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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Vocación

De Enciclopedia Católica

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La vocación eclesiástica o religiosa es el don de aquellos que, en la Iglesia de Dios, siguen con una intención pura la profesión eclesiástica o los consejos evangélicos. Los elementos de esta vocación son todas las ayudas interiores y exteriores, la gracia eficaz, que dan lugar a la adopción de la resolución, y todas las gracias que produce la perseverancia meritoria. Por lo general esta vocación se revela como el resultado de la deliberación de acuerdo a los principios de la razón y la fe; en casos extraordinarios, por luz sobrenatural tan abundantemente derramada sobre el alma como para hacer innecesaria la deliberación.

Hay dos señales de la vocación: la negativa, la ausencia de impedimentos, y la otra positiva, una firme resolución con la ayuda de Dios de servirle en el estado eclesiástico o religioso. Si Dios le deja libertad de elección a la persona que llama, no le deja ninguna a aquéllos cuyo deber es aconsejar; aquellos directores espirituales o confesores que atienden a la ligera un asunto de tanta importancia, o no contestan según el espíritu de Cristo y la Iglesia, incurren en una grave responsabilidad. Es su deber también descubrir el germen de una vocación, y desarrollarlo mediante la formación del carácter y el fomento de la generosidad de la voluntad.

Estas normas son suficientes para una decisión de seguir los consejos evangélicos, ya que pueden ser practicadas incluso en el mundo. Pero la naturaleza del estado eclesiástico y la constitución positiva del estado religioso requieren algunas reflexiones adicionales. A diferencia de la observancia de los consejos evangélicos, el estado eclesiástico existe sobre todo por el bien de la sociedad religiosa, y la Iglesia ha dado al estado religioso una organización corporativa. Los que pertenecen a una orden religiosa no sólo siguen los consejos evangélicos por sí mismos, sino que son aceptados por la Iglesia, más o menos oficialmente, para representar en la sociedad religiosa la práctica de las reglas de la perfección, y ofrecerlo a Dios como una parte del culto público. (Vea vida religiosa, votos). De esto se deduce que la profesión eclesiástica no es tan accesible para todos como el estado religioso; que para entrar al estado religioso en la actualidad, se requieren condiciones de salud, de carácter, y a veces de educación que no son demandados por los consejos evangélicos tomados en sí mismos; y que, tanto para el estado religioso como para el eclesiástico, es necesaria la admisión por una autoridad legal.

En la actualidad, es necesario que concurran dos voluntades antes de que una persona pueda entrar al estado religioso; siempre ha sido necesario que concurran dos voluntades antes de que una persona pueda entrar a las filas del clero. El Concilio de Trento pronuncia un anatema sobre una persona que represente como ministro legítimo del Evangelio y los Sacramentos a cualquiera que no haya sido ordenado regularmente y comisionado por la autoridad eclesiástica y canónica (Ses. XXIII, III, IV, VII). Una vocación a la que muchas personas llaman exterior, viene así a ser añadida a la vocación interior, y esta vocación exterior se define como la admisión de un candidato en debida forma por la autoridad competente.

En cuanto al candidato se refiere, la cuestión de la vocación misma ponerse en estos términos: ¿Estás haciendo una cosa que es agradable a Dios en el ofrecimiento de sí mismo en el seminario o noviciado? Y la respuesta depende de los datos anteriores: sí, si tu intención es honesta, y si tu fuerza es suficiente para el trabajo. Otra pregunta se le puede hacer al candidato al sacerdocio: ¿si haces bien en desear ser sacerdote, o harías mejor en convertirte en religioso? Es de notar que el candidato al sacerdocio ya debería tener las virtudes requeridas por su estado, mientras que la esperanza de adquirirlas es suficiente para el candidato a la vida religiosa.

La pregunta que debe hacerse el ordinario de una diócesis o el superior de una comunidad religiosa es: Considerando el interés general de la orden o la diócesis, ¿es correcto que yo acepte a este o ese candidato? Y aunque el candidato haya hecho bien en ofrecerse a sí mismo, la contestación puede ser en la negativa. Pues Dios a menudo sugiere planes que no requiere o desea que se lleven a cabo, aun cuando esté preparando la recompensa que le concederá a la intención y al juicio. La negativa del ordinario o superior les impide a los candidatos entrar en las listas de los clérigos o religiosos. De ahí que se puede decir que su aprobación completa la vocación divina. Por otra parte, en esta vida una persona a menudo entra en vínculos indisolubles que Dios desea ver respetados después del hecho. Queda, pues, para el hombre que se ha puesto bajo tal obligación de acomodarse al estado en el que Dios, quien le dará la ayuda de su gracia, ahora desea que persevere. Esta es la enseñanza explícita de San Ignacio en sus "Ejercicios Espirituales": Respecto a esta voluntad presente de Dios, se puede decir, por lo menos de los sacerdotes que no obtienen una dispensa, que las ordenación les confiere una vocación. Sin embargo, esto no implica que hayan hecho bien en ofrecerse para la ordenación.

Esto parece darnos base para la verdadera solución a las recientes controversias sobre el tema de la vocación.

Dos puntos han resultado temas de controversia en la consideración de la vocación al estado eclesiástico: ¿cómo la Divina Providencia da a conocer sus decretos a los hombres? ¿Cómo la Providencia reconcilia sus decretos con la libertad de la acción humana en la elección de un estado de vida? Casiano explica muy claramente los distintos tipos de vocación a la vida monástica, en su "Collatio, III: De tribus abrenuntiationibus", III, IV, V (PL, XLIX, 560 a 64). Los Padres de los siglos IV y V inculcan fuertemente la práctica de la virginidad, e intentan dar respuesta el texto: "Quien pueda entender, que entienda” (Evangelio según San Mateo | Mt.]] 19.12), lo que parece limitar la aplicación del consejo. San Benito admitió niños pequeños presentados por sus padres a su orden; y el axioma canónico Monachum aut paterna devotio aut propia professio facit (c. 3, XX, q. 1), "Un hombre se convierte en un monje, ya sea por consagración de los padres o por profesión personal ", un axioma que fue recibido en la Iglesia Latina desde el siglo VI hasta el XI, muestra hasta qué punto la vida religiosa se consideró abierta y recomendable como una regla para todos.

Una carta de San Gregorio el Grande y otra de San Bernardo insisten en los peligros a que se exponen aquellos que han decidido abrazar la vida religiosa y todavía permanecen en el mundo. Santo Tomás no trata sobre la necesidad de una llamada especial para abrazar el sacerdocio o la vida monástica, pero la realidad de una llamada divina a estados de vida más altos es claramente expresada en el siglo XVI, notablemente en los “Ejercicios Espirituales” de San Ignacio. Francisco Suárez elaboró una teoría completa de la vocación (De religione, tr. VII, IV, VIII). Independientemente de un progreso natural que aporta nuevos elementos a la discusión, dos causas se combinaron para aumentar la controversia sobre este punto, a saber, el abuso de las vocaciones forzadas, y un misticismo que está estrechamente relacionado con el jansenismo. En otros tiempos era costumbre que las familias nobles colocaran a sus hijos más jóvenes en el seminario o algún monasterio sin considerar los gustos o las calificaciones de los candidatos, y no es difícil ver cuán desastroso fue este tipo de reclutamiento para la vida sacerdotal y religiosa. Comenzó una reacción contra este abuso, y se esperaba que los jóvenes, en lugar de seguir la elección de sus padres, una opción a menudo dictada por consideraciones de orden puramente humano, esperaran una llamada especial de Dios antes de entrar al seminario o al claustro.

Al mismo tiempo, un semi quietismo en Francia llevó a la gente a creer que un hombre debía aplazar su acción hasta que fuese consciente de un especial impulso divino, una especie de mensaje divino que le revelara lo que debía hacer. Si una persona, con el fin de practicar la virtud, estaba obligada a hacer un examen interno de sí mismo a cada momento, ¿cuánto más necesario escuchar la voz de Dios antes de entrar en la senda sublime del sacerdocio o la vida monástica? Se supone que Dios hablaría por una atracción, que era peligroso anticipar: y así surgió la famosa teoría que identificaba la vocación con una atracción divina; sin atracción no hay vocación; con atracción había una vocación que era, por así decirlo, obligatoria, pues había mucho peligro en la desobediencia. Aunque teóricamente libre, la elección de un estado era prácticamente necesaria: "Aquellos que no son llamados", dice Scavini (Theol. moral., 14a ed., I, I, n. 473), "no pueden entrar al estado religioso: los que son llamados deben entrar en él, o si no cuál sería el uso de la llamada? " Otros autores, como Gury (II, n. 148-50), después de haber declarado que es una falta grave entrar al estado religioso estando consciente de no haber sido llamado, se corrigen solos de una manera notable al añadir, "a menos que tengan una resolución firme de cumplir con los deberes de su estado ".

Para la dirección general de la vida, sabemos que Dios, al tiempo que guía al hombre, lo deja libre para actuar, que todas las buenas acciones son gracia de Dios, y al mismo tiempo actos libres, que la felicidad del cielo será la recompensa de la buena vida y aún así el efecto de una predestinación gratuita. Estamos obligados a servir a Dios siempre, y sabemos que, además de los actos mandados por Él, hay actos que Él bendice sin hacerlos obligatorios, y que entre los actos buenos hay algunos que son mejores que otros.

Derivamos nuestro conocimiento de la voluntad de Dios, esa voluntad que exige nuestra obediencia, que aprueba algunos de nuestros actos, y estima algunos más que otros, de la Sagrada Escritura y la Tradición, al hacer uso de la doble luz que Dios nos ha concedido, la fe y la razón. Siguiendo la ley general, "hacer el bien y evitar el mal”, aunque podemos evitar todo lo que está mal, no podemos hacer todo lo que es bueno. Para llevar a cabo los designios de Dios estamos llamados a hacer todo el bien que seamos capaces y todo lo que tengamos la oportunidad de hacer; y cuanto mayor sea el bien, más especial nuestra capacidad, más extraordinaria la oportunidad, tanto más claramente la razón iluminada por la fe nos dice que Dios desea que hagamos el bien. En la ley general de hacer el bien, y en las facilidades que se nos ha dado para hacerlo, leemos una invitación de Dios general, o puede ser incluso una especial, para hacerlo; una invitación que presiona en proporción a la excelencia del bien, pero que sin embargo no estamos obligados a aceptar a menos que descubramos un deber de justicia o de caridad.

A menudo, también, tenemos que vacilar en la elección entre dos acciones o cursos de acción incompatibles. Es una dificultad que surge, incluso cuando nuestra decisión influirá en el resto de nuestras vidas, como, por ejemplo, si tuviésemos que decidir entre emigrar o quedarnos en nuestro propio país. Dios también puede ayudar a nuestra opción por movimientos interiores, ya sea que estemos conscientes de ellos o no, por inclinaciones que nos lleven a tal o cual curso de acción, o por los consejos de un amigo con el que estamos providencialmente en contacto; o puede incluso revelarnos claramente su voluntad o su preferencia. Pero esto es un caso excepcional; por lo general el sentimiento interior mantiene y confirma nuestra decisión, pero es sólo un motivo secundario, y la parte principal le pertenece a la sana razón que juzga según las enseñanzas de la fe. "Tienen a Moisés y a los " profetas”, dijo Cristo en la parábola del hombre rico y Lázaro ( Lc. 16,29), y no necesitamos que nadie resucite de entre los muertos para que nos enseñe nuestro deber.

De acuerdo con esta sencilla exposición, parece claro que cada una de nuestras buenas acciones agrada a Dios, que, además, Él desea especialmente vernos ejecutar ciertas acciones, pero que las negligencias y omisiones en cualquier materia no causan por lo general una divergencia permanente de nuestro camino recto. Esta regla es cierta incluso en el caso de actos cuyos resultados parecen múltiples y de gran alcance. De lo contrario, Dios estaría obligado a darnos a conocer claramente tanto su propia voluntad como las consecuencias de nuestra negligencia. Pero los ofrecimientos de la Divina Providencia son varios o incluso muchos, aunque uno pueda ser más apremiante que otro; y puesto que toda buena acción se realiza con la ayuda de una gracia sobrenatural que la precede y la acompaña, y ya que con una gracia eficaz habríamos hecho el bien que no habíamos podido lograr, de todo bien que realicemos podemos decir que tuvimos la vocación de hacerlo, y de todo bien que omitimos, ya sea que no tuvimos la vocación de hacerlo, o , si nos equivocamos al omitirlo, que no prestamos atención a la vocación. Esto es cierto sobre la fe propiamente dicha. Creemos porque hemos recibido una vocación eficaz para creer, que los que viven sin fe no han recibido o que han rechazado cuando su incredulidad es su propia falta.

¿Son estos puntos de vista generales aplicables a la elección de un estado de vida? ¿O es que esa elección se rige por normas especiales? La solución de esta pregunta implica la de la vocación misma. Las normas específicas se encuentran en la Sagrada Escritura y en la Tradición. En la Sagrada Escritura leemos esos consejos generales de abnegación (N. de la T.: niégate a ti mismo) al que todos los cristianos están llamados a seguir durante su vida, mientras que son objeto de una aplicación más completa en un estado que por esa misma razón puede ser llamado un estado de perfección. La gracia eficaz, en particular la de la perfecta continencia, no les es dada a todos. "No todos entienden este mensaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido… Quien pueda entender, que entienda.” ( Mt. 19,11.12).

Intérpretes católicos, sin embargo, basando sus conclusiones en los Padres de la Iglesia, coinciden en decir que Dios le concede este don ya sea a todos los que lo piden en la oración, o en todo caso, a la generalidad de los que se disponen a recibirlo (véase Beelen, Kanbenbauer, sobre este pasaje). Pero la elección es libre. San Pablo, hablando del mismo cristiano, dice "Por lo tanto, el que se casa con su novia, obra bien. Y el que no se casa, obra mejor.” (1 Cor. 7,38). Por otra parte, debe ser guiado por la sana razón: "Pero si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que quemarse" (1 Cor. 7,9). Además, el Apóstol le da este consejo general a su discípulo Timoteo: «Quiero pues que las (viudas) jóvenes se casen" (1 Tim. 5,14). Y, sin embargo, la Providencia no abandona al hombre, sea cual sea su profesión o condición: «Por lo demás, cada cual viva conforme le ha asignado el Señor, cada cual como le ha llamado Dios.” (1 Cor. 7,17). Por lo tanto, la Sagrada Escritura le aplica a la profesión de cada hombre los principios generales establecidos anteriormente.

Tampoco hay rastro de una excepción en los Padres de la Iglesia: insisten en la aplicación general de los consejos evangélicos, y sobre la importancia de seguirlos sin demora; y por otro lado, declaran que la elección es libre, sin peligro de incurrir en la pérdida del favor de Dios. Sin embargo desean que la elección se ejerza prudente y razonablemente. Ver San Basilio, "Sobre la virginidad”", n. 55, 56; "Constit. monast.", XX; Ep. CLXXII "Exhortación a renunciar al mundo", n. 1 (P.G., XXX, 779-82; XXXI, 626, 1394; XXXII, 647-49); San Gregorio Nacianceno, "Contra Juliano", 1er discurso, n. 99; disc. 37, alias 31 sobre San Mateo, 19,11 (P.G., XXXV, 634; XXXVI, 298); San Juan Crisóstomo, "Sobre la virginidad"; "Sobre la penitencia", Horn. VI, n. 3; "Sobre San Mateo", XIX, XI, XXI (P.G., XLVIII, 533 ss.; XLIX, 318; LVIII, 600, 605); San Cipriano, "De habitu virginum", XXIII (P.L., IV, 463); San Ambrosio, "De viduis", XII, XIII (P.L., XVI, 256, 259); San Jerónimo, Ep. CXXIII alias XI to Ageruchia; "De monogamia"; "Contra Joviniano", I; Sobre San Mateo 19,11-12 (P.L., XXII, 1048; XXIII, 227, 228; XXVI, 135, 136); San Agustín, "De bono coniugali", X; "De sancta virginitate", XXX (P.L., XL, 381, 412); San Bernardo, "De praecepto et dispensation", I (P.L., CLXXXII, 862). Estos textos son examinados en Vermeersch, "De vocatione religiosa et sacertodali", tomados del segundo volumen de la "De religiosis institutis et personis" del mismo autor, suppl. 3.

En comparación con tan numerosas y distintas declaraciones, dos o tres pasajes insignificantes ( San Gregorio, Ep. LXV (P.L., LXXVII, 603; San Bernardo, Ep. CVII, CVIII (P.L., CLXXXII, 242 ss., 249 ss.)], de los cuales los últimos dos datan solo del siglo XII, y son susceptible de otra explicación, y no pueden ser citados seriamente como representantes de la vocación como prácticamente obligatorio. Ni Santo Tomás en su "Summa theologica", I-II, Q. CVIII, art. 4; II-II, Q. CLXXXIX, opusc. 17 alias 3, ni Francisco Suárez en su "De religione", tr. VII, V, IV, n. I, 7, y VIII; ni Belarmino en su "De monachis", Controv. II; ni Passerini, "De hominum statibus" en Q. CLXXXIX, art. 10, piensan en situar la elección del estado de vida en una categoría aparte.

Y así llegamos a conclusiones que coinciden con las de Cornelio a Lapide en su comentario sobre el capítulo 7 de la Primera Epístola a los Corintios, y que se recomiendan a sí mismos por su misma simplicidad. Los estados de vida se eligen libremente y al mismo tiempo son providencialmente dados por Dios. Cuanto mayor sea el estado de vida, más claramente encontramos la acción positiva de la Providencia en la elección. En el caso de la mayoría de los hombres, ningún decreto divino, lógicamente anterior al conocimiento de sus actos libres, les asignan tal o cual profesión. El camino de los consejos evangélicos está en sí mismo abierto a todos, y preferible para todos, pero sin ser directa o indirectamente obligatorios. En casos excepcionales, la obligación puede existir como consecuencia de un voto o de una orden divina, o de la improbabilidad (que es muy raro), de encontrar la salvación de otro modo. Más frecuentemente, razones de prudencia, que surgen del carácter y los hábitos de las personas afectadas, no hacen aconsejable que él elija lo que es en sí la mejor parte, o los deberes de la piedad filial o la justicia lo puedan hacer imposible.

Por las razones anteriormente expuestas, no podemos aceptar la definición de Lesio, "La vocación es un afecto, una fuerza interior que hace que un hombre se sienta impulsado a entrar en el estado religioso, o algún otro estado de vida" (De statu vitæ deligendo, n. 56 ). Este sentimiento no es necesario, y no se puede confiar en él sin reservas, aunque puede ayudar a decidir el tipo de orden más adecuado para la persona. Tampoco podemos admitir el principio adoptado por San Alfonso: que Dios determina para cada uno su estado de vida (Sobre la elección de un estado de vida). Cornelius a Lapide, sobre cuya autoridad San Alfonso basó incorrectamente su argumento, dice, por el contrario, que Dios a menudo se abstiene de indicar ninguna preferencia, sino la que resulta de la excelencia desigual sobre condiciones honorables. Y en el célebre pasaje "cada cual tiene de Dios su gracia particular" (1 Cor. 7,7). San Pablo no tiene intención de indicar cualquier profesión particular como un don de Dios, sino que hace uso de una expresión general para implica que la dispensación de las gracias explica la diversidad de objetos puestos a nuestra elección, como la diversidad de las virtudes. Estamos de acuerdo con María de Ligorio cuando declara que todo aquel que, estando libre de impedimento y movido por una recta intención, si es recibido por el superior, está llamado a la vida religiosa. Véase también San Francisco de Sales, Epístola 742 (París, ed. 1833). Las influencias rigoristas a las que San Alfonso fue sometido en su juventud explican la severidad que le llevó a decir que la salvación eterna de una persona dependía principalmente de esta elección de un estado de vida conforme con la elección divina. Si este fuera el caso, Dios, que es infinitamente bueno, haría conocer su voluntad a todos los hombres de una manera que no pueda ser mal interpretado.


Bibliografía: La opinion defendida en este artículo es corroborada por la decision favorable de la Comisión de Cardenales (10 de junio de 1912), nombrada para examinar la obra del Canónigo Joseph Lahitton, La vocation sacerdotale (París, 1909); la decisión de los cardenales ha sido completamente aprobada por el Papa. SLATER, Manual of Moral Theology (Nueva York, 1909); BERTHIER, una mission de La Salette, ha establecido una regla similar a la del antedicho libro, Des états de la vie chrétienne et de la vocation d'après les Docteurs de l'Église et les théologiens (4th ed., París, 1897); Eng. tr. Christian Life and Vocation (Nueva York, 1879); DAMANET, Choice of a State of Life (Dublín, 1880). Como un caso de excesiva severidad vea HABERT, Theol. dogmat. et mor.: De sacramento ordinis, Pt. 3, 1, sec. 2. Artículos a favor de la vocación por atracción han aparecido en la Revue pratique et apologétique, X; see loc. cit., XII, 558, para la lista de pueblicaciones en respuesta a LAHITTON.

Fuente: Vermeersch, Arthur. "Ecclesiastical and Religious Vocation." The Catholic Encyclopedia. Vol. 15. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/15498a.htm>.

Traducido por L H M.