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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Ley

De Enciclopedia Católica

Revisión de 15:30 2 sep 2019 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (Clasificación de las Leyes)

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Concepto de Ley

En su Sentido Amplio

En su sentido más amplio, el término “ley” se entiende como esa guía exacta, regla o norma autorizada por la cual un ser se mueve a la acción o se abstiene de ella. En este sentido hablamos de ley incluso en referencia a las criaturas que son incapaces de pensar o desear y a la materia inanimada. El libro de los Proverbios (cap. 8,17) dice de la Sabiduría Eterna que estaba presente cuando Dios “asentó los cielos… cuando trazó un círculo sobre la faz del abismo, cuando al mar dio su precepto ---y las aguas no rebasarán su orilla.“ Job (28,25 ss.) alaba la sabiduría de Dios, que “dio peso al viento y aforó las aguas con un módulo, cuando a la lluvia impuso ley, y un camino a los giros de los truenos.”

La experiencia diaria nos enseña que todas las cosas son impulsadas por su propia naturaleza a asumir una actitud determinada y constante. Los investigadores de las ciencias naturales sostienen que es una verdad establecida que toda la naturaleza está gobernada por leyes universales y constantes y que el objeto de las ciencias naturales es tratar de descubrir estas leyes y dejar en claro sus relaciones recíprocas en todas las direcciones. Por ejemplo, todos los cuerpos están sujetos a la ley de inercia, es decir, persisten en el estado de reposo o movimiento en que pueden estar hasta que una causa externa cambia esta condición. Kepler descubrió las leyes según las cuales los planetas se mueven en órbitas elípticas alrededor del Sol; Newton, la ley de gravedad por la cual todos los cuerpos atraen en proporción directa a su masa e inversamente al cuadrado de la distancia entre ellos.

Hoy día se conocen las leyes que gobiernan la luz, el calor y la electricidad; la química, biología y fisiología también tienen sus leyes. Las fórmulas científicas con las que los estudiosos expresan estas leyes son leyes sólo en la medida en que indiquen qué procesos realmente tienen lugar en los objetos bajo consideración, pues la ley implica una regla práctica según la cual las cosas actúan. Estas fórmulas científicas por sí mismas no ejercen influencia sobre las cosas; ellas simplemente dejan constancia del estado en el que estas cosas están. Las leyes de la naturaleza no son más que las fuerzas y tendencias a un método de actividad determinado y constante implantado por el Creador en la naturaleza de las cosas, o la propia actividad homogénea e invariable que es el efecto de esta tendencia.

La palabra ley se utiliza en este último sentido cuando se afirma que una ley natural ha sido modificada o suspendida por un milagro. Pues el milagro no cambia la naturaleza de las cosas o su tendencia constante; el poder divino simplemente evita que las cosas produzcan su efecto natural, o las utiliza como medios para lograr un efecto que sobrepase sus poderes naturales. La tendencia natural a una manera determinada de actividad por parte de las criaturas que no tienen ni el poder de pensar ni de voluntad puede llamarse ley por un doble motivo: en primer lugar, porque constituye la razón decisiva y la guía para el control de las actividades de dichas criaturas, y por consiguiente lo que respecta a las criaturas irracionales cumple la tarea que incumbe a la ley en el sentido estricto en lo que respecta a los seres racionales; y, además, porque es la expresión y el efecto de una voluntad racional que da la ley.

La ley es un principio de regulación y debe, como toda regulación, ser remitida a un ser pensante y con voluntad. Esta ser pensante y con voluntad es el Creador y regulador de todas las cosas, Dios mismo. Se puede decir que las fuerzas y tendencias naturales colocadas en la naturaleza de las criaturas, son ellas mismas la ley, la expresión permanente de la voluntad del Eterno Veedor quién influye en las criaturas y las guía a sus fines señalados, no por meras influencias externas, sino por sus inclinaciones e impulsos internos.

En su Sentido Estricto

En un sentido más estricto y exacto se habla de ley sólo en referencia a seres libres dotados de razón. Pero incluso en este sentido, el término “ley” se utiliza a veces con uno más amplio, a veces con un significado más restringido. Por ley se entiende a veces todas las normas autorizadas de la acción de seres libres y racionales. En este sentido se le llama leyes a las reglas de las artes, la poesía, la gramática, e incluso a las exigencias de la moda o la etiqueta. Sin embargo, este es un modo de expresión inexacto y exagerado. En el sentido propio y estricto las leyes son las normas morales de acción que obligan en conciencia, creadas para una comunidad libre y autónoma. Este es probablemente el significado original de la palabra “ley”, de donde fue transformada gradualmente a los otros tipos de leyes (las leyes naturales, las leyes del arte). En este sentido la ley se puede definir con Santo Tomás de Aquino (Summa Theol, I-II:90:4) como: Una regulación de acuerdo con la razón promulgada por el jefe de una comunidad en aras del bienestar común.

La ley es en primer lugar una regulación, es decir, un principio práctico, cuyo objetivo es ordenar las acciones de los miembros de la comunidad. En cualquier comunidad debe haber una autoridad que tenga el derecho de dictar normas vinculantes en cuanto a la manera en que deben actuar sus miembros, a fin de obtener una cooperación unificada y sistematizada. La ley es tal norma vinculante y extrae su fuerza de restricción u obligatoria de la voluntad del superior. La ley es vinculante en tanto lo desee el superior y en la medida en que lo desee. Sin embargo, no todas las regulaciones del superior son vinculantes, sino sólo aquellas que estén de acuerdo con la razón. La ley es el criterio de la acción razonable y debe, por lo tanto, ser razonable. Una ley que no esté conforme con la razón es una contradicción.

Es evidente que las leyes divinas deben ser necesariamente razonables y justas, pues la voluntad de Dios es esencialmente santa y justa y sólo puede ordenar lo que está en armonía con la sabiduría divina, la justicia y la santidad. Las leyes humanas, sin embargo, deben estar subordinada a la ley divina, o al menos, no deben contradecirla, pues la autoridad humana es sólo una participación en el poder divino supremo del gobierno, y es imposible que Dios le pueda dar a los seres humanos el derecho para expedir leyes que no sean razonables y en contravención de su voluntad. Además, la ley debe ser ventajosa para el bienestar común, lo cual es un principio reconocido universalmente.

Que las leyes divinas son ventajosas para el bien común no necesita pruebas. La gloria del Creador es, verdaderamente, el objetivo final de las leyes divinas, pero Dios desea alcanzar esta gloria por la felicidad de la humanidad. Las leyes humanas también deben ser útiles para el bienestar común, pues las leyes se imponen a la comunidad como tal, con el fin de guiarla a su meta; esa meta, sin embargo, es el bienestar común. Además, las leyes son para regular a los miembros de la comunidad. Esto sólo puede suceder mediante el esfuerzo de todos por alcanzar un objetivo común, pero este objetivo no puede ser otro que el bienestar común. En consecuencia, todas las leyes deben de alguna manera servir al bien común. Una ley claramente inútil o perjudicial a fortiori a la comunidad no es verdadera ley. Podría tener a la vista sólo en beneficio de individuos particulares y, en consecuencia, subordinaría el bien común al bienestar de individuos, el mayor al menor.

Por lo tanto, la ley se distingue de un mandato o precepto por esta aplicación esencial al bienestar común. Toda ley es una forma de mandato, pero no todos los mandatos son una ley. Cada regla vinculante que un superior o maestro les da a sus subordinados es un mandato, sin embargo, sólo es una ley cuando se impone a la comunidad para el logro del bienestar común. Además, un mandato se puede dar para una persona o caso individual; pero la ley es un estándar autoritativo y permanente para la comunidad, y permanece en vigor hasta que sea anulado o dejado de lado. Otra condición de la ley es que debe proceder del representante de la máxima autoridad pública, sea ésta una persona sola, varias personas, o, finalmente, la totalidad de todos los miembros de la comunidad, como en una democracia, pues la ley, como ya se ha dicho, es una norma obligatoria que regula la comunidad para el logro del bienestar común. Esta norma se refiere ya sea a toda la comunidad en sí o a las personas en la máxima posición en quienes recae la guía de toda la comunidad. Ninguna orden o unidad sería posible si los individuos privados tuviesen la libertad para imponer normas vinculantes respecto a los demás en lo que se refiere al bienestar común. Este derecho debe quedar reservado para el jefe supremo de la comunidad. El hecho de que la ley es una emanación de la máxima autoridad, o es emitida por el presidente de la comunidad en virtud de su autoridad, es lo que la distingue de los simples consejos, peticiones o advertencias, las cuales no presuponen un poder de jurisdicción y pueden, por otra parte, ser dirigidos por personas privadas a los otros e incluso a superiores.

Finalmente, las leyes deben ser promulgadas, es decir, dadas a conocer a todos. La ley, en el sentido estricto, se impone a seres libres y racionales como una guía para el control de sus actos, pero puede ser tal sólo cuando se ha proclamado a los que están sujetos a la misma. De ahí surge el axioma general: Lex non promulgata non obligat, una ley que no ha sido promulgada no es vinculante. Pero no es absolutamente necesario para la promulgación que la ley se dé a conocer a todas las personas; sino que basta con que la ley sea anunciada a la comunidad como tal, de modo que pueda llegar a conocimiento de todos los miembros de la comunidad. Además, todas las leyes no requieren el mismo tipo de promulgación. En la actualidad (1910), las leyes se consideran suficientemente promulgadas cuando se publican en las revistas oficiales (boletines oficiales estatales o imperiales, registros de leyes, etc.)

Además de la ley moral según tratada anteriormente, se acostumbra a hablar de leyes morales en un sentido más amplio. Así, se dice que es una ley moral que nadie es engañado voluntariamente, que nadie miente sin una razón, que todos se esfuerzan por conocimiento la verdad. Pero es sólo en un sentido irreal y figurativo que estas leyes se llaman morales; son, en realidad, sólo las leyes naturales de la voluntad humana. Porque aunque la voluntad es libre, está sujeta a ciertas tendencias y leyes innatas, dentro de cuyos límites solo actúa libremente, y estas leyes se llaman morales sólo porque influyen en las actividades de un libre albedrío. Por lo tanto, no se expresan por un imperativo "debe". Se limitan a afirmar que por razón de las tendencias innatas, los hombres están acostumbrados a actuar de una manera determinada, y que esas leyes son observadas incluso por aquellos que no tienen conocimiento de ellas.

Para comprender aún mejor el significado de la ley moral en sentido estricto, a partir de ahora el sentido único en este artículo, se deben considerar dos condiciones de tal ley. Existe primero en el intelecto y la voluntad del legislador. Antes de que el legislador emita la ley, debe aprehenderla en su mente como un principio práctico, y al mismo tiempo percibir que se trata de un estándar de acción razonable para sus súbditos y uno ventajoso para el bienestar común. Luego debe tener la voluntad de hacer obligatoria la observancia de este principio para sus súbditos. Por último, debe dar a conocer o notificar a sus subordinados sobre este principio o estándar autoritativo como la expresión de su voluntad. En forma estricta, la legislación en el sentido activo consiste en este último acto, el mandato de los superiores a los inferiores. Este mandato es un acto de la razón, pero presupone necesariamente el antedicho acto de la voluntad y recibe de éste su toda su fuerza coercitiva. La ley, sin embargo, no alcanza esta fuerza coercitiva hasta el momento en que se da a conocer o se proclama a la comunidad. Y esto nos lleva al punto que la ley puede ser considerada objetivamente, ya que existe aparte del legislador. En esta etapa la ley existe ya sea en la mente de los sujetos o en cualquier señal permanente que conserve la memoria de la misma, por ejemplo, tal como se encuentra en una colección de leyes. Estas señales externas, sin embargo, no son absolutamente necesarias para la ley. Dios ha escrito la ley moral natural, al menos en sus líneas más generales, en los corazones de todos los hombres, y es obligatoria sin ninguna señal externa. Además, para las leyes humanas no es absolutamente necesaria una señal externa y permanente. Es suficiente si la ley se da a conocer a los sujetos, y este conocimiento se puede obtener por la tradición oral.

Obligación Impuesta por Ley

La ley (en el sentido estricto) y el mandato se distinguen principalmente de otras reglas de acción autoritativas en la medida en que implican obligación. La ley es una atadura impuesta a los súbditos, por la cual se restringe su voluntad o en cierto modo es puesta bajo compulsión respecto a la realización u omisión de acciones concretas. Por lo tanto, Aristóteles hace mucho tiempo que la ley tiene fuerza coercitiva. Y San Pablo ( Rom. 13,1 ss.) enseña que estamos obligados a obedecer las ordenanzas de las autoridades no sólo por temor, sino también en aras de la conciencia. ¿En qué consiste pues esta obligación que la ley nos impone? Los modernos sistemas éticos que buscan construir una moral independiente de Dios y la religión, se enfrentan aquí a un enigma inexplicable. Se han hecho los mayores esfuerzos para construir una verdadera obligación sin tener en cuenta a Dios. Según Kant nuestra misma razón es la última fuente de la obligación, nos obliga de por sí, es nomotética y autónoma, y la forma absoluta en la que nos manda es el imperativo categórico. Estamos obligados a cumplir la ley sólo por sí misma o porque es la ley de nuestra razón; hacer algo porque otro nos lo ha mandado, no es moral, incluso si este otro ser es Dios. Este punto de vista es totalmente insostenible. No le debemos obediencia a las leyes de Iglesia y Estado porque nos vinculemos a la misma, sino porque su autoridad superior nos obliga. El niño debe obediencia a sus padres, no porque se dedica a hacerlo, sino porque la autoridad de los padres lo obliga. Quien afirma que el hombre se compele a sí mismo, golpea la raíz de toda autoridad y afirma el principio del anarquismo. La autoridad es el derecho de emitir reglamentos vinculantes y obligatorios para los demás. El que sostiene que nadie puede ponerse bajo obligación más que a sí mismo niega, por lo tanto, toda autoridad. Lo que se dice de la autoridad humana es igualmente válido para la autoridad divina. Le debemos adoración, obediencia y amor a Dios, no porque nos comprometemos a hacerlo, sino porque Dios nos obliga a través de sus mandamientos. La afirmación de que hacer algo, porque Dios nos ha mandado es heteronomía (sujeción a la ley de otro) y por lo tanto no es moral, implica en principio la destrucción de toda religión, que en su esencia se basa en el sometimiento de la criatura a su Creador.

A los partidarios de la autonomía kantiana también se les puede preguntar si el hombre se une por necesidad o voluntad. Si voluntariamente, entonces podrá en cualquier momento anular dicha obligación; en consecuencia, en un sentido práctico, no existe ninguna obligación. Si por necesidad, surge la pregunta ¿de dónde viene esta necesidad de atarse incondicionalmente? A esta pregunta Kant no tiene una respuesta que dar. Él nos remite a una necesidad indemostrable e incomprensible. Él dice: "Toda la razón humana es incapaz de explicar cómo la razón pura puede ser práctica (obligación impositiva)… Por lo tanto, es cierto, no comprendemos la necesidad práctica incondicionada del imperativo moral, pero, sin embargo, comprendemos su incomprensibilidad, que es todo lo que puede exigirse, en justicia, a partir de una filosofía que busca llegar a los principios que marca el límite de la razón humana ["Grundleg. zur Metaphys. der Sitten ", ed. Hartenstein, IV (1838), 91-93]. Kant, que sin duda deja de lado todos los misterios cristianos, de esta forma nos impone en la filosofía un misterio de su propia invención. Las opiniones de Kant contienen un germen de verdad, el cual, sin embargo, distorsionan hasta que ya no puede ser reconocido. Para que una ley humana pueda ser obligatoria debemos tener en nosotros mismos desde el principio la convicción de que vamos a hacer el bien y evitar el mal, que vamos a obedecer la autoridad legítima, etc. Pero surge la pregunta adicional ¿de dónde recibimos esta convicción? De Dios, nuestro Creador. Así como todo nuestro ser es una imagen de Dios, así también nuestra razón, con sus facultades y tendencias innatas, es una imagen de la razón divina, y nuestras cogniciones que formamos involuntariamente como consecuencia de la tendencia natural son una participación en la sabiduría divina, ---son, podría decirse, un derramamiento de la luz divina en la razón creada. Esto es, de hecho, no debe entenderse como si tuviésemos ideas innatas, sino que la capacidad y la inclinación es innata en nosotros en virtud de la cual formamos espontáneamente conceptos y principios universales, tanto en el orden teórico como en el práctico, y discernimos fácilmente que en estos principios prácticos se manifiesta la voluntad del Director Supremo de todas las cosas.

La filosofía kantiana tiene ahora pocos seguidores; la mayoría de los campeones de la ética independiente tratan de explicar el origen del deber por la experiencia y el desarrollo. Típicas de escritores sobre la ética de esta escuela son las opiniones de Herbert Spencer. Este filósofo de la evolución creía que ya había descubierto en los animales, principalmente en los perros, evidencias de la conciencia, especialmente los inicios de la conciencia del deber, la idea de obligación. Esta conciencia del deber se desarrolla en los hombres por la acumulación de experiencias y por la herencia. El deber se nos presenta como una restricción de nuestras acciones. Sin embargo, hay diversas variedades de tales restricciones. La restricción interior se desarrolla por inducción, en la medida en que discernimos por la experiencia repetida que ciertas acciones tienen resultados útiles y otras, perjudiciales. De este modo, somos atraídos a unas y huimos de las otras.

A esto se añade la restricción externa, el temor a los malos resultados o castigos que nos amenazan desde fuera y que en su forma son de tres tipos. En las primeras etapas del desarrollo el hombre tiene que abstenerse de acciones por el temor a la ira de los asociados no civilizados (sanción social). En una etapa superior el hombre debe evitar muchas acciones, porque tales serían castigadas por un asociado poderoso y audaz que ha tenido éxito en hacerse jefe (sanción estatal). Por último, tenemos además el temor a los espíritus de los muertos, en especial de los jefes muertos, que, se creía, se quedaban cerca y todavía infligían castigos sobre muchas acciones desagradables para ellos (sanción religiosa). La restricción externa, es decir, el miedo al castigo, creó en la humanidad, todavía poco desarrollado, el concepto de compulsión, de obligación en relación con determinadas acciones. Este concepto surgió originalmente sólo en lo que se refiere a las acciones que eran seguidas rápidamente por castigos externos. Poco a poco, por asociación de ideas, también se relacionó con otras acciones hasta entonces realizadas o evitadas simplemente a causa de sus consecuencias naturales. A través de la evolución, sin embargo, continúa diciendo, la idea de compulsión, debida solamente a confusión o falsa generalización, tiende a desaparecer y eventualmente, se encuentra sólo en casos excepcionales.

Spencer dijo haber encontrado, aún hoy, aquí y allá hombres que regularmente hacen el bien y evitar el mal sin tener una idea de la compulsión. La mayoría de los escritores modernos sobre ética, que no tienen un punto de vista cristiano positivo, adoptar estas ideas de Spencer, por ejemplo Laas, von Gizycki, Paulsen, Leslie, Fouillée y muchos otros. Sin embargo, Spencer y sus seguidores están equivocados, pues su explicación del deber descansa en premisas totalmente insostenibles. Presupone que el animal tiene ya una conciencia, que el hombre no se diferencia esencialmente del animal, que se ha ido desarrollado gradualmente a partir del animal, que no posee poderes espirituales esencialmente superiores, etc. Por otra parte, su explicación del deber es insignificante. Nadie afirmaría de un hombre que actúa por deber si se abstiene de ciertas acciones por el temor de las penas de la policía, o la ira de sus semejantes. Además, ¿cuál es el significado de una obligación que es sólo un producto accidental de la evolución, destinada a desaparecer con el avance de esta última, y sin tener en cuenta que no somos responsables a ningún superior?

En contraste con estas hipótesis modernas e insostenibles, la concepción teísta cristiana del mundo explicó desde hace mucho tiempo el origen y la naturaleza del deber de una manera plenamente satisfactoria. Desde la eternidad estuvo presente para el Espíritu de Dios el plan de gobierno del mundo que Él había resuelto crear. Este plan de gobierno es la eterna ley (lex aeterna) según la cual Dios guía todas las cosas hacia su meta final: la glorificación de Dios y la felicidad eterna de la humanidad. Pero el Creador no mueve a las criaturas, como lo hacen los hombres, simplemente por una fuerza externa, por presión o impacto y similares, sino por las tendencias e impulsos que ha implantado en las criaturas y, lo que es más, en cada uno de acuerdo a su naturaleza individual. Él guía a las criaturas irracionales por impulsos, inclinaciones o instintos ciegos. Sin embargo, no puede guiar de esta manera a los hombres racionales y libres, sino sólo (como se adapta a la naturaleza del hombre) por las leyes morales que implantó en el corazón humano en el acto de su creación. Tan pronto el hombre llega al uso de razón forma, como ya se ha indicado, debido a predisposiciones y tendencias innatas, los principios morales más generales, por ejemplo, que el hombre ha de hacer el bien y evitar el mal, que el hombre no ha de cometer ninguna injusticia, etc. También comprende fácilmente que estos mandatos no dependen de su propia voluntad sino que expresan la voluntad de un poder superior, que regula y dirige todas las cosas. Por estos mandatos (la ley moral natural) el hombre participa de una manera racional en la ley eterna; son la expresión temporal de la ley eterna y divina. La ley moral natural es también el fundamento y raíz de la obligación de todas las leyes positivas. Reconocemos que no podemos violar la ley moral natural y las leyes positivas que tienen sus raíces en ellas, sin actuar en contra de la voluntad de Dios, sin rebelarnos contra nuestro Creador y el sumo Maestro, sin ofenderlo y sin alejarnos de nuestro fin último, e incurrir en el juicio divino. Así, el hombre se siente que está siempre y en todas partes atado al orden designado por Dios, sin perder su libertad en un sentido físico. Él puede hacer el mal, pero no debe. Si de su voluntad viola la ley de Dios, atrae culpabilidad sobre sí mismo y merece el castigo a los ojos del santísimo, omnipotente absolutamente justo Dios. La obligación es esta necesidad, que surge de este conocimiento, para que la voluntad humana haga el bien y evite el mal.

Clasificación de las Leyes

A. El efecto real y directo de la ley es la obligación. De acuerdo con las variedades de deber establecido, la ley se clasifica como: imperativa, prohibitiva, permisiva, y penal. Las leyes imperativas (leges affirmativae) hacen obligatoria la ejecución de una acción, de algo positivo; las leyes prohibitivas (leges negativae), por otro lado, hacen obligatoria una omisión. El principio es válido para las leyes prohibitivas, al menos si son absolutas, al igual que los comandos de la ley moral natural, ("No darás falso testimonio", "No cometerás adulterio", etc.) que son siempre y para siempre obligatorias (leges negativae obligant semper et pro semper ---las leyes negativas obligan siempre y para siempre), es decir, nunca será permisible realizar la acción prohibida. Las leyes imperativas, sin embargo, como la ley de que las deudas deben ser pagadas, siempre impone una obligación, es cierto, pero no para siempre (leges affirmativae obligant semper, sed non pro semper ---las leyes afirmativas son vinculantes siempre, pero no por siempre), es decir, continúan siempre siendo leyes pero no obligan a uno a cada momento a la realización de la acción mandada, sino sólo en un determinado tiempo y bajo ciertas condiciones. Todas las leyes que infligen sanciones por violación de la ley se llaman penales, ya sea que ellas mismas definan directamente la forma y cuantía de la pena, o conviertan en deber del juez el infligir un justo castigo de acuerdo a su juicio. Las leyes puramente penales (leges mere poenales) son aquellas que no hacen una acción absolutamente obligatoria, sino simplemente imponen una pena en caso de que uno sea convicto de la transgresión. Así dejan, en cierto sentido, a la elección del sujeto si se abstendrá de la acción penal, o, si se prueba la violación contra él, si se someterá a la pena. No se puede levantar la objeción de que las leyes puramente penales no son leyes reales porque no crean ningún deber ineludible, pues obligan al violador de la ley a sufrir el castigo si las autoridades lo detienen y lo condenan. No es tan fácil de decidir en un caso individual si una ley es una puramente penal o no. La decisión depende de la voluntad del legislador y también de la opinión general y de las costumbres de una comunidad.

B. Al tratar sobre la promulgación hay que hacer una distinción entre la ley moral natural y la ley positiva. La primera es proclamada a todos los hombres por la luz natural de la razón; las leyes positivas se dan a conocer por signos exteriores especiales (palabra verbal o escrita). La ley moral natural es una ley inseparable de la naturaleza del hombre; la ley positiva, por el contrario, no lo es. Respecto al origen o fuente del derecho, se hace una distinción entre las leyes divinas y las leyes humanas de acuerdo según sean emitidas directamente por el mismo Dios o por los hombres en virtud del poder que Dios les concede. Si al expedir una ley el hombre es simplemente el heraldo o mensajero de Dios, la ley no es humana, sino divina. Así, las leyes que Moisés recibió de Dios en el Monte Sinaí y proclamó al pueblo de Israel no eran humanos, sino leyes divinas. Se hace una distinción adicional entre las leyes de la Iglesia y las del Estado según sean emitidas por las autoridades del Estado o de la Iglesia. En cuanto al origen, las leyes se dividen en derecho prescriptivo y estatuto. La ley prescriptiva, o consuetudinaria, incluye aquellas leyes que no vienen a existencia por decreto directo del poder legislativo, sino por costumbre continuada durante mucho tiempo por la comunidad. Sin embargo, cada costumbre no da lugar a una ley o derecho. Con el fin de convertirse en ley una costumbre debe ser universal o debe, al menos, ser seguida libremente y que una parte considerable de la población tenga la intención de elevarla a ley. Debe ser, además, una costumbre que exista desde hace tiempo. Finalmente, debe ser útil al bienestar común, porque éste es un requisito esencial de toda ley. La costumbre recibe su fuerza vinculante y obligatoria de la aprobación tácita o legal del legislador, pues cada ley verdadera obliga a aquellos sobre quienes se impone. Sólo él puede imponer una obligación vinculante sobre una comunidad sobre la que recae la supervisión de ella o el poder de jurisdicción. Si el poder legislativo pertenece a un mismo pueblo, puede imponer la obligación sobre sí misma en su conjunto, si no tiene este poder la obligación sólo se puede formar con el consentimiento del legislador (vea COSTUMBRE).

Una clasificación de la ley, limitada a la ley administrada en los tribunales, y familiar a la jurisprudencia romana, es el de la ley en el sentido y equidad estrictos (jus strictum et jus aequm et bonum). La equidad se toma a menudo como sinónimo de justicia natural. En este sentido decimos que la equidad prohíbe que cualquier persona puede ser juzgada sin antes ser oída. Con frecuencia, sin embargo, se habla de equidad sólo en referencia a las leyes positivas. Un legislador humano no es capaz de prever todos los casos individuales a los que se aplicará la ley. En consecuencia, una ley, aunque generalmente justa, tomada literalmente, puede llevar en algunos casos imprevistos a resultados que no concuerden ni con la intención del legislador, ni con la justicia natural, sino más bien los contravengan. En tales casos, la ley debe ser expuesta no de acuerdo con su parafraseo, sino de acuerdo con la intención del legislador y los principios generales de la justicia natural. Un legislador razonable no podría seguir esta esta ley literalmente en los casos en que esto supondría una violación de los principios de la justicia natural. Ley en el sentido estricto (jus strictum) es, por lo tanto, la ley positiva en su interpretación literal; equidad, por el contrario, consiste en los principios de la justicia natural en la medida en que se utilizan para explicar o corregir una ley humana positiva si ésta no está en armonía con la primera. Por esta razón Aristóteles (Ethica Nicomachea, V, X) llama a la equidad la corrección (epanorthoma) del estatuto o ley escrita.


Bibliografía: SANTO TOMÁS, Summa Theologica, I-II:90 sS.; SUÁREZ, De legibus et legislatore Deo, I; LAYMANN, Theologia moralis, I, tract. IV; BOUQUILLON, Theologia fundamentalis, no. 52 ss.; TAPARELLI, Saggio teoretico di diritto naturale, I, s. 93 ss.

Fuente: Cathrein, Victor. "Law." The Catholic Encyclopedia. Vol. 9. New York: Robert Appleton Company, 1910. 11 July 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/09053a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina