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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Infieles

De Enciclopedia Católica

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Infieles (Latin in, privativo, y fidelis). Al igual que en el lenguaje eclesiástico aquellos que por el bautismo han recibido la fe en Jesucristo y le han prometido su fidelidad son llamado fieles, así se le da el nombre de infieles a los que no han sido bautizados. El término se aplica no sólo a todos los que son ignorantes del verdadero Dios, como los paganos de varias clases, sino también a aquellos que lo adoran, pero no reconocen a Jesucristo, como los judíos, musulmanes; estrictamente hablando, también se le puede aplicar a los catecúmenos, aunque en épocas tempranas se les llamaba cristianos; pues es sólo a través del bautismo que uno puede entrar a las filas de los fieles. Por lo tanto, quienes han sido bautizados pero no pertenecen a la Iglesia Católica, herejes y cismáticos de diversas confesiones, no son llamados infieles sino no católicos.

La relación que todas estas clases tienen con la Iglesia Católica no es la misma; en principio, los que han sido bautizados son súbditos e hijos de la Iglesia aunque sean hijos rebeldes; están bajo sus leyes o, al menos, están exentos de ellas sólo en la medida que le plazca a la Iglesia. Los infieles, por el contrario, no son miembros de la sociedad eclesiástica, de acuerdo con las palabras de San Pablo: Quid mihi de his qui fortis sunt, judicare? (Pues ¿por qué voy a juzgar yo a los de fuera?) (1 Cor. 5,12); están totalmente exentos del derecho canónico; necesitan ser iluminados y convertidos, no castigados. Huelga decir que los infieles no pertenecen al estado sobrenatural; si reciben gracias sobrenaturales de Dios, no es a través de los canales establecidos por Jesucristo para los cristianos, sino por una inspiración personal directa, por ejemplo, la gracia de la conversión.

Sin embargo, su condición no es moralmente mala; la infidelidad negativa, dice Santo Tomás (II-II, q. X, a. 1), no participa de la naturaleza del pecado, sino más bien del castigo, en el sentido de que la ignorancia de la fe es consecuencia del pecado original. Es por esa razón que estuvo totalmente justificada la condena que la Iglesia hizo a la proposición LXVIII de Bayo: Infidelits pure negativa, in his quibus Christus non et praedicatus, peccatum est (la infidelidad puramente negativa de aquellos a quienes Cristo no ha sido predicado es un pecado). Pero es diferente respecto a la infidelidad positiva, la cual es un pecado contra la fe, el más grave de todos los pecados, la apostasía. Al estar dotados de razón, y sujetos a la ley natural, los infieles no están excluidos del orden moral; ellos pueden realizar actos de virtud natural; y así las autoridades eclesiásticas tuvieron que condenar la proposición XXV de Bayo que declaró que: Omnia infidelium ópera peccata sunt, et philosophorum virtutes vitia (todas las obras de los infieles son pecado, y todas las virtudes de los filósofos son vicios; cf. Santo Tomás, loc cit, a 4; Hurter, Theol dogm, III, Ts CXXVI y CXXVII).

La experiencia cotidiana demuestra, además, indiscutiblemente que hay infieles que son realmente religiosos, caritativos, justos, fieles a su palabra, verticales en sus negocios y fieles a sus deberes familiares. Se puede decir de ellos, como dicen las Escrituras de Cornelio, el centurión, que sus oraciones y sus limosnas son aceptables a Dios (Hechos 10,4). Fue especialmente entre esos infieles bien intencionados que la Iglesia de Jesús creció, y es a partir de sus filas que ella gana sus reclutas en la actualidad en los territorios de misión.

La Iglesia, consciente de la orden del Salvador: “Id, enseñad a todas las naciones” (Mateo 28,12), ha considerado siempre como uno de sus principales deberes la predicación del Evangelio entre los infieles y su conversión por sus misioneros apostólicos. Este no es el lugar para recordar la historia de las misiones, a partir de los trabajos de San Pablo, el más grande de los misioneros, y aquellos que dieron la luz de la fe al mundo griego y romano, y los que convirtieron a los pueblos bárbaros, a través de las edades cuando las falanges de los hombres religiosos acudieron a la conquista de Oriente, el lejano Oriente y América, hasta los pioneros de la religión de Jesús de hoy día; la multitud de héroes y mártires y la cosecha de almas que se han ganado para la verdadera fe. Sin duda, todavía estamos lejos de tener un solo rebaño y un solo pastor; sin embargo, no existe hoy día una provincia o raza de hombres tan remota, que no haya escuchado el nombre de Aquel por quien todos los hombres deben ser salvados y el que ha dado hijos a la Iglesia. Como es sabido, el trabajo de las misiones se coloca bajo el cuidado y la dirección de la congregación de cardenales que lleva el nombre admirable de Sagrada Congregación de Propaganda (para la propagación de la fe), instituida por Gregorio XV en 1622. Siempre alentada y desarrollado por los Papas, el órgano directivo del que dependen los obreros evangélicos en territorio infiel. Ella los envía y les concede sus poderes, estableció las prefecturas apostólicas y los vicariatos, y es el tribunal a cuya decisión los misioneros someten sus controversias, dificultades y dudas.

Aunque existe una obligación general de la Iglesia de trabajar por la conversión de los infieles, sin embargo, no corresponde a ninguna persona en particular, a no ser en esos sacerdotes encargados del cuidado de las almas que tienen infieles en su territorio. En los países católicos se recluta a los misioneros, sacerdotes, miembros de órdenes religiosas, tanto hombres como mujeres, que se ofrecen voluntariamente para el trabajo apostólico para los campos distantes. No se excluye a los nativos cristianos de los rangos del clero, y es el deber de los misioneros proveerles prudentemente de obreros auxiliares en sus misiones. Para traer los infieles a la fe, los misioneros deben, como San Pablo, hacerse todo para todos, adoptar las costumbres del lugar, aprender el lenguaje nativo, establecer escuelas e instituciones caritativas, predicar principalmente con su ejemplo, y mostrar en sus vidas como se ha de practicar la religión que vienen a enseñar (cf. Instr. of the Prop. to the Vicars Apostolic of China, in the Collectanea S. C. de Prop. Fide, n. 328).

Ellos y sus catequistas han de enseñar con celo y paciencia a aquellos que están ávidos por conocer la verdadera religión, admitiéndolos al bautismo después de un corto o largo período de prueba, como se hacía en el caso de los catecúmenos en tiempos antiguos. Sin embargo, la conversión de los infieles debe ser libre y sin coacción, de lo contrario no será auténtica y duradera (cap. 9, tit. VI, lib. V, de Judaeis). No se puede negar que en diversas épocas, sobre todo en tiempos de Carlomagno y más tarde en España, las conversiones fueron forzadas, lo que puede explicarse, aunque no excusarse, por la costumbre de la época; pero la Iglesia no era responsable por ello, pues ella ha enseñado constantemente que todas las conversiones deben ser libres. En varias ocasiones prohibió expresamente el bautismo de judíos e infieles en contra de su voluntad, e incluso el bautismo de niños sin el consentimiento de sus padres, a menos que estuviesen en peligro inminente de muerte (cf. Collect. Cit., De subjecto baptismi). En el rito de administración del bautismo la Iglesia todavía pregunta: ¿Quid Petis ab Ecclesia Dei? ¿Vis baptizari?

Aunque la [[Derecho Canónico |ley eclesiástica] no afecta los actos de los infieles como tal, sin embargo, la Iglesia tiene que pasar juicio sobre la validez de estos actos y sus consecuencias jurídicas cuando infieles entran al red mediante el bautismo. Ningún acto de un infiel puede tener ningún valor desde el punto de vista de la sociedad espiritual a la que no pertenece; es incapaz por ley divina de la recepción de los sacramentos, en particular las órdenes sagradas (evidentemente no estamos hablando aquí de una recepción puramente material); ni puede recibir o ejercer cualquier jurisdicción eclesiástica. Los actos de los infieles han de considerarse a la luz de la ley natural, a la que ellos, como todos los seres humanos, están sujetos, y de acuerdo con la ley divina, en la medida en que determina el derecho natural secundario.

Esto aplica principalmente en el caso del matrimonio. El matrimonio de infieles es válido como un contrato bajo el derecho natural, no como un sacramento, aunque a veces esta palabra se le ha aplicado (cf. Encycl. Arcanum); está sujeto sólo a los impedimentos de la ley natural, y, a veces, a aquellos del derecho civil también, pero no se ve afectado por los impedimentos del derecho canónico, por lo tanto la Iglesia no reconoce la poligamia como lícita entre los infieles. En cuanto al divorcio como tal, lo acepta sólo bajo la forma del Casus Apostoli, también conocido como el privilegio de fe o privilegio paulino. Este consiste en que se le permite a un convertido abandonar a su pareja, que sigue siendo un infiel, si éste se niega a continuar la vida en común sin poner en peligro la fe del converso (Vea el artículo DIVORCIO, I, B, 1); en tales circunstancias, el converso puede casarse con una católica. En cuanto a los actos que son prohibidos o nulos en virtud del derecho canónico solamente, son válidos cuando son realizados por infieles; por lo tanto, el impedimento de los grados más remotas de consanguinidad y afinidad, etc., no afecta a los matrimonios de los infieles. Pero las consecuencias jurídicas de los actos realizados por ellos cuando eran infieles comienzan a existir en el momento de y en virtud de su bautismo; en consecuencia, un viudo convertido no puede casarse con un pariente de su difunta esposa, sin una dispensa; y de nuevo, un hombre que ha tenido dos esposas antes de su conversión es bígamo y por lo tanto irregular.

La mayoría de las leyes aprobadas por la Iglesia se refieren a las relaciones entre sus súbditos y los infieles no solo en los asuntos religiosos, sino también civiles. En términos generales, a los fieles se les prohíbe participar en cualquier rito religioso, considerado como tal, de los paganos, mahometanos o judíos, y mucho más practicarlos a través de una especie de supervivencia de sus supersticiones primitivas. Si esta prohibición se inspira no tanto por el temor al peligro de perversión como por la ley que prohíbe a los fieles a comunicarse in sacris con los no católicos, la aversión a las falsas religiones y sobre todo al culto a los ídolos justifica el rigor de la ley. Para mencionar sólo los actos principales, se le prohíbe a los fieles venerar ídolos, no sólo en sus templos, sino también en casas particulares, contribuir a la construcción o reparación de templos paganos o de mezquitas, para tallar ídolos, participar en los sacrificios paganos, ayudar en las circuncisiones judías, usar imágenes idólatras u objetos que tienen un significado religioso reconocido, de tal modo que el usarlos sea visto como un acto de culto pagano y, finalmente, hacer uso de las prácticas supersticiosas y especialmente idolátricas en los actos de la vida civil o doméstica.

Pueden surgir algunas preguntas muy delicadas respecto a la última prohibición; por ejemplo, podemos recordar la célebre controversia relativa a los ritos chinos (Vea China). Por otra parte, no está prohibido entrar a templos y mezquitas por mera curiosidad, si no se realiza ningún acto de religión, o comer alimentos que han sido ofrecidos a los dioses falsos, siempre que esto no se haga en un templo o como una comida sagrada, y que se haga sin escándalo; u observar costumbres o realizar actos que no son en sí mismos religiosos, aunque los paganos unan a ellos prácticas supersticiosas. No sólo no es prohibido, sino que es permisible y se podría decir incluso obligatorio orar en público por los príncipes infieles, con el fin de que Dios pueda concederles a sus súbditos paz y prosperidad; nada es más conforme a la tradición de la Iglesia; por lo tanto, los católicos de los diferentes ritos en el Imperio Otomano oran por el sultán.

Aquí se puede citar la ley eclesiástica que prohíbe a los fieles casarse con infieles, una prohibición que ahora es un impedimento dirimente, que hace un matrimonio nulo y sin efecto a menos que se haya obtenido una dispensa (Vea Disparidad de Culto). Es fácil ver que existe un peligro real para la fe y la vida religiosa de la parte católica en la intimidad de la vida conyugal y en las dificultades en el camino de una educación cristiana de los hijos; y, en caso de que esa parte sea la esposa, en la autoridad excesiva del marido y la condición inferior de la mujer en los países infieles; en consecuencia, esta dispensa se concede sólo con dificultad y cuando se han tomado las precauciones dictadas por la prudencia.

Las leyes que regulan las relaciones entre católicos e infieles en la vida civil se inspiraron también en motivos religiosos, peligro de perversión y la alta idea abrigada en las épocas de la fe de la superioridad de los cristianos sobre los infieles. Estas regulaciones, por supuesto, no se referían a todos los actos de la vida civil; además, no fueron dirigidos contra todos los infieles indiferentemente, sino sólo contra los judíos; en la actualidad han caído casi completamente en desuso. En la alta Edad Media, a los judíos se les prohibió tener esclavos cristianos; las leyes de las decretales prohibían a los cristianos entrar al servicio de los judíos o a las mujeres cristianas a actuar como sus enfermeras o parteras; además, cuando los cristianos se enfermaban no podían recurrir a los médicos judíos. Estas medidas pueden ser útiles en ciertos países hoy día (1912) y las encontramos renovadas, al menos como recomendaciones, por los concilios recientes (Concilio de Gran, en 1858; Praga, en 1860; y Utrecht, en 1865). En cuanto a los judíos, ordinariamente se les restringía a ciertos barrios definidos en los pueblos en los que eran admitidos, y tenían que usar una vestimenta por la cual fuesen fácilmente reconocidos. La legislación moderna le ha dado a los judíos los mismos derechos que a los demás ciudadanos y la interacción entre ellos y los católicos en la vida civil ya no es gobernada por la ley eclesiástica.

Vea los artículos JUDAÍSMO y MAHOMA Y MAHOMETISMO.


Fuente: Boudinhon, Auguste. "Infidels." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8, pp. 2-4. New York: Robert Appleton Company, 1910. 20 Sept. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/08002b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina