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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Conversión

De Enciclopedia Católica

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(Del Latín clásico converto, depon. convertor, de donde conversio, cambio, etc.).

En la Vulgata latina (Hch. 15,3), en la patrística ( San Agustín, Civ. Dei, XXIV), y en el latín eclesiástico tardío, conversio se refiere a un cambio moral, a una vuelta o retorno a Dios y a la verdadera religión, con cuyo sentido ha pasado a nuestras lenguas modernas. (Por ejemplo, las "conversiones" de San Pablo, de Constantino el Grande y de San Agustín.) En la Edad Media la palabra conversión se usaba a menudo en el sentido de abandonar el mundo e ingresar al estado religioso. Así San Bernardo habla de su conversión. El retorno del pecador a una vida de virtud es también llamado una conversión. Más comúnmente hablamos de la conversión de un infiel a la verdadera religión y más comúnmente a la conversión de un cismático o hereje a la Iglesia Católica.

Todo hombre está obligado por la ley natural a buscar la religión verdadera, a abrazarla cuando la encuentra, y a conformar su vida con sus principios y preceptos. Y es un dogma de la Iglesia definido por el Concilio Vaticano I que el hombre puede, con la luz natural de la razón, llegar a cierto conocimiento de la existencia del único Dios verdadero, nuestro Creador y Señor. El mismo concilio enseña que la fe es un don de Dios necesario para la salvación, que es un acto del intelecto dirigido por la voluntad, y que es un acto sobrenatural. El acto de fe, entonces, es un acto del entendimiento, por el que aceptamos firmemente como verdadero lo que Dios ha revelado no debido a su verdad intrínseca percibida por la luz natural de la razón, sino porque Dios, que no puede engañar ni ser engañado, lo ha revelado. Es en sí un acto del entendimiento, pero requiere la influencia de la voluntad que mueve al intelecto a asentir. Pues todas las verdades de la revelación, al ser misterios, son en cierta medida oscuras. Sin embargo, no es un acto ciego puesto que el hecho de que Dios ha hablado no es meramente posible sino seguro. Las evidencias para el hecho de la revelación no son, sin embargo, el motivo de la fe: son los fundamentos que hacen creíble la revelación es decir, hacen cierto que Dios ha hablado. Y puesto que la fe es necesaria para la salvación, para que podamos cumplir con el deber de abrazar la verdadera fe y perseverar en ella, Dios, por su Hijo unigénito, ha instituido la Iglesia y la ha adornado con claras señales de tal modo que pueda ser reconocida por todos los hombres como guardiana y maestra de la verdad revelada. Estas señales (o notas) de credibilidad pertenecen sólo a la Iglesia Católica. Más aún, la misma Iglesia por su admirable propagación, sublime santidad e inagotable fecundidad, por su unidad católica e invencible estabilidad es un motivo grande e irrefutable de credibilidad y testimonio irrefragable de su misión divina (ver Conc. Vatic., De Fide, cap. 3)

Sin embargo, el primer paso en el proceso normal de conversión es la investigación y el examen de las credenciales de la Iglesia, que con frecuencia es un trabajo penoso que dura años. La gracia externa que llama la atención de una persona a la Iglesia y le hace comenzar su investigación es tan variada y múltiple como lo son los investigadores individuales. Incluso puede ser algo para la ventaja temporal de uno, lo cual fue el caso de Enrique IV, Rey de Francia. Puede ser el interés despertado por un gran personaje histórico, como Inocencio III, en el caso de Friedrich von Hurter. Cualquiera que haya sido el motivo inicial, si el estudio se lleva a cabo con una mente abierta, nos llevará al conocimiento de la verdadera Iglesia, es decir, a esta conclusión certera: La Iglesia Católica es la verdadera Iglesia. Sin embargo, esta convicción intelectual no es todavía el acto de fe. Uno puede vacilar, o negarse a dar el siguiente paso, que es la "buena voluntad de creer" (pius credulitatis affectus). Y éste conduce al acto tercero y final, el acto mismo de fe: creo lo que la Iglesia enseña porque Dios la ha revelado. Estos tres actos, especialmente el último, son, de acuerdo con la enseñanza católica, actos sobrenaturales. Luego sigue el bautismo por el cual el creyente es recibido formalmente en el cuerpo de la Iglesia. (Vea bautismo, VII, VIII).

Puesto que el deber de abrazar la verdadera religión es de derecho divino natural y positivo, es evidente que ninguna ley civil puede prohibir el cumplimiento de este deber, ni se debe permitir que ninguna consideración temporal interfiera con un deber del que depende la salvación del alma. Y dado que todos están obligados a entrar a la Iglesia, se deduce que la Iglesia tiene el derecho de recibir a todos los que soliciten ser recibidos, de cualquier edad, sexo o condición. Aún más, en virtud del mandato divino de predicar el Evangelio a toda criatura, la Iglesia está estrictamente obligada a recibirlos y ninguna autoridad terrenal puede impedir el ejercicio de este deber. Sólo a la Iglesia le pertenece establecer las condiciones para la recepción y examinar las disposiciones interiores del que se presenta a ser admitido a su seno. Las condiciones son conocimiento y profesión de la fe católica y la decisión de vivir conforme a ella. El derecho de admitir a los convertidos a la Iglesia le pertenece estrictamente hablando al obispo. Generalmente todos los sacerdotes que ejercen el ministerio sagrado reciben facultades para reconciliar herejes. Cuando se administra el bautismo condicionado, al convertido también se le requiere la confesión sacramental. Esta es la ley claramente establecida en las actas del Segundo Concilio Plenario de Baltimore. El orden de los trabajos es como sigue: • Primero: abjuración de la herejía o profesión de fe; • Segundo: bautismo condicional; • Tercero: confesión sacramental y absolución condicional (Tt. V, Cap. II, n. 240).

No se debe emplear la fuerza, violencia o el fraude para provocar la conversión del no creyente. Tales medios serían pecaminosos. La ley natural, la ley de Cristo, la naturaleza de la fe, la enseñanza y práctica de la Iglesia prohíben tales medios. Credere voluntatis est, así pues creer depende sobre todo del libre albedrío, dice Santo Tomás (II-II: 10:8) y el ministro del bautismo, antes de administrar el sacramento, está obligado a formular la siguiente pregunta: “¿Quieres ser bautizado?” Y solamente después de recibir la respuesta, "Quiero", él puede proseguir con el rito sagrado. La Iglesia también prohíbe el bautismo de los hijos de padres no bautizados sin el consentimiento de éstos, a menos que los niños hayan sido abandonados por sus padres o estén en inminente peligro de muerte; pues la Iglesia no tiene jurisdicción sobre los no bautizados, ni el Estado posee poder para usar los medios temporales en cosas espirituales. Los castigos decretados antiguamente contra los apóstatas no iban destinados a obligarlos a aceptar externamente lo que no creían en sus corazones, sino a expiar algún crimen (ver el artículo de Santo Tomás, loc.cit.). La legislación medieval, tanto eclesiástica como secular, distinguía claramente entre el castigo a ser infligido por el crimen de apostasía y los medios de instrucción a ser usados para lograr que el apóstata reconociese su propio error. Como dice el obispo von Ketteler: "El castigo impuesto por la Iglesia a los herejes en comparativamente pocos casos no estaba basado en el falso principio de que se puede forzar la mente a la convicción por medios externos, sino sobre la verdad de que por el bautismo el cristiano ha asumido obligaciones sobre las que se puede insistir. Este castigo se infligía solamente en casos particulares sobre herejes públicos y formales.” Los padres convertidos, como los otros católicos, están obligados a bautizar a sus hijos y a educarlos en la religión católica.

La Constitución de los Estados Unidos proclama la completa separación de Iglesia y Estado y garantiza la plena libertad de conciencia. En consecuencia, las leyes de estos estados no ponen obstáculo ninguno a las conversiones. También puede decirse que en su conjunto el pueblo americano es socialmente tolerante hacia los conversos. No es de extrañar que en ese país las conversiones sean comparativamente más numerosas que en la mayoría de los demás. En Inglaterra también, desde la época de la Emancipación Católica en 1829, la libertad de conciencia prevalece en la teoría y en la práctica, aunque allí existe, tanto en Inglaterra como en Escocia, una Iglesia Establecida. Los impedimentos católicos han sido casi enteramente removidos. Sólo se excluye a los católicos del trono y de algunas de las más altas funciones del Estado.

En Alemania después de la Reforma se proclamó el principio tiránico cujus regio, illius religio, en virtud del cual el soberano del momento podía imponer su religión a sus súbditos. Tenía el poder tanto de prohibir las conversiones a la Iglesia Católica, como a obligar a apostatar de ella. En la Alemania de hoy día, la libertad de conciencia es la ley de la tierra. Y aunque existe alguna unión entre Iglesia y Estado, la conversión no supone impedimento o pérdida de ningún derecho civil o político. Antiguamente, sin embargo, la mayoría de los estados prescribían la edad antes de la cual la conversión era ilegal, la cual era entre catorce y dieciséis años o incluso dieciocho.

En Sajonia, Brunswick y Mecklenburg el ejercicio público de la religión católica históricamente estaba sujeto a injerencias vejatorias. En Rusia la Iglesia Ortodoxa es la religión del estado. A las demás sectas sólo se les tolera. Durante la época de los zares la conversión de la Iglesia Ortodoxa al catolicismo estaba seguida de graves impedimentos. Mediante el ukase de 1905 se les concedieron ciertos derechos y libertades a otras denominaciones. La publicación del ukase fue seguido inmediatamente por el retorno a la Iglesia Católica de muchos católicos orientales que habían sido forzados a permanecer en el cisma debido a la persecución. Los países escandinavos fueron muy intolerantes hasta mediados del siglo XIX. Dinamarca le dio la libertad a la Iglesia Católica en 1849, Suecia y Noruega en 1860.


Fuente: Guldner, Benedict. "Conversion." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/04347a.htm>.

Traducido por Fidel García Martínez. rc