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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Credo de Atanasio

De Enciclopedia Católica

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El Credo de Atanasio, uno de los símbolos de la fe aprobados por la Iglesia y al que le da un lugar en su liturgia, es una breve y clara exposición de las doctrinas de la Trinidad y la Encarnación, con una referencia pasajera a varios otros dogmas. A diferencia de la mayoría de los otros credos, o símbolos, trata casi exclusivamente con estas dos verdades fundamentales, las que afirma y reafirma en formas tersas y variadas para resaltar inequívocamente la Trinidad de las Personas en Dios y la doble naturaleza en la única Persona Divina de Jesucristo. En varios puntos el autor llama la atención sobre la pena que incurren los que se niegan a aceptar cualquiera de los artículos allí establecidos. La que sigue es la traducción inglesa del marqués de Bute del texto del credo:

”Todo el que quiera salvarse, ante todo es necesario que mantenga la fe católica; el que no la guarde íntegra e inviolada, sin duda perecerá para siempre. Y la fe católica es esta, que adoramos a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad. Sin confundir las Personas ni separar la substancia. Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo. Pero el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo tienen una sola divinidad, gloria igual y coeterna majestad. Cual el Padre, tal es el Hijo, y tal es el Espíritu Santo. El Padre increado, el Hijo increado y el Espíritu Santo. Incomprensible el Padre, incomprensible el Hijo, incomprensible el Espíritu Santo. Eterno el Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu Santo, y, sin embargo, no son tres eternos, sino un solo eterno. Así como tampoco son tres increados ni tres incomprensibles, sino un solo increado y un solo incomprensible. Igualmente, el Padre es omnipotente, el Hijo es omnipotente, el Espíritu Santo es omnipotente; y, sin embargo no son tres omnipotentes, sino un solo omnipotente.
Así el Padre es Dios, el Hijo es Dios, y el Espíritu Santo es Dios. Y, sin embargo, no son tres dioses, sino un solo Dios. Así también el Padre es el Señor, el Hijo es el Señor, y el Espíritu Santo es el Señor. Y, sin embargo, no son tres Señores, sino un solo Señor. Pues, así como la cristiana verdad nos compele a reconocer que cada Persona por sí misma es Dios y Señor, así mismo la religión católica nos prohíbe decir que hay tres dioses y tres señores. El Padre no fue hecho por nadie, ni creado, ni engendrado. El Hijo es solo del Padre, no hecho, ni creado, sino engendrado. El Espíritu Santo es del Padre y del Hijo, no fue hecho, ni creado, sino que procede de Ellos. Por lo tanto, hay un solo Padre, no tres Padres; un Hijo, no tres Hijos; un Espíritu Santo, no tres Espíritus Santos. Y en esta Trinidad ninguno va antes o después del otro, ninguno es mayor o menor que el otro, sino que las tres Personas son entre sí co-eternas e iguales; de modo, que, como se dijo antes, se debe adorar la Unidad en Trinidad y la Trinidad en Unidad. El que quiera, pues, salvarse, debe pensar así sobre la Trinidad.
Además, para la salvación eterna es necesario que también crea fielmente en la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo. Pues la fe recta es que creamos y confesemos que Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, es Dios y hombre. Es Dios, engendrado de la sustancia del Padre, antes de los siglos; y es hombre, de la substancia de su Madre, nacido en el mundo. Perfecto Dios y perfecto hombre, subsistente de alma racional y de carne humana. Igual al Padre en cuanto a su divinidad, y menor que el Padre en cuanto a su humanidad. Mas, aun cuando es Dios y hombre, no son dos, sino un solo Cristo. Y uno, no por la conversión de la divinidad en carne, sino por la asunción de la humanidad en Dios. Uno absolutamente, no por confusión de la sustancia, sino por la unidad de la persona. Pues según el alma racional y la carne son un hombre, así Dios y hombre es un solo Cristo, el cual sufrió por nuestra salvación, descendió a los infiernos, resucitó al tercer día de entre los muertos. Subió a los cielos, está sentado a la derecha del padre, Dios Todopoderoso, desde donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. A su venida todos los hombres han de resucitar con sus cuerpos y darán cuenta de sus propios actos. Y los que obraron bien, irán a la vida eterna; y los que obraron mal, al fuego eterno. Esta es la fe católica y el que no la creyere fiel y firmemente, no podrá salvarse.”

Durante los últimos doscientos años la autoría de este resumen de la fe católica y la época de su aparición han proporcionado un interesante problema a los anticuarios eclesiásticos. Hasta el siglo XVII se pensó que el "Quicunque vult", como se le llama a veces, por sus primeras palabras, era la composición del gran Arzobispo de Alejandría, cuyo nombre lleva. En el año 1644, Gerard Voss, en su "De Tribus Symbolis", dio una gran probabilidad a la opinión de que San Atanasio no era su autor. Sus razones se pueden reducir a las dos siguientes: (1) ninguno de los primeros escritores autorizados habla de él como la obra de este doctor; y (2) su lenguaje y estructura apuntan a un origen occidental, en lugar de alejandrino. La mayoría de los eruditos modernos están de acuerdo en admitir la fuerza de estas razones, y por lo tanto, esta opinión es la que generalmente se acepta hoy día. Si el Credo se puede atribuir a San Atanasio o no, y lo más probable es que no se puede, debe indudablemente su existencia a las influencias de Atanasio, pues las expresiones y la coloración doctrinal exhiben una correspondencia demasiado marcada, en materia y en fraseología, con la literatura de la segunda mitad del siglo IV y especialmente con los escritos del santo, como para ser meramente accidental. Estas evidencias internas parecen justificar la conclusión de que surgió de varios sínodos provinciales, principalmente el de Alejandría, celebrado alrededor del año 361, y presidido por San Atanasio. Hay que decir, sin embargo, que estos argumentos no han sacudido la convicción de algunos autores católicos, que se niegan a darle un origen anterior al siglo V.

En 1871 en Inglaterra E. C. Foulkes hizo un intento elaborado para asignar el Credo al siglo IX. A partir de una observación pasajera en una carta escrita por Alcuino, construyó la siguiente notable pieza de ficción. El emperador Carlomagno, dice, deseaba consolidar el Imperio Occidental mediante una separación religiosa, así como política, de Oriente. A estos fines, suprimió el Credo de Nicea, querido por la Iglesia Oriental, y lo sustituyó por un formulario compuesto por Paulino de Aquilea, con cuya aprobación y la de Alcuino, distinguido erudito de la época, aseguró su fácil aceptación por el pueblo, al ponerle el nombre de San Atanasio. Este ataque gratuito contra la reputación de hombres que todo digno historiador considera incapaces de semejante fraude, sumado a las pruebas indudables de que el Credo ha estado en uso mucho antes del siglo IX, deja esta teoría sin ningún fundamento.

¿Quién, entonces, es el autor? Los resultados de una investigación del siglo XIX hacen muy probable que el Credo vio la luz por primera vez en el siglo IV, durante la vida del gran patriarca oriental, o poco después de su muerte. Diversos escritores lo han atribuido variamente San Hilario, a San Vicente de Lérins, a San Eusebio de Vercelli, a Vigilio y a otros. Sin embargo, no es fácil evitar la fuerza de las objeciones a todas estas opiniones, ya que eran hombres de reputación mundial, y por lo tanto cualquier documento, especialmente uno de tal importancia como una profesión de fe proveniente de ellos, habría encontrado casi inmediato reconocimiento. Ahora bien, en la literatura de la Iglesia no hay alusiones a la autoría del Credo, y pocos sobre su existencia, durante más de doscientos años después de su tiempo. Nos hemos referido a un silencio similar en la prueba de la no autoría de Atanasio. Parece estar igualmente disponible en el caso de cualquiera de los grandes nombres mencionados anteriormente. En la opinión del padre Sidney Smith, S.J., que la evidencia antes indicada hace plausible, el autor de este Credo debe haber sido algún obscuro obispo o teólogo que lo compuso, en primera instancia, para uso puramente local en alguna diócesis provincial. Al no provenir de un autor de amplia reputación, pudo haber atraído poca atención. A medida que se hizo más conocido, habría sido más ampliamente adoptado, y la compacidad y la lucidez de sus declaraciones habrían contribuido a hacerlo muy apreciado dondequiera que se le conociera. Entonces seguiría la especulación con respecto a su autor, y qué maravilla, si, por el tema del Credo, que ocupaba tanto al gran Atanasio, su nombre le fue fijado por primera vez y permaneció incontestable.

Las cláusulas "condenatorias", o "amenazantes", son los pronunciamientos contenidos en el símbolo sobre las penas que seguirán al rechazo de lo que se propone allí para nuestra creencia. Se abre con uno de ellos: "Quienquiera que sea salvo, antes que todas las cosas, es necesario que él sostenga la fe católica". Lo mismo se expresa en los versos que comienzan: “Además, es necesario”, etc., y “Pues la recta fe es” etc., y finalmente en el verso concluyente: “Esta es la fe católica, que a menos que un hombre la crea fiel y firmemente, no podrá salvarse.” Así como el Credo declara de una manera muy clara y precisa lo que es la fe católica respecto a las importantes doctrinas de la Trinidad y de la Encarnación, afirma con igual claridad y precisión lo que les sucederá a aquellos que no crean fiel y firmemente en estas verdades reveladas. Son las equivalentes en el credo a las palabras de Nuestro Señor: “El que crea no se condenará” y se aplican, como es evidente, sólo a los que culpable y voluntariamente rechacen las palabras y enseñanzas de Cristo.

La absoluta necesidad de aceptar la palabra revelada de Dios, bajo las severas penas aquí anunciadas, es tan intolerable para una clase poderosa de la Iglesia Anglicana, que se han hecho frecuentes intentos para eliminar el Credo del servicio público de esa Iglesia. La Cámara Alta de la Convocatoria de Canterbury ya ha afirmado que estas cláusulas, en su sentido prima facie, van más allá de lo que se justifica por la Sagrada Escritura. En vista de las palabras de Nuestro Señor citadas arriba, no debe haber nada sorprendente en la declaración de nuestro deber de creer lo que sabemos es el testimonio y la enseñanza de Cristo, ni en el pecado grave que cometemos al negarnos deliberadamente a aceptarlo, ni, finalmente, en los castigos que serán infligidos a aquellos que culpablemente persistan en su pecado. Es justamente esto último lo que proclaman las cláusulas condenatorias. Desde el punto de vista dogmático, la cuestión meramente histórica de la autoría del Credo, o del momento en que apareció, es de consideración secundaria. Lo único que necesitamos conocer es el hecho de que está aprobado por la Iglesia como la expresión de su mente sobre las verdades fundamentales con las que trata.


Bibliografía: JONES, The Creed of St. Athanasius; JEWEL, Defence of the Apology (Londres, 1567); in Works (Cambridge, 1848), III, 254; VOSSIUS, Dissertationes de Tribus symbolis (París, 1693); QUESNEL, De Symbolo Athanasiano (1675); MONTFAUCON, Diatribe in symbolum Quicunque en P.G. XXVIII, 1567, MURATORI, Expositio Fidei Catholicae Fortunati with Disquisitio in Anecdota (Milán, 1698), II; WATERLAND, A Critical History of the Athanasian Creed (Cambridge, 1724; Oxford, 1870); HARVEY, The History and Theology of the Three Creeds (Londres, 1854), II; FFOULKES, The Athanasian Creed (Londres, 1871); LUMBY, The History of the Creeds (Cambridge, 1887); SWAINSON, The Nicene Creed and the Apostles' Creed (Londres, 1875); OMMANNEY, The Athanasian Creed (Londres, 1875); IDEM, A Critical Dissertation on the Athanasian Creed (Oxford, 1897); BURN, The Athanasian Creed, etc., in ROBINSON, Texts and Studies (Cambridge, 1896); SMITH, The Athanasian Creed in The Month (1904), CIV, 366; SCHAFF, History of the Christian Church (Nueva York, 1903), III; IDEM, The Creeds of Christendom (Nueva York, 1884), I, 34; TIXERONT, in Dict. de Theol. Cath.; LOOFS, in HAUCK, Realencyklopadie fur prot. Theol., s.v. Vea también las discusiones por escritores anglicanos: WELLDON, CROUCH, ELIOT, LUCKOCK, en el siglo XIX (1904-06).

Fuente: Sullivan, James. "The Athanasian Creed." The Catholic Encyclopedia. Vol. 2, pp. 33-35. New York: Robert Appleton Company, 1907. 23 Aug. 2017 <http://www.newadvent.org/cathen/02033b.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina