Cautiverios de los israelitas
De Enciclopedia Católica
Contenido
El cautiverio en Asiria
(1) Final del Reino del Norte
El Reino de Israel, formado por la secesión de las diez tribus bajo el mando de Jeroboam, cubría la parte norte y noreste completa del reino de David, la cual constituía la mayor parte del territorio de los hebreos. Política y materialmente era de mucha más importancia que su vecina del sur, Judá. Bajo Jeroboam II (782-746 a.C.) se había recuperado de las incursiones de los sirios y de las exacciones pecuniarias de Salmanasar II de Asiria, y había recuperado en el este y noreste los límites de antaño conquistados por Salomón. De hecho, el Israel de Jeroboam II estuvo en la cumbre de su prosperidad; pero debajo de este florecimiento material había una profunda corrupción moral y religiosa. Yahveh siempre había sido reconocido como el Dios supremo, pero su culto estaba aún contaminado por el simbolismo pagano del becerro en los templos nacionales de Betel y Dan (Oseas 8,5-7); y ultrajado por el culto cananeo en los lugares altos y las arboledas, donde a los Baalim o dioses de la fertilidad se les ofrecían ritos acompañados por licencia sexual desenfrenada (Os. 2,13.17; 4,12 ss).
Los profetas Amós y Oseas (V.A., Hoseas), especialmente el último, pintan en vivos colores una imagen de la extrema maldad de la época: “No hay [[verdad ni misericordia, no hay conocimiento de Dios en la tierra; sino perjurio y mentira, asesinato y robo, adulterio y violencia, sangre que sucede a sangre.” (Oseas 4,1-2). Prácticamente prevalecía el principio de que Yahveh no podía dejar de defender a su pueblo, pecador como era, siempre y cuando que la gente le rindiera el homenaje externo del sacrificio y la ceremonia. Oseas habló con ardientes palabras contra esta presunción supersticiosa y contra el libertinaje de la tierra, y en el apogeo mismo de la prosperidad de Israel predijo la destrucción del reino como la pena de su maldad. Anunciaron el cautiverio en el extranjero: "No habitarán en la tierra de Yahveh; Efraín volverá a Egipto, y en Asiria comerán viandas impuras.” (Os. 9,3).
Después de Jeroboam II, comenzó la desintegración política desde el interior por una serie de cortos reinados de los usurpadores, que alcanzaban el trono y eran arrojados de él por asesinato. Al mismo tiempo una potencia mundial, Asiria, se perfilaba en Oriente y amenazaba la existencia de los pequeños estados que estaban entre éste y el Mediterráneo. Un rey asirio, Tiglatpileser III (B.D. Teglatfalasar, el Pul de 2 Ry. 15,19), encabezó una campaña contra Siria de Damasco, Jamat y Palestina (742-738), y Menajem, el príncipe reinante de Israel, se vio obligado a comprar la seguridad con un pesado tributo en plata. El hijo de Menajem, Pecajías, después de un reinado de dos años cayó víctima de una conspiración, y el trono fue capturado por su líder, Pecaj. Este último entró en una alianza con el rey Rasin de Damasco, cuyo objetivo era la captura de Jerusalén y la colocación de un rey damasceno sobre Judá, a fin de consolidar la defensa sirio-israelita contra el siempre amenazante dominio asirio. Pero Ajaz de Jerusalén reconoció la soberanía de Teglatfalasar, y lo llamó en su ayuda en oposición a las advertencias proféticas de Isaías. Más tarde, en Damasco, le rindió homenaje al emperador asirio, y desde esa ciudad importó ideas paganas para el ritual del Templo. El poder que Ajaz invocó estaba destinado en última instancia al flagelo de su país, pero primero cayó pesadamente sobre la coalición contra Judá. Teglatfalasar reapareció en Siria en 734, y su avance obligó a los aliados a levantar el sitio de Jerusalén. Después de derrotar a Rasin y bloquear a Damasco, los asirios se volvieron hacia el oeste y ocuparon el norte de Palestina. Las inscripciones cuneiformes nos dicen que Teglatfalasar pidió la muerte de Pecaj como la pena por su presunción, y colocó a Oseas como rey en su lugar (Cf. 2 Rey. 15,29 ss.). Se llevaron fuera de Israel muchos cautivos, la cual fue la primera de las deportaciones que despobló el país. Los prisioneros fueron llevados de Calad, Galilea y otros distritos del norte del reino, tanto al este como al oeste de la cuenca del Jordán.
Por lo tanto, fue sobre una desmantelada y empobrecida tierra que Oseas gobernó como vasallo-rey. Para aliviar esta presión irritante se volvió a Egipto, la única nación que podría pretender hacer frente a Asiria. Dejó de pagar el tributo anual y se alió con Shua (So), un gobernante del Bajo Egipto, y Ganan, un príncipe filisteo de Gaza. La expedición fue un fracaso ruinoso; Egipto había sido siempre un falso amigo de Israel y abandonó a Oseas. El sucesor de Teglatfalasar, Salmanasar (el cuarto de su nombre), al saber sobre dicha conspiración, cayó sobre el Reino de Israel y tomó prisionero a Oseas. Pero la revuelta patriótica era nacional y sobrevivió a la captura del rey. Samaria, la capital, resistió desesperadamente contra un ejército sitiador asirio durante tres años, y no fue tomada hasta el 722 a. C.; en el entretanto Sargón II había sucedido a Salmanasar. Fue el golpe de muerte del Reino de Israel. Una inscripción asiria encontrada en las ruinas del palacio de Sargón en Nínive nos informa que se llevó 27.290 del pueblo. La guerra, el hambre y las deportaciones anteriores deben haber reducido mucho la población. Para llenar el lugar de los israelitas muertos y exiliados, Sargón trajo entre el remanente de Babilonia y otros pueblos paganos de las tierras conquistadas. El Reino del Norte se convirtió en la provincia asiria de Samaria, y del matrimonio mixto de sus varias razas surgieron los samaritanos. Sin embargo, la despoblación del antiguo reino de sus nativos estaba lejos de ser completa. Al grueso de la población, integrada por los habitantes más pobres y menos influyentes, se le permitió permanecer, por lo que leemos en los monumentos asirios de un esfuerzo inútil después de Hamat, Arpad, Simnira, Damasco, y "Samarina", es decir, Samaria, para sacudirse el señorío de Sargón. (Schrader, Keilinschriftliche Bibliothek, II, 56, 57.) Pero la población israelita dejada en la tierra poco a poco se mezcló en la raza combinada de los samaritanos.
(2) Las diez tribus en el exilio
Los conquistadores establecieron a los exiliados "en Halah y Habor [un río] por el río de Gozan, en las ciudades de los medos". Sus colonias estaban por lo tanto, en el corazón del norte de Mesopotamia y en el oeste de Persia, entonces sujeta a Asiria. En Mesopotamia, o Asiria propiamente, los israelitas fueron asignados a la región que bordea la ciudad de Nisibis, que es mencionada por Josefo como su asentamiento principal. Los exiliados de las diez tribus se mantuvieron y se multiplicaron, y nunca regresaron a Palestina. (Vea las autoridades citadas por Schurer en el art. "Diáspora" en sup. vol. Of Hastings’ Bib. Dict., 92). Wellhausen y otros que asumen que los israelitas desterrados del reino del norte perdieron su identidad y desaparecieron en las poblaciones circundantes hacen caso omiso del testimonio explícito en el sentido contrario de Josefo en su "Antigüedades": "las diez tribus están más allá del Éufrates hasta ahora, y son una inmensa multitud (muriades apeipoi) que no pueden ser estimados por los números." Muy bien podemos creer que el enjambre de población hebrea del sur de Rusia se compone en gran parte de los descendientes de los israelitas expatriados en el norte de Asiria y las regiones al sur del Caspio. No nos han llegado datos relativos a la suerte de estos habitantes trasplantados del Reino del Norte. Sólo podemos conjeturar a partir de la forma en que se multiplicaban que su situación era por lo menos una tolerable.
(3) El acoso asirio a Judá
La aniquilación de su reino hermano dejó a la pequeña Judá bajo la total presión de Asiria. A partir de entonces ese estado infeliz, situado entre los imperios rivales Asiria y Egipto, estaba a merced del que fuese más fuerte en ese momento. Una intervención milagrosa (2 Rey. 19,35), efectivamente arrojó el ejército asirio de Senaquerib fuera de los muros de Jerusalén durante el reinado de Ezequías, pero el país fuera de la ciudad sufrió cruelmente de los estragos de aquella expedición. Un monumento a Senaquerib, que era hijo y sucesor de Sargón, registra que capturó cuarenta y seis ciudades fortificadas y un sinnúmero de lugares pequeños de Judá, y se llevó como botín, presumiblemente a Asiria, los 200,150 personas y un inmenso número de bestias y ganado. (Cf. 2 Ry. 18,13, en confirmación de esto.)
El cautiverio en Babilonia
Destrucción del reino de Judá
Sin embargo, Jerusalén, el Templo, y la dinastía se mantuvieron intactos. Bajo los gobernantes siguientes, Manasés y Amón, el reino se recuperó lentamente, pero su ejemplo potente y aprobación dirigió a la nación a excesos sincréticos sin precedentes. Tan flagrante era la idolatría, la adoración de los baales bajo el símbolo de obeliscos y columnas o árboles sagrados, y los cultos degradantes de Astarté y Moloc, que ni siquiera los recintos sagrados del Templo de Yahveh estaban libres de tales abominaciones. Se puede imaginar la moral de un pueblo entregado al sincretismo cruel y licencioso. La amplia reforma religiosa bajo Josías no parece haber penetrado muy profundo, y la propensión pagana inveterada de la nación estalló en reinados posteriores. Los profetas denunciaban y advertían en vano. Salvo en el esfuerzo de la reforma de Josías, no fueron escuchados. Sólo un castigo nacional supremo podía purificar a este pueblo carnal, y arrancar efectivamente las supersticiones idólatras de sus corazones. Judá sufriría el mismo destino que Israel.
Un preludio al proceso de extinción nacional fue la derrota de Josías y su ejército a manos del faraón Nekó en Meguiddó o Migdol. Egipto se había quitado la soberanía asiria y amenazaba a Asiria misma. Josías había luchado contra los egipcios, probablemente en un esfuerzo por mantener la independencia que Judá había disfrutado durante su reinado. Pero por este tiempo el segundo imperio asirio se tambaleaba hacia su caída. Antes de que Nekó llegara al Éufrates, Nínive se había entregado a los medos y babilonios, los territorios asirios se habían repartido entre los vencedores, y en lugar de Asiria, Nekó se tuvo que enfrentar al creciente poder caldeo. Nabucodonosor, el hijo y heredero del rey babilonio Nabopolasar, habría derrotado a los egipcios en Carquemis en el año 605. Ahora era el reino caldeo, con su capital en Babilonia, que tenía gran influencia en el horizonte político.
Joacaz, un hijo de Josías, se vio obligado a intercambiar el vasallaje egipcio por el babilónico; pero un patriotismo fanático los instó a desafiar a los caldeos. El pueblo miraba el Templo, morada de Yahveh, como un escudo nacional que protegería a Judá, o por lo menos a Jerusalén, del destino de Samaria. En vano Jeremías les advirtió que a menos que se convirtieron de sus malas maneras Sión caería delante de sus enemigos según había caído antes el santuario de Silo. Sus palabras sólo estimularon a los judíos y sus líderes a la furia, y el profeta escapó por poco de una muerte violenta. En el tercer año de su reinado Yoyaquim se rebeló, y Judá fue capaz de alejar por cuatro o cinco años la inevitable toma de Jerusalén por Nabucodonosor.
Joaquín, que mientras tanto había sucedido a la corona de Judá, fue obligado a entregar la ciudad sitiada en el año 597 a.C. Su vida se salvó, pero el conquistador de Jerusalén le asestó un terrible golpe. Se llevó cautivos a Caldea a los príncipes y líderes principales, la tropa del ejército, los ciudadanos ricos, y artesanos, en número ascendiente a diez mil. El Templo y el palacio fueron saqueados de sus tesoros. Sedecías, tío de Joaquín, fue colocado sobre la sombra del restante del reino (2 Rey. 24,8 ss.). Después de nueve años de un reinado caracterizado por el deterioro gradual y el caos moral y religioso, la rebelión flameó de nuevo, alimentada por la siempre ilusoria esperanza del socorro procedente de Egipto. Las advertencias de Jeremías contra la locura de la resistencia a la dominación caldea fueron inútiles; una furia fanática y ciega poseía a los príncipes y al pueblo. Cuando la causa patriótica triunfó momentáneamente, el avance del ejército egipcio hizo que Nabucodonosor levantara temporalmente el sitio a Jerusalén; la del profeta fue la voz solitaria que rompió el repique exultante por el estribillo persistente de la ruina a manos de los caldeos.
El resultado verificó la profecía. Los egipcios le fallaron de nuevo a los israelitas en su hora de necesidad, y el ejército babilonio se acercó a la ciudad condenada. Jerusalén resistió durante más de un año, pero una hambruna horrible debilitó la defensa y los babilonios finalmente entraron a través de un hueco en la muralla, en 586 a.C. Sedecías y el resto de su ejército escaparon de noche, pero fueron alcanzados en la llanura de Jericó, el rey fue capturado y sus seguidores huyeron (Jer. 3,7-9). Fue llevado al campamento babilonia en Riblá de Jamat, y fue cruelmente enceguecido, pero no antes de haber visto el asesinato de sus hijos. El palacio real fue quemado. Una suerte similar corrió el espléndido Templo de Salomón, el cual había sido el estímulo y la estancia de los brotes religiosos nacionales. Sus vasos sagrados, de enorme valor, fueron llevados a Babilonia y en parte distribuidos entre los templos paganos allí; las columnas de bronce fueron cortadas en pedazos. La destrucción de las casas más grandes y de la muralla de la ciudad dejó a Jerusalén en ruinas.
La gente que se hallaba en Jerusalén y, presumiblemente, un gran número de los que no habían buscado refugio en la ciudad fueron deportados a Caldea, dejando sólo a los más pobres para cultivar la tierra y salvarla de volverse una pérdida absoluta. Como se necesitaba un gobierno local para los habitantes restantes, se escogió a Mispá como su asiento, y se nombró a Godolías, un hebreo, como gobernador del resto. Al saber esto, algunos israelitas que habían huido a países vecinos regresaron y una colonia considerable se reunió en Mispá. Pero un cierto Ismael, del linaje de David, actuando incitado por el rey de los ammonitas, masacró traidoramente a Godolías y cierto número de sus subordinados. El asesino y su banda de diez le llevaban a Ammón el aterrorizado resto de la población, cuando éstos fueron rescatados por un oficial militar hebreo relacionado con la administración. Pero por miedo a que la venganza caldea por la muerte del capataz los destruyera indiscriminadamente, llevó la colonia a Egipto, y Jeremías, que había tomado asilo en Mispá, se vio obligado a acompañarlos hasta allá.
El exilio y sus efectos
El preludio a la restauración
La restauración bajo Ciro: el regreso de Zorobabel
El cuativerio en Roma
Fuente: Reid, George. "Captivities of the Israelites." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/03315a.htm>.
Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina