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Martes, 3 de diciembre de 2024

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Nació en [[Roma]] o Canino el 29 de febrero de 1468; fue [[Elecciones Papales|electo]] [[Papa]] el 12 de octubre de 1534; murió en Roma el 10 de noviembre de 1549.  Los Farnese eran una antigua [[familia]] romana cuyas posesiones se agrupaban alrededor del lago en Bolsena.  A pesar de pertenecer a la aristocracia romana, aparecen primero en la historia asociados con [[Viterbo]] y [[Orvieto]].  Encontramos la firma de un Farnese como Rector de Orvieto entre los testigos del Tratado de [[Venecia]] entre Barbarossa y [[El_Papa|el Papa]]; un [[obispo]] Farnese [[Consagración|consagró]] su [[catedral]]. Durante las interminables enemistades que distraían la vida peninsular, los Farnese eran consistentemente del bando [[Güelfos|güelfo]]. El abuelo del futuro pontífice fue comandante en jefe de los ejércitos papales bajo el mando de [[Eugenio IV]]; su hijo mayor pereció en la batalla de Fornuovo; el segundo, Pier Luigi, se casó con Giovannella Gaetani, hermana del Lord de Sermoneta. Entre sus hijos estaban la hermosa Giulia, que se casó con un Orsini, y [[Alejandro|Alejandro]], posteriormente Paulo III.  

Última revisión de 22:43 27 dic 2016

o PAPA PABLO III (ALESSANDRO FARNESE)

Nació en Roma o Canino el 29 de febrero de 1468; fue electo Papa el 12 de octubre de 1534; murió en Roma el 10 de noviembre de 1549. Los Farnese eran una antigua familia romana cuyas posesiones se agrupaban alrededor del lago en Bolsena. A pesar de pertenecer a la aristocracia romana, aparecen primero en la historia asociados con Viterbo y Orvieto. Encontramos la firma de un Farnese como Rector de Orvieto entre los testigos del Tratado de Venecia entre Barbarossa y el Papa; un obispo Farnese consagró su catedral. Durante las interminables enemistades que distraían la vida peninsular, los Farnese eran consistentemente del bando güelfo. El abuelo del futuro pontífice fue comandante en jefe de los ejércitos papales bajo el mando de Eugenio IV; su hijo mayor pereció en la batalla de Fornuovo; el segundo, Pier Luigi, se casó con Giovannella Gaetani, hermana del Lord de Sermoneta. Entre sus hijos estaban la hermosa Giulia, que se casó con un Orsini, y Alejandro, posteriormente Paulo III.

Alejandro recibió la mejor educación que su tiempo podía ofrecer; primero en Roma, donde tuvo a Pomponio Leto por tutor; después en Florencia en el palacio de Lorenzo el Magnífico, donde forjó su amistad con el futuro León X, quien era seis años mayor que él. Sus contemporáneos alaban su aprovechamiento en todos los campos del saber del Renacimiento, especialmente su dominio del latín clásico y el italiano. Con tales ventajas de origen y talento, su avance en la carrera eclesiástica fue rápido y seguro. El 20 de septiembre de 1493 (Eubel), el Papa Alejandro VI lo nombró cardenal-diácono con el título de Santos Cosme y Damián. Portó la púrpura por más de cuarenta años, pasando a través de varias promociones, hasta llegar a decano del Sagrado Colegio. En concordancia con los abusos de su tiempo, acumuló numerosos beneficios opulentos, y gastó sus inmensos ingresos con una generosidad que le ganaron el elogio de los artistas y el afecto del populacho romano. Su habilidad innata y talento diplomático, adquiridos por su larga experiencia, le hicieron sobresalir por encima de sus colegas en el Sagrado Colegio, así como su Palazzo Farnese excedía en magnificencia a todos los otros palacios de Roma. El hecho de continuar creciendo en favor bajo el mandato pontífices tan diferentes en carácter como los Borgia, Rovera y los Médici es prueba suficiente de su diplomacia.

En dos ocasiones previas estuvo a corta distancia de la tiara, cuando en el cónclave de 1534, casi sin la formalidad de una votación, fue proclamado sucesor de Clemente VII. El que las facciones que dividían al Sacro Colegio concordaran en elegirle se debió a su a su reputación y a la buena voluntad de los cardenales. Se le reconoció universalmente como el hombre del momento, y la piedad y celo, que le había caracterizado después de ser ordenado sacerdote, causaron que la gente olvidara las extravagancias de sus años previos.

El pueblo romano se regocijó con la elección a la tiara del primer ciudadano de su ciudad desde el Papa Martín V. Pablo III fue coronado el 3 de noviembre, y no perdió tiempo en emprender las más urgentes reformas. Ninguno que haya estudiado el retrato que le hizo Ticiano puede olvidar la maravillosa expresión serena de ese semblante desgastado y demacrado. Esos pequeños y penetrantes ojos, y esa peculiar actitud de alguien presto para avanzar o contenerse, relatan la historia de un veterano diplomático que no podía ser engañado o tomado fuera de guardia. Su extrema cautela y la dificultad de atarlo a una obligación definida, le ganó que Pasquino refiriera jocosamente que el tercero de los Pablos era un "Vas Dilationis." El ascenso al cardenalato de sus nietos, Alejandro Farnese, de 14 años, y Guido Ascanio Sforza, de dieciséis, disgustó al partido reformista y atrajo una protesta del emperador, pero esto fue perdonado, cuando poco después introdujo al Sagrado Colegio a hombres del calibre de Reginald Pole, Contantini, Sadoleto, y Caraffa.

Poco después de su ascenso, el 2 de junio de 1536, Pablo III convocó a un concilio general a reunirse en Mantua en mayo del siguiente año, pero la oposición de los príncipes protestantes y la negativa del Duque de Mantua para asumir la responsabilidad de mantener el orden frustraron el proyecto. Expidió una nueva bula, convocando un concilio en Vicenza para el 1 de mayo de 1538, cuyo principal obstáculo fue la renovada enemistad entre Carlos V y Francisco I. El anciano pontífice les indujo a sostener una reunión con él en Niza y concluyó una tregua de diez años. Como muestra de buena voluntad, una nieta de Pablo se casó con un príncipe francés, y el emperador entregó a su hija Margarita en matrimonio a Ottavio, el hijo de Pier Luigi, fundador de la dinastía Farnese de Parma.

Muchas causas contribuyeron a la demora de la apertura del concilio general. La extensión de poder que una Alemania reunificada podría colocar en manos de Carlos era intolerable a Francisco I, que él, que perseguía la herejía en su propio reino con tanta crueldad que el mismo Papa le instó a mitigar su violencia, se convirtió en aliado jurado de la Liga de Esmalcalda, estimulándolos a rechazar todas las aperturas a la reconciliación. El mismo Carlos no era en menor medida culpable, ya que, a pesar de sus deseos de reunir un concilio, se le hizo creer que las diferencias religiosas de Alemania podrían ser zanjadas por conversaciones entre los dos bandos. Estas conferencias, como todos los intentos de resolver las diferencias fuera de los canales normales de la Iglesia, condujeron a una pérdida de tiempo, y causaron mucho más daño que bien. Carlos tenía una falsa idea de los oficios de un concilio general. En su deseo de unificar a todos los bandos, buscaba una fórmula vaga a la cual todos se pudieran suscribir, un relapso a los errores de los emperadores bizantinos. Por otro lado, un concilio de la Iglesia debía formular la fe con tal precisión que ningún hereje se pudiera suscribir a ella. Tomó varios años convencer al emperador y sus asesores que el catolicismo y protestantismo era tan opuestos entre ellos como la luz y la oscuridad.

Mientras tanto, Pablo III emprendió tan vigorosamente la reforma de la corte papal que pavimentó el camino a los cánones disciplinarios de Trento. Nombró comisiones para reportar abusos de cualquier tipo; reformó la Cámara Apostólica, el Tribunal de la Rota, la Penitenciaria y la Cancillería. Resaltó el prestigio del papado haciendo por sí mismo lo que sus predecesores habían reservado a la acción de un concilio. En las constantes y recurrentes disputas entre Francisco y Carlos, Pablo III mantuvo una estricta neutralidad, a pesar de que Carlos le urgía a que apoyara el imperio y sometiera a Francisco a la censura de la Iglesia. La actitud de Pablo como patriota italiano habría sido suficiente para evitar permitir al emperador ser el único árbitro de Italia. Fue tanto para asegurar la integridad de los dominios papales como para la exaltación de su propia familia que Pablo obtuvo de Carlos y de sus reacios cardenales la erección de Piacenza y Parma en un ducado para su hijo, Pier Luigi. Surgió una disputa con Gonzaga, el gobernador imperial de Milán, que terminó posteriormente con el asesinato de Pier Luigi y el permanente distanciamiento de Piacenza de los Estados Papales.

Cuando el Tratado de Crespi (18 de septiembre de 1544) acabó con las desastrosas guerras entre Carlos y Francisco, Pablo emprendió enérgicamente el proyecto de convocar un concilio general. Mientras tanto se reveló que el emperador había formado una agenda propia, bastante diferente a la del Papa en algunos puntos importantes. Dado que los protestantes repudiaban un concilio presidido por el pontífice romano, Carlos estaba resuelto a someter a obediencia a los príncipes por la fuerza de las armas, a lo cual Pablo no objetó, y prometió ayudarle con trescientos mil ducados y veinte mil soldados de infantería; pero le agregó sabiamente la cláusula de que Carlos no entrara en tratados por separado con los herejes y no realizara acuerdos perjudiciales a la fe o a los derechos de la Santa Sede. Entonces Carlos argumentó que el concilio debía prorrogarse hasta que la victoria se decidiera a favor de los católicos. Mas aún, previniendo que la lucha con los predicadores de la herejía resultara más obstinada que el conflicto con los príncipes, urgió al Pontífice a evitar declarar dogmas de fe por el momento, y confinar las tareas del concilio a la aplicación de la disciplina; el Papa no concordó con ninguna de estas propuestas.

Finalmente, después de interminables dificultades, se efectuó la primera sesión del Concilio de Trento el 13 de diciembre de 1545. En siete sesiones, la última el 3 de marzo de 1547, los Padres enfrentaron intrépidamente los más importantes asuntos de fe y disciplina. Sin escuchar las amenazas y reconvenciones del bando imperial, formularon para siempre la doctrina católica sobre las Escrituras, pecado original, justificación y los Sacramentos. La tarea del concilio estaba a medio terminar, cuando la irrupción de la plaga en Trento causó el traslado a Bolonia. Pablo III no fue el promotor del cambio de sede del concilio; él simplemente aceptó la decisión de los Padres. Quince prelados, fieles al emperador, se rehusaron a dejar Trento. Carlos demandó el retorno del concilio a territorio alemán, pero las deliberaciones del concilio continuaron en Bolonia, hasta que finalmente, el 21 de abril, el Papa, para evitar un cisma, prorrogó el concilio indefinidamente. La sabiduría de la enérgica acción del concilio, en establecer tempranamente las verdades fundamentales del credo católico, fueron pronto evidentes, cuando el emperador y sus asesores semi-protestantes le impusieron a Alemania su religión interina, que era aborrecida por ambos bandos. El Papa Paulo III, que había apoyado al emperador en la guerra de Esmalcalda, resintió su intromisión en asuntos de teología, y su distanciamiento continuó hasta la muerte del Pontífice

El final de Paulo llegó súbitamente. Después del asesinato de Pier Luigi, él había luchado para retener Piacenza y Parma para la Iglesia y había privado de sus ducados a Ottavio, hijo de Pier Luigi y yerno del emperador Carlos. Ottavio, confiando en la benevolencia del emperador, rehusó la obediencia; lo cual le destrozó el corazón al anciano al enterarse de que su nieto favorito, el Cardenal Farnese, fue parte de la transacción. Cayó víctima de una fiebre violenta y murió en el palacio del Quirinal a la edad de ochenta y dos años. Sus restos reposan en la Basílica de San Pedro en la tumba diseñada por Miguel Ángel y construida por Guglielmo della Porta. No todos los Papas reposan en monumentos correspondientes a su importancia en la historia de la Iglesia; pero pocos estarían dispuestos a objetar el derecho de Alejandro Farnese a descansar justo bajo la silla de Pedro.

Él tuvo sus fallas; pero éstas sólo lo lastimaron a sí mismo. Los quince años de su pontificado contemplaron la completa restauración de la fe y piedad católica. Fue sucedido por muchos santos pontífices, pero ninguno de ellos poseía todas sus imponentes virtudes. En Roma su nombre aparece por toda la ciudad que él renovó. La capilla paulina, la obra de Miguel Ángel en la Sixtina, las calles de Roma que él amplió y enderezó, los innumerables objetos de arte asociados con el nombre de Farnese, todos hablan elocuentemente de la notable personalidad del pontífice que cambio el curso de la marea en favor de la religión. Y si a todo esto agregamos el favor otorgado por Pablo a las nuevas órdenes y congregaciones religiosas que entonces surgían, los capuchinos, barnabitas, teatinos, jesuitas, ursulinas, y muchas otras, debemos confesar que su pontificado fue uno de los más fructíferos en los anales de la Iglesia.


Bibliografía: PANVINIO, Pont. Romanorum vitæ; PALLAVICINI, Concilio di Trento; PASTOR, Gesch. der Päpste, V; EHSES, Concilium Tridentinum, V; VON RANKE, Historia de los Papas en los Siglos XVI y XVII: ARTAUD DE MONTOR, Historia de los Papas (Nueva York, 1867).

Fuente: Loughlin, James. "Pope Paul III." The Catholic Encyclopedia. Vol. 11. New York: Robert Appleton Company, 1911. <http://www.newadvent.org/cathen/11579a.htm>.

Traducido por E. B. Durell. L H M