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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Credo de los Apóstoles»

De Enciclopedia Católica

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(Origen del Credo)
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'''(3)''' Aunque ningún tipo uniforme del [[credo |Credo]] se puede reconocer seguramente entre los primeros escritores orientales antes del [[Primer Concilio de Nicea]], argumento que muchos han considerado que refuta la existencia de cualquier fórmula [[apóstoles |apostólica]], es un hecho sorprendente que las [[Iglesias Orientales]] en el siglo IV se encuentran en posesión de un Credo que reproduce con variaciones el antiguo tipo [[Roma |romano]].  Este hecho es totalmente admitido por autoridades [[protestantismo |protestantes]] tales como Harnack (en Realencyclopädie de Hauck, I, 747) y Katenbusch (I, 380 ss.; II, 194 ss., y 737 ss.).  Es obvio que estos datos armonizarían muy bien con la teoría de que un Credo primitivo había sido entregado a la comunidad [[cristianismo |cristiana]] de [[Roma]], ya sea por [[San Pedro]] y [[San Pablo]] mismos o por sus [[Sucesión Apostólica |sucesores]] inmediatos, y que en el transcurso del [[tiempo]] se había extendido por todo el mundo.
 
'''(3)''' Aunque ningún tipo uniforme del [[credo |Credo]] se puede reconocer seguramente entre los primeros escritores orientales antes del [[Primer Concilio de Nicea]], argumento que muchos han considerado que refuta la existencia de cualquier fórmula [[apóstoles |apostólica]], es un hecho sorprendente que las [[Iglesias Orientales]] en el siglo IV se encuentran en posesión de un Credo que reproduce con variaciones el antiguo tipo [[Roma |romano]].  Este hecho es totalmente admitido por autoridades [[protestantismo |protestantes]] tales como Harnack (en Realencyclopädie de Hauck, I, 747) y Katenbusch (I, 380 ss.; II, 194 ss., y 737 ss.).  Es obvio que estos datos armonizarían muy bien con la teoría de que un Credo primitivo había sido entregado a la comunidad [[cristianismo |cristiana]] de [[Roma]], ya sea por [[San Pedro]] y [[San Pablo]] mismos o por sus [[Sucesión Apostólica |sucesores]] inmediatos, y que en el transcurso del [[tiempo]] se había extendido por todo el mundo.
  
'''(4)'''  Hay que señalar además que hacia finales del siglo II podemos extraer de los escritos de [[San Ireneo]] en [[La Galia Cristiana |la Galia]] meridional y [[Tertuliano]] en el [[África]] lejana dos [[credo |Credos]] casi completos que concuerdan estrechamente entre ambos y con el antiguo Credo romano (R), según lo conocemos por [[Rufino Tiranio |Rufino]].  Será útil traducir de Burn (Intr. to the Creeds, págs. 50-51) su presentación tabular de la evidencia en el caso de Tertuliano (cf. MacDonald en “Ecclesiastical Review”, feb. 1903):  
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'''(4)'''  Hay que señalar además que hacia finales del siglo II podemos extraer de los escritos de [[San Ireneo]] en [[La Galia Cristiana |la Galia]] meridional y [[Tertuliano]] en el [[África]] lejana dos [[credo |Credos]] casi completos que concuerdan estrechamente entre ambos y con el antiguo Credo romano (R), según lo conocemos por [[Rufino Tiranio |Rufino]].  Será útil traducir de Burn (Intr. to the Creeds, págs. 50-51) su presentación tabular de la evidencia en el caso de Tertuliano (cf. MacDonald en “Ecclesiastical Review”, feb. 1903):
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Revisión de 01:22 20 sep 2016

El Credo de los Apóstoles es una fórmula que contiene en oraciones breves, o “artículos”, los principios fundamentales de la creencia cristiana, y que tiene como sus autores, según la tradición a los Doce Apóstoles

Origen del Credo

A lo largo de la Edad Media se creía generalmente que el día de Pentecostés los Apóstoles, mientras estaban todavía bajo la inspiración directa del Espíritu Santo, compusieron nuestro credo actual entre ellos, y que cada uno de los Apóstoles contribuyó con uno de los doce artículos. Esta leyenda se remonta al siglo VI (Vea Pseudo-Agustín en Migne, P.L., XXXIX, 2189, y Pirminio, ibid., LXXXIX, 1034); y fue prefigurado todavía más temprano en un sermón atribuido a San Ambrosio (Migne, P.L., XVII, 671; Kattenbusch, I, 81), que señala que el credo fue “recopilado por doce trabajadores separados”. Rufino (Migne, P.L., XXI, 337) da un relato detallado de la composición del Credo, la cual profesa haber recibido de épocas anteriores (tradunt majores nostri). A pesar de que no asigna explícitamente cada artículo a la autoría de un apóstol separado, afirma que fue el trabajo conjunto de todos, e implica que la deliberación se llevó a cabo el día de Pentecostés. Además, declara que "ellos por muchas justas razones decidieron que esta regla de fe debería ser llamada el Símbolo", cuya palabra griega él explica que significa tanto indicium, es decir, una señal o contraseña mediante la cual los cristianos podrían reconocerse mutuamente, y collatio, es decir, una ofrenda compuesta por contribuciones separadas.

Pocos años antes de esto (c. 390), la carta que el Concilio de Milán (Migne P.L., XVI, 1213) le dirigió al Papa Siricio provee el ejemplo conocido más antiguo de la combinación Symbolum Apostolorum (“Credo de los Apóstoles”) en estas notables palabras: “si no le das crédito a las enseñanzas de los sacerdotes… que se le dé por lo menos crédito al Símbolo de los Apóstoles que la Iglesia Romana siempre ha preservado y mantenido inviolado.” La palabra Symbolum en este sentido, por sí solo, la encontramos por primera vez a mediados del siglo III en la correspondencia de San Cipriano y Firmiliano, este último en particular habla del Credo como el "símbolo de la Trinidad", y lo reconoce como una parte integral del rito del bautismo (Migne, PL, III, 1165, 1143). Hay que añadir, además, que Kattenbusch (II, p. 80, nota) cree que el mismo uso de las palabras puede rastrearse hasta Tertuliano. Aun así, en los dos primeros siglos después de Cristo, aunque a menudo encontramos mención del Credo con otras denominaciones (por ejemplo, regula fidei, doctrina, tradition), el nombre symbolum no aparece. Por lo tanto, Rufino estaba errado cuando declaró que los apóstoles mismos habían elegido este mismo término “por muchas justas razones”. Este hecho, unido a la improbabilidad intrínseca de la historia, y el sorprendente silencio del Nuevo Testamento y de los Padres ante-nicenos, no nos deja otra alternativa que considerar como no histórica la narrativa de Rufino.

Entre los críticos recientes, algunos le han asignado al Credo un origen mucho más tardío que la época apostólica. Harnack, por ejemplo, afirma que en su forma actual representa sólo la confesión bautismal de la Iglesia de la Galia meridional, que su fecha más temprana es la segunda mitad del siglo V (Das Apostolische Glaubensbekenntniss, 1892, p. 3). Interpretados estrictamente, los términos de esta declaración son lo suficientemente precisos; aunque parece probable que no fue en la Galia, sino en Roma, que el Credo realmente asumió su forma definitiva (Vea Burn en el "Journal of Theol. Studies", julio de 1902). Sin embargo, el énfasis puesto por Harnack en lo tardío de nuestro texto aceptado (T) es, por decir lo menos, un tanto engañoso. Es cierto, como acepta Harnack, que otra forma más antigua del Credo (R) había venido a la existencia, en la misma Roma, antes de mediados del siglo II. Además, como veremos, las diferencias entre R y T no son muy importantes y también es probable que R, si no fue en sí redactado por los Apóstoles, al menos se basa en un esquema que se remonta a la época apostólica. Así, tomando el documento en su conjunto, podemos decir con confianza, en las palabras de una autoridad protestante moderna, que "en y con nuestro Credo confesamos lo que desde los tiempos de los Apóstoles ha sido la fe de la cristiandad unida" (Zahn , Apostles´ Creed, tr., p, 222). La cuestión de la apostolicidad del Credo no se debe dar por terminada sin la debida atención que se presta a las cinco consideraciones siguientes:

(1) Hay vestigios muy sugestivos en el Nuevo Testamento del reconocimiento de una cierta “forma de doctrina” (typos didaches, Rom. 6,17) la cual moldeó, por así decirlo, la fe de los nuevos conversos a la ley de Cristo, y la que implicó no sólo la palabra de fe creída en el corazón, sino "con la confesión de la boca para conseguir la salvación" (Rom. 10,8-10). En estrecha relación con esto hay que recordar la confesión de fe en Jesucristo exigida al eunuco (Hch. 8,37) como paso previo al bautismo (Agustín, "De fide et operibus", cap IX; Migne, PL, LVII , 205) y la fórmula del bautismo en el nombre de las tres personas de la Santísima Trinidad (Mt. 28,19; y cf. la Didajé 7:2, y 9:5). Además, tan pronto como empezamos a obtener cualquier tipo de descripción detallada de la ceremonia del bautismo nos encontramos con que, como paso previo a la inmersión real, se le requiere al converso una profesión de fe, que exhibe desde los primeros tiempos una confesión separada y claramente dividida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que corresponden a las personas divinas invocadas en la fórmula del bautismo. Como no encontramos en ningún documento anterior la forma completa de la profesión de fe, no podemos estar seguros de que es idéntica a nuestro Credo, sino, por el contrario, es cierto que no se ha descubierto nada todavía que sea incompatible con tal suposición. Vea, por ejemplo los “Cánones de Hipólito” (c. 220) o la “Didascalia” (c. 250) en la "Bibliothek der Symbole" De Hahn (8, 14, 35); junto con unas leves alusiones en San Justino Mártir y Cipriano.

(2) Cualesquiera dificultades que surjan respecto a la existencia de la Disciplina Arcani en los primeros tiempos (Kattenbusch, II, 97 ss.), no puede haber ninguna duda de que en Cirilo de Jerusalén, Hilario, Agustín, León, el Sacramentario Gelasiano y muchas otras fuentes de los siglos IV y V se insiste mucho sobre la idea de que, según una antigua tradición, el Credo había que aprenderlo de memoria, y nunca debía ser puesto por escrito. Esto, sin duda ofrece una explicación plausible del hecho de que no se ha preservado en una forma completa o continua el texto de ningún credo primitivo. Lo que sabemos de estas fórmulas en su estado más temprano se deriva de lo que podemos reconstruir a partir de las citas, más o menos dispersas, que se encuentran en tales escritores como por ejemplo Ireneo y Tertuliano.

(3) Aunque ningún tipo uniforme del Credo se puede reconocer seguramente entre los primeros escritores orientales antes del Primer Concilio de Nicea, argumento que muchos han considerado que refuta la existencia de cualquier fórmula apostólica, es un hecho sorprendente que las Iglesias Orientales en el siglo IV se encuentran en posesión de un Credo que reproduce con variaciones el antiguo tipo romano. Este hecho es totalmente admitido por autoridades protestantes tales como Harnack (en Realencyclopädie de Hauck, I, 747) y Katenbusch (I, 380 ss.; II, 194 ss., y 737 ss.). Es obvio que estos datos armonizarían muy bien con la teoría de que un Credo primitivo había sido entregado a la comunidad cristiana de Roma, ya sea por San Pedro y San Pablo mismos o por sus sucesores inmediatos, y que en el transcurso del tiempo se había extendido por todo el mundo.

(4) Hay que señalar además que hacia finales del siglo II podemos extraer de los escritos de San Ireneo en la Galia meridional y Tertuliano en el África lejana dos Credos casi completos que concuerdan estrechamente entre ambos y con el antiguo Credo romano (R), según lo conocemos por Rufino. Será útil traducir de Burn (Intr. to the Creeds, págs. 50-51) su presentación tabular de la evidencia en el caso de Tertuliano (cf. MacDonald en “Ecclesiastical Review”, feb. 1903):

EL ANTIGUO CREDO ROMANO SEGÚN CITADO POR TERTULIANO (c. 200 d.C.)
De Virg. Vel., 1
Against Praxeas 2
De Praecept., 13 and 26
(1) Creyendo en un Dios Todopoderoso, creador del mundo, (1) Creemos en un solo Dios (1) Creo en un solo Dios, creador del Mundo
(2) y su Hijo, Jesucristo, (2) y el hijo de Dios, Jesucristo, (2) el Verbo, llamado su hijo, Jesucristo,
(3) nacido de la Virgen María, (3) nacido de la Virgen, (3) por el Espíritu y el poder de Dios Padre hecho carne en el seno de María, y nacido de ella
(4) crucificado en tiempos de Poncio Pilato, (4) Él sufrió. murió, y fue sepultado, (4) fijado a una cruz.
(5) l tercer día traído a la vida de entre los muertos, (5) devuelto a la vida, (5) Se levantó al tercer día,
(6) recibido en el cielo, (6) llevado de nuevo al cielo, (6) que fue arrebatado al cielo,
(7) sentado ahora a la diestra del Padre, (7) se sienta a la diestra del Padre, (7) fijado a la diestra del Padre,
(8) vendrá a juzgar a los vivos y los muertos (8) vendrá a juzgar a los vivos y los muertos (8) vendrá con gloria a llevar a los buenos a la vida eterna y a condenar al culpable al fuego perpetuo,
(9) que ha enviado del Padre el Espíritu Santo. (9) envió el poder vicario de su Espíritu Santo,
(10) para gobernar los creyentes (En este pasaje los artículos 9 y 10 van antes del 8)
(12) a través de la resurrección de la carne. (12) la restauración de la carne.

Esta tabla sirve admirablemente para mostrar cuán incompleta es la evidencia proporcionada por meras citas del Credo, y con qué cautela se las debe tratar. Si hubiésemos poseído sólo el “De Virginibus Velandis”, podríamos haber dicho que el artículo respecto al Espíritu Santo no formaba parte del Credo de Tertuliano. Si el “De Virginibus Velandis” hubiese sido destruido, habríamos declarado que Tertuliano no conocía nada de la cláusula (sufrió bajo Poncio Pilato”, etc.

(5) No se debe olvidar que aunque antes de finales del siglo IV no hay disponible una declaración explícita de que los apóstoles compusieron la fórmula de fe, los primeros Padres tal como Tertuliano y San Ireneo insisten en un modo muy enfático que la “regla de fe” es parte de la tradición apostólica. Tertuliano en particular en su "De Praescriptione", después de mostrar que por esta regla (regula doctrinoe) él entiende algo prácticamente idéntico a nuestro Credo, insiste que la regla fue instituida por Cristo y entregada a nosotros (tradita) como de Cristo por los apóstoles (Migne, P.L., II, 26, 27, 33, 50). Como conclusión de esta evidencia el presente escritor, estando de acuerdo en general con las autoridades tales como Semeria y Batiffol que no podemos afirmar con seguridad la composición apostólica del Credo, considera al mismo tiempo que negar la posibilidad de tal origen es ir más allá de lo que nuestros datos en la actualidad garantizan. Una visión conservadora más pronunciada es presentada por MacDonald en el "Ecclesiastical Review", enero a julio de 1903.

El Antiguo Credo Romano

El Catecismo del Concilio de Trento aparentemente asume el origen apostólico de nuestro Credo actual, pero tal pronunciamiento no tiene fuerza dogmática y deja libre la opinión. Los apologistas modernos, defendiendo la pretensión de apostolicidad, la extienden sólo a la antigua forma romana (R), y se ven un tanto enredados por la objeción de que si se había afirmado realmente que R era la expresión inspirada de los apóstoles, no habría sido modificada a voluntad por varias iglesias locales (Rufino, por ejemplo, da testimonio de dicha expansión en el caso de la Iglesia de Aquilea), y, en particular, nunca habría sido totalmente sustituida por T, nuestra forma actual. La diferencia entre las dos se verá mejor puestas lado a lado:

R = antigua forma romana
T = nuestro Credo actual
(1) Creo en Dios Padre Todopoderoso; (1) Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra
(2) Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor; (2) Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor;
(3) que nació del Espíritu Santo y de la Virgen María; (3) que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen,
(4) crucificado en tiempos de Poncio Pilato y enterrado; (4) padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado;
(5) Al tercer día resucitó de entre los muertos, (5) descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos;
(6) subió a los cielos, (6) subió a los cielos, está sentado a la derecha de Dios Padre Todopoderoso;
(7) está sentado a la diestra del Padre, (7) Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y los muertos.
(8) De dónde ha de venir a juzgar a los vivos y los muertos. (8) Creo en el Espíritu Santo,
(9) Y en el Espíritu Santo, (9) la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos
(10) La Santa Iglesia, (10) el perdón de los pecados,
(11) El perdón de los pecados; (11) la resurrección de la carne, y
(12) La resurrección de la carne. (12) la vida eterna. Amén.

Omitiendo puntos menores de diferencia, que de hecho, para su discusión adecuada requeriría un estudio del texto latino, podemos observar que R no contiene las cláusulas "creador del cielo y de la tierra", "descendió a los infiernos", "la comunión de los santos", "la vida eterna ", ni las palabras "concebido", "padeció", "murió", y "católica". Muchas de estas adiciones, pero no todas, probablemente eran conocidas para San Jerónimo en Palestina (c. 380. —Vea Morin en Revue Benedictine, enero de 1904) y cerca de la misma fecha para los dálmatas, Nicetas (Burn, Nicetas de Remesina, 1905). Otras adiciones aparecen en los credos de la Galia meridional a comienzos del próximo siglo, pero T probablemente asumió su forma final en Roma misma algún tiempo antes de 700 d.C. (Burn, Introduction, 239; and Journal of Theol. Studies, July, 1902). No conocemos nada certero sobre las razones que llevaron a la adopción de T en preferencia a R.

Artículos del Credo

Uso y Autoridad del Credo

Fuente: Thurston, Herbert. "Apostles' Creed." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1, pp. 629-632. New York: Robert Appleton Company, 1907. 19 Sept. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/01629a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina