Flagelantes
De Enciclopedia Católica
Los flagelantes fueron una secta fanática y herética que floreció en los siglos XIII y siguientes. Su origen se atribuyó durante un tiempo a los esfuerzos misioneros de San Antonio de Padua en las ciudades del norte de Italia a principios del siglo XIII, pero Lempp (Zeitschrift für Kirchengeschichte, XII, 435) ha demostrado que esto es injustificado. Sin embargo, cada movimiento importante tiene sus precursores tanto en la idea de la que surge como en los actos específicos de los cuales es una culminación Y, sin duda, la práctica de la auto flagelación, familiar para la gente como una costumbre ascética de las órdenes más severas (como los camaldulenses, cluniacenses y dominicos), tenía que estar relacionada en idea con las igualmente conocidas procesiones penitenciales popularizadas por los mendicantes hacia 1233, para preparar el camino para la gran eclosión de la segunda mitad del siglo XIII.
Fue en 1260 que se oyó por primera vez de los flagelantes en Perugia. La terrible plaga de 1259 la prolongada tiranía y anarquía de los estados italianos, las profecías de Joaquín de Flora y otros respecto al anticristo y el fin del mundo, habían creado un estado mixto de desesperación y expectación entre los laicos devotos de las clases media y baja. Entonces apareció un famoso eremita de Umbría, Raniero Fasani, que organizó una hermandad de "Disciplinati di Gesù Cristo", que se extendió con rapidez por el centro y norte de Italia. Las hermandades eran conocidas con varios nombres en las diferentes localidades (Battuti, Scopatori, Verberatori, etc.), pero sus prácticas eran similares en todas partes. Todas las edades y condiciones estaban igualmente sujetas a esta epidemia mental. Clero y laicos, hombres y mujeres, incluso niños de tierna edad, se azotaban a sí mismos en reparación por los pecados de todo el mundo. Grandes procesiones que a veces ascendían a diez mil almas, pasaban por las ciudades, golpeándose y llamando a los fieles al arrepentimiento. Marchaban despacio a través de las ciudades con cruces y estandartes llevadas al frente por el clero. Con las caras cubiertas y el torso desnudo se golpeaban con correas de cuero hasta que corría la sangre, cantando himnos y cánticos de la Pasión de Cristo, entraban a las iglesias y se postraban ante el altar. Todos continuaban esta penitencia durante treinta y tres y medio días en honor a los años de la vida de Cristo en la tierra. Ni el barro ni la nieve, ni el frío ni el calor, eran obstáculos para ellos.
Las procesiones continuaron en Italia durante todo el año 1260, y para fines de ese año se extendieron más allá de los Alpes a Alsacia, Baviera, Bohemia y Polonia. Sin embargo, en 1261 las autoridades civiles y eclesiásticas se dieron cuenta del peligro de tal epidemia, aunque sus indeseables tendencias, en esta ocasión, eran más políticas que teológicas. En enero, el Papa prohibió las procesiones y los laicos se dieron cuenta de repente de que detrás del movimiento no había ningún tipo de sanción eclesiástica. Cesaron casi tan rápidamente como comenzaron y durante algún tiempo pareció que habían desaparecido. Para 1296 se oyó hablar de flagelantes itinerantes en Alemania. En el norte de Italia, el dominico Venturino de Bérgamo, que después fue beatificado, intentó resucitar las procesiones de flagelantes en 1334 y dirigió alrededor de diez mil hombres llamados “palomas”, hasta Roma; pero los romanos los recibieron con risas y sus seguidores le abandonaron. Fue a Aviñón a ver al Papa, que le envió inmediatamente a su monasterio, con lo que el movimiento colapsó.
En 1347, la peste bubónica se extendió por Europa y devastó el continente durante los próximos dos años. En 1348 ocurrieron terribles terremotos en Italia. Los escándalos que prevalecían en la Iglesia y el Estado intensificaron en la mente popular el sentimiento de que el fin de todas las cosas había llegado. Con extraordinaria rapidez, las compañías de flagelantes aparecieron nuevamente y se extendieron rápidamente a través de los Alpes, a través de Hungría y Suiza. En 1349 habían llegado a Flandes, Holanda, Bohemia, Polonia y Dinamarca. En septiembre de ese año habían llegado a Inglaterra, aunque allí tuvieron poco éxito. Los ingleses observaban a los fanáticos con tranquilo interés y hasta expresaban compasión y a veces admiración por su devoción, pero nadie se unió a ellos y los intentos de proselitismo fueron un completo fracaso.
Mientras tanto, el movimiento en Italia, de acuerdo con el temperamento de la gente, tan intenso, tan extático pero tan realista y práctico en cosas de religión, se extendió rápidamente por todas las clases de la comunidad. Su difusión se caracterizó y ayudó por los laudi, canciones populares de la Pasión de Cristo y de los Dolores de Nuestra Señora, y en este resurgir aparecieron innumerables hermandades dedicadas a la penitencia y a las obras de misericordia corporales. Así los “Battuti” de Siena, Bolonia, Gubbio, todos fundaron las Case di Dio, que eran a la vez centros en los que se podían reunir para sus ejercicios devocionales y penitenciales y hospicios en los que se aliviaba a los enfermos y a los indigentes. Aunque las tendencias heréticas aparecieron enseguida, la sana fe italiana fue desfavorable para su crecimiento. Las cofradías se adaptaron a la organización eclesiástica permanente y no pocas de ellas han continuado hasta hoy, al menos como asociaciones caritativas. Es de notar que las canciones de los Laudesi durante sus procesiones tendían cada vez más a adoptar un carácter dramático. De ellas se desarrolló con el tiempo el popular auto (N.T.: drama religioso), el cual fue el comienzo del drama italiano.
Sin embargo, tan pronto el movimiento de los flagelantes cruzó los Alpes a los países teutónicos, toda su naturaleza cambió. La idea fue recibida con entusiasmo; enseguida se desarrolló un ceremonial y al mismo tiempo una doctrina especializada que pronto degeneró en herejía. Llos flagelantes se convirtieron en una secta organizada, con una disciplina severa y reclamos extravagantes. Llevaban un hábito blanco y capa, con una cruz roja en cada uno, por lo que en algunos sitios se les llamó “Hermandad de la Cruz”. Quien quisiera unirse a esta hermandad era obligado a permanecer en ella durante treinta y tres y medio días, jurar obediencia a los “maestros” de la organización y poseer al menos cuatro peniques diarios para su sustento, estar reconciliado con todos los hombres y, si estaba casado, tener la sanción de su esposa.
El ceremonial de los flagelantes parece haber sido igual en todas las ciudades del norte. Dos veces al día iban lentamente a la plaza pública o a la iglesia principal, se quitaban los zapatos, se desnudaban hasta la cintura y se postraban formando un gran círculo. Con la postura indicaban la naturaleza de los pecados que pretendían expiar: el asesino yacía sobre su espalda, el adúltero sobre su rostro, el perjuro de lado levantando tres dedos etc. Primero eran golpeados por el “Maestro”, luego se les ordenaba con una fórmula prescrita que se levantasen, permanecían en círculo, se azotaban severamente y gritaban que su sangre se unía a la de Cristo y que su penitencia evitaba que el mundo entero pereciera. Al final el “maestro” leía una carta que supuestamente había sido traída por un ángel del cielo a la Basílica de San Pedro en Roma, en la que se decía que Cristo, enfadado por los graves pecados de la humanidad, había amenazado con destruir el mundo, pero que, por la intercesión de la Virgen María, había ordenado que se salvarían todos los que se uniesen a la hermandad durante treinta y tres y medio días. La lectura de esta “carta”, después de la profunda impresión que causaba la penitencia pública de los flagelantes, producía mucha excitación entre el populacho. A pesar de las protestas y críticas de los educadas, miles se unían a la hermandad.
Grandes procesiones marchaban de ciudad en ciudad precedidos por cruces, antorchas y banderas. Caminaban despacio, en filas de tres o cuatro hombro con hombro llevando sus látigos nudosos y cantando sus melancólicos himnos. A medida que crecía su número, se desarrollaban las pretensiones de los líderes. Profesaban un horror ridículo al contacto incluso accidental con las mujeres e insistían en que era una obligación el ayuno estricto los viernes. Difundían dudas sobre la necesidad o incluso sobre la conveniencia de los sacramentos, e incluso pretendían absolverse unos a otros, arrojar los malos espíritus y hasta realizar milagros. Afirmaban que la jurisdicción eclesiástica ordinaria estaba suspendida y que sus peregrinajes continuarían durante treinta y tres y medio años. Sin duda algunos de ellos esperaban establecer un rival duradero a la Iglesia Católica, pero pronto las autoridades actuaron y trataron de suprimir todo el movimiento. Pues, mientras crecía en Alemania y los Países Bajos, también había penetrado en Francia.
Al principio este fatuus novus ritus fue bien recibido. En 1348 el Papa Clemente VI había permitido una procesión similar en Aviñón en súplica contra la plaga. Sin embargo, las autoridades se alarmaron debido a la rápida expansión de las tendencias heréticas de los flagelantes, especialmente entre los pueblos turbulentos del sur de Francia. A petición de la Universidad de París y luego de una investigación cuidadosa, el Papa condenó el movimiento y prohibió las procesiones mediante cartas fechadas el 20 de octubre de 1349, las que fueron enviadas a los obispos de Francia Alemania, Polonia, Suecia e Inglaterra. Esta condena coincidió con una reacción natural de la opinión pública y los flagelantes, de ser una poderosa amenaza a todo el orden público establecido, pasaron a convertirse en una secta perseguida y en rápido declive.
Pero, aunque fue gravemente afectada, la tendencia flagelante no fue erradicada de ninguna manera. A lo largo de los siglos XIV y XV se dieron recrudecimientos de esta y otras herejías similares. Hacia 1360 apareció en Alemania un tal Konrad Schmid, que se llamaba a sí mismo Enoc, el cual pretendía que toda la autoridad eclesiástica estaba abrogada, o más bien, trasferida a él mismo. Miles de jóvenes se le unieron, y él pudo continuar con su propaganda hasta 1369, cuando las vigorosas medidas tomadas por la Inquisición resultaron en su supresión. Todavía se oía sobre juicios y condenación de flagelantes en 1414 en Ertfurt, en 1446 en Nordhausen, en 1453 en Sangerhausen, e incluso tan tarde como 1481 en Halberstadt. Además, se oyó sobre los “Albati” o “Bianchi” en Provenza alrededor de 1399 con sus procesiones de nueve días, durante los que se golpeaban y cantaban el “Stabat Mater”. Al final del siglo XIV, el gran dominico San Vicente Ferrer extendió esta devoción penitencial por el norte de España, y multitudes de devotos le seguían en sus peregrinajes misioneros a través de Francia, España y el norte de Italia.
De hecho, la gran eclosión de 1349, aunque quizás más extendida y formidable que otros fanatismos similares, fue una más de una serie de trastornos populares que se dieron a intervalos irregulares desde 1260 hasta el final del siglo XV. La causa generadora de estos movimientos fue siempre una oscura amalgama de horror y corrupción, de deseo de imitar las heroicas expiaciones de los grandes penitentes, de visión apocalíptica, de desesperación ante la reinante corrupción en la Iglesia y el Estado. Todas estas cosas eran carbones encendidos en las mentes del muy probado populacho de Europa central. Solo necesitaba ocasión suficiente, como la tiranía acumulada de algún pequeño gobernante, el horror de una gran plaga o la ardiente predicación de algún santo asceta para incendiar a toda la cristiandad. El impulso corría como fuego a través del pueblo, y como fuego se extinguía, solo para surgir de nuevo aquí y allá.
Al principio de cada brote los efectos eran generalmente buenos: los enemigos se reconciliaban, se pagaban las deudas, se liberaba a los prisioneros, se devolvían los bienes mal adquiridos; pero era el más simple resurgimiento y la reacción era peor que el estancamiento anterior. A veces se sospechaba que se abusaba del movimiento para fines políticos y más frecuentemente ejemplificaba la fatal tendencia del pietismo emocional a degenerar en herejía. El movimiento de los flagelantes fue solo una de las manías que afligieron el final de la Edad Media; otras fueron la manía de las danzas (Vea DANZA DE LA MUERTE), los arrebatos de hostigamiento contra los judíos alentados por las procesiones de los flagelantes en 1349, las cruzadas de niños y otras similares. Y, según el temperamento de los pueblos entre los que se extendía, el movimiento se convertía en revuelta y en herejía fantástica, una oleada de devoción que pronto se quedaba en prácticas piadosas y buenas obras o en un mero espectáculo que despertaba la curiosidad o la piedad de los espectadores.
Aunque como herejía peligrosa no se oye de los flagelantes hasta después del siglo XV, sus prácticas revivieron una y otra vez como medio de penitencia pública bastante ortodoxa. En Francia, durante el siglo XVI, se oye hablar de hermandades blancas, negras, grises y azules. En Aviñón (1574) la propia Catalina de Médicis dirigió una procesión de penitentes negros. En 1583 en París el rey Enrique III se convirtió en protector de los "Blancs Battus de l'Annonciation". El Jueves Santo de ese año organizó una gran procesión desde los agustinos hasta Notre-Dame en la que todos los grandes dignatarios del reino fueron obligados a participar junto con él. Sin embargo, las risas de los parisinos, que trataron todo el asunto como una broma, obligaron al rey a retirar su patrocinio. A principios del siglo XVII los escándalos que surgían entre estas hermandades causaron que el Parlamento de París los suprimiera, y la práctica pronto se extinguió bajo los asaltos combinados de la ley, los galicanos y los escépticos.
A lo largo de los siglos XVII y XVIII las procesiones de flagelantes y la auto flagelación fueron alentadas por los jesuitas en Austria y los Países Bajos, así como en los lejanos países que ellos evangelizaban. India, Persia, Japón, las Filipinas, México y los Estados de América del Sur tuvieron sus procesiones de flagelantes. En América Central y del Sur aún continúan hasta el presente (1910), y fueron reguladas y controladas por el Papa León XIII. En Italia en general y en el Tirol procesiones similares sobrevivieron hasta comienzos del siglo XIX; en la misma Roma se realizaban en las iglesias jesuitas hasta 1870, mientras que incluso más tarde ocurrían en algunas zonas de Toscana y Sicilia. Sin embargo, estas últimas procesiones flagelantes siempre han tenido lugar bajo el control de las autoridades eclesiásticas y no se deben relacionar de ningún modo con las epidemias heréticas de la Baja Edad Media.
Bibliografía: Uno de los mejores relatos sobre la flagelación y los flagelantes está en el artículo de HAUPT Geisselune, kirchliche, und Geisslerbruderschaften, en Realencykl. für prot. Theol. Contiene unas completas y excelentes biografías. Algunos de los testimonios originales de la epidemia de 1260 se pueden encontrar en PERTZ, Mon. Germ. Hist., XVII, 102-3, 105, 191, 402, 531, 714; XIX, 179. Respecto a la herejía de 1348 se puede consultar: Chroniken der deutschen Städte, VII, 204 ss.; IX, 105 ss.; Forschungen zur deutschen Geschichte, XXI (1881), 21 ss.; Recueil des chroniques de Flandre, II (Bruges, 1841), 111 ss.; FREDERICQ, Corpus documentorum inquisitionis hæreticæ pravitatis neerlandicæ, I (Ghent, 1889), 190 ss.; BERLIÈRE, Trois traités inédits sur les Flagellants de 1349, en Revue Bénédictine, July, 1908. En excelentes relatos se hallan en MURATORI Antiquitt. Ital. med., ævi, VI (Milan, 1738-42), diss. lxxv; GRETSER, Opera, IV (Ratisbon, 1734), 43-5; ZÖCKLER, Askese und Mönchtum, II (Frankfort, 1897), 518, 530-7.
Fuente: Toke, Leslie. "Flagellants." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6, págs. 89-92. New York: Robert Appleton Company, 1909. 18 Jun. 2020 <http://www.newadvent.org/cathen/06089c.htm>.
Traducido por Pedro Royo. lmhm