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Miércoles, 11 de diciembre de 2024

Asambleas del Clero Francés

De Enciclopedia Católica

Revisión de 01:45 18 ago 2021 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones)

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Las asambleas del clero francés (Assemblées du Clergé de France) fueron reuniones representativas quinquenales del clero de Francia cuyo propósito era distribuir las cargas financieras que los reyes de Francia imponían a la Iglesia, e incidentalmente para otros propósitos eclesiásticos. Tuvieron un origen financiero, al cual, para el caso, se puede rastrear el inicio y el establecimiento de todas las asambleas deliberativas. Sin embargo, mucho antes de su establecimiento, el Estado había comenzado a imponer a la Iglesia su parte de los gastos públicos. Los reyes de Francia, hombres poderosos, necesitados y en ocasiones inescrupulosos, no podían contemplar al lado del Estado, o dentro del Estado, un cuerpo de hombres ricos, que extendían gradualmente sus posesiones por todo el reino, sin ser tentados a recurrir a sus arcas y, si fuese necesario, saquearlas.

Durante la Edad Media, las Cruzadas fueron las ocasiones de frecuentes impuestos sobre las posesiones eclesiásticas. El Dime Saladine (diezmo saladino) se inició cuando Felipe Augusto (1180-1223) unió sus fuerzas con las de Ricardo de Inglaterra para liberar a Jerusalén de Saladino. En un período posterior, aumentaron las contribuciones del clero, y durante el reinado de San Luis (1235-70) encontramos un registro de trece impuestos dentro de veinte años, mientras que bajo Felipe el Hermoso (1285-1314) hubo veintiún diezmos en veintiocho años. Se ha estimado que este monarca recibió del clero una totalidad equivalente a 400,000,000 francos, en la moneda actual (en 1907, $80,000,000).

La era moderna no trajo disminución en los tributos impuestos a la Iglesia. Francisco I, por ejemplo (1515-48), hacía incesantes reclamos al tesoro eclesiástico. Las guerras religiosas provocadas por el protestantismo proporcionaron a los reyes franceses pretextos para nuevas demandas sobre la Iglesia. En 1560, el clero celebró una convención en Poissy para considerar asuntos de reforma eclesiástica, y la ocasión se hizo famosa por la controversia (Coloque de Poissy) entre los obispos católicos y los ministros protestantes, en la que los principales oradores fueron el cardenal de Lorena y Teodoro Beza. En esta asamblea el clero se comprometió, mediante un contrato hecho a nombre de todo el cuerpo clerical, a pagar al rey 1,600,000 libras ($300,000) anualmente por un período de seis años; también se comprometieron a devolverle ciertas propiedades e impuestos que se habían prometido al Hotel de Ville de París por una rente (anual), o ingreso, de 6,300,000 libras ($120,000). En otras palabras, el clero se comprometió a redimir para el rey en diez años un capital de 7,560,000 libras ($ 1,512,000). Los monarcas franceses, en lugar de saldar sus deudas, cogían nuevos préstamos basados en esta rente, o ingresos, pagados por la Iglesia, como si fuera algo permanente. Después de largas discusiones, el clero reunido en Melun (1579-80) consintió en renovar el contrato por diez años, una medida destinada a repetirse cada década hasta la Revolución Francesa. Las “asambleas del clero” eran ahora una institución establecida. De este modo la Iglesia de Francia obtuvo los derechos de libertad de reunión y de libertad de expresión justo cuando las reuniones de los Estados Generales (Etats-Généraux) serían descontinuadas, y la voz de la nación sería silenciada por un período de 200 años.

En una fecha muy temprana, estas asambleas adoptaron la forma de organización que conservarían hasta la Revolución Francesa. La elección de los diputados que formaban el cuerpo se organizaba de acuerdo con las provincias eclesiásticas. En 1619 se decidió que cada provincia enviaría cuatro diputados (dos obispos y dos sacerdotes) a las asambleas de contrat celebradas cada diez años, y dos a las asambleas des comptes que se reunían una vez durante el intervalo de diez años. Bajo este arreglo, se convocaba una asamblea cada cinco años. Había dos pasos en la elección de diputados. Primero, en la asamblea diocesana se convocaba a todos los titulares de beneficios, una pluralidad de cuyos votos se elegía a dos delegados. Estos luego procedían a la sede metropolitana y, bajo la presidencia del metropolitano, elegían a los diputados provinciales. Teóricamente, los párrocos (curés) podían ser elegidos, pero de hecho, debido a su posición social, inferior a la de los abades y canónigos, rara vez tenían asientos en las asambleas. El rango de subdiácono era suficiente para la elección; el abate Legendre relata en sus memorias como un incidente contemporáneo que uno de estos jóvenes legisladores, después de una escapada, fue fuertemente azotado por su perceptor que lo había acompañado a París.

Las asambleas en todo momento se reservaban el derecho de decidir sobre la validez de los procuradores y la autoridad de los diputados. También deseaban reservarse el derecho de elegir a su propio presidente, a quien siempre elegían de entre los obispos. Sin embargo, para conciliar rivalidades, generalmente se nominaba a varios para la presidencia, de los cuales solo uno ejercía esa función. Bajo un gobierno fuerte, sin embargo, y a pesar de la resolución de mantener su derecho de elección, era improbable que las asambleas eligieran a una persona que no tuviera el favor de la corte. Sabemos que durante el reinado de Luis XIV Harlay de Champvallon, arzobispo de París, fue varias veces presidente. Finalmente Saint-Simon nos dice que el descontento real lo privó de su influencia con el clero, e incluso acortó su vida. Los cargos de secretario y "promotor", considerados por los obispos como algo inferiores, eran asignados a diputados de segundo rango, es decir, a sacerdotes. Como todos los demás parlamentos, las Asambleas del Clero Francés dividieron su trabajo entre comisiones. La "Comisión de Asuntos Temporales" era muy importante y tenía una cantidad inusualmente grande de asuntos que tratar. Las cuestiones financieras, que habían hecho surgir estas asambleas, continuaron reclamando su atención hasta la época de la Revolución.

A partir del siglo XVII, el pago de las rentes del Hotel de Ville fue un elemento de poca importancia en comparación con las sumas que el clero se vio obligado a conceder al rey bajo el nombre de dons gratuits, u obsequios. Se había establecido durante la Edad Media que la Iglesia debía contribuir no solo a los gastos de las Cruzadas, sino también a la defensa del reino, una tradición que continuó hasta los tiempos modernos. Las guerras religiosas del siglo XVI, más tarde el asedio de La Rochelle (1628) bajo Richelieu, y en mayor medida las guerras políticas libradas por Enrique IV, Luis XIII, Luis XIV, Luis XV y Luis XVI, ocasionaron la imposición de enormes impuestos al clero. El siguiente ejemplo puede servir como ilustración: el clero que había votado dieciséis millones de libras ($3,200,000) en 1779, dio treinta millones más ($6,000,000) en 1780 para los gastos del gobierno francés en la guerra de la Revolución Americana, a lo que sumaron en 1782 dieciséis millones y en 1786 dieciocho millones. La Iglesia era entonces para el Estado lo que, en circunstancias similares, es hoy el Banco de Francia. Los reyes franceses más de una vez expresaron su gratitud a este cuerpo por los servicios que había prestado tanto a la monarquía como a la patria en el pago rápido y generoso de grandes subsidios en momentos críticos cuando, como ahora, el dinero era el nervio de la guerra. Se ha calculado a partir de documentos oficiales que durante tres cuartos de siglo (1715-89) el clero pagó, ya sea por las rentes del Hotel de Ville o como "obsequios", más de 380 millones de libras ($ 76,000,000). Bien podemos preguntarnos si, con todas sus prerrogativas, no contribuyeron tanto a los gastos públicos como el resto de la nación. En 1789, al aceptar, con todos los cahiers o proposiciones emanadas del clero, la ley que imponía a la Iglesia de Francia una parte igual del gasto público, el arzobispo de París, monseñor de Juigné, pudo decir que la Iglesia ya contribuyó tanto como las otras órdenes (nobleza, burguesía y gente); sus cargas no serían aumentadas por la nueva ley que imponía a todos una participación equitativa en la contribución a los gastos del Estado.

Las Asambleas del Clero llevaban a cabo su administración temporal de manera digna e imponente, y con mucha perfección en los detalles. Designaron durante diez años un receptor general (Receveur-général), en realidad un ministro de finanzas. El oficio conllevaba un salario generoso, y para su elección se requería una mayoría de dos tercios. Estaba obligado a proporcionar seguridad en su residencia en París y rendir un informe detallado de su gestión al clero reunido. En cada diócesis había una junta de delegados elegidos presidida por el obispo, cuyo deber era distribuir las imposiciones contributivas entre los eclesiásticos beneficiados. Este Bureau diocésain de décimes (Junta de Diezmos Diocesana) estaba autorizada a resolver disputas ordinarias. Sobre ella había juntas superiores ubicadas en París, Lyon, Ruán, Tours, Toulouse, Burdeos, Aix y Bourges, tribunales de apelación, cuyas decisiones eran definitivas en todas las disputas relacionadas con las contribuciones de las diócesis dentro de su jurisdicción.

De esta manera, el clero tuvo una administración propia independiente del Estado, un privilegio muy importante bajo el antiguo régimen. Cabe agregar que sabían merecer tal favor. En toda la nación su crédito era el más alto; los archivos nos han preservado miles de contratos de alquiler realizados con la máxima confianza por individuos privados con la Iglesia. Ciertos detalles del sistema financiero eclesiástico son incluso dignos de estudio. Se ha dicho que M. de Ville introdujo en Francia la conversión de anualidades y la consiguiente reducción de intereses; de hecho, el clero practicó esto desde finales del siglo XVII cuando se vieron obligados a negociar préstamos para proporcionar las sumas exigidas por Luis XIV. Necker, un juez competente, elogió al clero por el cuidado que tomaron para liquidar estas deudas. También elogió el sistema clerical de distribución de impuestos, según el cual los eclesiásticos beneficiados en todo el reino fueron divididos en ocho départements, o clases, para facilitar la distribución de impuestos en proporción ascendente, de acuerdo con los recursos de cada uno. Esto muestra que, incluso bajo el antiguo régimen, el clero había puesto sobre una base práctica de trabajo, en su propio sistema de ingresos, el sistema de impit progressif o sistema de avalúo gradual de los ingresos. Se puede decir que el sistema de administrar las temporalidades eclesiásticas, según desarrollado por las Asamblea del Clero de Francia, fue notablemente exitoso. Posiblemente, lograron demasiado bien mantener las inmunidades financieras otorgadas a la Iglesia, a las cuales renunciaron al borde de la Revolución, cuando aceptaron el principio de que la carga pública debía dividirse en partes iguales entre todas las clases de la nación, un paso que habían retrasado demasiado. La opinión pública ya había condenado de manera irresistible todos los privilegios.

Las Asambleas del Clero no limitaron su atención a los asuntos temporales. Los asuntos espirituales y las cuestiones doctrinales ocuparon un lugar importante entre los temas discutidos en ellas. De hecho, el Coloquio de Poissy, el germen original de las Asambleas, se convocó expresamente para la discusión del protestantismo y en oposición al cisma y la herejía. Prácticamente todas las asambleas, desde la primera en 1560 hasta la última en 1788, trataron el problema del protestantismo; se puede agregar que su actitud era apenas favorable a la libertad de conciencia. A su vez, el jansenismo recibió mucha atención de estas Asambleas, que siempre apoyaron con gran lealtad las bulas papales que condenaban esta herejía. De hecho, algunas de las medidas más severas contra el jansenismo provienen de dichas asambleas. El siglo XVIII, con sus filósofos y enciclopedistas, trajo a las Asambleas del Clero inquietudes de un carácter nuevo y alarmante. Hicieron lo posible para enfrentar el progreso de la infidelidad, avivaron y alentaron a los apologistas cristianos, e instaron al rey a proteger la Iglesia y defender la fe del pueblo francés. Tuvieron menos éxito en esta tarea que en sus empresas anteriores. El movimiento filosófico y político que el clero se había visto incapaz de bloquear habría de involucrarlos incluso a ellos en la catástrofe que demolió el antiguo régimen.

Entre las cuestiones doctrinales presentadas ante las Asambleas del Clero se debe tomar nota particular de los Cuatro Artículos votados en la famosa Asamblea de 1682. Sabemos que la misma fue convocada para considerar el Régale, un término que denota el derecho asumido por el rey francés durante la vacante de una sede para apropiarse de sus ingresos y hacer nombramientos a beneficios. Durante siglos, incluso en la Edad Media, tal apropiación de los derechos eclesiásticos por parte del Estado ha dado lugar a innumerables abusos y depredaciones. Los reyes de Francia a menudo han afirmado que el derecho de Régale les pertenecía en virtud de la supremacía de la Corona sobre todas las sedes, incluso aquellas previamente exentas de la afirmación de este derecho. Bajo Luis XIV, estos reclamos se aplicaron vigorosamente. Dos prelados, Pavillon, obispo de Alet, y Caulet, obispo de Pamiers, opusieron resistencia enérgica a las pretensiones reales. El Papa los apoyó con toda su autoridad.

Acto seguido, el rey convocó a la famosa Asamblea de 1682, presidida por Harley de Champvallon y Le Tellier, arzobispos de París y Reims respectivamente. Bossuet, aunque firme en su lealtad a la Santa Sede, estaba convencido del peligro que amenazaba a la Iglesia, y el 9 de noviembre de 1681 predicó en la iglesia de los Grandes Agustinos en París su célebre sermón "Sobre la Unidad de la Iglesia". Esta inmortal obra maestra de elocuencia fue tan afortunada de asegurar la aprobación tanto del Papa como del rey. Contrario a su costumbre, la Asamblea ordenó que se imprimiese el discurso. Entonces la cuestión del Régale se decidió rápidamente según el deseo real. Sin embargo, una cuestión mucho más grave se presentó a la Asamblea cuando Luis XIV les pidió que se pronunciasen sobre la autoridad del Papa. Bossuet, que sintió el peligro latente en tales discusiones, trató de contemporizar y solicitó que, antes de proceder, se estudiase cuidadosamente la tradición cristiana sobre ese punto. Al resultar infructuoso este movimiento, el obispo de Meaux se opuso a las propuestas (galicanas) presentadas en nombre de la comisión por Choiseul-Praslin, obispo de Tournai. De inmediato las proposiciones fueron devueltas al propio Bossuet, el cual logró eliminar de ellas la cuestión irritante de las apelaciones a un futuro concilio, una proposición varias veces condenada por la Santa Sede. Fue entonces que la Asamblea votó (19 marzo 1682) los famosos “Cuatro Artículos” que se pueden resumir brevemente como sigue:

Bossuet, quien fue arrastrado a las discusiones a pesar de sí mismo, y que en todas los asuntos se inclinó por la solución menos arbitraria, para justificar las decisiones de la Asamblea escribió su Defensio Declarationis, la cual, sin embargo, no fue publicada hasta después de su muerte. El rey ordenó que los “Cuatro Artículos” se promulgasen desde todos los púlpitos de Francia. Inocencio XI (1676-89), a pesar de su descontento, vaciló en pronunciar censura sobre la publicación de los “Cuatro Artículos” y se contentó con expresar su desaprobación a la decisión hecha por la Asamblea sobre la cuestión del Régale, y le negó las bulas papales a los miembros de la Asamblea que el rey había elegido para las sedes vacantes.

Para prestar unidad a la acción de las Asambleas y conservar su influencia durante los largos intervalos entre estas reuniones, se eligió a dos eclesiásticos que, desde entonces, serían, por así decirlo, el poder ejecutivo de la Iglesia de Francia. Eran conocidos como Agentes Generales (Agents-Généraux) y fueron personajes muy importantes bajo el antiguo régimen. Aunque elegidos entre el clero de la segunda orden, es decir, entre los sacerdotes, siempre fueron hombres de buen nacimiento, porte distinguido y bastante familiarizados con las costumbres del mundo y la corte. Estaban a cargo de las cuentas de todos los depositarios, protegían celosamente todos los derechos de la Iglesia, llamaban la atención sobre todo lo que fuese perjudicial a sus prerrogativas de disciplina, y representaban en el parlamento la autoridad e interés eclesiásticos en todos los casos en que la Iglesia fuese parte. Disfrutaban del privilegio de committimus, y estaban especialmente autorizados a ingresar al consejo del rey y hablar ante él sobre asuntos eclesiásticos. Con ocasión de cada Asamblea, estos agentes daban cuenta de su administración en informes, de los cuales se han publicado varios volúmenes en folio desde principios del siglo XVIII bajo el título de: Rapports d'agence. La recompensa usual por sus servicios era el episcopado. Sus deberes los preparaban admirablemente para entender los asuntos públicos. Monseñor de Cic, Monseñor de La Luzerne, el abad de Montesquiou y Talleyrand, todos los cuales desempeñaron papeles importantes en la Asamblea Constituyente, habían sido en su momento Agentes Generales del clero.

El lector ahora puede juzgar la importancia que se le da a las Asambleas del Clero bajo el antiguo régimen. En esos días era un gran privilegio el simple hecho de que pudieran encontrarse con el rey, conversar con él sobre cuestiones de finanzas, religión, administración, incluso sobre política y, cuando fuera necesario, presentar quejas ante él. En un momento en que el público no tenía voz y a la nobleza se le prohibía reunirse (de hecho, disfrutaban de favores especiales, pero sin derechos; no formaban un cuerpo claro y no tenían un órgano oficial de sus intereses) el clero estaba representado, tenía una voz en los asuntos, podía defenderse, atacar a sus oponentes y presentar razonamientos disuasivos. Era una posición única y le añadía aún más prestigio al ya disfrutado por el primer orden de la nación. Fue realmente extraordinario que hubieran conservado tan celosamente el derecho de votar sobre su tributación, un derecho que durante tres siglos el pueblo había dejado sin efecto. Fue evidencia de gran poder el que el clero pudiese forzar a una monarquía absoluta a discutir con ellos cuestiones graves de finanzas, pudiese votar libremente sobre sus propias contribuciones, presentar sus demandas y aprovechar la ocasión de sus "obsequios" para atraer la atención y la buena voluntad real a toda clase de intereses religiosos, en una palabra, podía practicar la política de do ut des (doy para que puedas dar), eficaz incluso bajo un Luis XIV.

Vale la pena señalar que en la suspensión de las reuniones de los Estados Generales, de concilios nacionales o provinciales, estas Asambleas permitieron al clero ejercer una vigilancia correccional sobre todos los intereses de la Iglesia. En cuanto a las temporalidades, las Asambleas aseguraron al clero una administración financiera autónoma por la cual podían defenderse mejor de la amenaza del taille, o impuesto a la tierra, escapar de la a menudo tediosa interferencia, redimir los nuevos amillaramientos conocidos como capitación (impuesto por cabeza) de la décima, quincuagésima y vigésima parte —favores todos que solo se podían obtener en consideración de contribuciones, de decisiones autorizadas rápidas. De hecho, ya hemos señalado que estas Asambleas lograron muy bien retener las exenciones eclesiásticas hasta 1789, justo antes de que los Estados Generales fueran convocados nuevamente, cuando, cediendo a la presión de la opinión pública y en su propio interés, el clero fue inducido a renunciar a ellas.

A los ojos de la posteridad el rol doctrinal de las Asambleas del Clero fue más llamativo que su administración de las temporalidades eclesiásticas. Si no pudieron capear la tormenta que arrasó con todas las instituciones del antiguo régimen, se debió en gran parte al hecho de que su participación en los intereses y la vida de la gente era insignificante. Al defender el privilegio eclesiástico con tanto calor y constancia, estas Asambleas parecían estar ocupadas casi exclusivamente con intereses clericales. Además, su método de reclutamiento, casi exclusivamente del clero superior, engendró un temperamento de indiferencia hacia su destino por parte de los curés, o párrocos, que pronto serían llamados a ejercer una influencia decisiva en el curso de los Estados Generales. Si las Asambleas hubiesen estado menos apegadas a las prerrogativas del poder absoluto, incluso en un momento en que las ideas de libertad se estaban apoderando de la opinión pública en Francia, podrían haberse convertido en aquello para lo que estaban calificadas por su organización y su operación: una invitación permanente a una forma parlamentaria de gobierno y una preparación para el mismo. La posición tardía adoptada por la Asamblea de 1788, con su petición al rey por los derechos del pueblo y por la convocación de los Estados Generales, llegó un poco tarde; el efecto producido se perdió de vista en el fermento general.

La votación por la cual el parlamento nacional se aseguró de la igualdad de impuestos para todos privó a las Asambleas de su raison d´etre; fue precisamente por la regulación de las contribuciones especiales del clero que se establecieron y se mantuvieron. En adelante, al igual que los parlements y otros cuerpos aparentemente separados, o conectados flojamente, de la vida de la nación, estaban destinados a fusionarse en su nueva y mayor unidad. A pesar de la forma en que terminaron, compartida por tantas otras instituciones del antiguo régimen, las Asambleas habían sido uno de los ornamentos, podría decirse, una de las glorias de la Iglesia de Francia. Durante siglos de servidumbre política ofrecieron el ejemplo de un parlamento libre en funcionamiento regular; su administración financiera fue exitosa y se realizó con mucha dignidad; en tiempo de guerra prestaron servicios notables al Estado, y algunas de sus reuniones serán siempre recordadas por las importantes discusiones religiosas y políticas que provocaron. Por estas razones, las Asambleas llenan una página brillante en los anales del clero francés, y en todo tiempo merece la atención del historiador.


Bibliografía: Manuscritos y Archivos nacionales, Série G8, en la Bibliothèque Nationale Paris. Los registros de los Archivos Nacionales contienen los procedimientos auténticos (Procs-verbaux) de las Asambleas. Collection des procs-verbaux du clerg de France, depuis 1560, jusqu' prsent (1767-78, 9 vols.) Estas últimas asambleas tenia cada una un acta impresa en volume de un folio. Recueil des actes et mmoires du clerg de France (1771) I y VIII: Louis Serbat, Les Assembles du clerg de France (París, 1906) 1561-1615); Maury, in Revue des deux Mondes (1878); Bourlon in Revue du Clerg (1905-06); Sicard, L'ancien clerg de France (París, 1893-1903).

Fuente: Sicard, Jean Auguste. "Assemblies of the French Clergy." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1, pp. 795-798. New York: Robert Appleton Company, 1907. 1 dic. 2019 <http://www.newadvent.org/cathen/01795a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina