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Miércoles, 11 de diciembre de 2024

Aspecto Moral de la Ley Divina

De Enciclopedia Católica

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Aspecto Moral de la Ley Divina: La Ley Divina es aquella establecida por Dios y dada a conocer al ser humano a través de la revelación. Distinguimos entre la ley antigua, contenida en el Pentateuco, y la nueva ley, que fue revelada por Jesucristo y está contenida en el Nuevo Testamento. La ley divina del Antiguo Testamento o ley mosaica, se divide comúnmente en preceptos civiles, ceremoniales y morales. La legislación civil regulaba las relaciones del pueblo de Dios entre ellos y con sus vecinos; la ceremonial regulaba los asuntos de religión y del culto a Dios; la moral es un código de ética divino. En este artículo limitaremos nuestra atención exclusivamente a los preceptos morales de la ley divina. En el Antiguo Testamento aparece en su mayoría resumida en el Decálogo (Éxodo 20,2-17; Levítico 19,3.11-18; Deuteronomio 5,1-33).

El Antiguo y el Nuevo Testamento, Cristo y sus apóstoles, la tradición cristiana así como la judía, concuerdan en afirmar que Moisés escribió la Ley por inspiración directa de Dios. Dios mismo, entonces, es el legislador, y Moisés sólo actuó como intermediario entre Dios y su pueblo; él simplemente promulgó la Ley que había sido inspirado a escribir. Esto no es lo mismo que decir que toda la Antigua Ley fue revelada a Moisés. Hay abundante evidencia en la propia Escritura que muchas partes de la legislación mosaica existían y se pusieron en práctica mucho antes de la época de Moisés. La circuncisión es un ejemplo de esto. La observancia religiosa del séptimo día es otra, y esta de hecho, parece estar implicada en la forma misma en que está redactado el tercer mandamiento: "Acuérdate de santificar el día de reposo."

Si exceptuamos las determinaciones meramente positivas de tiempo y manera en la que se debía rendir el culto religioso a Dios de acuerdo a este mandamiento, y la prohibición de hacer imágenes para representar a Dios contenidas en el primer mandamiento, todos los preceptos del Decálogo son también los preceptos de la ley natural, que se pueden inferir por razón de la naturaleza misma, y de hecho se les conocía mucho antes de que Moisés los escribiese por orden expresa de Dios. Esta es la enseñanza de San Pablo: “En efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley [la de Moisés], para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia…” (Rom. 2,14-15). Aunque la substancia del Decálogo es así tanto de ley natural como divina, aun así su promulgación expresa por Moisés, por mandato de Dios, tuvo sus ventajas. El gran código moral, la base de toda verdadera civilización, se convirtió así en el estándar de conducta moral claro, certero y públicamente reconocido para el pueblo judío, y a través de ellos para la cristiandad.

Debido a que el código de moral que tenemos en el Antiguo Testamento fue inspirado por Dios e impuesto por él a su pueblo, se deduce que no hay nada en él que sea inmoral o incorrecto. Era, en efecto imperfecto, si se compara con la moral superior del Evangelio, pero, con todo esto, no contenía nada que fuese censurable. Estaba adaptado a la baja etapa de civilización que los israelitas habían alcanzado hasta ese momento; los severos castigos que prescribía para los transgresores eran necesarios para doblar la dura cerviz de un pueblo inculto; las recompensas temporales otorgadas a aquellos que observaban la Ley se adaptaron a una raza poco espiritual y carnal. Aun así no se deben exagerar sus imperfecciones. En su tratamiento de los pobres, de los extraños, de los esclavos y de los enemigos era vastamente superior al civilmente más avanzado Código de Hammurabi y otros códigos famosos de la ley antigua. No sólo tenía como objetivo simplemente regular los actos externos del pueblo de Dios, sino que frenó también los pensamientos licenciosos y los deseos codiciosos. El amor a Dios y al prójimo era el gran precepto de la Ley, su resumen y compendio, del cual dependían toda la Ley y los profetas. A pesar de la indiscutible superioridad en este aspecto de la ley mosaica a los demás códigos de la antigüedad, no ha escapado a la crítica adversa de los herejes de todas las épocas y de los racionalistas en nuestros días. Para enfrentar esta crítica adversa será suficiente indicar algunos principios generales que no deben perderse de vista y, a continuación, tratar algunos puntos con mayor detalle.

Los cristianos siempre han admitido libremente que la ley mosaica es una institución imperfecta; aun así Cristo no vino a destruirla, sino a hacerla cumplir y a perfeccionarla. Hay que tener en cuenta que Dios, el Creador y Señor de todas las cosas, y Juez Supremo del mundo, puede hacer y ordenar cosas que la criatura humana no está autorizada a hacer o a ordenar. Sobre este principio podemos explicar y defender la orden dada por Dios para exterminar a ciertas naciones, y el permiso que les dio a los israelitas para saquear a los egipcios. Las tribus de Canaán merecían el destino al que Dios los condenó; y si había personas inocentes entre los culpables, Dios es el Señor absoluto de la vida y la muerte, y no comete injusticia cuando quita lo que ha dado. Además, él puede compensar mediante dones de un orden superior en otra vida por los sufrimientos soportados pacientemente en esta vida.

Aquellos críticos que juzgan la ley mosaica por los cánones humanitarios y sentimentales del siglo XX muestran una gran falta de perspectiva histórica. Un escritor reciente (Keane, "The Moral Argument against the Inspiration of the Old Testament" en el Hibbert Journal, octubre 1905, p. 155) afirma estar muy conmocionado por lo que se prescribe en el Éxodo, 21,5-6. Ahí se establece que si, al llegar el año sabático, un esclavo hebreo que tiene esposa e hijos prefiere permanecer con su amo en lugar de salir libre, ha de ser llevado a la jamba de la puerta y se le horadará la oreja con una lezna, y entonces él seguirá siendo esclavo de por vida. Era una señal y signo por el cual se conocería que él sería esclavo de por vida. No hay duda de que la práctica ya era familiar para los israelitas de la época, como lo era para sus vecinos. El esclavo mismo probablemente no pensó más en la operación que lo que hace una belleza de Sudáfrica, cuando su labio u oído es perforado para la argolla labial y el arete de oído, que en su estimación añadirá a sus encantos. Es realmente demasiado cuando un profesor serio hace de tal prescripción la base para un cargo grave de inhumanidad contra la ley de Moisés. La institución de la esclavitud tampoco se debe hacer motivo de ataque en contra de la legislación mosaica. Existía en todas partes y aunque en la práctica era apta para conducir a muchos abusos, aun así, en la forma leve en que era permitida entre los judíos, y con las garantías prescritas por la Ley, no se puede decir con verdad que sea contraria a la sana moral.

Aunque los críticos racionalistas enfatizaron menos la poligamia y el divorcio, en realidad éstos constituyen una dificultad más seria contra la santidad de la Legislación de Moisés que ninguna otra de las antes mencionadas. La dificultad es una que ha atraído la atención de los Padres y teólogos de la Iglesia desde el principio. Para responder a ella se basan en la enseñanza del Maestro en el capítulo l9 de San Mateo y en los pasajes paralelos de la Sagrada Escritura. Lo que se dice ahí sobre el divorcio es aplicable a la pluralidad de esposas. La ley estricta del matrimonio les fue dada a conocer a nuestros primeros padres en el Paraíso: “y se hacen los dos una sola carne” (Gén. 2,24). Cuando el texto sagrado dice “dos” excluye la poligamia, cuando dice “una sola carne” excluye el divorcio. En medio de la laxitud general con respecto al matrimonio que existía entre las tribus semitas, habría sido difícil de preservar la ley estricta. La importancia del rápido aumento entre el pueblo escogido de Dios de modo que estuvieran aptos para defenderse de sus vecinos, y para cumplir su destino designado, preció favorecer esa relajación.

El ejemplo de algunos de los principales de los antiguos patriarcas fue tomada por sus descendientes como una indicación suficiente de la dispensa concedida por Dios. Con salvaguardias especiales adjuntas a ella, Moisés adoptó la dispensa divina debido a la dureza de corazón del pueblo judío. No se puede decir que la poligamia ni el divorcio son contrarios a los preceptos primarios de la naturaleza. El fin primario del matrimonio es compatible con ambos. Pero al menos están en contra de los preceptos secundarios de la ley natural: contrarios, es decir, a lo que se requiere para el buen orden de la vida humana. En estos preceptos secundarios, sin embargo, Dios puede dispensar por una buena razón si lo estima conveniente hacerlo. Al hacerlo él usa su autoridad soberana para disminuir el derecho de igualdad absoluta que existe de forma natural entre el hombre y la mujer respecto al matrimonio. De esta manera, sin sufrir ninguna mancha en su santidad, Dios podía permitir y sancionar la poligamia y el divorcio en la ley antigua.

Cristo es el autor de la nueva ley. Él reclamó y ejerció una autoridad legislativa suprema en asuntos espirituales desde el principio de su vida pública hasta su ascensión al cielo. En Él la antigua ley tuvo su cumplimiento y alcanzó su objetivo principal. La legislación civil de Moisés tenía por objeto formar y conservar un pueblo propio para la adoración del único Dios verdadero, y preparar el camino para la venida del Mesías que habría de nacer de la simiente de Abraham. El nuevo Reino de Dios que Cristo fundó no se limitó a una sola nación, abarcó a todas las naciones de la tierra, y cuando se constituyó el nuevo Israel, el antiguo Israel con su legislación separatista se volvió anticuado; había cumplido su misión. Las leyes ceremoniales de Moisés fueron tipos y figuras de los más puros, más espirituales y más eficaces sacrificio y sacramentos de la nueva ley, y cuando éstos se hubieron instituido, los primeros perdieron su significado y valor. Por la muerte de Cristo en la Cruz el nuevo pacto fue sellado, y el Antiguo fue abrogado, pero hasta que el Evangelio hubo sido predicado y debidamente promulgado, por deferencia a los prejuicios judíos, y por respeto a las ordenanzas, que después de todo eran divinas, los que deseaban hacerlo se encontraban en libertad para ajustarse a las prácticas de la ley mosaica. Cuando el Evangelio hubo sido debidamente promulgado los preceptos civiles y ceremoniales de la ley de Moisés se volvieron no sólo inútiles, sino falsos y supersticiosos, y por lo tanto prohibidos.

Con los preceptos morales de la ley mosaica fue de otro modo. El Maestro enseñó expresamente que la observancia de estos, en la medida en que sean prescritos por la naturaleza misma, es necesaria para la salvación —"Si quieres entrar a la vida guarda los Mandamientos"— aquellos preceptos conocidos del Decálogo. De estos mandamientos esas palabras suyas son especialmente ciertas —"No he venido a destruir la Ley sino a cumplirla". Esto hizo Cristo al insistir de nuevo en la gran ley de la caridad hacia Dios y hacia el hombre, las que explicó con más detalle y nos dio nuevos motivos para practicarla. Corrigió las falsas glosas con las que los escribas y fariseos habían oscurecido la ley según lo revelado por Dios, y dejó de lado el montón de observancias insignificantes con las que la habían sobrecargado y convertido en una carga intolerable. Denunció en términos vastos lo externo de la observancia farisaica de la Ley, e insistió en que se observase su espíritu así como su letra. Como era adecuado a una ley de amor que reemplazaría la ley del miedo mosaica, Cristo quiso atraer a los hombres a obedecer sus preceptos por motivos de caridad y obediencia filial, en lugar de obligar a la sumisión con amenazas de castigo.

prometió bendiciones espirituales en lugar de temporales, y enseñó a sus seguidores a despreciar los bienes de este mundo con el fin de fijar sus afectos en las futuras alegrías de la vida eterna. No estuvo satisfecho con la mera observancia de la ley, y audazmente propuso a sus discípulos la infinita bondad y santidad de Dios como su modelo, y los instó a ser perfectos como su Padre celestial es perfecto. Para aquellos que fueron especialmente llamados, y que no estaban satisfechos con sólo observar los mandamientos, propuso consejos de perfección consumada. Mediante la observancia de éstos sus seguidores elegidos especialmente, no sólo conquistarían sus vicios, sino que destruirían sus raíces, por la negación constante de sus propensiones naturales a los honores, las riquezas y los placeres terrenales. Todavía los teólogos católicos admiten que Cristo no añadió nuevos preceptos simplemente morales a la ley natural. Hay, por supuesto, la obligación moral de creer las verdades que el Maestro reveló sobre Dios, el destino del hombre y la Iglesia. Las obligaciones morales, surgen también de la institución de los sacramentos, algunos de los cuales son necesarios para la salvación. Pero incluso aquí no se añade nada a la ley natural; dada la revelación de la verdad por Dios, surge naturalmente la obligación de creer para todos a los que se da a conocer la revelación; y dada la institución de los medios necesarios de gracia y salvación, la obligación de utilizarlos también surge necesariamente.

Como hemos visto más arriba, el Maestro abrogó las dispensas que legalizaban la poligamia y el divorcio para los judíos, debido a las circunstancias especiales en las que se encontraban. En este sentido, la ley natural fue restaurada a su integridad primitiva. Algo similar respecto al amor a los enemigos, Cristo explicó claramente la ley natural de la caridad sobre el punto, y la presentó en contra de la interpretación perversa de los fariseos. La Legislación de Moisés había ordenado expresamente el amor a los amigos y conciudadanos. Pero al mismo tiempo les prohibía a los judíos hacer tratados con los extranjeros, firmar la paz con los amonitas, moabitas y otras tribus vecinas; al judío se le permitía practicar la usura en el trato con los extranjeros; Dios prometió que sería un enemigo de los enemigos de su pueblo. De estas y otras provisiones similares los doctores judíos parecen haber llegado a la conclusión de que era lícito odiar a los enemigos. Incluso San Agustín, así como algunos otros Padres y Doctores de la Iglesia, pensaron que el odio de los enemigos, al igual que la poligamia y el divorcio, se le permitía a los judíos a causa de su dureza de corazón. Está claro, sin embargo, que, como los enemigos comparten la misma naturaleza con nosotros, y son hijos de un mismo Padre común, no pueden ser excluidos del amor que, por la ley de la naturaleza, debemos a todos los hombres. Cristo expuso esta obligación no menos clara que bellamente, y nos enseñó a practicarla por su propio ejemplo noble. La Iglesia Católica, en virtud de la comisión dada a ella por Cristo, es la intérprete divinamente constituida de la Ley Divina, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.


Bibliografía: STO. TOMÁS, Summa theologica (Parma, 1852); SUAREZ, De Legibus (ParÍs, 1856); PESCH, Prælectiones dogmaticæ, V (FriburgO, 1900); KNABENBAUER, Commentarius in Evangelia (París, 1892); GIGOT, Biblical Lectures (Nueva York, 1901); PALMIERI, De Matrimonio (Roma, 1880); PELT, Histoire de l'ancien Testament (París, 1901); VON HUMMELAUER, Commentarius in Exodum, Leviticum, Deuteronomium (París, 1897, 1901); VIGOUROUX, Dict. de la Bible (París, 1908); HASTINGS, Dict. of the Bible (Edimburgo, 1904).

Fuente: Slater, Thomas. "Moral Aspect of Divine Law." The Catholic Encyclopedia. Vol. 9, pp. 71-73. New York: Robert Appleton Company, 1910. 30 Sept. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/09071a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina