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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Virtudes heroicas

De Enciclopedia Católica

Revisión de 15:27 9 dic 2012 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones)

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La noción de heroicidad se deriva de héroe, originalmente un guerrero, un semidios; por lo tanto supone un grado de valentía, fama y distinción que coloca a un hombre muy por encima de sus compañeros. San Agustín fue el primero que aplicó el título pagano de héroe a los mártires cristianos; desde entonces ha prevalecido la costumbre de concederlo no sólo a los mártires, sino a todos los confesores cuyas virtudes y buenas obras dejan muy atrás las de la gente buena ordinaria. El Papa Benedicto XIV, cuyos capítulos sobre las virtudes heroicas son clásicos, describe la heroicidad en los siguientes términos: “para ser heroica una virtud cristiana debe capacitar a su dueño para realizar acciones virtuosas con extraordinaria prontitud, facilidad y placer, por motivos sobrenaturales y sin razonamientos humanos, con auto-abnegación y pleno control de las inclinaciones naturales”. Una virtud heroica es por tanto, un hábito de buena conducta que llega a ser como una segunda naturaleza, una nueva fuerza motriz más fuerte que todas las correspondientes inclinaciones innatas, capaz de volver fáciles una serie de actos cada uno de los cuales, para el hombre ordinario, hubiesen significado dificultades muy grandes, sino insuperables.

Tal grado de virtud pertenece solamente a almas que ya se han purificado de los apegos mundanos, y que se han anclado sólidamente en el amor de Dios. Santo Tomás de Aquino (I-II: 61:4) dice: “la virtud consiste en el seguir o imitar a Dios. Toda virtud, como toda otra cosa, tiene su tipo (ejemplar) en Dios. Por tanto la mente divina en sí misma es el tipo de prudencia; Dios, al utilizar todas las cosas para servir a su Gloria, es el tipo de templanza o temperancia, por el cual el hombre sujeta sus bajos apetitos a la razón; cuando Dios aplica la ley eterna a todas sus obras, se tipifica la justicia; la inmutabilidad divina es el tipo de la fortaleza. Y, debido a que está en la naturaleza del hombre vivir en sociedad, las cuatro virtudes cardinales son sociales (politicae) en la medida en que mediante ellas, el hombre ordena rectamente su conducta en la vida diaria. No obstante, el hombre debe levantarse a sí mismo más allá de su vida natural hacia la vida divina: ‘Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial.’ (Mateo 5,48). Por lo tanto, es necesario colocar ciertas virtudes en medio de las virtudes sociales, que son humanas, y las virtudes ejemplares, que son divinas. Estas virtudes intermedias son de dos grados de perfección: las menores en el alma que todavía luchan por elevarse de la vida de pecado hacia la semejanza con Dios---estas son las virtudes purificatorias (virtutes purgatoriae); las mayores están en el alma que ya ha logrado la semejanza con Dios---éstas son las virtudes de las almas purificadas (virtutes jam purgati animi). En menor grado, la prudencia, movida por la contemplación de las cosas Divinas, desprecia todo lo terrenal y dirige todos los pensamientos del alma sólo hacia Dios; la templanza renuncia, en tanto lo permite la naturaleza, a las cosas requeridas por las necesidades corporales; la fortaleza quita el temor de abandonar esta vida y se enfrenta la vida del más allá; la justicia aprueba las disposicones antes mencionadas. En la suma perfección de las almas ya purificadas y firmemente unidas a Dios, la prudencia no conoce otra cosa que su pertenencia a Dios; la templanza ignora los deseos terrenales; la fortaleza no conoce pasiones; la justicia se une a la mente divina en un pacto permanente, para hacer las cosas de manera consecuente. Este grado de perfección pertenece a los bienaventurados en el cielo o a unos pocos de los más perfectos en esta vida.”

Estos pocos “perfectissimi” son los héroes de la virtud, los candidatos para los honores del altar, los santos de la tierra.

Conjuntamente con las cuatro virtudes cardinales, el santo cristiano debe estar dotado de las tres virtudes teologales, especialmente con el amor divino (caridad); la virtud que forma, bautiza y consagra, por decirlo así, todas las demás virtudes, la que las asocia y unifica en un esfuerzo poderoso para participar en la vida divina. Algunos comentarios sobre las “pruebas de heroicidad” requeridas en el proceso de beatificación servirán para ilustrar en detalle los principios generales expuestos arriba.

Así como el amor está en la cima de todas las virtudes, la fe está en su base. Es por la fe que se aprehende primeramente a Dios y que el alma es levantada a la vida sobrenatural. La fe es el secreto de la propia conciencia; se manifiesta al mundo en las buenas obras en las cuales se vive, “la fe sin obras es fe muerta” (Stgo. 2,26). Tales obras son: la profesión externa de la fe, la estricta observancia de los Mandamientos Divinos, la oración, la devoción filial a la Iglesia, el temor de Dios, el horror al pecado, la penitencia por los pecados cometidos, la paciencia en la adversidad, etc. Todas o algunas de éstas alcanzan el grado de heroicidad cuando son practicadas con absoluta perseverancia, durante un largo período de tiempo, o bajo circunstancias tan irritantes en las cuales hombres de perfección ordinaria se hubiesen abstenido de actuar. Los mártires que mueren en los tormentos por la fe, los misioneros que dedican sus vidas a propagarla, los pobres humildes que con su paciencia infinita arrastran su miserable existencia a fin de hacer la voluntad de Dios y cosechar su recompensa posteriormente: todos ellos son héroes de la fe.

La esperanza es la confianza firme de que Dios nos dará la vida eterna y todos los medios necesarios para obtenerla; alcanza heroicidad cuando asciende a una inquebrantable confianza y seguridad en la ayuda de Dios en todos los eventos adversos de la vida, cuando está dispuesta a abandonar y sacrificar todos los demás bienes, a fin de obtener la prometida felicidad del cielo. Tal grado de esperanza tiene sus raíces en una fe igualmente perfecta. Abraham, el modelo de los fieles, es también el modelo de los esperanzados “el cual, esperando contra toda esperanza… y no vaciló en su fe al considerar su cuerpo ya sin vigor… ni el vientre de Sara, igualmente estéril”. (Rom. 4,18-22).

La caridad inclina al hombre a amar a Dios sobre todas las cosas con amor de amistad. El amigo perfecto de Dios dice con San Pablo: “con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí.” (Gál. 2,19-20). Porque amor significa unión. Su tipo celestial es la Santísima Trinidad en Unidad; su grado máximo en las criaturas de Dios es la visión beatífica, es decir, la participación en la vida de Dios. En la tierra es la fructífera madre de la santidad, la única cosa necesaria, la única posesión totalmente satisfactoria. Se exalta en 1 Cor. 13, en el Evangelio según San Juan y las Epístolas; el discípulo amado y el feroz misionero de la cruz son los mejores intérpretes del misterio de amor revelado a ellos en el Corazón de Jesús. Con el mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas, Jesús pareó uno más: “el segundo es parecido al primero: amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos” (Mc. 12,31). La semejanza o vínculo entre ambos mandamientos se basa en esto: que en nuestro semejante amamos la imagen y semejanza de Dios, sus hijos adoptivos y herederos de su Reino. Por tanto, servir a nuestro prójimo es servir a Dios. Y las obras de misericordia espirituales y temporales realizadas en este mundo decidirán nuestro destino en el próximo: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino... porque tuve hambre y me disteis de comer... En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicísteis”. (Mt. 25,34-40). Por esta razón, las obras de caridad en grado heroico han sido, desde el principio hasta la actualidad, una marca distintiva de la Iglesia Católica, el compromiso de santidad en incontables números de sus hijos e hijas.

La prudencia, que nos permite conocer qué desear y qué evitar, alcanza la heroicidad cuando coincide con el “don de consejo”, es decir, un discernimiento claro ayudado por Dios sobre cuál es la conducta correcta y la incorrecta. Los Bolandistas dicen de San Pascasio Radberto: “Fue tan grande su prudencia que un manantial de prudencia parecía brotar de su mente. Pues contemplaba juntos el pasado, el presente y el futuro y era capaz de decir, por el consejo de Dios, que se debía hacer en cada caso” (2 de enero, c. V, n.16).

La justicia, que da a cada uno lo debido, es el eje alrededor del cual gravitan las virtudes religiosas de la piedad, obediencia, gratitud, veracidad, amistad y muchas más. Actos de justicia heroica se vieron en Jesús, quien sacrificó su vida para dar gloria a Dios, y en Abraham, dispuesto a sacrificar a su propio hijo en obediencia a la voluntad de Dios.

La fortaleza, la que nos alienta cuando la dificultad se interpone en el camino de nuestra obligación, es en sí misma el elemento heroico en la práctica de la virtud; alcanza su pináculo cuando supera obstáculos que hubiesen sido invencibles para la virtud ordinaria.

La templanza o temperancia, que nos mantiene alejados de las pasiones cuando éstas nos inclinan a actuar incorrectamente, comprende la buena conducta, la modestia, la abstinencia, la castidad, la sobriedad y otras. Ejemplos de templanza heroica son San José y San Juan el Bautista.

En fin, se debe señalar que casi todo acto de virtud que procede del principio divino dentro de nosotros posee en sí mismo los elementos de todas las virtudes; sólo el análisis mental visualiza el mismo acto desde varios aspectos.


Bibliografía: BENEDICTO XIV, De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione, chs. XXXI-XXXVIII, en Opera omnia, III (Prato, 1840); DEVINE, Manual de Teología Mística (Londres, 1903); SLATER, Manual de Teología Moral (Londres, 1908); WILHELM AND SCANNELL, Manual de Teología Católica (Londres, 1906).

Fuente: Wilhelm, Joseph. "Heroic Virtue." The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/07292c.htm>.

Traducido por Giovanni E. Reyes. L H M