Vida Contemplativa
De Enciclopedia Católica
(Vea también el artículo CONTEMPLACIÓN.)
La vida contemplativa es una vida ordenada con miras a la contemplación; una forma de vida especialmente adaptada para conducir a y facilitar la contemplación, mientras que excluye a todas las otras preocupaciones e intenciones. Tratar de conocer y amar a Dios más y más es un deber que incumbe a todo cristiano y debe ser su actividad objetivo, y en este sentido amplio, las vidas cristiana y contemplativa son sinónimos. Este deber, sin embargo, admite diversos grados en su cumplimiento. Muchos le dan sólo una parte de su tiempo y atención, ya sea por falta de piedad o debido a otras obligaciones; otros intentan combinar armoniosamente la vida contemplativa con el ministerio activo, es decir, el cuidado de las almas, que, llevada a cabo por un motivo de caridad sobrenatural, puede ser compatible con la vida interior. Otros, además, que tienen la voluntad y los medios, tienen por objeto el cumplimiento del deber de la contemplación hasta la perfección suprema, y renuncian a todas las ocupaciones incompatibles con ella, o que, debido a las capacidades limitadas del hombre, por su naturaleza se lo impedirían. Ha prevalecido la costumbre de aplicar el término "contemplativa" sólo a la vida que lleva este último.
La contemplación, el objeto de la vida contemplativa, se define como “la complaciente y amorosa mirada del alma a la verdad divina ya conocida y aprehendida por el intelecto ayudado e iluminado por la gracia divina”. Esta definición muestra las dos principales diferencias entre la contemplación del asceta cristiano y la investigación meramente científica del teólogo. El contemplativo, en su investigación de las cosas divinas, es impulsado por el amor a esas cosas, y su meta final es aumentar ese amor, así como las primicias de su contemplación; en otras palabras, la virtud teologal de la caridad es el manantial así como el resultado del acto de la contemplación. Además, el contemplativo no se basa en los poderes naturales de su intelecto en sus esfuerzos por obtener el conocimiento de la verdad, sino, sabiendo que la razón humana es limitada y débil, especialmente cuando indaga en las cosas sobrenaturales, busca la ayuda de lo alto por medio de la oración, y por la práctica de todas las virtudes cristianas y se esfuerza para adaptar su alma para la gracia que él desea.
El acto de la contemplación, imperfecto como debe ser, es de todos los actos humanos uno de los más sublimes, uno de los que rinden el mayor honor a Dios, lleva el mayor bien al alma y la capacita más eficazmente para convertirse en un medio de salvación y de múltiples bendiciones para los demás. Según San Bernardo (De Consider., lib. I, c. VII), es la forma más alta de culto humano, pues es esencialmente un acto de adoración y de total entrega de todo el ser del hombre. El alma en contemplación es un alma postrada ante Dios, convencida de y confesando su propia nada y que Dios es merecedor de recibir todo el amor, la gloria, el honor y la bendición de aquellos que Él ha creado. Es un alma perdida en admiración y amor de la Belleza Eterna, cuya visión aunque es sólo un débil reflejo, la llena de una felicidad que nada más en el mundo le puede dar —una alegría que, mucho más elocuente que el discurso, da testimonio de que el alma valora esa Belleza sobre todas las bellezas, y encuentra en ella la realización de todos sus deseos. Es el culto jubiloso de todo el corazón, mente y alma, el culto “en espíritu y en verdad" de los “verdaderos adoradores”, como el Padre quiere que sean los que le adoren. (Juan 4,23).
Sin embargo, “vida contemplativa” no denota una vida entregada completamente ala contemplación. En la tierra un acto de contemplación no puede ser muy duradero, excepto en el caso de un privilegio extraordinario concedido por el poder divino. La debilidad de nuestros sentidos corporales y la inestabilidad natural de nuestras mentes y corazones, junto con las exigencias de la vida, nos imposibilitan fijar nuestra atención por mucho tiempo en un objeto. Esto es cierto respecto a las cosas terrenales o materiales; es aún más cierto en los asuntos relacionados al orden sobrenatural. Sólo en el cielo el entendimiento será fortalecido a fin de que no vacile nada más, sino que se adhiera incesantemente a Él que es su creador. De ahí que es raro encontrar almas capaces de llevar una vida de contemplación, sin ocupar ocasionalmente su actividad mental o física en las cosas terrenales o materiales. Sin embargo, la combinación de las dos vidas de las que la hagiografía católica ofrece ejemplos tan sorprendentes y gloriosos es, por regla general y para las personas de logros ordinarios, una cuestión de considerable dificultad. La acción exterior, con el afán y el cuidado que la acompañan, tiende naturalmente a absorber la atención; el alma se ve de este modo obstaculizada en sus esfuerzos por ascender a las regiones más altas de la contemplación, puesto que su energía, capacidad y poder de aplicación son generalmente muy limitados para permitirle realizar conjunta y exitosamente actividades tan diferentes. Si esto es cierto incluso para los que están trabajando para Dios y están inmersos en acciones emprendidas para la promoción de Sus intereses, es mucho más cierto para los que se afanan sin otro fin directo que el de procurar su subsistencia y su bienestar temporal.
Esta es la razón por la que aquellos que han querido entregarse a la contemplación y llegar a un grado eminente de unión mística con Dios usualmente se han alejado de la muchedumbre y han abandonado todas las demás actividades, para llevar una vida retirada totalmente consagrada al propósito de la contemplación. Es evidente que esa vida no puede ser conducida a ninguna parte tan segura y fácilmente como en esas órdenes monásticas que la convierten en su objeto especial. Las reglas de dichas órdenes le proveen a sus miembros todos los medios necesarios y útiles para este fin, y les resguarda de todos los obstáculos exteriores.
Como el principal de estos medios se puede considerar a los votos, que son barreras levantadas contra las incursiones de los tres grandes males que devastan el mundo (1 Juan 2,16) (N. de la T.: sensualidad, orgullo, codicia). La pobreza libera al contemplativo de las preocupaciones inherentes a la posesión y administración de los bienes temporales, de los peligros morales que siguen a la consecución de la riqueza, y de la codicia insaciable de ganancias que tanto degrada y materializa la mente. La castidad lo libera de las ataduras de la vida matrimonial con sus afanes que tanto "dividen" el corazón y la mente; según la expresión del Apóstol (1 Cor. 7,33), y tan apto para limitar la simpatía y la acción del hombre dentro de un estrecho círculo. Por esa misma virtud él también obtiene la pureza de corazón que le permite ver a Dios (Mt. 5,8). La obediencia, sin la cual la vida en comunidad es imposible, lo libera de la ansiedad de tener que determinar qué curso tomar en medio de las circunstancias siempre cambiantes de la vida. La estabilidad que le da el voto al propósito del contemplativo, colocándolo en un estado fijo con deberes y obligaciones establecidos, también es una ventaja incalculable, ya que lo salva de la inconstancia natural, el infortunio de tantas empresas.
El silencio es, por supuesto, el elemento propio del alma contemplativa, ya que es casi imposible conversar con Dios y con los hombres al mismo tiempo. Además, conversar innecesariamente suele dar lugar a un sinnúmero de pensamientos, fantasías y deseos ajenos a los deberes y al propósito de la vida contemplativa, que asaltan el alma a la hora de la oración y le apartan la atención de Dios. No es de extrañar, entonces, que los legisladores monásticos y los guardianes de la disciplina regular hayan puesto siempre tanto énfasis en la práctica del silencio, haciendo cumplir enérgicamente su observancia y castigando la transgresión con especial severidad. Este silencio, si no es perpetuo, debe abarcar al menos la mayor parte de la vida del contemplativo. La soledad es la casa del silencio, y su más segura salvaguarda. Por otra parte, corta de raíz una de las más fuertes propensiones egoístas del hombre, el deseo de figurar ante el mundo, de ganar la admiración y el aplauso, o al menos de llamar la atención, el que piensen y hablen de él. “Muéstrate al mundo” (Jn. 7,4) dice el demonio de vanagloria; pero el Espíritu de Dios habla otro lenguaje (Mt. 6. La soledad puede ser de dos clases: la reclusión en el claustro, la cual implica la restricción de relacionarse con el mundo exterior; y el confinamiento eremítico en una celda, una práctica que varía en las diferentes órdenes religiosas.
La vida religiosa, siendo esencialmente una vida de abnegación y sacrificio, debe proporcionar un antídoto eficaz a toda forma de egoísmo, y las reglas de las órdenes contemplativas en especial se forjan admirablemente con el fin de frustrar y mortificar todo instinto egoísta; vigilias, ayunos, la austeridad en los alimentos, ropa, etc., y a menudo el trabajo manual doma la carne, y así ayuda al alma a mantener en sujeción a su peor enemigo. Los contemplativos, en definitiva, renuncian a muchos placeres transitorios, a muchas satisfacciones dulces a la naturaleza, a todo lo que es más querido por el mundo; pero ganan a cambio una libertad para el alma que la capacita para subir sin obstáculo al pensamiento y al amor de Dios. Aunque Dios mismo es el principal objeto de su estudio y meditación, Él no es lo único. Sus obras, su trato con los hombres, todo lo que lo revela en el ámbito de la gracia o de la naturaleza están legalmente abiertos a la investigación contemplativa. El desarrollo del plan divino en el crecimiento de la Iglesia y en la historia de las naciones, el funcionamiento maravilloso de la gracia y la guía de la Divina Providencia en las vidas de las almas individuales, las maravillas y la belleza de la creación, los escritos de los santos y sabios de la cristiandad, y sobre todo, las Sagradas Escrituras forman un almacén inagotable, de donde el contemplativo puede sacar alimento para la contemplación.
La gran función asumida por los contemplativos, como ya se ha dicho, es la adoración de Dios. Al vivir en comunidad, llevan a cabo este sagrado oficio en un modo oficial y público, y se reúnen a horas diurnas y nocturnas establecidas para ofrecer al Todopoderoso "el sacrificio de alabanza" (Sal. 50(49) ,14.23, ver Oficio Divino). Su obra principal es, pues, lo que San Benito ( Regla, XLIII) llama enfáticamente la obra de Dios (Opus Dei), es decir, el canto solemne de la alabanza divina, en la que la lengua da expresión a la admiración del intelecto y al amor del corazón. Y esto se hace en nombre de la Iglesia y de toda la humanidad. La contemplación no sólo glorifica a Dios, sino que es muy beneficiosa para el alma misma. Nada lleva al alma a una unión tan estrecha con Dios, y la unión con Dios es la fuente de toda santidad. Nunca tan bien como al contemplar las perfecciones de Dios y la grandeza de sus obras el hombre ve sus propias imperfecciones y defectos, la vileza del pecado, y la mezquindad y futilidad de muchos de sus trabajos y empresas; y así nada lo fundamenta más en la humildad, la cual es el pilar y el baluarte de todas las demás virtudes.
El amor a Dios necesariamente alimenta el amor por nuestros semejantes, todos hijos del mismo Padre; y los dos amores siguen el mismo ritmo del otro en su crecimiento. De ahí se deduce que la vida contemplativa es eminentemente favorable al aumento de la caridad por los demás. El corazón se agranda, se profundiza el afecto, la simpatía se hace más aguda, porque la mente se ilumina en cuanto al valor de un alma inmortal a los ojos de Dios. Y aunque de los dos grandes mandamientos dados por Cristo (Mt. 22,37 ss.) —el amor a Dios y amor al prójimo— el primero se ejemplifica con más claridad en las órdenes contemplativas, y el segundo en las órdenes activas, no obstante, los contemplativos no sólo deben y tienen en sus corazones un amor fuerte y verdadero hacia el prójimo, sino que perciben ese amor en sus obras.
Los principales medios que tienen los contemplativos para demostrar su amor por los demás son la oración y la penitencia. Con la oración hacen bajar del cielo para la humanidad que sufre y lucha múltiples gracias, luz, fuerza, fortaleza y consuelo, bendiciones para el tiempo y la eternidad. Por la penitencia se esfuerzan por reparar las ofensas de la humanidad pecadora, para apaciguar la ira de Dios y evitar sus efectos horrendos, dando satisfacción vicaria a las exigencias de su justicia. Sus vidas de abnegación y privaciones perpetuas, de penalidades sufridas alegremente, de sufrimiento autoinfligido, unidos a los sufrimientos de su divino Maestro y Modelo, ayudan a reparar el mal que hacen los hombres y obtienen la misericordia de Dios para los malvados. Ellos ruegan y hacen reparación por toda la humanidad. Este ministerio doble realizado en el estrecho recinto de un monasterio no conoce otros límites a sus efectos que los confines de la tierra y las necesidades de la humanidad. O, más bien ese ministerio se extiende aún más lejos de su esfera de acción, pues los muertos así como los vivos se benefician de él. (Vea también MONACATO).
Bibliografía: SANTO THOMAS, Summa Theol., II-II, Q. CLXXIX-CLXXXII; SUAREZ, Tract. de Oratione, lib II, c, IX ss; IDEM, De varietate religionum, lib., I, c.v, VI; DENIS EL CARTUJO, De contemplatione; La vie contemplative: son role apostolique (Montreuil-sur-Mer, 1898); DIVINE, Manual of Mystical Theology (Londres, 1903).
Fuente: Gurdon, Edmund. "Contemplative Life." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4, pp. 329-330. New York: Robert Appleton Company, 1908. 15 Nov. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/04329a.htm>.
Traducido por Luz María Hernández Medina.