendidos dardos del Maligno.” (Ef. 6,11.15-16).
Fuente: Kent, William. "Devil." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908. 18 Dec. 2012 <http://www.newadvent.org/cathen/04764a.htm>.
Traducido por Patricia Reyes. lhm