Diferencia entre revisiones de «Obligación»
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Hay, sin embargo, una cualidad especial en la [[necesidad]] de la obligación [[moral]] que es peculiar a sí misma. Todos apreciamos esto cuando decimos que los niños están “obligados” a obedecer a sus [[padres]], que “deben” obedecerlos, que es su “[[deber]]” hacerlo. Con estas afirmaciones no queremos decir simplemente que la [[obediencia]] a los padres es un medio necesario para su propia [[educación]], y para asegurar la paz, la armonía y el afecto que debe reinar en el hogar. No denotamos simplemente que la [[felicidad]] de los padres y los niños depende de tal obediencia. A pesar de que la [[sociedad]] en general está muy preocupada de que los niños sean entrenados en el respeto y la deferencia hacia la autoridad legal, sin embargo, incluso las demandas de la sociedad no explican lo que queremos decir cuando afirmamos que los niños están obligados a obedecer a sus padres. Hay una perentoriedad, una sacralidad, una universalidad sobre la obligación del [[deber]], que sólo puede explicarse recordando qué es el [[hombre]], cuál es su origen y cuál es su [[destino]]. El hombre es una criatura, hecho por [[Dios]] su Creador, con quien está destinado a vivir por toda la [[eternidad]]. Ese es el fin de la [[vida]] del hombre y de cada una de sus acciones, impuestas a él por su Hacedor, quien al hacer al hombre ordenó cada fibra de su [[naturaleza]] al fin para el cual fue hecho. Esa [[Doctrina Cristiana |doctrina]] explica la perentoriedad, la sacralidad, la universalidad de la obligación moral, que nos es dada a conocer, como es, por los dictados de la [[conciencia]]. La doctrina rara vez se ha puesto en un lenguaje más claro o más bello que el del [[cardenal]] [[John Henry Newman |Newman]] en su Carta al Duque de Norfolk (p 55): | Hay, sin embargo, una cualidad especial en la [[necesidad]] de la obligación [[moral]] que es peculiar a sí misma. Todos apreciamos esto cuando decimos que los niños están “obligados” a obedecer a sus [[padres]], que “deben” obedecerlos, que es su “[[deber]]” hacerlo. Con estas afirmaciones no queremos decir simplemente que la [[obediencia]] a los padres es un medio necesario para su propia [[educación]], y para asegurar la paz, la armonía y el afecto que debe reinar en el hogar. No denotamos simplemente que la [[felicidad]] de los padres y los niños depende de tal obediencia. A pesar de que la [[sociedad]] en general está muy preocupada de que los niños sean entrenados en el respeto y la deferencia hacia la autoridad legal, sin embargo, incluso las demandas de la sociedad no explican lo que queremos decir cuando afirmamos que los niños están obligados a obedecer a sus padres. Hay una perentoriedad, una sacralidad, una universalidad sobre la obligación del [[deber]], que sólo puede explicarse recordando qué es el [[hombre]], cuál es su origen y cuál es su [[destino]]. El hombre es una criatura, hecho por [[Dios]] su Creador, con quien está destinado a vivir por toda la [[eternidad]]. Ese es el fin de la [[vida]] del hombre y de cada una de sus acciones, impuestas a él por su Hacedor, quien al hacer al hombre ordenó cada fibra de su [[naturaleza]] al fin para el cual fue hecho. Esa [[Doctrina Cristiana |doctrina]] explica la perentoriedad, la sacralidad, la universalidad de la obligación moral, que nos es dada a conocer, como es, por los dictados de la [[conciencia]]. La doctrina rara vez se ha puesto en un lenguaje más claro o más bello que el del [[cardenal]] [[John Henry Newman |Newman]] en su Carta al Duque de Norfolk (p 55): | ||
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Revisión de 02:42 16 sep 2016
Obligación (del latín obligatio, acción de responder de) es un término que se deriva del derecho civil romano, definido en los “Institutos” de Justiniano I como un “vínculo jurídico que por una necesidad legal nos sujeta a hacer algo según las leyes de nuestro Estado (III, 13). Era una relación por la cual dos personas estaban unidas (obligati) por un vínculo que la ley reconocía y hacía cumplir. Originalmente se consideraba que ambas partes estaban bajo la obligación de uno al otro; posteriormente, el término fue restringido a una de las partes, que se decía estaba bajo una obligación de hacer algo a favor de la otra, y por lo tanto, la otra tenía un derecho correlativo de poner en vigor el cumplimiento de la obligación. La transferencia del término de la esfera de la ley a la de la ética fue fácil y natural. En la ética adquirió un significado más amplio y se utilizó como sinónimo de deber. Se convirtió así en el centro de algunos de los problemas fundamentales de la ética. La cuestión de la fuente de la obligación moral es tal vez el principal de estos problemas, y ciertamente no es uno de los más fáciles o menos importantes. Todos reconocemos que estamos, en general, bajo una obligación de no cometer un asesinato, pero cuando nos preguntamos por el fundamento de la obligación, obtenemos casi tantas respuestas diferentes como hay sistemas de ética.
La doctrina católica prevaleciente se puede explicar de la siguiente manera. Por obligación moral entendemos algún tipo de necesidad, impuesta a la voluntad, de hacer lo que es bueno y evitar lo que es malo. La necesidad, de la que es cuestión aquí, no es la coerción física ejercida sobre el hombre por una fuerza física externa y más fuerte. Si dos hombres fuertes me agarran por los brazos y me arrastran a donde yo no iría, actúo por necesidad o compulsión, pero esta no es la necesidad de la obligación moral. La voluntad, que es la sede de la obligación moral, es incapaz de ser coaccionada físicamente de esa manera. No puede ser obligada a desear lo que no desea. De hecho, es posible concebir que la voluntad se hace indispensable para la acción por las condiciones antecedentes. La doctrina de los que niegan el libre albedrío es fácilmente inteligible aunque negamos que sea cierta.
Por su propia naturaleza a la voluntad se le hace necesario tender hacia el bien en general; no podemos desear lo que es malo a menos que se nos presente bajo la apariencia del bien. También deseamos necesariamente la felicidad, y si nos encontramos en presencia de un objeto que satisfaga plenamente todos nuestros deseos y que no contenga en sí mismo nada que nos repugne, se nos haría necesario amarlo. Pero en esta vida no hay tal objeto que pueda satisfacer plenamente todos nuestros deseos y así hacernos completamente felices. La salud, los amigos, la fama, la riqueza, los placeres, por separado o todos combinados, son incapaces de llenar el vacío en nuestros corazones. Aunque en su medida deseable, todos los bienes de la tierra son limitados, y la capacidad del hombre para el bien es ilimitada. Todos los bienes terrenales son defectuosos; reconocemos sus defectos y el mal que la prosecución o la posesión de ellos conlleva. Considerados con sus defectos, tanto nos repelen como nos atraen; por lo tanto, ellos no son indispensables a nuestros deseos. En presencia de cualquier bien terrenal nuestros deseos son libres, por lo menos después de la primera tendencia involuntaria a lo que los atrae; no se hacen necesarios para la acción completa y deliberada.
La necesidad, entonces, que constituye la esencia de la obligación moral, debe ser del tipo la cual un fin que deba alcanzarse nos impone de adoptar los medios necesarios hacia la obtención de ese fin. Si estoy obligado a cruzar el océano y soy incapaz de volar, tengo que ir a bordo de un buque. Ese es el único medio a mi alcance para lograr el fin que estoy obligado a obtener. La obligación moral es una necesidad de esta clase. Es la necesidad en que estoy de emplear los medios necesarios hacia la obtención de un fin que es también necesario. Entonces, la necesidad que la obligación moral nos impone es la necesidad, no del determinismo de la naturaleza, ni de la coerción física de una fuerza externa y más fuerte, sino que es del mismo carácter general que la necesidad bajo la que estamos de emplear los medios necesarios con el fin de alcanzar un fin que se debe obtener.
Hay, sin embargo, una cualidad especial en la necesidad de la obligación moral que es peculiar a sí misma. Todos apreciamos esto cuando decimos que los niños están “obligados” a obedecer a sus padres, que “deben” obedecerlos, que es su “deber” hacerlo. Con estas afirmaciones no queremos decir simplemente que la obediencia a los padres es un medio necesario para su propia educación, y para asegurar la paz, la armonía y el afecto que debe reinar en el hogar. No denotamos simplemente que la felicidad de los padres y los niños depende de tal obediencia. A pesar de que la sociedad en general está muy preocupada de que los niños sean entrenados en el respeto y la deferencia hacia la autoridad legal, sin embargo, incluso las demandas de la sociedad no explican lo que queremos decir cuando afirmamos que los niños están obligados a obedecer a sus padres. Hay una perentoriedad, una sacralidad, una universalidad sobre la obligación del deber, que sólo puede explicarse recordando qué es el hombre, cuál es su origen y cuál es su destino. El hombre es una criatura, hecho por Dios su Creador, con quien está destinado a vivir por toda la eternidad. Ese es el fin de la vida del hombre y de cada una de sus acciones, impuestas a él por su Hacedor, quien al hacer al hombre ordenó cada fibra de su naturaleza al fin para el cual fue hecho. Esa doctrina explica la perentoriedad, la sacralidad, la universalidad de la obligación moral, que nos es dada a conocer, como es, por los dictados de la conciencia. La doctrina rara vez se ha puesto en un lenguaje más claro o más bello que el del cardenal Newman en su Carta al Duque de Norfolk (p 55):
- ”El Ser Supremo es de un cierto carácter, que, expresado en lenguaje humano, le llamamos ético. Él tiene los atributos de justicia, verdad, sabiduría, santidad, benevolencia y misericordia, como características eternas en su Naturaleza, la misma Ley de su ser, idéntica a sí mismo; y luego, cuando se convirtió en el Creador, implantó esta ley, que es él mismo, en la inteligencia de todas sus criaturas racionales. La ley divina es, entonces, la regla de la verdad ética, el estándar de lo correcto y lo incorrecto, una autoridad absoluta irreversible soberana en la presencia de hombres y ángeles. ‘La Ley Eterna’ dice San Agustín ‘es la razón divina o la voluntad de Dios, ordenando la observancia, prohibiendo la perturbación, del orden natural de las cosas.’ ‘La ley natural’ dice Santo Tomás ‘es una impresión de la Luz Divina en nosotros, una participación de la ley eterna en la criatura racional.’ Esta ley, según aprehendida en las mentes de los hombres individuales, se llama "conciencia"; y aunque puede sufrir refracción al pasar al medio intelectual de cada uno, no por eso es tan afectada como para perder su carácter de ser la Ley Divina, sino que todavía tiene, como tal, la prerrogativa de ordenar la obediencia. ‘La Ley Divina’ dice el cardenal Gousset, ‘es la regla suprema de las acciones; nuestros pensamientos, deseos, palabras, actos, todo lo que el hombre es, está sujeto al dominio de la Ley de Dios, y esta ley es la regla de nuestra conducta por medio de nuestra conciencia.’ De ahí que nunca es lícito ir contra nuestra conciencia; como dice el Cuarto Concilio de Letrán, ‘Quidquid fit contra conscientiam, aedificat ad gehennam‘… La regla y medida del deber no es la utilidad, ni la conveniencia, ni la felicidad de la mayoría, ni la conveniencia del Estado, ni la aptitud, el orden y el pulchrum (N.T.: belleza). La conciencia no es un egoísmo perspicaz, ni un deseo de ser coherente con uno mismo; sino que es un mensajero de Aquel que tanto en la naturaleza como en la gracia, nos habla detrás de un velo, y nos enseña y gobierna por medio de sus representantes. La conciencia es el Vicario de Jesucristo aborigen, un profeta en sus informaciones, un monarca en su perentoriedad, un sacerdote en sus bendiciones y anatemas, e incluso aunque el sacerdocio eterno en toda la Iglesia podría dejar de ser, en ella el principio sacerdotal permanecería y tendría un predominio.”
Fuente: Slater, Thomas. "Obligation." The Catholic Encyclopedia. Vol. 11, pp. . New York: Robert Appleton Company, 1911. 15 Sept. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/11189a.htm>.
Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina.