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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Presencia Real de Cristo en la Eucaristía

De Enciclopedia Católica

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Felipe el Bueno, asistiendo a Misa
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Recogimiento del comulgante
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Mass iof gte holy sacrament procession.JPG

En este artículo consideraremos:

  • El hecho de la Presencia Real, lo cual es, sin duda, el dogma central;
  • Los diversos dogmas asociados y agrupados a su alrededor, los cuales son:
    • Totalidad de Presencia,
    • Transubstanciación,
    • Permanencia de la Presencia y dignidad de adoración de la Eucaristía;
  • Las especulaciones de la razón, hasta donde es permisible la investigación especulativa respecto al augusto misterio bajo sus variados aspectos, y hasta dónde es deseable iluminarlo a la luz de la filosofía.

LA PRESENCIA REAL COMO UN HECHO

De acuerdo con las enseñanzas de la teología, un hecho revelado sólo puede ser probado recurriendo a las fuentes de la fe, es decir, la Escritura y la Tradición, a las cuales también se encuentra unido el infalible Magisterio de la Iglesia.

Pruebas de las Escrituras

Las pruebas en las Escrituras pueden ser extraídas tanto de las palabras de la promesa (Jn. 6,26 ss.) y, especialmente, de las palabras de la Institución tal y como quedaron registradas en los Sinópticos y en San Pablo (1 Cor. 11,23 ss.).

Las palabras de la promesa (Juan 6)

Mediante los milagros de los panes y los peces y la caminata sobre las aguas el día anterior, Cristo no sólo preparó a sus oyentes para el sublime discurso que contenía la promesa de la Eucaristía, sino que también les probó que Él poseía como hombre-Dios Todopoderoso, un poder superior a e independiente de las leyes de la naturaleza y podía, por lo tanto, proveer tal alimento sobrenatural, que no era otra cosa, sino su propia Carne y Sangre. Este discurso fue pronunciado en Cafarnaúm (Jn. 6,26-71), y está dividido en dos partes distintas, acerca de cuya relación los exegetas católicos tienen varias opiniones. Nada nos impide interpretar la primera parte (Jn. 6,26-51) metafóricamente y entender por “pan del cielo” a Cristo mismo como el objeto de fe, para ser recibido en sentido figurado como alimento espiritual mediante la boca de la fe. Sin embargo, tal explicación figurada de la segunda parte del discurso (Jn. 6,52-71) no sólo sería inusual, sino absolutamente imposible, como ya reconocen inclusive algunos exegetas protestantes (Delitzsch, Kostlin, Keil, Kahnis y otros).

Primero que nada, toda la estructura del discurso de la promesa exige una interpretación literal de las palabras: “coman la carne del Hijo del Hombre y beban su Sangre.” Así pues, Cristo menciona un trío de alimentos en su discurso, el maná del pasado (Jn. 6,31.32.49.58), el pan celestial del presente (Jn. 6,32 ss), y el Pan de Vida del futuro (Jn. 6,27.51). Correspondiente a los tres tipos de comida y a los tres períodos, hay otros tantos dispensadores: Moisés que les dio el maná, el Padre nutriendo la fe del hombre en el Hijo de Dios hecho carne, finalmente, Cristo dando su propia Carne y Sangre. A pesar de que el maná, como tipo de la Eucaristía, era ciertamente comido con la boca, no podía, por ser un alimento transitorio, proteger de la muerte. El segundo alimento, ofrecido por el Padre Eterno, es el pan del cielo, el cual Él dispensa hic et nunc a los judíos para su nutrición espiritual, considerando que por razón de la Encarnación les presenta a su Hijo como objeto de su fe. Sin embargo, si el tercer tipo de alimento, el cual el mismo Cristo prometió dar en un tiempo futuro, es una nueva refacción, que difiere del anteriormente llamado alimento de la fe, no puede ser otro que su propio Cuerpo y Sangre, para ser realmente comido y bebido en la Sagrada Comunión. Esta es la razón por la cual Cristo estaba tan listo para usar la expresión realista “masticar” (Jn. 6,54.56.58: trogein) cuando hablaba de esto, su Pan de Vida, en adición a la frase “comer” (Jn. 6,51.53: phagein). El cardenal Belarmino (De Euchar. I,3), además, resalta correctamente el hecho de que si en la mente de Cristo, el maná era una prefiguración de la Eucaristía, ésta debía ser más que mero pan bendito, pues de otro modo, el prototipo no superaría substancialmente al tipo. Lo mismo se aplica a otras figuras de la Eucaristía, como el pan y el vino ofrecidos por Melquisedec, los panes de proposición (panes propositionis), el cordero pascual.

La imposibilidad de interpretación figurativa es probada de modo concluyente y más fuertemente por un análisis del siguiente texto: “si no coméis la Carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su Sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que coma mi Carne y beba mi Sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn. 6,53-56). Es verdad que incluso entre los semitas, y en la Escritura misma, la frase “comerse a alguien,” tiene un sentido figurativo, es decir, “perseguir, criticar, odiar amargamente a alguien.” Si, entonces, las palabras de Jesús se debieran tomar en sentido figurado, parecería entonces que Cristo les prometía a sus enemigos la vida eterna y una gloriosa resurrección como recompensa por las injurias y persecuciones de que fue víctima. La otra frase, “beber la sangre de alguien,” en la Escritura, especialmente, no tiene ningún significado figurado, excepto aquél de terrible castigo (Is. 49, 26; Ap. 16,6); pero, en este texto, esta interpretación es tan imposible como en la frase “comer la carne de alguien”. Consecuentemente, comer y beber, deben ser entendidas como participación (comer y beber) de Cristo en persona, esto es literalmente.

Esta interpretación concuerda perfectamente con la conducta de sus oyentes y la actitud de Cristo respecto a sus dudas y objeciones. De nuevo, la murmuración de los judíos es la prueba más clara de que ellos entendieron las palabras de Jesús literalmente (Jn. 6,53). Incluso, lejos de repudiar esta interpretación como un craso malentendido, Cristo las repitió en una forma mucho más solemne, en Juan (6,54 ss). En consecuencia, muchos de sus discípulos estaban escandalizados y decían: “Es duro este lenguaje; ¿quién puede escucharlo?” (Jn 6,60); pero en vez de retractarse de lo que había dicho, Cristo más bien los reprochó por su falta de fe, aludiendo a su sublime origen y su futura Ascensión al cielo. Y sin más dificultad, le permitió marcharse a esos discípulos (Jn. 6,62 ss). Finalmente, se volvió a sus doce apóstoles con la pregunta: “¿También vosotros queréis marcharos?” Entonces Pedro se adelantó y con humilde fe replicó: “Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Hijo de Dios.”(Jn. 6,68.69).

Toda la escena del discurso y las murmuraciones en su contra prueban que la interpretación de los anglianos y de Ulrich Zwingli sobre el pasaje “El espíritu es el que vivifica”, etc., en el sentido de paliación o retractación, es completamente inadmisible. Debido a estas palabras los discípulos cortaron su relación con Jesús, mientras que los Doce aceptaron con fe sencilla un misterio que ellos aún no entendían. Ni Cristo dijo: “Mi carne es espíritu,” es decir, para ser entendido en un sentido figurado, sino que dijo, “Mis palabras son espíritu y vida.” Hay dos puntos de vista respecto al sentido con que se debe interpretar este texto. Muchos de los Padres declaran que la verdadera Carne de Jesús (sarx) no debe entenderse como separada de su Divinidad (spiritus), y por lo tanto no en un sentido relativo al canibalismo, sino como pertenencia completa a la economía supernatural. La segunda y más científica explicación afirma que en la oposición bíblica de “carne y sangre” con “espíritu,” la primera siempre significa inclinación carnal, y la segunda percepción mental iluminada por la fe, así que la intención de Jesús en este pasaje era dar prominencia al hecho de que el sublime misterio de la Eucaristía puede ser entendido únicamente a la luz de la fe sobrenatural, mientras que no puede ser entendido por el que tiene mentalidad mundana y carnal, quienes están abrumados bajo el peso del pecado. Bajo tales circunstancias, no es de asombrarse que los Padres y varios concilios ecuménicos (Éfeso, 431; Nicea, 787) adoptaran el sentido literal de las palabras, a pesar de que no estaba todavía dogmáticamente definido (cf. Concilio de Trento, Ses. XXI, c. I). Si bien fue cierto que algunos teólogos católicos (como Cajetan, Ruardus Tapper, Jean Hessels y Jansenio el viejo) preferían la interpretación figurativa, era sólo por razones controversiales, porque en su perplejidad imaginaron que de otro modo los reclamos de los husitas y protestantes utraquistas por el compartir el cáliz por parte de los laicos no pudiera ser contestado con argumentos bíblicos. (Cf. Patrizi, "De Christo pane vitæ", Roma, 1851; Schmitt, "Die Verheissung der Eucharistie bei den Vütern", 2 vols., Würzburg, 1900-03.)

Las palabras de la Institución

La Carta Magna de la Iglesia, sin embargo, son las palabras de la Institución, “Esto es mi cuerpo – esta es mi sangre,” a cuyo significado literal se ha mantenido adherida desde los primeros tiempos. La Presencia Real se evidencia positivamente al mostrar la necesidad del sentido literal de estas palabras, y negativamente, refutando las interpretaciones figurativas. Con respecto a lo primero, la mera existencia de cuatro diferentes narraciones de la Última Cena, divididas usualmente en la petrina (Mt. 26, 26ss; Mc. 14, 22ss.) y la doble explicación paulina (Lc. 22, 19ss.; I Cor. 11, 24ss.), favorecen la interpretación literal. A pesar de su sobresaliente unanimidad como observaciones esenciales, la fuente petrina es más simple y clara, mientras que la paulina es más rica en detalles adicionales y más enfocada en citar las palabras que se refieren al cáliz. Es más que natural y justificable esperar que, cuando cuatro narradores diferentes en diferentes países y en diferentes tiempos relacionaran las palabras de la Institución a diferentes círculos de lectores. Pero en ningun lado encontramos la más mínima indicación que de pie a una interpretación figurativa. Si, entonces, la interpretación obvia, literal fuera falsa, el registro en la Escritura debería de considerarse como la causa de una error pernicioso en la fe y del grave crimen de rendir Divino homenaje al pan (artolatría) – una suposición que no queda en armonía con el carácter de los cuatro Escritores Sagrados o con la interpretación del Sagrado Texto. Aún más, no debemos omitir la importante circunstancia, de que uno de los cuatro narradores ha interpretado literalmente su propio escrito. Éste es San Pablo (I Cor. 11, 27ss.), quien, en el más vigoroso lenguaje, marca al recipiente indigno como “será reo del Cuerpo y de La sangre del Señor.” No puede hablarse de una grave ofensa contra el mismo Cristo a menos que supongamos que el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre de Cristo están realmente presentes en la Eucaristía. Incluso, si solo ponemos atención a las propias palabras en su sentido natural es tan forzoso y claro el significado que Lutero escribió a los cristianos de Estrasbrurgo en 1524: “Estoy atrapado, no puedo escapar, el texto es demasiado fuerte.” (De Wette, II, 577).La necesidad del sentido natural no está basada en la absurda suposición de que Cristo en general había resuelto hacer uso de figuras, pero dada la evidente necesidad del caso que exigía que no lo hiciese en un asunto de tan suprema importancia, tuvo que usar metáforas confusas y falsas. Puesto que las figuras literarias aumentan la claridad del discurso solo cuando el significado figurativo es obvio, ya sea por la naturaleza del caso (e.g. con referencia a una estatua de Bolívar, diciendo: “Éste es Bolívar”) o por el uso en el lenguaje común (e.g. en el caso de esta sinécdoque: “Esta copa es de vino”); ahora bien, ni por la naturaleza del caso ni por el habla común el pan es un símbolo apto o posible del cuerpo humano. Si alguien dijese de una pieza de pan: “Éste es Napoleón,” no estaría utilizando una figura, sino palabras sin sentido. No hay sino un modo de usar un símbolo impropio de manera clara e inteligible, y eso es estableciendo una convención antes de usarlo acerca de lo que significa, como si por ejemplo, uno fuera a decir: “Imaginemos que estas dos piezas de pan que tenemos enfrente son Sócrates y Platón.” Cristo, sin embargo, en vez de informar a Sus Apóstoles que pretendía usar tal figura, les dijo más bien lo contrario en el discurso de la promesa: “el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo” (Jn. 6,51), tal lenguaje, por supuesto solo podría ser usado por un Dios-hombre; así que la creencia en la Presencia Real necesariamente presupone la creencia en la verdadera Divinidad de Cristo. Las mismas reglas establecerían por sí mismas el significado natural con certeza, aún si las palabras de la institución, “Esto es mi cuerpo – ésta es mi sangre,” se encontraran solas, pero el texto original corpus (cuerpo) y sanguis (sangre) son seguidas por adiciones significativas, el Cuerpo designado como “por vosotros es dado” y la Sangre como “por vosotros se derrama”; por lo tanto el Cuerpo dado a los Apóstoles era el mismo Cuerpo que fue crucificado el Viernes Santo, y el cáliz bebido por ellos, era la misma Sangre derramada en la cruz por nuestros pecados. Por lo tanto las frases relevantes arriba mencionadas directamente excluyen cualquier posibilidad de una interpretación figurativa.

Llegamos a la misma conclusión si consideramos las circunstancias concomitantes, tomando en cuenta tanto a los oyentes como al Institutor. Aquellos que oyeron las palabras de la Institución no eran Racionalistas estudiados, poseyendo del conocimiento crítico que les permitiese, como filólogos y lógicos, analizar una fraseología obscura y misteriosa; eran simples pescadores sin educación, del nivel más común de gente, quienes con inocencia infantil se prendían de las palabras de su Maestro y con profunda fe aceptaban lo que Él les propusiera. Esta disposición infantil fue considerada por Cristo, particularmente en la víspera de Su Pasión y Muerte, cuando les dio a conocer Su voluntad y testamento y habló como un padre moribundo a sus hijos profundamente afectados. En ese momento de terrible solemnidad, el único modo apropiado de hablar sería uno en el cual, desnudo de figuras ininteligibles, hiciera uso de palabras que correspondieran exactamente al significado de lo que decía. Debe recordarse, también, que Cristo como Dios-hombre omnisciente, debe haber previsto el lamentable error en el cual habría llevado a Sus Apóstoles y a Su Iglesia adoptando una metáfora equivoca; puesto que la Iglesia hasta la fecha apela a las palabras de Cristo en su enseñanza y práctica. Si entonces, ella practica la idolatría mediante la adoración de meros pan y vino, este crimen debe achacársele al Dios-hombre mismo. Aparte de esto, Cristo pretendió instituir la Eucaristía como un santísimo sacramente, para ser solemnemente celebrado en la Iglesia hasta el fin de los tiempos. Pero el contenido y las partes constitutivas de un sacramento deben quedar establecidas con tal claridad de terminología como para excluir categóricamente cualquier error en liturgia y adoración. Como puede entenderse de las palabras de la consagración del Cáliz, Cristo estableció la Nueva Alianza con Su Sangre, al igual que la Antigua Alianza había quedado sellada con la típica sangre de animales (Cfr. Ex. 24, 8; Heb. 9, 11ss.) Con verdadero instinto de justicia, los juristas establecen que en todos los puntos debatibles las palabras de un testamento deben ser tomadas en su sentido literal natural; puesto que están convencidos de que todo testador en pleno uso de sus facultades, al expresar su última voluntad y testamento, está profundamente preocupado de hacerlo en un lenguaje claro y libre de metáforas sin sentido. Ahora bien, Cristo, de acuerdo con la declaración literal de Su testamente, nos ha dejado un precioso legado, no meros pan y vino, si no Su Cuerpo y Sangre. ¿Tendríamos razón, entonces, en contradecirlo en Su cara y exclamar: “No, esto no es tu Cuerpo, sino simple pan, símbolo de tu cuerpo?”

La refutación de los llamados Sacramentarios, un nombre dado por Lutero a aquéllos que se oponían a un significado figurativo. Una vez que el sentido literal manifiesto es abandonado, se da pie a interminables controversias acerca del significado de un enigma para el cual se supone que Cristo ofreció la solución a sus seguidores. No hubo límites a la disputa en el siglo XVI, durante el cual Christopher Rasperger escribió un libro con unas 200 diferentes interpretaciones: “Ducentæ verborum, ‘Hoc est corpus meum’ interpretationes” (Ingolstadt, 1577). En este documento nos restringiremos a examinar unas cuantas distorsiones del sentido literal. El primer grupo de intérpretes, con Zwinglio, descubre una figura en la partícula est y la convierte así: “Esto significa (est = significat) mi Cuerpo”. Como prueba de esta interpretación, cita ejemplos de la Escritura, como: “La siete vacas buenas son siete años de abundancia y las sieta esigas buenas, sieta años son” (Gen. 41, 26). Eludiendo la cuestión de que el verbo “ser” (esse) por sí mismo puede ser usado como “cópula en una relación figurativa” (Weiss) o expresar la “relación de identidad en una conexión metafórica” (Heinrici), lo cual niegan la mayoría de los lógicos, los principios fundamentales de la lógica establecen firmemente esta verdad, que todas las proposiciones pueden dividirse en dos grandes categorías, de las cuales la primera y más amplia denomina una cosa como es en sí misma (e.g. “El hombre es un ser racional”), mientras que la segunda designa una cosa utilizada como símbolo de algo más (e. g. “Esta foto es mi padre”). Para determinar si un hablante se refiere a la segunda manera de expresarse, hay cuatro criterios, cuya concurrencia total permitirá al verbo “ser” tener el significado de “significar”. Aparte de los tres criterios mencionados arriba, los cuales hacen referencia a la naturaleza del caso, o a los usos del habla común o a alguna convención previamente establecida, existe un cuarto y último de importancia decisiva, el cual es: cuando una sustancia completa es predicado de otra sustancia completa, no puede existir relación lógica de identidad entre ellos, salvo la relación de similitud, ya que la primera es una imagen, símbolo o signo de la otra. Ahora bien, este criterio es inaplicable a los ejemplos de la Escritura nombrados por los zwinglianos, y especialmente en lo relativo a su interpretación de las palabras de la Institución; porque las palabras no son: “Este pan es mi Cuerpo,” sino las indefinidas: “Esto es mi Cuerpo.” En la historia de la concepción zwingliana de la Cena del Señor, ciertas “expresiones sacramentales” del Texto Sagrado, tomadas como paralelismos de las palabras de la Institución, han atraído considerablemente la atención. La primera se encuentra en I Cor. 10, 4: “y la roca era (significaba) Cristo,” pero es evidente que, si el sujeto roca es tomado en su sentido material, la metáfora, de acuerdo con el cuarto criterio apenas mencionado, es tan aparente como en la frase análoga “Cristo es la vid.” Si, sin embargo, la palabra roca es desnudada de todo lo que es material, puede ser entendido en un sentido espiritual, porque el Apóstol mismo está hablando de la “roca espiritual” (petra spiritualis), la cual en la Persona del Verbo de un modo invisible siempre acompañó a los israelitas en sus viajes y les dio la fuente espiritual de agua. De acuerdo con esta explicación la conjunción aquí retendría su significado “ser”. Un acercamiento más cercano a un paralelo con las palabras de la Institución se encuentra aparentemente en las llamadas “expresiones sacramentales”: “Hoc est pactum meum (Este es mi pacto )”(Gen. 17, 10) y “est enim Phase Domini (es la Pascua del Señor.)" (Ex. 12, 11). Es bien conocido como Zwinglio mediante una inteligente manipulación de la última frase tuvo éxito en lograr caer en su interpretación a toda la población católica de Zurcí. Y sin embargo, está claro que no se puede establecer ningun paralelismo entre las dichas expresiones y las palabras de la Institución; ningún paralelismo real porque se trata de asuntos completamente diferentes. Ni siquiera puede ser señalado paralelismo verbal, puesto que en ambos textos del Antiguo Testamento el sujeto es una ceremonia (circuncisión en el primer caso, y el rito del cordero pascual en el segundo), mientras que el predicado indica una mera abstracción (pacto, Pascua del Señor). Una consideración de más peso es la siguiente: que en una investigación más profunda, la conjunción est retiene su significado propio de “es” más que “significa”. Puesto que así como la circuncisión no solo significaba la naturaleza u objeto del pacto Divino, sino que de hecho lo era, así también el rito del cordero Pascual era realmente la Pascua, en vez de su mera representación. Es verdad que en ciertos círculos anglicanos era costumbre apelar a la supuesta pobreza de la lengua aramaica, la cual era hablada por Cristo en compañía de Sus Apóstoles; por lo que se sostenía que en ese lenguaje no existía ninguna palabra que pudiera corresponder al concepto de “significa”. Sin embargo, aún prescindiendo del hecho de que en arameo la conjunción est es usualmente omitida y que dicha omisión era cuando se usaba su estricto sentido de “ser”, el cardenal Wiseman (Horæ Syriacæ, Roma, 1828, pp. 3-73) logró reproducir no menos de cuarenta expresiones siríacas que expresan el concepto “significar”, lo cual eficientemente desacreditó el mito del limitado vocabulario de la lengua semítica.

Un segundo grupo de sacramentarios, con Oecolampadius, cambiaron la diligentemente buscada metáfora al concepto contenido en el predicado corpus, dándole el sentido de “signum corporis,” así entonces las palabras de la Institución quedarían: “Esto es un signo [símbolo, imagen, tipo] de mi Cuerpo.” Esencialmente completando la interpretación zwingliana, este nuevo significado es igualmente insostenible. En todos los idiomas del mundo la expresión “mi cuerpo” designa el cuerpo natural de una persona, no un mero signo o símbolo de ese cuerpo. Es verdad que las palabras de la Escritura “Cuerpo de Cristo” con no poca frecuencia tienen el significado de “Iglesia,” la cual es llamada el Cuerpo místico de Cristo, una figura fácilmente y siempre discernible como tal del texto o contexto (cfr. Col. 1, 24). Este sentido místico, sin embargo, es imposible en las palabras de la Institución, por la sencilla razón de que Cristo no les dio a sus apóstoles Su Iglesia como alimento, sino Su Cuerpo, y que “cuerpo y sangre”, por la razón de su asociación lógica y real, no pueden ser separados uno del otro y por esta razón se hacen menos susceptibles de uso figurativo. Para probar algo de este uso figurativo, de que el contenido del Cáliz es meramente vino y, consecuentemente, un mero signo de la Sangre, los protestantes recurren al texto de San Mateo, quien relata que Cristo, después del final de la Última Cena, declaró: “Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid [genimem vitis]” (Mt. 26, 29). Debe ser notado que San Lucas (22, 18ss.), quien es cronológicamente más exacto, coloca las palabras de Cristo antes de proceder a la Institución, y de que la verdadera Sangre de Cristo puede con razón seguir siendo llamada vino (consagrado), por una parte, porque la Sangre fue compartida del modo en que el vino es bebido y, por la otra porque la Sangre continúa existiendo bajo la apariencia externa del vino. En sus múltiples divagaciones por el viejo y concurrido camino siendo consistentemente forzado con la negación de la Divinidad de Cristo a abandonar la fe en la Presencia Real, también el criticismo moderno busca explicación al texto por otras líneas de investigación. Con completa arbitrariedad, dudando de si las palabras de la Institución se originaron en labios de Cristo, señalan a San Pablo como su autor, en cuya ardiente alma algo original supuestamente se mezcló con sus reflexiones subjetivas con el valor adjudicado a “Cuerpo” y con la “repetición del banquete Eucarístico.” De acuerdo con esta problemática fuente las palabras de la Institución primero fueron incluidas en el Evangelio de San Lucas y entonces, a modo de adición, fueron insertadas en los textos de San Mateo y San Marcos. Salta a la vista que la última aserción no es más que una completamente deplorable conjetura, la cual debe ser evitada tan gratuitamente como ha avanzado. Es, aún más, esencialmente falso que el valor adjudicado al Sacrificio y la repetición de la Cena del Señor sean meras reflexiones de San Pablo, puesto que Cristo le dio un valor sacrificial a Su Muerte (Cfr. Mc. 10, 45) y celebró su Cena Eucarística en conexión con la Pascua judía, la cual debía repetirse cada año. Con respecto a la interpretación de las palabras de la Institución, existen al presente tres explicaciones modernas que luchan por la supremacía – la simbólica, la parabólica y la escatológica. De acuerdo con la interpretación simbólica, corpus supuestamente designa a la Iglesia como el Cuerpo místico y sanguis el Nuevo Testamento. Esta interpretación ha quedado refutada por imposible. Puesto que ¿se ha de comer a la Iglesia y beber al Nuevo Testamento? ¿Acaso San Pablo consideró el establecimiento de la Iglesia y de la nueva Alianza como una atroz ofensa al Cuerpo y la Sangre de Cristo? El asunto no es mucho mejor concerniente a la interpretación parabólica, la cual explica el vertimiento del vino como una mera parábola del derramamiento de la Sangre en la Cruz. Esto de nuevo es una mera interpretación arbitraria, una invención sin soporte de bases objetivas. Entonces, también, por analogía se diría que la fracción del pan era una parábola de la masacre del Cuerpo de Cristo, un significado absolutamente inconcebible. Elevándose como si fuese una densa neblina y luchando por obtener una forma definida, la incompleta explicación escatológica hace de la Eucaristía una mera anticipación del futuro banquete celestial. Suponiendo la verdad de la Presencia Real, esta consideración debe quedar abierta a discusión, así como la participación en el Pan de los Ángeles es realmente una prueba anticipada de la beatitud eterna y la anticipada transformación de la tierra en cielo. Pero al implicar una mera anticipación simbólica del cielo y una manipulación sin significado del pan y vino sin consagrar la interpretación escatológica es diametralmente opuesta al texto y no encuentra ningún apoyo en la vida y carácter de Cristo.

Pruebas en la Tradición

Para la efectividad del argumento de la tradición, este hecho histórico es de decidida significación, a saber, que el dogma de la Presencia Real permaneció, propiamente hablando, sin ser cuestionado, hasta el tiempo del hereje Berengario de Tours (m. 1088). En el curso de la historia del dogma se levantaron en general tres grandes controversias Eucarísticas, la primera de las cuales fue iniciada por Pascasio Radberto, en el siglo IX, apenas se extendió más allá de los límites de su audiencia y se preocupaba únicamente de la cuestión filosófica de si el Cuerpo Eucarístico de Cristo es idéntico al Cuerpo natural que tuvo en Palestina y que ahora está en el cielo. Tal identidad numérica pudo ser bien refutada por Ratramnus, Rabanus Maurus, Ratherius, Lanfrac y otros, aún en nuestros días una distinción verdadera, aunque accidental entre el Cuerpo sacramental y la condición natural del Cuerpo de Cristo debe ser rigurosamente mantenida. La primera ocasión en que se realizó un procedimiento oficial por parte de la Iglesia sucedió cuando Berengario de Tours, influido por los escritos de Scotus Eriugena (m. 884), el primer opositor de la Presencia Real, rechazó tanto esta verdad como la de la Transubstanciación. Reparó, sin embargo, el escándalo público que había causado mediante una sincera retracción pública hecha en presencia del Papa Gregorio VII en un sínodo realizado en Roma en 1079 y murió reconciliado con la Iglesia. La tercera y más aguda controversia fue la iniciada por la Reforma en el siglo XVI, con respecto a la cual hay que hacer notar que Lutero fue el único entre los reformistas que se mantuvo apegado a la tradicional doctrina católica y, a pesar de sujetarla a muchas malinterpretaciones, la defendió tenazmente. Se opuso diametralmente a Zwinglio de Zurich, quien, como ya se vio, redujo la Eucaristía a un mero símbolo vacío y sin significado alguno. Habiendo ganado para su partido a varios partisanos contemporáneos como Carlstadt, Bucer y Oecolampadius, posteriormente se aseguró unos aliados influyentes entre los arminianos, menonitas, socinianos y anglicanos, y aún hoy la concepción racionalista de la doctrina de la Cena del Señor no difiere substancialmente de la de los zwinglianos. Mientras tanto, en Ginebra, Calvino astutamente buscaba llegar a un punto medio entre los interpretaciones extremas literal luterana y la figurativa zwingliana, sugiriendo en lugar de la presencia sustancial en un caso o la meramente simbólica en el otro, un punto medio, i.e. una presencia “dinámica,” la cual consiste esencialmente en que al momento de la recepción, la eficacia del Cuerpo y la Sangre de Cristo se comunica del cielo a las almas de los predestinados y los alimenta espiritualmente. Gracias al pernicioso y deshonesto doble juego de Melanchton, esta posición intermediaria atractiva de Calvino impresionó de tal modo aún entre los círculos luteranos que no fue sino hasta la fórmula del concordato en 1577 que el “veneno cripto-calvinista” fue exitosamente rechazado del cuerpo de la doctrina luterana. El Concilio de Trento combatió estos ampliamente divergentes errores de la reforma con la definición dogmática de que el Dios-hombre está “verdadera, real y substancialmente” presente bajo las especies del pan y del vino, oponiéndose intencionalmente la expresión vere a las zwinglianas signum, realiter a la figura de Oecolampadio y essentialiter a la virtus de Calvino (Ses. XIII, can I). Y esta enseñanza del Concilio de Trento siempre ha sido y es la posición inamovible de toda la cristiandad católica.

Con lo que respecta a la doctrina de los Padres, no es posible en el presente texto reproducir múltiples textos patrísticos, los cuales usualmente se caracterizan por una maravillosa hermosura y claridad. Suficiente será decir que, además de la Didache (IX, X, XIV), los Padres más antiguos como Ignacio (Ad. Smyrn., VII; Ad. Ephes., XX; Ad. Philad., IV), Justino (Apol., I, xvi), Ireneo (Adv. Hær., IV, xvii, 5; IV, xviii, 4; V, ii, 2), Tertuliano (De resurrect. carn., VIII; De pudic., IX; De orat., XIX; De bapt., XVI), y Cipriano (De orat. dom., XVIII; De lapsis, XVI), atestiguan, sin la menor sombra de malentendido cuál es la fe de la Iglesia, mientras que la teología patrística posterior expone el dogma en términos que están cerca de la exageración, como Gregorio de Niza (Orat. catech, XXXVII), Cirilo de Jerusalén (Catech. myst., IV, 2ss.), y especialmente el Doctor de la Eucaristía, Crisóstomo [Hom. LXXXII (LXXXIII), en Matt., 1 ss.; Hom. XLVI, en Joan., 2 ss.; Hom. XXIV, en I Cor., 1 ss.; Hom. IX, de pœnit., 1], a quien se deben añadir los Padres Latinos Hilario, (De Trinit, VIII, iv, 13) y Ambrosio (De myst, VIII, 49; IX, 51s.). Concerniente a los Padres siríacos se encuentra Th Lamy con “De Syrorum fide in re eucharisticâ” (Louvain, 1859).

La posición mantenida por San Agustín es, al momento sujeto de una enconada controversia dado que los enemigos de la Iglesia bastante confiadamente sostienen que los favorece en el hecho de que era un “simbolista” total. En opinion de Loofs (Dogmengeschichte,” 4a Ed. Halle, 1906, p. 409), San Agustín nunca le dedica a la “recepción de los verdaderos Cuerpo y Sangre de Cristo” ni un pensamiento, y esta visión Ad. Harnack (Dogmengeschichte, 3ª Ed., Friburgo, 1897, III, 148) la enfatiza cuando declara que San Agustín “indudablemente era uno a este respecto con la llamada pre-Reforma y con Zwinglio.” En contra de esta apresurada conclusión los católicos primero que nada exponen el indiscutible hecho de que Agustín demandó que se debía rendir adoración al Cuerpo Eucarístico (In Ps. 33, enarr., 1, 10) y declaró que en la Última Cena “Cristo se sostuvo y transportó a Sí mismo en Sus propias manos” (In Ps. 98, n. 9). Ellos insisten y con razón, de que no es justo separar las enseñanzas de este gran doctor concernientes a la Eucaristía de su doctrina del Santo Sacrificio, dado que clara e indiscutiblemente asegura que el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre de Cristo son ofrecidos en la Santa Misa. La gran variedad de puntos de vista extremos apenas mencionados requieren que se haga una explicación razonable e imparcial, cuya verificación será extraída de y encontrada en el entendido de que un proceso gradual de desarrollo tuvo lugar en la mente de San Agustín. Nadie negará que ciertas expresiones de Agustín son tan forzosamente realistas como aquéllas de Tertuliano y Cipriano o de sus íntimos amigos literarios, Ambrosio, Optato de Mileve, Hilario y Crisóstomo. Por otro lado, está fuera de duda que, debido a la determinante influencia de Orígenes y de la filosofía platónica, la cual, como es bien sabido, no le daba sino una muy pequeña importancia a la materia visible y al fenómeno sensible del mundo, Agustín no se refería a lo que era propiamente real (res) en el Santísimo Sacramento de la Carne de Cristo (caro), sino que lo transmitió al principio vital (spiritus), i.e. a los efectos producidos por una Comunión válida. Una consecuencia lógica de esto fue que permitió que caro, como el vehículo y antitipo de res, no un mero valor simbólica, sino como un valor (signum) transitorio, intermediario y subordinado, y puso el Cuerpo y la Sangre de Cristo, presentes bajo las especies (figuræ) del pan y del vino en, una decidida oposición a Su Cuerpo natural e histórico. Dado que Agustín era un ardiente defensor de la cooperación personal en la salvación propia y enemigo de la mera actividad mecánica y rutina supersticiosa, omitió insistir hacia una fe viva en la personalidad real de Jesús en la Eucaristía y en lugar de ello llamó la atención a la eficiencia espiritual del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Su visión mental estaba fija, no tanto en salvar la caro tanto como salvar el spiritus, el cual solo posee valor. Sin embargo ocurrió un giro de 180° en su vida. El conflicto con el pelagianismo y la diligente supervisión de Crisóstomo lo liberaron de las ataduras del platonismo, y desde entonces confirió a caro un valor separado en independiente de aquél de spiritus, llegando incluso a mantener fuertemente que la Comunión de los niños era absolutamente necesaria para la salvación.

Si, aún más, el lector encuentra en algunos de los otros Padres dificultades, obscuridades y una cierta inexactitud en la expresión, esto puede ser explicado en tres campos generales: debido a la paz y seguridad que hay en su posesión de la verdad de la Iglesia, de lo que resulta un cierto deseo en su terminología; debido a la rigurosidad con la cual la Disciplina del Secreto, expresamente concerniente con la Sagrada Eucaristía, fue mantenida en oriente hasta finales del siglo V, en occidente hasta mediados del VI; debido a la preferencia de muchos Padres por la interpretación alegórica de la Escritura, la cual estuvo especialmente en boga en la Escuela de Alejandría (Clemente de Alejandría, Orígenes, Cirilo), pero la cual encontró una contraparte saludable en el énfasis hecho en la interpretación literal de la Escuela de Antioquia (Teodoro de Mopsuestia, Teodorato). Sin embargo, el sentido alegórico de los alejandrinos no excluía el literal, sino que suponía como base de trabajo, la fraseología de Clemente (Pæd, I, vi), de Orígenes (Contra Celsum VIII, xiii 32; Homm. IX, in Levit., X) y de Cirilo (in Mat. 26, 27; Contra Nestor., IV, 5) concernientes a la Presencia Real.

El argumento de la tradición se suplementa y complementa con el argumento de la prescripción, el cual lleva la constante creencia en el dogma de la Presencia Real de la Edad Media hasta la primitiva Iglesia Apostólica, y así prueba que las herejías anti-eucarísticas no han sido sino novedades caprichosas y rupturas violentas de la verdadera fe que han sucedido desde el principio. Sin tocar aún el intervalo que ha sucedido desde la Reforma, se tiene de la época de la Reforma el importante testimonio de Lutero (Wider etliche Rottengeister, 1532) acerca del hecho de que la Cristiandad entera creía entonces en la Presencia Real. Y esta creencia firme y universal puede ser rastreada ininterrumpidamente hasta Berengario de Tours (m. 1088), de hecho –omitiendo la sola excepción de Scotus Eriugena– hasta Pascacio Radberto (831). En este sentido, podemos decir con orgullo que la Iglesia ha estado en posesión legítima de este dogma por once siglos enteros. Cuando Focio inició el cisma griego en 869, se llevó a su Iglesia el tesoro inalienable de la Eucaristía Católica, un tesoro que los griegos, en las negociaciones para la reunión en Lyon en 1274 y en Florencia en 1439, parecían mantener intacto, y al cual defendieron vigorosamente en el sínodo cismático de Jerusalén en 1672 contra las sórdidas maquinaciones de Cirilo Lucar, el patriarca con mente calvinista de Constantinopla (1629). De esto se concluye que el dogma católico debe ser mucho más antiguo que el cisma de oriente. De hecho, inclusive los nestorianos y los monofisitas, quienes se separaron de Roma en el siglo V, tienen, como es evidente de su literatura y libros litúrgicos, su fe en la Eucaristía tan sólidamente impuesta como los griegos, y esto a pesar de las dificultades dogmáticas las cuales, debido a su negación de la unión hipostática, se interponen en el camino de una correcta y clara noción de la Presencia Real. Por lo tanto, el dogma católico es por lo menos tan antiguo como el nestorianismo (431). Pero ¿no es ésta suficiente antigüedad? Para decidir esta cuestión solo es necesario examinar las liturgias más antiguas de la Misa, cuyos elementos esenciales datan de tiempos de los Apóstoles (q.v. artículos sobre las distintas liturgias), visitar las catacumbas romanas, donde Cristo es mostrado como actualmente en la Cena Eucarística bajo el símbolo de un pez (q.v. Símbolos primitivos de la Eucaristía), descifrar la famosa Inscripción de Abercius del siglo II, la cual, a pesar de haber sido compuesta bajo la influencia de la Disciplina del Secreto, sencillamente atestigua la fe de esa época. Y así el argumento de la prescripción nos traslada al distante y oscuro pasado y ahí al tiempo de los Apóstoles, quienes a su vez recibieron su fe en la Presencia Real de nadie más que de Cristo Mismo.

En este punto es importante mencionar que el Papa Juan Pablo II redactó y entregó el 17 de marzo, Jueves Santo de 2003 la carta encíclica Ecclesia de Eucharistia sobre la Eucaristía en su relación con la Iglesia y en la que resalta que “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia.” (Ecclesia de Eucharistia 1 §1), resaltando con ello la vital importancia de la Eucaristía y de la Presencia Real de Cristo en la misma en la vida de la Iglesia en el milenio que empieza.

VARIOS DOGMAS AGRUPADOS A SU ALREDEDOR

La Totalidad de la Presencia Real

Con el fin de desterrar de raíz la inválida noción de que, en la Eucaristía recibimos meramente el Cuerpo y la Sangre de Cristo y no a Cristo en su totalidad, el Concilio de Trento definió la Presencia Real como que se incluye en la Eucaristía el Cuerpo, Alma y Divinidad de Jesucristo. Una conclusión estrictamente lógica se desprende de las palabras de la promesa: “el que coma de mí también vivirá por mí,” esta Totalidad de Presencia fue asimismo una constante propia de la tradición la cual distinguió así que consumir partes separadas del Salvador sería sarcofagia (ingestión de carne) algo completamente degradante para Dios. A pesar de que la separación del Cuerpo, Sangre, Alma y Logos es, absolutamente hablando, dentro del poder todopoderoso de Dios, la inseparabilidad se encuentra firmemente establecida por el dogma de la indisolubilidad de la unión hipostática de la Divinidad y Humanidad de Cristo. En caso de que los Apóstoles hubiesen celebrado la Cena del Señor durante el triduum mortis (el tiempo durante el cual el Cuerpo de Cristo estuvo en la tumba), cuando una separación real existía entre los elementos constitutivos de Cristo, habría estado realmente presente en la Sagrada Hostia el inanimado Cuerpo de Cristo sin sangre tal como estaba en la tumba, y en el Cáliz solo la Sangre separada de Su Cuerpo y absorbida por la tierra al ser derramada, tanto el Cuerpo como la Sangre, sin embargo, hipostáticamente unidos a Su Divinidad, mientras que Su Alma, que se encontraba en el Limbo, habría permanecido enteramente excluida de la presencia Eucarística. Esta hipótesis, irreal, aunque no imposible, ha sido bien estudiada para iluminar la diferencia esencial designada por el Concilio de Trento (Ses. XIII, c. iii), entre los significados de las palabras ex vi verborum y per concomitantiam. Es por virtud de las palabras de la consagración o ex vi verborum, que se hacen presentes el Cuerpo y la Sangre de Cristo lo cual es expresado por las palabras de la Institución. Pero por razón de concomitancia natural (per concomitantiam), se vuelve simultáneamente presente todo lo cual es físicamente inseparable de las partes nombradas y, la cual debe, por conexión natural con ellas, siempre ser su acompañamiento. Ahora bien, el Cristo glorificado, quien “ya no muere” (Rom. 6, 9) tiene un Cuerpo animado a través de cuyas venas corre la Sangre de Su vida bajo la vivificante influencia del alma. Consecuentemente, junto con Su Cuerpo y Sangre y Alma, también Su Humanidad entera, y por virtud de la unión hipostática, Su Divinidad, i.e. Cristo, completo y entero, debe estar presente. He aquí entonces, que Cristo está presente en el sacramento con Su Carne y Sangre, Cuerpo y Alma, Humanidad y Divinidad.

Este principio general y fundamental, el cual es abstraído enteramente de la dualidad de las especies, debe, sin embargo, ser extendido tanto al pan como al vino. Porque no recibimos en la Sagrada Ostia una parte de Cristo y en el Cáliz la otra, como si nuestra recepción de la totalidad dependiese de que consumiéramos de ambas formas; muy al contrario, bajo la apariencia de solo el pan, así como bajo la apariencia de solo el vino, recibimos a Cristo completo y entero (cfr. Concilio de Trento, Ses. XIII, can. III). Ésta, la única concepción razonable, tiene su verificación de la Escritura en el hecho, de que San Pablo (I Cor. 11, 27-29) adjudica la misma culpa “del cuerpo y de la sangre del Señor” al que “come y bebe indignamente”, entendido en un sentido disyuntivo, así como entiende “comiere y bebiere” en un sentido copulativo. El fundamento tradicional para esto se encuentra en el testimonio de la liturgia de los Padres de la Iglesia, de acuerdo a la cual, el Salvador glorificado puede estar presente en nuestros altares solo en Su totalidad e integridad, y no dividido en partes o distorsionado en la forma de una monstruosidad. Por consiguiente, se le rinde adoración por separado a la Sagrada Ostia y al contenido consagrado del Cáliz. En esta última verdad se basa especialmente la permisividad y propiedad intrínseca de la Comunión bajo una sola especia para los laicos y para los sacerdotes que no estén celebrando la Misa (q.v. Comunión Bajo las Dos Especies). Pero particularmente con respecto al dogma, llegamos naturalmente a la verdad de que, al menos después de la división de cualquiera de las Especies en partes, Cristo está presente en cada parte en Su completa y entera presencia. Si la Sagrada Ostia es partida en trozos o si el Cáliz consagrado es bebido en pequeñas cantidades, Cristo, entero está presente en cada partícula y en cada gota. Por la cláusula restrictiva separatione factâ el Concilio de Trento (Ses. XIII, can. III) con justicia elevó esta verdad a la dignidad de dogma. A la ves de la Escritura podemos juzgar improbable que Cristo haya consagrado separadamente cada partícula del pan que había partido, sabemos con certeza, por otro lado, que Él bendijo todo el contenido del Cáliz y luego se lo dio a sus discípulos para ser compartido (Mt. 26, 27ss.; Mc. 14, 23). Es con la base del dogma Tridentino que nosotros podemos entender cómo Cirilo de Jerusalén (Catech. Myst. V, n. 21) solicitaba a los comulgantes que observaran el cuidado más escrupuloso al llevar la Sagrada Ostia a sus bocas, de modo que ni siquiera “un fragmento minúsculo, más precioso que el oro o las joyas,” pudiera caer de sus manos al suelo; cómo Cæsarius de Arles enseñó que hay “tanto en el pequeño fragmento como en el completo;” cómo las diferentes liturgias declaran la integridad del “Cordero indivisible,” a pesar de la “división de la Ostia;” y, finalmente, cómo en la práctica actual los fieles en ocasiones participan de las partículas fragmentadas de la Sagrada Ostia y beben en común de la misma copa.

Mientras que las tres tesis precedentes contienen dogmas de fe, existe una cuarta proposición la cual es meramente una conclusión teológica, a saber que aún antes de la división de las especies, Cristo está presente completa y enteramente en cada particular de la aún entera Ostia y en cada gota de todo el contenido del Cáliz. Puesto que si Cristo no estuviese presente enteramente en cada una de las partículas de las Especies Eucarísticas antes de que se llevara a cabo su división, deberíamos concluir forzosamente que el proceso de la fracción es el que origina la Totalidad de la Presencia, mientras que de acuerdo con la enseñanza de la Iglesia la causa operativa de la Presencia Total y Real se debe únicamente a la Transubstanciación. No cabe duda de que esta última conclusión dirige la atención de la cuestión filosófica y científica a un modo peculiar de existencia del Cuerpo Eucarístico, la cual es contraria a las leyes ordinarias de la experiencia. Es, sin lugar a dudas, uno de los misterios más sublimes, al cual la teología especulativa intenta ofrecer varias soluciones. [ver abajo en (5)].

Transubstanciación

Antes de probar dogmáticamente el hecho del cambio substancial que se trata, primero echaremos un vistazo a su historia y naturaleza.

(a) El desarrollo científico del concepto de Transubstanciación difícilmente puede decirse que sea un producto de los griegos, quienes no pasaron de las notas más generales; más bien es la notable contribución de los teólogos latinos, quienes fueron estimulados a desarrollarlo en forma lógica por las tres controversias Eucarísticas mencionadas arriba. El término transubstanciación parece haber sido usado por primera vez por Hildeberto de Tours (ca. 1079). Su ejemplo alentador fue pronto seguido por otros teólogos, como Esteban de Autun (m. 1139), Gaufredo (1188) y Pedro de Blois (m. 1200), mientras que varios concilios ecuménicos también adoptaron esta significativa expresión, como el Cuarto Concilio de Letrán (1215) y el Concilio de Lyon (1274), en la profesión de fe del emperador griego Miguel Palæologus. El Concilio de Trento (Ses. XIII, cap. IV, can. II) no solo aceptó como un legado de la fe la verdad contenida en la idea, sino que con autoridad confirmó la “aptitud del término” para expresar notablemente el concepto doctrinario legítimamente desarrollado. En un análisis lógico más profundo de la Transubstanciación, primero encontramos la primera y fundamental noción de ser una conversión, la cual puede ser definida como la “transición de una cosa a otra bajo algún aspecto.” Como es evidente de inmediato, conversión (conversio) es algo más que un mero cambio (mutatio). Mientras que en los meros cambios uno de los dos extremos debe ser expresado de manera negativa, por ejemplo, en el cambio del día y la noche, la conversión requiere dos extremos positivos, los cuales están relacionados el uno con el otro como cosa a cosa, y deben tener, además, tal conexión íntima entre sí, que el último extremo (terminus ad quem) empieza a ser hasta que el primero (terminus a quo) deja de ser, por ejemplo, en la conversión de agua en vino en Caná. Usualmente se requiere de un tercer elemento, conocido como el commune tertium, el cual, aún antes de la conversión que ha tomado lugar, ya sea física o por lo menos lógicamente une un extremo al otro, porque en cada conversión verdadera la siguiente condición debe ser satisfecha: “Lo que anteriormente era A, es ahora B.” Una cuestión muy importante sugiere que la definición debería ir más allá de postular la no-existencia previa del ultimo extremo, puesto que parece extraño que un terminus a quo A existente, deba ser convertido en un existente terminus ad quem B. Si el hecho de la conversión no es ser un mero proceso de sustitución, como en un acto de prestidigitación, el terminus ad quem debe sin lugar a dudas de alguna manera ser de nueva existencia, así como el terminus a quo debe, de algún modo, dejar de existir. Pero como la desaparición del primero no se atribuye a aniquilación propiamente dicha, no hay necesidad de postular una creación, estrictamente hablando, para explicar que el último empiece a existir. La idea de conversión se realiza ampliamente si la siguiente condición se cumple, a saber, que una cosa que existe en sustancia, adquiera una completamente nueva y previamente inexistente forma de ser. Así pues en la resurrección de los muertos, el polvo de los cuerpos humanos será verdaderamente convertido en los cuerpos de los resucitados por sus ya existentes almas, así como en la muerte fueron realmente convertidos en cadáveres por la partida de sus almas. Esto en lo que concierne a la noción general de conversión. La Transubstanciación, sin embargo, no es una conversión simple, sino una conversión sustancial, en la que una cosa es substancialmente o esencialmente convertida en otra. He aquí pues, que el concepto de Transubstanciación queda excluido de cualquier tipo de conversión meramente accidental, ya sea puramente natural (e.g. la metamorfosis de los insectos) o sobrenatural (e.g. la Transfiguración de Cristo en el Monte Tabor). Finalmente, la Transubstanciación difiere de cualquier otra conversión sustancial en esto, que solo la sustancia es convertida en otra –los accidentes permanecen iguales– así como sería el caso de que la madera milagrosamente se convirtiera en hierro, con la sustancia del hierro permaneciendo escondida bajo la apariencia externa de la madera.

La aplicación de lo anterior a la Eucaristía es asunto fácil. Primero que nada, la noción de conversión se verifica en la Eucaristía, no solo en general, sino en todos sus detalles esenciales, porque tenemos los dos extremos de la conversión, a saber, pan y vino como terminus a quo y el Cuerpo y la Sangre de Cristo como terminus ad quem. Aún más, la conexión íntima entre el cese de un extremo y la aparición del otro parece ser preservada por el hecho de que ambos eventos son los resultados, no de dos procesos independientes, como sería aniquilación y creación, sino de un solo acto, dado que, de acuerdo con el propósito del Todopoderoso, la sustancia del pan y el vino parten para dejar el espacio para el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Finalmente, tenemos el commune tertium en las apariencias in cambiadas del pan y el vino, bajo las cuales el preexistente Cristo asume una nueva, sacramental, forma de ser y sin la cual Su Cuerpo y Sangre no podrían ser tomados por los hombres y mujeres. Que la consecuencia de la Transubstanciación, como conversión de la sustancia total, es la transición de la entera sustancia del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es la doctrina expresa de la Iglesia (Concilio de Trento, Ses. XIII, can. II). Así pues fueron condenadas como contrarias a la fe la visión anticuada de Durandus, que dice que solo la forma sustancial del pan es cambiada, mientras que la materia prima permanece; y, especialmente, la doctrina de Consubstanciación de Lutero, i.e. la coexistencia de la sustancia del pan con el verdadero Cuerpo de Cristo. Así también la doctrina de la Impanación defendida por Osiander y ciertos berengarianos, y de acuerdo a la cual se supone que se realiza una unión hipostática entre la sustancia del pan y la del Dios-hombre ha sido rechazada. Así que la doctrina católica de la Transubstanciación establece un muro protector alrededor del dogma de la Presencia Real y constituye en sí misma un distinto artículo doctrinal, el cual no queda englobado en el de la Presencia Real, a pesar de que la doctrina de la Presencia Real está necesariamente contenida en la de la Transubstanciación. Fue por esta razón que Pío VI, en su Bula dogmática “Auctorem fidei” (1794) en contra del pseudo sínodo de Pistoia (1786), protestó vigorosamente en contra de suprimir esta “cuestión escolástica,” como el sínodo había aconsejado hacer.

(b) En la mentalidad de la Iglesia, la Transubstanciación ha estado tan íntimamente ligada a la Presencia Real, que ambos dogmas han pasado juntos de generación en generación, aunque no podemos ignorar por completo un desarrollo histórico-dogmático. La conversión total de la sustancia del pan se expresa claramente en las palabras de la Institución: “Esto es mi cuerpo.” Estas palabras forman una proposición no teórica, sino práctica, cuya esencia consiste en que la identidad objetiva entre sujeto y predicado es efectiva y verificada solo después de que todas las palabras han sido pronunciadas, no muy diferente del nombramiento de un comandante a su subalterno: “Te nombro mayor,” o, “Te nombro capitán,” lo cual inmediatamente ocasiona la promoción del oficial a un rango superior. Cuando, entonces, Aquél Quien es Todo Verdad y Todo Poder dijo al pan: “Esto es mi cuerpo,” el pan se convirtió, por la acción de estas palabras en el Cuerpo de Cristo; consecuentemente, al completar el enunciado, la sustancia del pan ya no estuvo presente, sino el Cuerpo de Cristo bajo la apariencia de pan. Por lo tanto el pan debe haberse convertido en el Cuerpo de Cristo, i.e. el primero debe haberse convertido en el segundo. Las palabras de la Institución fueron a la vez palabras de Transubstanciación. Indudablemente la forma real en la cual la ausencia del pan y la presencia del Cuerpo de Cristo se efectúa, no se lee en las palabras de la Institución pero se deduce estricta y exegéticamente de ellas. Los calvinistas, por lo tanto, están perfectamente bien cuando rechazan la doctrina luterana de la consubstanciación como una ficción, sin base en las Escrituras. Puesto que si Cristo hubiese querido la coexistencia de Su Cuerpo con la sustancia del pan, hubiese expresado una simple identidad entre hoc y corpus por medio de la conjunción est, y hubiese resultado una expresión más o menos como: “Este pan contiene mi cuerpo,” o, “En este pan está mi cuerpo.” Por otro lado, la sinécdoque es clara en el caso del Cáliz: “Esto es mi sangre”, i.e. el contenido del cáliz es mi sangre, y por lo tanto ya no es vino.

Con respecto a la tradición, los primeros testigos como Tertuliano y Cipriano, difícilmente pudieron haber dado cualquier consideración particular a la relación genética de los elementos naturales del pan y el vino con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, o de la manera en la cual los primeros fueron convertidos en los segundos; puesto que incluso Agustín no tuvo una concepción clara de la Transubstanciación, mientras estuvo atado por los lazos del platonismo. Por otra parte, se tiene completa claridad sobre el asunto en escritores tan antiguos como Cirilo de Jerusalén, Teodorato de Cyrrhus, Gregorio de Niza, Juan Crisóstomo y Cirilo de Alejandría en oriente y en Ambrosio y los escritores latinos posteriores en occidente. Eventualmente el occidente se convirtió en el hogar clásico de la perfección científica en la difícil doctrina de la Transubstanciación. Las afirmaciones del erudito trabajo del anglicano Dr. Pussey (La Doctrina de la Presencia Real como está contenida en los Padres, Oxford, 1855) quien niega la claridad del argumento patrístico de la Transubstanciación, han sido refutadas y contestadas ampliamente por el Cardenal Franzelin (De Euchar., Roma, 1887, xiv). El argumento de la tradición es avasalladoramente confirmado por las liturgias antiguas, cuyas hermosas oraciones expresan la idea de la conversión en la manera más clara. Muchos ejemplos pueden ser encontrados en Renaudot, “Liturgia orient.” (2ª Ed., 1847); Assemani, “Codex liturg.” (13 vols., Roma 1749-66); Denzinger, “Ritus Orientalium” (2 vols., Würzburg, 1864), Concerniente a la Teoria de Aducción de los Escotistas y la Teoría de Producción de los tomistas”, Pohle, “Dogmatik” (3ª Ed., Paderborn, 1908).

La Eucaristía: Su Permanencia y Dignidad de ser Adorada

Dado que Lutero arbitrariamente restringió la Presencia Real al momento de la recepción, el Concilio de Trento (Ses. XIII, can. IV) por un canon especial enfatizó el hecho de que después de la Consagración Cristo está realmente presente y, consecuentemente , no se presenta hasta el acto de comer o beber. Por el contrario, Él continua Su Presencia Eucarística en las Ostias consagradas y partículas sagradas que permanecen en el altar o el copón después de la recepción de la Sagrada Comunión. En el depósito de la fe la Presencia y Permanencia de la Presencia están tan unidas, que en la mente de la Iglesia ambas continúan como un todo indivisible. Y con razón; puesto que Cristo prometió Su Cuerpo y Sangre como comida y bebida, i.e. como algo permanente (cfr. Jn. 6, 50ss.), así, cuando Él dijo: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo,” los apóstoles recibieron de la mano del Señor Su Sagrado Cuerpo, el cual ya estaba objetivamente presente. Esta no-dependencia de la Presencia Real de la recepción real es manifiesta claramente en el caso del Cáliz, cuando Cristo dijo: “Beban todos de él. Pues esto es mi sangre.” Aquí el acto de beber evidentemente no es la causa ni la condición sine qua non para la presencia de la Sangre de Cristo.

Por mucho que le disgustara, incluso Calvino tuvo que reconocer la evidente fuerza del argumento de la tradición (Instit. IV, xvii, sect. 739). No solo defendieron los Padres y entre ellos Crisóstomo con especial vigor, defendieron la permanencia de la Presencia Real, sino que la constante práctica de la Iglesia también estableció la verdad. En los primeros días de la Iglesia los fieles frecuentemente llevaban la Santísima Eucaristía con ellos a sus casas (Cfr. Tertuliano, “Ad uxor.” II, v; Cipriano, “De lapsis”, XXIV) o en largos viajes (Ambrosio, De excessu fratris, I, 43, 46), mientras que los diáconos acostumbraban llevar el Santísimo Sacramento a aquéllos que no asistieran a los oficios divinos (Cfr. Justino, Apol, I, 67), así como a los mártires, los encarcelados y los enfermos (Cfr. Eusebio, Hist. Eccl., VI, xliv). Los diáconos también estaban obligados a transferir las partículas remanentes a recipientes especialmente preparados llamados Pastophoria (Cfr. Constituciones Apostólicas, VIII, xiii). Aún más, ya se acostumbraba en el S. IV celebrar la Misa de los Presantificados (Cfr. Sínodo de Laodicea, can. XLIX), en la cual se recibían las Sagradas Ostias que habían sido consagradas con uno o más días de anticipación. En la Iglesia Latina esta ceremonia ha pasado a ser la Liturgia del Viernes Santo, mientras, que desde el Sínodo Trullano (692), los griegos la celebran durante toda la Cuaresma, excepto los sábados, domingos y en la fiesta de la Anunciación (25 de marzo). Una razón más profunda para la permanencia de la Presencia se encuentra en el hecho de que transcurre algún tiempo entre la Consagración y la Comunión, mientras que en los demás sacramentos tanto la confección como la recepción tienen lugar en el mismo instante. El Bautismo, por ejemplo, dura solo mientras dura la acción bautismal o ablución con agua y es, por lo tanto, un sacramento transitorio. La permanencia de la Presencia, sin embargo, se limita a un intervalo de tiempo cuyo principio es determinado por el instante de la Consagración y el final por la corrupción de las Especies Eucarísticas. Si la Ostia se volviese mohosa o el contenido del Cáliz amargo, Cristo descontinúa su presencia allí

La adorabilidad de la Eucaristía es la consecuencia práctica de su permanencia. De acuerdo con un conocido principio de Cristología, el mismo culto de latría (cultus latriæ) que se le debe al Dios Trino se le debe al Verbo Divino, Cristo el Dios-hombre y, de hecho, debido a la unión hipostática, a la humanidad de Cristo y a sus partes constitutivas individuales, como, e.g., Su Sagrado Corazón. Ahora bien, identicamente, el mismo Señor Jesucristo está verdaderamente presente en la Eucaristía como está presente en el cielo; consecuentemente Él debe ser adorado en el Santísimo Sacramento (cf. Council of Trent, Sess. XIII, can. VI).

En ausencia de prueba espiritual, la Iglesia encuentra una garantía para, de manera adecuada, rendir adoración divina al Santísimo Sacramento en la más antigua y constante tradición, a pesar, por supuesto que debe hacerse una distinción entre el principio dogmático y la disciplina concerniente a la forma externa de adoración. Mientras que incluso en oriente se reconoce el principio inmanente desde los tiempos antiguos, y de hecho, todavía en el Sínodo Cismático de Jerusalén en 1672, el oriente ha demostrado una incansable actividad estableciendo e investigando con más y más solemnidad, homenaje y devoción a la Eucaristía. En la Iglesia primitiva, la adoración del Santísimo Sacramento estaba restringida principalmente a la Misa y la Comunión. Aún en su época Cirilo de Jerusalén insistió con la misma fuerza que Ambrosio y Agustín sobre una actitud de adoración y homenaje durante la Santa Comunión. En occidente la forma fue abierta a una veneración más exaltada del Santísimo Sacramento cuando los fieles fueron aceptados a comulgar incluso fuera del servicio litúrgico. Después de la controversia con los berengarianos, el Santísimo Sacramento fue elevado durante los siglos XI y XII con el propósito expreso de reparar, mediante su adoración las blasfemias de los herejes y, fortalecer la debilitada fe de los católicos. En el siglo XIII se introdujo, para mayor glorificación del Santísimo las “procesiones teofóricas” (circumgestatio) y también la fiesta de Corpus Christi, instituida en el pontificado de Urbano IV a solicitud de Santa Juliana de Liège. En honor a la fiesta, se compusieron sublimes himnos como el “Pange Lingua” de Sto. Tomás de Aquino. En el siglo XIV creció la práctica de la Exposición del Santísimo Sacramento del Altar. La costumbre de la procesión anual de Corpus Christi fue firmemente defendida y recomendada por el Concilio de Trento (Ses. XIII, cap. v). Un nuevo ímpetu inundó a la gente para la adoración de la Eucaristía mediante las visitas al Santísimo Sacramento, introducidas por San Alfonso Ligorio; en los últimos tiempos numerosas órdenes y congregaciones se han dedicado a la Adoración Perpetua y existen miles de congregaciones laicas de la Adoración Nocturna para velar en adoración al Santísimo; la celebración de Congresos Eucarísticos Internacionales (de los cuales el número 48 y primero del nuevo milenio será celebrado en la ciudad de Guadalajara, en México con la presencia de S.S. Juan Pablo II del 10 al 17 de octubre de 2004 con el tema “La Eucaristía, luz y vida del nuevo milenio”) y Congresos Eucarísticos Nacionales han contribuido a mantener viva la fe en Aquél Quien dijo: “y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20).

DISCUSIÓN ESPECULATIVA DE LA PRESENCIA REAL

El objetivo principal de la teología especulativa con respecto a la Eucaristía, debe ser discutido filosóficamente, y buscar una solución lógica de tres aparentes contradicciones, a saber:

  • la existencia continua de las Especies Eucarísticas, o las apariencias exteriores del pan y el vino, sin su sujeto natural;
  • el espacialmente incircunscrito modo espiritual del Cuerpo Eucarístico de Cristo;
  • la simultánea existencia de Cristo en el cielo y en muchos lugares de la tierra.

(a) El estudio del primer problema, ya sea que los accidentes del pan y el vino continúen su existencia sin su sustancia propia, debe basarse en la claramente establecida verdad de la Transubstanciación, en consecuencia de la cual, las sustancias completas del pan y el vino se convierten respectivamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo de un modo tal que “solo permanecen en apariencia el pan y el vino” (Conc. de Trento, Ses. XIII, can. ii:manentibus dumtaxat speciebus panis et vini). Acordemente, la continuación de las apariencias sin la sustancia del pan y el vino como su sustrato natural es justo el reverso de la Transubstanciación. Lo más que se puede decir es, que del Cuerpo Eucarístico procede un poder sustantivo milagroso, el cual soporta las apariencias debidas a sus sustancias naturales y las preserva del colapso. La posición de la Iglesia a este respecto quedó adecuadamente determinada por el Concilio de Constanza (1414-1418). En su octava sesión, aprobada por Martín V en 1418, este sínodo condenó los siguientes artículos de Wyclif:

  • "La sustancia material del pan, así como la sustancia material del vino permanecen en el Sacramento del Altar;"
  • Los accidentes del pan no permanecen sin un sujeto.

El primero de estos artículos contiene una negación abierta a la Transubstanciación. El segundo, por lo que respecta al texto, debe ser considerado como un mero cambio de palabras del primer, mientras que en lo que respecta a la historia del concilio, se sabe que Wyclif se había opuesto directamente a la doctrina escolástica de “accidentes sin un sujeto” como absurda y aún herética (cfr. De Augustinis, De Re Sacramentariâ, Roma, 1889, II, 573ss). Por lo tanto he aquí la razón del concilio de condenar el Segundo artículo, no meramente como una conclusión del primero, sino como una proposición distinta. Tal era, por lo menos, la opinión de los teólogos de la época con respecto al tema; y el Catecismo Romano, refiriéndose al antes mencionado canon del Concilio de Trento, llanamente explica: “Los accidentes del pan y el vino no conservan su sustancia, sino continúan existiendo por sí mismos.” Siendo éste el caso, algunos teólogos de los siglos XVII y XVIII, que se inclinaban al cartesianismo, como E. Maignan, Drouin y Vitase, demostraron muy poca penetración teológica cuando aseguraron que las apariencias eucarísticas eran meras ilusiones ópticas, fantasmagoría y accidentes aparentes, adjudicando a la omnipotencia Divina una influencia inmediata sobre los cinco sentidos. Esta continuidad física y no meramente óptica de los accidentes Eucarísticos fue insistentemente repetida por los Padres, y con tan excesivo rigor que la noción de Transubstanciación parecía estar en peligro. Especialmente contra los monofisitas, quienes basaron la conversión Eucarística en un argumento paralelo a favor de la supuesta conversión de la Humanidad de Cristo en Su Divinidad.

(b) El segundo problema tiene que ver con la Totalidad de la Presencia, lo cual significa que Cristo completo está presente en toda la Hostia y en cada partícula por minúscula que sea, como el alma espiritual está presente en el cuerpo humano. LA dificultad llega al clímax cuando consideramos que no hay duda aquí del Alma o la Divinidad de Cristo, pero de Su Cuerpo, el cual, con su cabeza, tronco y extremidades ha adoptado un modo de existencia espiritual e independencia de espacio. El que la idea de la conversión de materia corporal en espíritu no puede ser entendida, es claro desde la sustancia material del mismo Cuerpo Eucarístico. Incluso la antes mencionada separabilidad de cantidad de sustancia no nos da idea de la solución, puesto que, de acuerdo con las opiniones mejor fundamentadas, no solo la sustancia del Cuerpo de Cristo, sino que su propio acomodo, su cantidad corpórea, i.e., su tamaño completo, con su organización completa y miembros integrales está presente dentro de los diminutos límites de la Hostia y asimismo en cada partícula. Los teólogos posteriores, como Rossigno y Legrand, solucionaron lo inexplicable, diciendo que Cristo está presente en forma y estatura disminuidas, una suerte de cuerpo miniatura; mientras que otros como Oswald, Fernández y Casajoana que dicen que eso no tiene sentido. Los cartesianos, principalmente el propio Descartes expresó en una carta al P. Mesland, que la identidad de Cristo Eucaristía con Su Cuerpo Celestial, era preservada por la identidad de Su Alma, la cual animaba los Cuerpos Eucarísticos.

El tratado más simple al respecto fue el ofrecido por los escolares, especialmente Sto. Tomás (III: 76, 4), quien redujo el modo de ser al modo de convertirse, i.e., llevaron de regreso el modo de la peculiar existencia del Cuerpo Eucarístico a la Transubstanciación. Dado que ex vi verborum el resultado inmediato es la presencia del Cuerpo de Cristo, su cantidad, presente meramente por concomitancia, debe seguir el peculiar modo de existencia de sus sustancia, y, como el ultimo, debe existir sin división ni extensión, i.e. enteramente en toda la Hostia y enteramente en cada partícula. En otras palabras, el Cuerpo de Cristo está presente en el sacramento, no bajo la forma de “cantidad”, sino de “sustancia”. El escolasticismo posterior (Belarmino, Suárez, Billuart) trató de mejorar por esta explicación otras líneas al distinguir entre cantidad externa e interna. Por cantidad interna, se entiende que la entidad, por virtud de la cual una sustancia corporal meramente posee “extensión apta”, i.e. la capacidad de extenderse en un espacio tridimensional. La cantidad externa, por otro lado, es la misma entidad, pero en cuanto sigue su tendencia natural a ocupar espacio y realmente se extiende en las tres dimensiones. A todas luces, por más plausible que sea la razón para explicar el asunto, se enfrenta, sin embargo, a un gran misterio.

(c)El tercer y último asunto tiene que ver con la multilocación de Cristo en el cielo y sobre miles de altares por todo el mundo. Dado que en el orden natural de las cosas, cada cuerpo está restringido a una posición en el espacio (unilocación), con base en lo cual la prueba legal de una coartada inmediatamente libera a una persona de las sospechas de un crimen, la multilocación sin ninguna duda pertenece al orden sobrenatural. Primero que nada, no se puede mostrar repugnancia intrínseca al concepto de multilocación. La multilocación no multiplica el objeto individual, sino solo su relación externa en relación con y su presencia en el espacio. La filosofía distingue dos modos de presencia en las criaturas:

  • La circunscriptiva y,
  • La definitiva.

La primera, el único modo de presencia propio de los cuerpos, es por virtud de la cual un objeto está confinado a determinada porción del espacio en el entendido de que sus varias partes (átomos, moléculas, electrones) también ocupan sus correspondientes posiciones en el espacio. El Segundo modo de presencia, que propiamente corresponde a un ser espiritual, requiere que la sustancia de una cosa exista enteramente en todo el espacio, así como todas y cada una de las partes en ese espacio. Éste ultimo es el modo de la presencia del alma en el cuerpo humano. La distinción hecha entre estos dos modos de presencia es importante, puesto que en la Eucaristía ambos modos están combinados. Dado que, en primer lugar, se verifica una multilocación definitiva continua, también llamada replicación, la cual consiste en que el Cuerpo de Cristo está totalmente presente en cada parte de la continua y aún entera Hostia y también totalmente presente a través de toda la Hostia, justo como el alma humana está presente en el cuerpo. Y precisamente esta última analogía de la naturaleza nos permite adentrarnos en la posibilidad del misterio Eucarístico. Puesto que si, como se ha visto arriba, la omnipotencia Divina puede de manera sobrenatural impartir a un cuerpo un modo espiritual, sin extensión, espacialmente incircunscrito de presencia, lo cual es natural alma con lo que respecta al cuerpo humano, uno puede aceptar la posibilidad del Cuerpo Eucarístico de Cristo presente entero en toda la Hostia y completo y entero en cada minúscula partícula. Existe, aún más, la multilocación discontinua, por la cual Cristo está presente no solo en una Hostia, sino en incontables Hostias, ya sea en los tabernáculos o en los altares por todo el mundo. La posibilidad intrínseca de la multilocación discontinua parece basarse en la no-repugnancia de la multilocación continua. Siendo la principal dificultad de la última parece ser que el mismo Cristo esté presente en dos partes diferentes A y B, de la Hostia continua, siendo inmaterial ya sea que consideremos las partes A y B unidas por la línea continua AB o no. La maravilla no se incrementa naturalmente si, por razón de la fracción de la Hostia, las dos partes A y B están ahora completamente separadas la una de la otra. Sea o no que los fragmentos de la Hostia disten entre sí una pulgada o miles de millas es completamente inmaterial esta consideración; no debe sorprendernos entonces que los católicos adoren al Señor en la Eucaristía a un tiempo en México, Roma o Jerusalén.

Fuente: Pohle, Joseph. "The Real Presence of Christ in the Eucharist." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909. <http://www.newadvent.org/cathen/05573a.htm>.


Traducido por Antonio Hernández Baca


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