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Martes, 19 de noviembre de 2024

Amén

De Enciclopedia Católica

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La palabra Amen es una de las pocas palabras hebreas que ha sido importada sin cambios a la liturgia de la Iglesia, propter sanctiorem como expresa San Agustín, en virtud de un ejemplo excepcionalmente sagrado. “Tan frecuente fue esta palabra hebrea en la boca de Nuestro Salvador” observa el Catecismo del Concilio de Trento “que le plugo al Espíritu Santo perpetuarla en la Iglesia de Dios”. Como cuestión de hecho San Mateo la atribuye veintiocho veces a Nuestro Señor, y San Juan en su doble forma veintiséis veces. En lo que se refiere a la etimología, Amén es un derivado del verbo hebreo aman “reforzar” o “confirmar”.

Uso Bíblico

I. En las Sagradas Escrituras aparece casi siempre como adverbio, y su uso originario es indicativo de que el que habla adopta como propio lo que ya ha sido dicho por otro. Así en Jer., 28, 6, el profeta se representa a sí mismo como respondiendo a la profecía de Jananías de días más felices: “Amén. Confirme el Señor las palabras que has profetizado”. Y en las imprecaciones de Deut., 27, 14 y ss. leemos, por ejemplo: “Maldito sea el que desprecia a su padre o a su madre. Y todo el pueblo dirá: Amén”. A partir de éste, parece haberse desarrollado un uso litúrgico de la palabra mucho antes de la venida de Jesucristo. Así podemos comparar I Paralipómenos, 16, 36, “Bendito sea el Señor, Dios de Israel desde la eternidad; y diga el pueblo Amén y un himno a Dios”, con el Salmo 105, 48, “Bendito sea el Señor, Dios de Israel por siempre: y diga todo el pueblo: así sea” (cf. también II Esdras, 8, 6), estas últimas palabras están traducidas en los Setenta por genoito, genoito, y en la Vulgata, que sigue a los Setenta por fiat, fiat; pero el texto masorético dice” Amén, aleluya”. La tradición talmúdica nos dice que Amén no se decía en el Templo, sino sólo en las sinagogas (cf. Edersheim, El Templo, p. 127), pero por esto debemos entender no que el decir Amén estuviera prohibido en el Templo, sino sólo que, al ser retrasada la respuesta de la congregación hasta el final por temor de interrumpir la excepcional solemnidad del rito, pedía una fórmula más impresionante y extensa que un simple Amén. La familiaridad del uso de decir Amén al final de todas las oraciones, incluso antes de la Era Cristiana, se evidencia en Tobías, 9, 12.

II. Un segundo uso de Amén más común en el Nuevo Testamento, pero no enteramente desconocido en el Antiguo, no tiene relación con las palabras de ninguna otra persona, sino que es simplemente una forma de afirmación o confirmación del propio pensamiento del que habla, a veces introduciéndolo, a veces siguiéndolo. Su empleo como fórmula introductoria parece ser peculiar de los discursos de Nuestro Salvador recogidos en los Evangelios, y es digno de señalar que, mientras que en los Sinópticos se usa un Amén, en San Juan la palabra invariablemente se duplica (Cf. el doble Amén de conclusión en Núm., 5, 22, etc.). En la traducción católica (esto es, la de Reims) de los Evangelios, la palabra hebrea se conserva en la mayor parte de los casos, pero en la “Versión Autorizada “ protestante se traduce por “En verdad”. Cuando se usa Amén así por Nuestro Señor para introducir una afirmación parece específicamente hacer un requerimiento a la fe de sus oyentes en su palabra o su poder; vg. Juan, 8, 58: “Amén Amén os digo, antes de que Abraham naciese, Yo soy”. En otras partes del Nuevo Testamento, especialmente en las Epístolas de San Pablo, Amén concluye habitualmente una oración o una doxología, vg. Rom., 11, 36, “A Él la gloria por siempre. Amén”. También la encontramos a veces agregada a bendiciones, vg., Rom., 15, 33, “Ahora que el Dios de la paz esté con todos vosotros. Amén”; pero este uso es mucho más raro, y en muchos aparentes ejemplos, vg., todos aquellos a los que apelaba el Abbé Cabrol, el Amén es realmente una interpolación posterior.

III. Finalmente la práctica común de acabar cualquier discurso o capítulo de una materia con una doxología que termina en Amén parece haber llevado a un tercer uso distinto de la palabra en la que aparece nada más que como una fórmula de conclusión—finis. En los mejores códices griegos el libro de Tobías termina de esta manera con Amén, y la Vulgata la da al final del Evangelio de San Lucas. Esta parece ser la mejor explicación de Apoc., 3, 14: “Así habla el Amén, el Testigo fiel y veraz, el Principio de las criaturas de Dios”. El Amén que es también el Principio sugeriría así la misma idea que “Yo soy el Alfa y el Omega” de Apoc., 1, 5, o “El primero y el último” de Apoc, 2, 8.

Uso Litúrgico

El empleo del Amén en las sinagogas como respuesta del pueblo a la oración dicha en voz alta por un representante debe sin duda haber sido adoptada en su propio culto por los cristianos de la época apostólica. Éste es al menos el único sentido natural en el que cabe interpretar el uso de la palabra en I Cor., 14, 16, “Porque si no bendices más que con el espíritu ¿cómo dirá Amén el que ocupa el lugar del no iniciado?” (pos erei to amen epi se te eucharistia) donde to amen parece claramente significar “el acostumbrado Amén”. Al principio, sin embargo, su uso parece haberse limitado a la congregación, que respondía a alguna oración pública, y no se decía por el que ofrecía la oración (ver von der Goltz, Das Gebet in der Altesten Christenheit, p. 160). Quizá sea una de las indicaciones más dignas de confianza de la temprana fecha de la “Didaché” o “Enseñanza de los Doce Apóstoles”, que, aunque varias fórmulas cortas litúrgicas se encuentran incorporadas en este documento, la palabra Amén sólo aparece una vez, y aun entonces en compañía de la palabra maranatha, aparentemente como una exclamación de la asamblea. En lo que respecta a estas fórmulas litúrgicas en la “Didaché”, que incluyen el Padre Nuestro, podemos, sin embargo, suponer que tal vez el Amén no se escribía porque se daba por seguro que después de la doxología los presentes responderían naturalmente Amén. También en los apócrifos pero tempranos “Acta Johannis” (ed. Bonnet, c.xciv, p. 197) encontramos una serie de oraciones cortas dichas por el Santo a las que los asistentes regularmente responden Amén. Pero no puede haber sido mucho antes cuando el Amén se añadía en muchos casos por el que pronunciaba la oración. Tenemos un ejemplo señalado en la oración de San Policarpo en su martirio, año 155, en cuya ocasión se nos dice expresamente en un documento contemporáneo que los ejecutores esperaron hasta que Policarpo completó su oración, y “pronunció la palabra Amén” antes de encender el fuego en el cual pereció. De esto podemos inferir correctamente que antes de la mitad del Siglo II se había convertido en práctica familiar para uno que rezaba solo añadir Amén a modo de conclusión. Este uso parece haberse desarrollado incluso en el culto público, y en la segunda mitad del Siglo IV, en la forma más primitiva de la liturgia que nos proporcionan datos seguros, la de las Constituciones Apostólicas, encontramos que sólo en tres casos está indicado claramente que ha de decirse Amén por la congregación (a saber, después del Trisagio, después de la “Oración de Intercesión”, y en la recepción de la Comunión); en los ocho casos restantes en los que aparece el Amén, se decía, en cuanto podemos juzgar, por el propio obispo que presentaba la oración. Del recientemente descubierto Libro de oraciones del obispo Serapio, que puede atribuirse con seguridad a la mitad del Siglo IV, podemos inferir que, con ciertas excepciones en lo que se refiere a la anaphora de la liturgia, todas las oraciones terminaban constantemente en Amén. En muchos casos sin duda la palabra no era nada más que una mera fórmula para señalar la conclusión, pero el significado real nunca se perdió de vista del todo. Así, aunque San Agustín y el Pseudo-Ambrosio no fueran del todo exactos cuando interpretan Amén como verum est (es verdad), no están muy lejos del sentido general; y en la Edad Media, por otro lado, la palabra se traduce a menudo con exactitud perfecta. Así en una antigua “Expositio Missae” publicada por Gerberto (Men. Lit. Alere, II, 276), leemos: “Amén es una ratificación por el pueblo de lo que se ha dicho, y puede interpretarse en nuestro lenguaje como si todos ellos dijeran: Que sea como el sacerdote ha rezado”.

General como era el uso del Amén como conclusión, hubo durante mucho tiempo fórmulas litúrgicas a las que no se añadía. No aparece al final en la mayor parte de los primeros credos, y un Decreto de la Congregación de Ritos (n. 3014, 9 de Junio de 1853) ha decidido que no se diga al final de la fórmula para la administración del bautismo, donde realmente carecería de sentido. Por otro lado, en las Iglesias Orientales el Amén se dice aún habitualmente después de la fórmula del bautismo, a veces por los asistentes, a veces por el mismo sacerdote. En las oraciones de exorcismo es la persona exorcizada la que se espera que diga “Amén”, y al conferir las órdenes sagradas, cuando se entregan los vestidos etc. al candidato por el obispo con una oración de bendición, es también el candidato el que responde, igual que en la bendición solemne de la Misa el pueblo responde en la persona del acólito. Aun así no podemos decir que un principio uniforme gobierne el uso litúrgico en esta materia, pues cuando en la Misa solemne el celebrante bendice al diácono antes de que éste vaya a leer el Evangelio, es el mismo sacerdote el que dice Amén. De manera similar en el Sacramento de la Penitencia y en el Sacramento de la Extremaunción es el sacerdote el que añade Amén después de las palabras esenciales de la forma sacramental, aunque en el Sacramento de la Confirmación esto se hace por los asistentes. Además, puede reseñarse que en siglos pasados ciertos ritos locales parecen haber mostrado una predilección extraordinaria por el uso de la palabra Amén. En el ritual mozárabe, por ejemplo, no sólo se introduce después de cada frase de la larga bendición episcopal, sino que se repetía después de cada petición del Pater Noster. Una exageración similar se puede encontrar en diversas partes de la Liturgia Copta.

Dos casos especiales del uso del Amén parecen pedir un tratamiento separado. El primero es el Amén antiguamente dicho por el pueblo al final de la gran Oración de Consagración en la liturgia. El segundo es el que se pronunciaba por cada uno de los fieles cuando recibía el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

El Amén después de la Consagración

Con respecto a lo que nos hemos aventurado a llamar la “gran Oración de Consagración” son necesarias unas palabras de explicación. No puede haber duda de que por los cristianos de los primeros tiempos de la Iglesia el momento preciso de la conversión del pan y el vino sobre el altar en el Cuerpo y la Sangre de Cristo no se entendía como lo es ahora por nosotros. Les bastaba creer que el cambio se operaba en el curso de la larga “oración de acción de gracias”(eucharistia), una plegaria formada por varios elementos – prefacio, recitación de las palabras de institución, memento de los vivos y muertos, invocación del Espíritu Santo, etc. – la cual plegaria concebían como una única “acción” o consagración, a la que, tras una doxología, respondían con un solemne Amén. Para una relación más detallada de este aspecto de la liturgia el lector debe remitirse al artículo EPICLESIS. Aquí debe ser suficiente decir que la unidad esencial de la gran Oración de la Consagración se nos presenta muy claramente en el relato de San Justino Mártir (año 151) quien, describiendo la liturgia cristiana, dice: “En cuanto han terminado las oraciones en común y ellos (los cristianos) se han saludado uno a otro con un beso, el pan, el vino y el agua se traen ante el presidente, que al recibirlos alaba al Padre de todas las cosas por el Hijo y el Espíritu Santo y hace una larga acción de gracias (eucharistian epi poly) por las bendiciones que Él se ha dignado otorgarles, y cuando ha terminado las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo que está presente responde en el acto con la aclamación: ‘Amén’” (Justino, I Apol., lxv, P.G., VI, 428). Las liturgias existentes tanto de Oriente como de Occidente dan claramente testimonio de esta primitiva disposición. En la Liturgia romana la gran oración de consagración, o “acción”, de la Misa termina con la solemne doxología y el Amén que precede inmediatamente al Pater Noster. Los demás Amenes que se encuentran entre el Prefacio y el Pater Noster se puede demostrar fácilmente que son añadiduras relativamente tardías. Las liturgias orientales también contienen Amenes interpolados de manera similar, y en particular los Amenes que en varios ritos orientales se dicen inmediatamente después de las palabras de Institución, no son primitivos. Puede señalarse que a fines del Siglo XVII la cuestión de los Amenes en el Canon de la Misa adquirió una importancia accidental por causa de la controversia entre Dom Claude de Vert y el Père Lebrun respecto al secreto del Canon. Ahora se admite generalmente que las palabras del Canon se decían en voz alta de forma que fueran oídas por el pueblo. Por alguna razón, cuya explicación no está clara, el Amén inmediatamente anterior al Pater Noster se omite en la Misa solemne celebrada por el Papa el día de Pascua.

El Amén después de la Comunión

El Amén que en muchas liturgias se dice por los fieles en el momento de recibir la sagrada Comunión puede remontarse también a un uso primitivo. El Pontificale Romanum aún prescribe que en la ordenación de clérigos y en otras ocasiones similares los recién ordenados al recibir la Comunión besen la mano del obispo y respondan Amén cuando el obispo les diga: “El Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde tu alma para la vida eterna” (Corpus Domini, etc.). Es curioso que en la recientemente descubierta vida en latín de Santa Melania la Joven, de primeros del Siglo V, se nos dice cómo la Santa al recibir la Comunión antes de la muerte respondió Amén y besó la mano del obispo que se la había traído. (ver Cardenal Rampolla, Santa Melania Giunore, 1905, p. 257). Pero la práctica de responder Amén es más antigua que esto. Aparece en los Cánones de Hipólito (Nº 146) y en el Orden de la Iglesia egipcia (p. 101). Además, Eusebio (Hist. Eccl., VI, xliii) cuenta una historia del hereje Novaciano (ca. 250), que, en el momento de la Comunión, en vez de Amén hacía decir al pueblo “No volveré al Papa Cornelio”. También tenemos evidentemente un eco de la misma práctica en las Actas de Santa Perpetua, del año 202 (Armitage Robinson, St. Perpetua, pp. 68, 80), y probablemente en la frase de Tertuliano sobre el cristiano que profana en el anfiteatro los labios con los que ha dicho Amén para saludar al Santísimo (De Spect., xxv) Pero casi todos los Padres proporcionan ilustraciones de esta práctica, notablemente San Cirilo de Jerusalén (Catech., v, 18, P.G., XXIII, 1125).

Otros Usos

Finalmente podemos señalar que la palabra Amén se presenta de manera no infrecuente en inscripciones cristianas antiguas, y que a menudo se introdujo en anatemas y ensalmos gnósticos. Además, como las letras griegas que forman Amén suman según sus valores numéricos 99 (alpha =1, mu = 40, epsilon=8, nu=50), este número aparece a menudo en inscripciones, especialmente de origen egipcio, y parece habérsele atribuido una especie de eficacia mágica a su símbolo. Debe mencionarse también que la palabra Amén se emplea aún en los rituales tanto de judíos como de mahometanos.


Fuente: Thurston, Herbert. "Amen." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01407b.htm>.

Traducido por Francisco Vázquez