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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Laicos

De Enciclopedia Católica

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Idea General

Laicado (griego laos, "la gente"; de donde laikos, "uno del pueblo") significa el cuerpo de los fieles.

Mientras que la palabra fieles se opone a infieles, no bautizados, los que están fuera del seno de la sociedad cristiana, la palabra laicado se opone a clero. Los laicos y el clero, o clérigos, pertenecen a la misma sociedad, pero no ocupan el mismo rango. Los laicos son los miembros de esta sociedad que permanecen donde fueron colocados por el bautismo, mientras que el clero, aunque sólo sea tonsurado, ha sido elevado mediante la ordenación a una clase superior y colocado en la jerarquía sagrada. La Iglesia es una sociedad perfecta, aunque no todos en ella son iguales. Se compone de dos clases de miembros (vea can. "Duo sunt", VII, Caus. 12, Q. I, de origen incierto): en primer lugar, los que son depositarios de la autoridad sagrada o espiritual bajo su triple aspecto, gobierno, enseñanza y culto, es decir, el clero, la jerarquía sagrada establecida por la Ley divina (Conc. Trid., Ses. XXIII, can. VI); en segundo lugar, aquellos sobre quienes se ejerce este poder, quienes son gobernados, enseñados y santificados, el pueblo cristiano, los laicos; aunque también los clérigos, considerados como individuos, son gobernados, enseñados y santificados. Pero los laicos no son los depositarios del poder espiritual; son el rebaño confiado al cuidado de los pastores, los discípulos instruidos en la Palabra de Dios, los súbditos que son guiados por los sucesores de los Apóstoles hacia el fin último, que es la vida eterna. Tal es la constitución que nuestro Salvador ha dado a su Iglesia.

Este no es el lugar para una demostración detallada de esta afirmación, cuya prueba puede reducirse a los siguientes puntos que son más desarrollados en el artículo IGLESIA: por un lado, en toda sociedad organizada es necesaria una distinción entre los gobernados y los gobernantes; ahora bien, Jesucristo estableció su Iglesia como una sociedad real, dotada de toda la autoridad necesaria para la consecución de su objetivo. Por otro lado, en la Iglesia, el gobierno siempre ha estado en manos de aquellos a quienes se les ha confiado exclusivamente la enseñanza de la doctrina y el cuidado del culto divino. Si uno estudia sin prejuicios el Nuevo Testamento y los inicios del cristianismo, puede surgir alguna duda sobre ciertos asuntos de detalle; pero la conclusión seguramente será que cada comunidad cristiana tenía sus superiores, los cuales tenían una autoridad espiritual estable, y esta autoridad tenía como fin el cuidado exclusivo de las funciones religiosas (incluida la enseñanza) así como el gobierno de la comunidad.

Ha habido diferencias de opinión sobre el origen del episcopado monárquico, que pronto se convirtió en la única forma de organización eclesiástica; pero nadie sostiene que el episcopado monárquico sucedió a un período de anarquía o de gobierno por una comunidad donde todos tenían la misma autoridad. La organización de todas las iglesias cristianas bajo la autoridad de los obispos y el clero, ya en el siglo III, es tan evidente que deja sin lugar a dudas la existencia en ese momento de dos clases distintas, el clero y el laicado. Además, en todas las sociedades en las que se había extendido el cristianismo, el servicio religioso ya tenía sus ministros especiales, y la organización cristiana habría retrocedido si su culto y su Sacrificio no se hubieran confiado exclusivamente a una clase especial.

Cristo seleccionó a los Apóstoles de entre sus discípulos, y entre los Apóstoles eligió a Pedro para que fuera su jefe. Les confió la realización de su obra; a ellos les confió el poder de las llaves, es decir, la autoridad espiritual, pues son las llaves del Reino de los Cielos (Mt. 16,19); les dio la misión de enseñar y bautizar a todas las naciones (Mt. 28,18); a ellos también dirigió estas palabras en la Última Cena: “Haced esto en conmemoración mía" (Lc. 22,19). Tan pronto como la Iglesia comienza a vivir, los Apóstoles aparecen como sus líderes; son distintos de la "multitud de creyentes"; es a sus filas que traen a Matías (Hch. 1,15), y más tarde, por mandato del Espíritu Santo, a Saulo y Bernabé, a quienes reciben con la imposición de manos (Hch. 13,2).

Dondequiera que San Pablo funda iglesias les da líderes "colocados por el Espíritu Santo para gobernar la Iglesia de Dios" (Hch. 20,28); las Epístolas Pastorales nos revelan un cuerpo directivo compuesto por obispos, sacerdotes y diáconos (Epístola de Clemente 43.4); y son ellos, especialmente los obispos, quienes realizan exclusivamente los servicios litúrgicos (Ignacio, ad. Smyrn, 8). Si a veces el pueblo cristiano participa en el servicio divino o en el gobierno, nunca aparece actuando de manera independiente ni siquiera en pie de igualdad con los jefes de comunidad (cf. Batiffol, "L'Église naissa nte et le catholicisme ", París, 1909). Esta distinción entre las dos clases en la sociedad cristiana se refiere al rango social, no a la perfección moral individual. Es cierto que el clero, al estar dedicado al servicio del altar, está obligado a esforzarse por alcanzar la perfección; sin embargo, ni sus virtudes ni sus defectos influyen en modo alguno en sus poderes.

Por otra parte, además de su derecho a aspirar libremente a la admisión en las filas del clero al cumplir las condiciones exigidas, se exhorta a los laicos a practicar todas las virtudes, incluso en el más alto grado. También pueden comprometerse a observar los consejos evangélicos, bajo la guía de la Iglesia, ya sea en el mundo, como hacían los antiguos ascetas, o retirándose del mundo a una de las muchas casas religiosas. Pero los ascetas, las monjas y los miembros no ordenados de asociaciones religiosas de hombres no estaban originalmente en las filas del clero y, estrictamente hablando, no lo están incluso hoy, aunque, debido a su dependencia más estrecha y especial de la autoridad eclesiástica, durante mucho tiempo se han incluido bajo el título de clero en su sentido más amplio (ver VIDA RELIGIOSA). La condición jurídica de los laicos en la sociedad cristiana está, pues, determinada por dos consideraciones: su separación del clero, que los excluye de la realización de actos reservados a este último; y en segundo lugar, su sujeción a la autoridad espiritual del clero, que les impone ciertas obligaciones, mientras que al mismo tiempo les confiere ciertos derechos.

Deberes y Derechos de los Laicos

Habiendo llegado por el bautismo a la vida sobrenatural, al ser miembros de la sociedad cristiana e hijos adoptivos de Dios, los laicos pertenecen a la "raza elegida", al "sacerdocio real" (1 Ped. 2,9) formado por todos los que nacen de nuevo en Cristo. Por lo tanto, tienen derecho a participar de los bienes espirituales comunes de la sociedad cristiana, lo que implica la correspondiente obligación por parte del clero de conferirles estos bienes, en la medida en que este otorgamiento requiera la intervención de los ministros de religión y de la autoridad espiritual. Pero si los laicos han de participar de estos bienes comunes, deben emplear con mayor o menor frecuencia los medios de santificación instituidos por Jesucristo en su Iglesia, y los que se le ha encomendado al clero.

Además, los laicos, al estar sujetos a la autoridad eclesiástica, deben obedecerla y respetarla; pero a cambio tienen derecho a obtener de ella dirección, protección y servicio. Así, para los laicos los derechos y deberes son, como siempre, correlativos. El primer deber de un cristiano es creer; la primera obligación impartida a los laicos es, por tanto, aprender las verdades de la fe y de la religión, primero mediante el catecismo y la instrucción religiosa, y luego asistiendo a sermones, misiones o retiros. Si así se ven obligados a aprender, tienen derecho a ser instruidos y, en consecuencia, a exigir a sus sacerdotes que les imparta a ellos y a sus hijos la enseñanza cristiana en la forma ordinaria. En segundo lugar, la conducta moral de un cristiano debe estar de acuerdo con su fe; debe, por tanto, conservar su vida espiritual por los medios que Jesús ha establecido en su Iglesia; el servicio divino, especialmente la Misa, los sacramentos y otros ritos sagrados.

Esta necesidad de recurrir al ministerio de pastoral da lugar a un derecho de los laicos respecto al clero, el derecho de obtener de ellos la administración de los sacramentos, especialmente la Penitencia y la Sagrada Eucaristía, y otros según las circunstancias; también todos los demás actos del culto cristiano, especialmente la Misa, los sacramentales y otros ritos, y finalmente el entierro cristiano. Estos son los bienes espirituales destinados a la santificación de las almas; si el clero es designado para administrarlos, no son dispensadores libres, y están obligados a prestar sus servicios a los fieles, siempre y cuando, al menos, estos últimos no se hayan colocado por su propia culpa en una condición que los prive del derecho a exigir estos servicios. Considerado desde el punto de vista del laicado, este recurso al ministerio del clero es a veces obligatorio y a veces opcional, según las circunstancias. Puede ser una obligación impuesta por un mandato de la Iglesia o necesaria por razones personales; en otros casos, puede ser una cuestión de consejo y dejarse a la devoción de cada uno.

Este es un tema que muestra más claramente la diferencia entre un precepto y un consejo respecto a nuestra vida cristiana externa. La asistencia a la Misa de los domingos y días de precepto, confesión anual, comunión en la Pascua, recepción del viático y los últimos servicios religiosos, celebración del matrimonio en la forma prescrita, el bautismo y la instrucción religiosa de los niños y, finalmente, los ritos del entierro cristiano —todos ellos suponen un recurso al ministerio del clero que es de obligación para los laicos, a excepción de casos individuales cuando puede haber una excusa legítima.

Por otro lado, las confesiones y comuniones más o menos frecuentes, audiencia de Misa diaria, frecuentación del Oficio Divino, solicitud de ceremonias especiales (por ejemplo, la ceremonia de purificación de la mujer recién parida) celebración de Misas, obtención de servicios y oraciones por los difuntos o por otras intenciones, son cosas que son perfectamente legítimas y se aconsejan, pero son opcionales. También podemos mencionar los actos obligatorios o libres destinados a la santificación personal de los laicos, pero que no requieren la ayuda del clero: la oración privada, el ayuno y la abstinencia, evitación del trabajo servil los domingos y días de precepto, y, por último, en general todo lo que se refiere a la vida moral y la observancia de los mandamientos de Dios.

De estas relaciones obligatorias y opcionales que existen entre el laicado y el clero surgen ciertos deberes del primero hacia el segundo. En primer lugar, se debe mostrar respeto y deferencia al clero, especialmente en el ejercicio de su función, debido a su carácter sagrado y a la autoridad divina con la que están investidos (Conc. Trid., Ses. XXV, c. XX). Este respeto debe manifestarse en la interacción diaria, y los laicos inspirados con un espíritu verdaderamente cristiano rinden homenaje a Dios en la persona de sus ministros, incluso cuando la conducta de estos últimos no esté de acuerdo con la santidad de su estado. En segundo lugar, los laicos están obligados, en proporción a sus medios y circunstancias del caso, a contribuir a los gastos del servicio divino y al adecuado sustento del clero; esta es una obligación que les incumbe a cambio del derecho que tienen a los servicios de sus sacerdotes respecto a la Misa y otros ejercicios espirituales.

Estas contribuciones se dividen en dos clases distintas: ciertos obsequios y ofrendas de los fieles están destinados en general a los servicios divinos y al sustento del clero; otros, por el contrario, están relacionados con diversos actos del sagrado ministerio que se solicitan libremente, como los estipendios para las Misas, las cuotas de los funerales, matrimonios, etc. No hay una suma fija para la primera clase, pues el asunto queda a la generosidad de los fieles; en muchos países han reemplazado las rentas fijas que poseían las diversas iglesias y el clero, derivadas especialmente de la propiedad en terrenos; igualmente han reemplazado a los diezmos, ya no reconocidos por los gobiernos seculares. Sin embargo, los de la segunda clase son fijados por la autoridad eclesiástica o por la costumbre y pueden ser exigidos en justicia; no es que estén pagando por las cosas sagradas, que sería simonía, sino que son ofrendas para el servicio divino y el clero en ocasión de ciertos actos definidos (Vea OFRENDAS, DIEZMOS).

Queda por hablar de los deberes y derechos del laicado ante la autoridad eclesiástica como tal en materias ajenas al sagrado ministerio. Los deberes, que afectan tanto al laicado como al clero, consisten en la sumisión y obediencia a la autoridad jerárquica legítima: el Papa, los obispos y, en un grado proporcionado, los párrocos y otros eclesiásticos en funciones. Las decisiones, juicios, órdenes e instrucciones de nuestros pastores legítimos, en materia de doctrina, moral, disciplina e incluso administración, deben ser aceptadas y obedecidas por todos los miembros de la sociedad cristiana, al menos en la medida en que estén sujetos a esa autoridad. Esa es una condición necesaria para el bienestar de cualquier sociedad. Sin embargo, en el caso de la sociedad cristiana, las decisiones e instrucciones autoritativas, en la medida en que se refieren a la fe y la moral, no vinculan meramente a los actos exteriores y a la obediencia formal; son, además, una cuestión de conciencia y exigen una aceptación interior leal. Por otro lado, viendo que en la Iglesia los superiores se han constituido para el bienestar de los súbditos, de modo que el Papa mismo se gloría en el título de "siervo de los siervos de Dios", los fieles tienen derecho a esperar el cuidado, vigilancia y protección de sus pastores; en particular, tienen derecho a remitir sus disputas a las autoridades eclesiásticas para que las resuelvan, a consultarlas en caso de duda o dificultad y a solicitar una orientación adecuada para su conducta religiosa o moral.

Privilegios y Restricciones de los Laicos

(Recuerde que este artículo fue escrito en 1910 y en el Concilio Vaticano II hubo muchos cambios a los roles del laicado en la Iglesia.)

Dado que el laicado es distinto del clero, y dado que el culto divino, la enseñanza doctrinal y el gobierno eclesiástico están reservados, al menos en lo esencial, a este último, se sigue que el primero no puede interferir en los oficios puramente clericales; sólo pueden participar de forma secundaria y accesoria, y eso en virtud de una autorización más o menos explícita. Cualquier otra injerencia sería una usurpación ilícita y culpable, punible en ocasiones con censuras y penas. Aplicaremos este principio ahora a asuntos de adoración, enseñanza y gobierno o administración.

EN CUANTO A LA LITURGIA

En cuanto al servicio divino, la liturgia y especialmente el acto esencial del culto cristiano, el Santo Sacrificio, los ministros activos son solo el clero; pero los laicos realmente se unen a él. No solo asisten al Sacrificio y reciben sus efectos espirituales, sino que lo ofrecen a través del ministerio del sacerdote. Anteriormente podían, e incluso estaban obligados a, traer y ofrecer en el altar la materia del sacrificio, es decir, el pan y el vino; eso es lo que realmente hacen hoy con sus ofrendas y sus estipendios para las Misas. En varias partes de la Misa, las oraciones mencionan que ofrecen el sacrificio junto con el clero, especialmente en el pasaje inmediatamente después de la consagración: "Unde et memores, nos servi tui (el clero) sed et plebs tua sancta (los laicos)... offerimus praeclare Majestati tuae, de tuis donis ac datis", etc. Los laicos responden a los saludos e invitaciones del celebrante, y se unen así a la oración solemne; especialmente comparten la Santa Víctima por la Sagrada Comunión (limitada para ellos en la liturgia latina a las especies de pan), que pueden recibir también fuera del tiempo de la Misa y en casa en caso de enfermedad. Tal es la participación de los laicos en la liturgia, y estrictamente se limitan a eso; toda la parte activa la realiza el clero.

Regularmente, ningún laico puede sentarse dentro del presbiterio o santuario, ni leer ninguna parte de la liturgia, mucho menos orar públicamente, o servir al sacerdote en el altar, o, sobre todo, ofrecer el Sacrificio. Sin embargo, debido a la casi total desaparición del clero inferior, ha ido surgiendo gradualmente la costumbre de nombrar laicos para que realicen ciertos deberes clericales menores. En la mayoría de nuestras iglesias, los niños del coro, los colegiales, los sacristanes y los cantores sirven en las Misas rezadas y y Missae cantatae, ocupan lugares en el santuario y actúan como acólitos, turíferos, maestros de ceremonias e incluso como lectores. En tales ocasiones se les da, al menos en los servicios solemnes, una vestimenta clerical, la sotana y la sobrepelliz, como para admitirlos temporalmente en las filas del clero y así reconocer y salvaguardar el principio de exclusión de los laicos. Estas observaciones se aplican no solo a la celebración de la Misa, sino a todos los servicios litúrgicos: los laicos están separados del clero. Especialmente en las procesiones, las cofradías y otros cuerpos de laicos preceden al clero; las mujeres van primero, luego los hombres, luego el clero regular y por último el clero secular.

En la administración de los sacramentos, los sacramentales y otros oficios litúrgicos similares se aplica el mismo principio, y normalmente todo está reservado al clero. Pero debe mencionarse que los laicos pueden administrar el bautismo en casos de necesidad, y aunque no es de importancia práctica respecto a los adultos, esto ocurre con frecuencia cuando los niños están en peligro de muerte. En épocas tempranas, los fieles se llevaban la Eucaristía a sus hogares y comulgaban por sí solos (cf. Tertuliano, "Ad uxorem", II, 5). Esa era una administración puramente material del [sacramentos |sacramento]], y apenas difería de la ceremonia de comunión en la iglesia, donde la hostia consagrada se colocaba en la mano de cada comulgante. Debemos mencionar también el uso del óleo sagrado por los enfermos, si se considera una administración de la extremaunción (cf. la Decretal de Inocencio I a Decencio de Eugubio, n. 8; serm. CCLXV y CCLXXIX; apéndice de las obras de San Agustín, realmente obra de San Cesáreo de Arles). Pero esas prácticas desaparecieron hace mucho tiempo.

En cuanto al matrimonio, si el sacramento mismo, que no es otro que el contrato, tiene como autores a los seglares que contratan, la administración litúrgica está reservada hoy, como antes, al clero. Con estas excepciones, nada impide que los laicos utilicen las oraciones litúrgicas en sus devociones privadas, reciten el Oficio Divino o los diversos oficios elaborados especialmente para ellos, o se unan a asociaciones o cofradías para practicar juntos ejercicios piadosos de acuerdo a las reglas, habiendo sido constituidas legalmente las cofradías en virtud de la aprobación episcopal.

RESPECTO A LA DOCTRINA

El cuerpo de los fieles es estrictamente hablando la Ecclesia docta (la Iglesia enseñada), en contraste con la Ecclesia docens (la Iglesia docente) que consiste en el Papa y los obispos. Por lo tanto, cuando se trata de la enseñanza oficial de la doctrina religiosa, el laicado no es ni competente ni está autorizado a hablar en nombre de Dios y de la Iglesia (cap. XII et sq., Lib. V, tit. VII, "de haereticis "). Por consiguiente, no se les permite predicar en la iglesia ni comprometerse a defender la doctrina católica en discusiones públicas con herejes. Pero en su capacidad privada, pueden defender y enseñar legalmente su religión de palabra y por escrito, mientras se someten al control y la guía de la autoridad eclesiástica. Además, pueden ser nombrados para impartir instrucción doctrinal de manera más o menos oficial, o incluso pueden convertirse en defensores de la verdad católica. Así dan una excelente ayuda al clero en la enseñanza del catecismo, los maestros laicos en nuestras escuelas imparten instrucción religiosa, y algunos laicos han recibido una missio canonica, o la debida autorización eclesiástica, para enseñar las ciencias religiosas en universidades y seminarios; lo importante en esto, como en otras materias, es que se sometan a la legítima autoridad docente.

RESPECTO A LA JURISDICCIÓN Y ADMINISTRACIÓN

El principio es que los laicos como tales no tienen participación en la jurisdicción espiritual y el gobierno de la Iglesia; pero pueden ser comisionados o delegados por la autoridad eclesiástica para ejercer ciertos derechos, especialmente cuando no se trata de jurisdicción estrictamente espiritual, por ejemplo, en la administración de la propiedad. Los laicos quedan inhabilitados, si no por la ley divina al menos por la ley canónica, para ejercer una jurisdicción verdadera en la Iglesia, según el cap. x, "De constit." (lib. I. tit. II): "Attendentes quod laicis etiam religiosis super ecclesiis et personis ecclesiasticis nulla sit atributa facultas, quos obsequendi manet necessitas non auctoritas imperandi", es decir, los laicos no tienen autoridad sobre cosas o personas eclesiásticas; su deber es obedecer, no mandar. Por lo tanto, ningún acto oficial que requiera jurisdicción eclesiástica real puede ser realizado adecuadamente por los laicos; si los realizan, son nulos y sin efecto. Por consiguiente, un laico no puede estar al frente de una iglesia o de una comunidad cristiana, ni puede legislar en materia espiritual, ni actuar como juez en casos esencialmente eclesiásticos.

En particular, los laicos (y con esta palabra incluimos aquí la autoridad secular) no pueden otorgar jurisdicción eclesiástica a los clérigos bajo la forma de una elección propiamente dicha, que confiere el derecho a un beneficio episcopal u otro. Una elección por el laicado solo, o una en la que los laicos participaron, sería absolutamente nula y sin valor (c. LVI, "De elect.") (Vea ELECCIÓN). Pero esto se refiere a la estrictamente llamada elección canónica, que confiere jurisdicción o el derecho a recibirla; si se trata meramente, en cambio, de seleccionar a un individuo, ya sea por vía o presentación o por un proceso similar, los laicos no están excluidos, pues la institución canónica, fuente de jurisdicción espiritual, está reservada exclusivamente a la autoridad eclesiástica.

Por eso no se puede objetar el principio que hemos establecido a partir del hecho de que el pueblo participaba en las elecciones episcopales en las primeras épocas de la Iglesia; para hablar con más precisión, la gente manifestaba su deseo en lugar de participar en la elección; los verdaderos electores eran los clérigos; y por último, los obispos presentes eran los jueces de la elección, por lo que en realidad la decisión final estaba en manos de la autoridad eclesiástica. No se puede negar que con el transcurso del tiempo el poder secular invadió el terreno de la jurisdicción espiritual, especialmente en el caso de las elecciones episcopales; pero la Iglesia siempre afirmó su pretensión de independencia cuando estaba involucrada la jurisdicción espiritual, como puede verse claramente en la historia de la famosa disputa sobre las investiduras.

Cuando la jurisdicción propiamente dicha está debidamente protegida, y se trata de administrar bienes temporales, los laicos pueden gozar y disfrutan como un hecho de derechos reales reconocidos por la Iglesia. El más importante es el de presentación o elección en el sentido amplio del término, ahora conocido como nominación, mediante el cual ciertos laicos seleccionan para las autoridades eclesiásticas a la persona que desean ver investida con ciertos beneficios u oficios. El ejemplo más conocido es el de la nominación a las sedes y otros beneficios por parte de los príncipes temporales, que han obtenido ese privilegio mediante concordatos.

Otro caso reconocido y para el que provee cuidadosamente el derecho canónico es el derecho de patronato. Este derecho se otorga a quienes con sus propios recursos han establecido un beneficio o lo han dotado al menos ampliamente (al aportar más de un tercio de los ingresos). Los patronos pueden, desde el momento de la fundación, reservarse para sí mismos y sus descendientes, el derecho de patronato activo y pasivo, sin olvidar otros privilegios de naturaleza más bien honoraria; a cambio de estos derechos, se comprometen a proteger y mantener su fundación. El derecho de patronato activo consiste principalmente en la presentación del clérigo a ser investido con el beneficio por las autoridades eclesiásticas, siempre que cumpla con las condiciones requeridas. El derecho de patronato pasivo consiste en que los candidatos al beneficio deben ser seleccionados entre los descendientes o la familia del fundador.

Los patronos gozan por derecho de cierta precedencia, entre otras cosas el derecho a un asiento más prominente en las iglesias fundadas o apoyadas por ellos; a veces, también, disfrutan de otros honores; pueden reservarse una parte en la administración de la propiedad del beneficio; finalmente, si caen en días malos, la Iglesia está obligada a ayudarlos con la propiedad que fue adquirida por la generosidad de sus antepasados. Todos estos derechos, es claro, y en particular el de presentación, son concesiones hechas por la Iglesia, y no privilegios que los laicos tienen por derecho propio.

Es justo que quienes aportan los recursos requeridos por la Iglesia no sean excluidos de su administración. Por eso se justifica la participación de los laicos en la administración de la propiedad eclesiástica, especialmente los de la parroquia. Bajo los diferentes nombres como "consejos de construcción", "consejos parroquiales", "fideicomisarios", etc., y con reglas cuidadosamente redactadas o aprobadas por las autoridades eclesiásticas, y a menudo incluso reconocidas por la ley civil, existen en casi todas partes organizaciones administrativas encargadas del cuidado de los bienes temporales de las iglesias y otros establecimientos eclesiásticos; la mayoría de los miembros son laicos; se seleccionan de diversas formas, generalmente por cooptación, sujeto a la aprobación del obispo.

Pero este honorable oficio no pertenece a los laicos por derecho propio; es un privilegio que les concede la Iglesia, que es la única que tiene el derecho de administrar su propiedad (Conc. Plen. Baltim. III, n. 284 ss.); deben ajustarse a las regulaciones y actuar bajo el control del ordinario, en quien, en última instancia, recae la decisión final; por último y sobre todo, deben limitar sus energías a la administración temporal y nunca invadir el dominio reservado de las cosas espirituales (Conc. Plen. Baltim. II, n. 201; ver [[Edificaciones Eclesiásticas |EDIFICACIONES ECLESIÁSTICAS). Por último, hay muchas instituciones educativas y caritativas, fundadas y dirigidas por laicos, y que no son estrictamente propiedad de la Iglesia, aunque regularmente están sujetas al control del ordinario (Conc. Trid., Ses. VII, c. XV; Ses. XXII, c. VIII); la parte material de estas obras no es la más importante, y para lograr su fin, los laicos que allí gobiernen serán guiados y dirigidos sobre todo por los consejos de sus pastores, cuyos fieles y respetuosos auxiliares demostrarán ser.


Bibliografía

FERRARIS, Prompta Bibliotheca s.v. Laicus; SAGMULLER, Kirchenrecht (Friburgo, 1909), 48; LAURENCIO, Instit. Juris eccles., n. 50 sq. (Friburgo, 1908); Kirchenlexicon, s.v. Clerus.

Fuente: Boudinhon, Auguste. "Laity." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8, págs. 748-751. New York: Robert Appleton Company, 1910. 16 Oct. 2020 <http://www.newadvent.org/cathen/08748a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina