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Martes, 3 de diciembre de 2024

Herejía

De Enciclopedia Católica

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Arrio
Quema de herejes
Ajusticiamiento de Juan Huss
Lutero
Martín Lutero fijando sus tesis en Wittemberg
Melanchton
Enrique VIII
Escudo del Santo Oficio
El Santo Oficio de la Santa Inquisición
Anthony de Mello, hereje contemporáneo
Anselm Grün, hereje neognóstico

Connotación y Definición

El término “herejía” connota, desde el punto de vista etimológico, tanto el acto de elegir como la cosa elegida. Sin embargo, su significado se ha reducido a la elección de doctrinas religiosas o políticas, a la adhesión a iglesias o partidos políticos.

Flavio Josefo aplica ese nombre (airesis) a las tres sectas religiosas prevalecientes en Judea desde el tiempo de los Macabeos: Los saduceos, los fariseos y lo esenios (La Guerras de los Judíos II, VIII, 1; Antigüedades Judías XIII, V, 9). San Pablo es presentado ante el gobernador Félix como el líder de la herejía (aireseos) de los nazarenos (Hechos 24,5). En Roma, los judíos le dicen al mismo Apóstol: “En lo tocante a esta herejía (aireseos), sabemos que todo mundo la contradice”. San Justino (Dial., XVIII, 108), utiliza la palabra ”airesis” con el mismo significado. La segunda carta de San Pedro (2,1) aplica el término a las sectas cristianas: “Hubo también en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas (aireseis apoleias)”. En el griego tardío se llamó “herejías” tanto a las diferentes escuelas filosóficas como a las sectas religiosas.

Santo Tomás (II-II: 11,1) define la herejía del modo siguiente: “Una especie de infidelidad de aquellos que, habiendo profesado la fe en Cristo, corrompen sus dogmas”. “La correcta fe cristiana consiste en asentir voluntariamente con Cristo en todo aquello que pertenece verdaderamente a su enseñanza. Hay, consecuentemente, dos formas de desviarse del cristianismo: una, cuando uno se rehúsa a creer en Cristo, y es lo que se llama infidelidad, que comparten los paganos y los judíos; la otra, cuando uno restringe su creencia solamente a ciertos puntos de la doctrina de Cristo, seleccionados y modificados según la propia conveniencia, y es lo que se llama herejía. El objeto de la fe y de la herejía es, por tanto, el depósito de la fe, o sea, la suma total de las verdades reveladas por la Escritura y la Tradición según nos la propone la Iglesia para que la creamos. El creyente acepta la totalidad del depósito según lo propone la Iglesia; el hereje acepta sólo aquellas partes que su juicio le recomienda. Las razones de la herejía pueden ser: ignorancia del verdadero credo, juicio erróneo, percepción y comprensión imperfectas de los dogmas. En ninguno de esos casos juega la voluntad un papel importante, y ello hace que tal herejía sea solamente material u objetiva, al no darse una de las condiciones de la pecaminosidad: la elección libre. Por otro lado, la voluntad puede libremente inclinar el intelecto a adherirse a algunas de las posiciones que han sido declaradas falsas por la autoridad de la Iglesia. Los motivos para ello pueden ser: orgullo intelectual o confianza excesiva en las propias capacidades; la ilusión de celo religioso; la tentación de poder político o religioso; las ataduras de los bienes materiales y el nivel social; quizás otros menos honorables aún. Este tipo de herejía aceptada sí es sujeto de culpa, en grado variable. Se le llama formal porque al error material añade el elemento informativo de lo “libremente querido”.

Para que la herejía sea formal, debe tener pertinacia, o sea, la adhesión obstinada a una posición particular. Mientras alguien tenga el deseo de someterse libremente a la decisión de la Iglesia, dicha persona será un cristiano católico en el fondo de su corazón y sus creencias falsas no pasarán de ser errores pasajeros y opiniones momentáneas. Teniendo en cuenta que el intelecto humano únicamente puede asentir ante la verdad, sea ésta real o aparente, la pertinacia deliberada, distinta de la oposición caprichosa, supone una firme convicción subjetiva que puede bastar para informar la conciencia y crear la “buena fe”. Convicciones tan firmes pueden ser el resultado de circunstancias sobre las que la persona no tiene control, o de violaciones intelectuales que, en si mismas, pueden ser más o menos voluntarias y, por lo tanto, imputables. Una persona que nace y es formada en un ambiente herético puede llegar a morir sin jamás tener duda de la verdad de sus creencias. Por otro lado, una persona que nace católica puede dejarse arrastrar por remolinos de pensamiento contrario a la Iglesia, de los cuales ninguna autoridad doctrinal puede salvarla, y debido a los cuales su mente llega a ser influenciada por convicciones y consideraciones suficientemente fuertes como para superar su conciencia católica. No corresponde al hombre, sino a Aquel que conoce el fondo de los corazones, el sentarse a juzgar acerca de la culpa que corresponde a un alma herética.

Distinciones

La herejía es distinta de la apostasía. El apóstata a fide abandona totalmente la fe cristiana y se adhiere al judaísmo, al Islam, al paganismo o sencillamente cae en el naturalismo o en el desdén por la religión. El hereje siempre permanece fiel a Cristo. La herejía también es distinta del cisma. El cismático- según santo Tomás- es quien libremente se separa de la unidad de la Iglesia. La unidad de la Iglesia consiste en la conexión de sus miembros entre sí y de los miembros con la Cabeza. Esta Cabeza es Cristo y su representante en la Iglesia es el Sumo Pontífice. Es por ello que “cismática” se llama aquella persona que no desea sujetarse a la autoridad del Sumo Pontífice ni comulgar con los miembros de la Iglesia que le están sujetos a este último. Desde que fue proclamada la infalibilidad papal, la mayor parte de los cismas encierran también la negación de este dogma. La herejía se opone a la fe; el cisma, a la caridad. De ese modo, aunque los herejes son también cismáticos, en cuanto que la pérdida de fe también implica cierta separación de la Iglesia, no todos los cismáticos son necesariamente herejes, ya que cualquiera puede, por ira, orgullo, ambición o cosas semejantes, separarse de la plena comunión con la Iglesia y sin embargo seguir creyendo lo que la Iglesia propone para ser creído(II-II, Q. XXIX, a. 1). Claro que tal sujeto debería llamarse más bien rebelde que hereje.

Grados de Herejía

Tanto la materia como la forma de la herejía admiten grados, expresados en la siguiente fórmula técnica de teología y de derecho canónico. La adhesión pertinaz a una doctrina contradictoria referente a un asunto de fe claramente definido por la Iglesia es simple y llanamente herejía; herejía de primer grado. Mas si la doctrina en cuestión no ha sido definida expresamente, ni propuesta claramente como artículo de fe del magisterio ordinario y autorizado de la Iglesia, las opiniones contrarias a ella son tituladas sententia haeresi proxima, o sea, una opinión cercana a la herejía. Siguiente: una propuesta doctrinal, si bien en si misma no contradiga el dogma, puede tener consecuencias lógicas que se desvíen de la verdad revelada. Tal propuesta no es hereje; es una propositio teologice erronea, o sea, teológicamente errónea. Puede ser que, en algún caso, la oposición de una teoría a un artículo de fe no sea demostrable estrictamente, sino que dicha oposición apenas alcanza cierto grado de probabilidad. En tal caso, la doctrina dudosa es llamada sententia in haeresi suspecta, haeresim sapiens, o sea, una posición que es sospechosa de, o que sabe a, herejía (Véase CENSURAS, TEOLÓGICAS).

Gravedad del Pecado de Herejía

La herejía es considerada un pecado a causa de su propia naturaleza, destructiva de la virtud de la fe cristiana. Su malicia debe medirse, por tanto, por la excelencia del don del que priva al alma. Si la fe es la posesión más valiosa que pueda tener el ser humano- la raíz de su vida sobrenatural, la garantía de su salvación eterna-, entonces la privación de la fe es el mal más terrible que le puede ocurrir, y el rechazo deliberado de la fe es el pecado mayor. Santo Tomás llega a la misma conclusión (II-II, Q. x, a. 3): “Todo pecado es un acto de aversión de Dios. Por lo tanto, el pecado es mayor entre más separa al hombre de Dios. Y la infidelidad – la falta de fe- separa al hombre de Dios más que ningún otro pecado, porque el infiel (el no creyente) no tiene el verdadero conocimiento de Dios; su falso conocimiento no lo ayuda en nada, ya que en lo que cree no es Dios. Queda así demostrado, entonces, bómo es que el pecado de infidelidad (infidelitas) es el mayor dentro del rango total de perversidad”. Y añade: “Si bien los gentiles yerran en más asuntos que los judíos, y los judíos están más lejanos de la fe que los herejes, sin embargo la infidelidad de los judíos constituye un pecado más grave que el de los gentiles porque aquellos corrompieron el Evangelio mismo después de haberlo adoptado y profesado... Es mayor pecado no cumplir lo que se ha prometido que no cumplir lo que no se ha prometido”. No se puede alegar en defensa de los herejes que éstos no niegan la fe que a ellos les parece necesaria para la salvación, sino sólo esos artículos de fe que ellos no consideran pertenecientes al depósito original de la fe. Basta recordar que dos de las verdades más evidentes del depositum fidei son la unidad de la Iglesia y la institución de la autoridad magisterial, encargada de velar por dicha unidad. Tal unidad existe en la Iglesia Católica, y es conservada gracias a la operación de su cuerpo magisterial. Nadie puede negar esos dos hechos. En la constitución de la Iglesia no hay cabida para los juicios privados en lo referente a distinguir lo esencial de lo no esencial. Cualquier intento privado de selección rompe la unidad y atenta contra la autoridad divina de la Iglesia. Va directamente en contra de la fuente misma de la fe. El pecado de herejía es medido no tanto por su objeto sino por su principio formal, que es idéntico para toda herejía: una rebelión en contra de la autoridad constituida divinamente.

Origen, Difusión y Persistencia de la Herejía

Origen de la herejía

Diferentes causas y muchas circunstancias externas están en el origen, la difusión y la persistencia de la herejía. El debilitamiento de la fe que ha sido infundida y promovida por el mismo Dios es posible debido al elemento humano que está dentro de la misma fe: el libre albedrío. La voluntad determina libremente al acto de fe porque sus disposiciones morales la mueven a obedecer a Dios, mientras que la debilidad de los motivos de credibilidad le permiten abstenerse de dar su consentimiento y abre la puerta a la duda e incluso al rechazo. La debilidad de los motivos de credibilidad tiene tres causas posibles: la obscuridad del testimonio divino (invidentia attestantis); la obscuridad de los contenidos de la revelación; la oposición entre las obligaciones que impone la fe y las inclinaciones perversas de nuestra naturaleza corrupta. Para conocer mejor el curso que sigue la voluntad humana al alejarse de la fe que antes profesó, es bueno observar casos históricos. Pio X, al analizar las causas del modernismo, dice: “La causa próxima es, sin duda alguna, un error de la mente. Las causas remotas son dos: la curiosidad y el orgullo. La curiosidad, si no es mantenida dentro de sus límites, es capaz por si sola de explicar todos los errores... Pero el orgullo es mucho más efectivo en la tarea de oscurecer la mente y guiarla al error. Y es eso lo que está en la base de las teorías modernistas. Es por orgullo que los modernistas se sobrevalúan a sí mismos... No somos como los demás... rechazan toda sujeción a la autoridad... se presentan como reformadores. Si de las causas morales pasamos a las intelectuales, la primera y más poderosa es la ignorancia... Ellos rinden culto a la filosofía moderna... ignorando completamente la filosofía escolástica y privándose a sí mismos de los medios de aclarar la confusión de sus ideas y de poder enfrentar los sofismas. Su sistema, tan plagado de errores, tuvo su origen en el matrimonio entre la falsa filosofía y la fe” (Encíclica "Pascendi", 8 Septiembre, 1907).

Hasta aquí, el Papa. Si echamos un vistazo a los líderes del modernismo para que nos den razón de sus defecciones, no encontramos ninguna mención del orgullo o la arrogancia, sino que todos parecen coincidir en aceptar que la curiosidad- el deseo de saber como la antigua fe puede enfrentarse con la nueva ciencia- ha sido su motivación. (El lector podrá conocer la posición católica respecto al presunto conflicto entre ciencia y fe en la encíclica “Fides et Ratio”, de S.S. Juan Pablo II. N.T.). En última instancia, apelan a la voz sagrada de la conciencia individual, que les prohíbe profesar externamente como verdadero lo que internamente, y honestamente, tienen como falso. Loisy, a quien se aplica el decreto “Lamentabili”, confiesa a sus lectores que él llegó a su posición “a través de los estudios centrados principalmente en la historia de la Biblia, de los orígenes cristianos y de la religión comparada”. Tyrrell se defiende afirmando: “Son los datos irrefutables del origen y composición del Antiguo y Nuevo Testamentos; del origen de la iglesia cristiana; de su jerarquía, sus instituciones, sus dogmas; del desarrollo gradual del papado; de la historia de la religión en general, que crean una dificultad contra la cual la síntesis de la teología escolástica debe ser, y ya ha sido, convertida en polvo”. “Puedo señalar con mi dedo el punto exacto, o el momento, de mi experiencia, en el que nació mi ‘inmanentismo’. En su “Reglas para el discernimiento de espíritus”... Ignacio de Loyola afirma...etc.”. Es muy interesante desde la perspectiva psicológica observar el punto o momento clave de la ruptura con la fe en las autobiografías de quienes se han separado de la Iglesia. Un análisis de las narraciones personales en “Caminos hacia Roma” y “Caminos desde Roma” lo deja a uno con la impresión de que el corazón humano es un santuario impenetrable a todos menos a Dios y, en cierta medida, a su dueño. Es por tanto recomendable respetar a cada persona su propia individualidad y concentrarse en el estudio de la difusión de la herejía, o de los orígenes de las sociedades heréticas.

Difusión de las herejías

El crecimiento de las herejías, como el de las plantas, depende de las influencias circundantes más que de su propia fuerza vital. Las filosofías, los ideales y las aspiraciones religiosas, las condiciones socioeconómicas, etc. entran en contacto con la verdad revelada y de ese encuentro surgen nuevas afirmaciones y nuevas negaciones de la doctrina tradicional. El primer requisito de éxito para que una herejía se expanda es una persona fuerte, no necesariamente dotada de gran intelecto o muchos estudios, pero sí muy voluntariosa y osada en la acción. Ese es el perfil de los hombres que, a través de los siglos, han dado sus nombres a nuevas sectas. El segundo requisito es la posibilidad de acomodar la nueva doctrina a la mentalidad de sus contemporáneos y a las condiciones socio-políticas. Y el último, pero no por ello menos importante, es el apoyo de los gobernantes seculares. Un hombre fuerte, en sintonía con su tiempo y apoyado por la fuerza material, puede deformar la religión existente y construir una nueva secta herética. El modernismo fracasó en su intento de formar un cuerpo separado de la Iglesia porque no tuvo un dirigente reconocido, porque sólo pudo convocar a un grupo minoritario de mentes de su tiempo, específicamente un grupo de personas desencantadas con la Iglesia de aquel tiempo, y porque ningún poder secular los apoyó. Mil y un sectas pequeñas han fracasado por idénticas razones, proporcionalmente hablando. Sus nombres están ahí, ocupando páginas de la historia de la Iglesia, pero sus posturas solamente interesan a unos cuantos estudiosos, y no cuentan con seguidor alguno. Tales fueron, por ejemplo, en la época Apostólica, los judeo-cristianos, los judeo-gnósticos, los nicolaítas, los docetas, los cerintianos, los ebionitas, los nazarenos, etc., a quienes siguieron, en los dos siglos siguientes, una variedad de gnósticos sirios y alejandrinos, los ofitas, marcionitas, encatritas, montanistas, maniqueos y otros. Todas las primeras sectas orientales bebieron de la fuente de asombrosas especulaciones, tan queridas a la mente oriental, pero, carentes del apoyo del poder temporal, desaparecieron bajo los anatemas de los guardianes del depositum fidei.

El arrianismo fue la primera herejía que logró hacer pie en la Iglesia y amenazó seriamente su misma existencia y naturaleza. Arrio hizo su aparición en escena cuando los teólogos estaban esforzándose por armonizar las aparentemente contradictorias doctrinas de la unidad de Dios y de la divinidad de Cristo. En vez de ayudar a desanudar el problema, Arrio sencillamente lo cortó afirmando sin ambages que Cristo no es Dios como el Padre, sino una creatura creada en el tiempo. La simplicidad de la solución, el entusiasmo ostentoso de Arrio al defender al “único Dios”, su modo de vida, sus conocimientos y habilidad dialéctica le ganaron muchos adeptos. “En particular, fue apoyado por el famoso Eusebio de Nicomedia, quien tenía mucha influencia ante el Emperador Constantino. Tenía muchos amigos entre los demás obispos de Asia e incluso entre los obispos, presbíteros y monjas de la provincia de Alejandría. Se supo ganar el favor de Constancia, la hermana del emperador, y diseminó su doctrina entre el pueblo a través de su conocido libro, al que él intituló “Thaleia”, o entretenimiento, y a través de cantos apropiados para los marinos, molineros y viajeros” (Addis y Arnold, "a Catholic Dictionary", 7ª. ed., 1905, 54.). El Concilio de Nicea anatematizó al hereje, pero sus anatemas, al igual que los esfuerzos de los obispos católicos, se vieron anulados por la interferencia del poder civil. Constantino y su hermana protegieron a Arrio y a sus seguidores; el sucesor en el trono, Constancio, aseguró el triunfo de la herejía. La persecución acabó por silenciar a los católicos ortodoxos. Pero inmediatamente se inició un conflicto interno entre las filas de los arrianos, pues la herejía, a la que le falta el elemento cohesivo de la autoridad, únicamente puede sostenerse por la coerción. Rápidamente surgieron sectas arrianas: eunomianos, anomeanos, exucontianos, semi-arrianos, acaianos. El Emperador Valente (364-378) brindó todo su apoyo a los arrianos y sólo se logró la paz interna de la Iglesia cuando el Emperador Teodosio, un ortodoxo, revirtió la política de su antecesor y se alió a Roma. Dentro de las fronteras del Imperio Romano prevaleció la fe de Nicea, reforzada ahora por el Concilio de Constantinopla (381). Pero el arrianismo logró mantener reductos durante doscientos años en aquellos sitios donde gobernaron los godos arrianos: Tracia, Italia, África, España, Galia. La n|conversión]] del Rey Recaredo de España, quien asumió el trono en 586, significó el fin del arrianismo en sus dominios, y el triunfo de los francos católicos selló el fin del arrianismo en el resto del mundo.

El pelagianismo, que no contaba con apoyo secular, fácilmente fue erradicado de la Iglesia. El eutiquianismo, el nestorianismo y otras herejías cristológicas que se sucedieron una a otra, como eslabones de una cadena, solamente florecieron mientras los poderes temporales de Bizancio y Persia les dieron apoyo. En cuanto se les abandonó a su suerte, fueron sobrecogidos por la división, el estancamiento y el declive.

Pasando sobre el gran cisma que se desplazó del Occidente al Oriente, y sobre la multitud de pequeñas herejías que aparecieron durante la Edad Media sin dejar apenas una huella en la Iglesia, llegamos a las sectas modernas que hacen su aparición a partir de Lutero y que colectivamente se conocen como protestantismo. Los tres elementos de éxito que poseía el arrianismo vuelven a intervenir en el luteranismo y ocasionan que ambos fenómenos religiosos sigan prácticamente líneas paralelas. Lutero fue, en forma eminente, un hombre de su pueblo: bajo su hábito religioso y su toga doctoral convivían las cualidades rudas pero límpidas del campesino sajón. Su voz chillante, su piedad, su preparación académica lo levantaban sobre sus coterráneos, pero no lo alejaban de ellos. Su convivialidad, la crudeza de su lenguaje al conversar y predicar, y sus muchas debilidades humanas, ayudaron a labrarle una gran popularidad. Cuando el dominico John Tetzel comenzó a predicar las indulgencias proclamadas por León X a favor de quienes ayudaran a terminar la basílica de San Pedro en Roma, hubo gran oposición de parte de la gente y de las autoridades eclesiásticas y civiles. Lutero prendió la mecha y la echó al combustible del descontento popular. En poco tiempo adquirió un buen número de seguidores muy fuertes tanto en la Iglesia como en el Estado. El Obispo de Würzburg lo puso bajo la protección del Elector Federico de Sajonia. Lo más probable es que Lutero haya lanzado su campaña con la muy laudable n|intención]] de reformar algunos abusos patentes. Pero su inesperado éxito, su temperamento impetuoso y la n|ambición]] pronto lo llevaron más allá de los límites fijados por la Iglesia. En 1521, cuatro años después de su ataque contra el abuso de las indulgencias, ya había propagado una nueva doctrina: la Biblia es la única fuente de la fe; la naturaleza humana fue totalmente corrompida por el pecado original; el hombre no es libre; el único responsable de toda acción humana, buena o mala, es Dios; sólo la fe salva; el sacerdocio cristiano no es exclusivo de la jerarquía sino que incluye a todos los fieles. Las masas populares rápidamente concluyeron, a partir de esas doctrinas, que el pecado ya no era pecado y que, más bien, era equiparable a una buena acción. Su capacidad para apelar a los más bajos instintos de la naturaleza humana también excitó el nacionalismo y la n|ambición]]. Buscó enfrentar al Papa con el emperador germano y a teutones contra latinos. Hizo un llamado a los príncipes seculares para que confiscaran todas las propiedades de la Iglesia. Y su voz encontró fuerte eco. La historia de los siguientes 130 años del pueblo germano es una sucesión de guerras religiosas, de n|degradación]] moral, retroceso artístico y catástrofe industrial; de guerras civiles, pillería, devastación y ruina general. La paz de 1648 estableció el principio: “Cuius regio illius et religio” (a tal rey, tal religión). Consecuentemente, las fronteras territoriales se convirtieron en límites religiosos, en los que los pobladores debían practicar la religión del gobernante de esa región. Vale la pena hacer notar que la frontera fijada por los políticos en 1648 continúa siendo la demarcación entre católicos y protestantes alemanes en la era moderna. La reforma inglesa, más que cualquier otra, fue obra de hábiles políticos. La tierra había sido ya preparada por los Lollard o los Wycliff, los cuales eran bastante numerosos en todas las aldeas aún durante el siglo XVI. No hubo un Lutero británico, pero el trabajo sucio fue realizado por reyes y parlamentarios, a base de leyes penales de incomparable severidad.

Persistencia de la herejía

Hemos visto bómo nace y se expande la herejía. Debemos ahora responder a la pregunta de bómo persiste, o bómo es que tanta gente permanece en la herejía. Una vez que la herejía se apodera del terreno, aprieta la soga utilizando una miríada de formas de influencia sutil, y a veces inconsciente, en la vida de cada persona. Nace un niño en un ambiente herético. Antes de poder incluso pensar por si mismo, ya su mente ha sido llenada y moldeada en casa y la escuela, y en la iglesia, cuya autoridad jamás se pone en duda. Cuando, en la edad madura, las dudas surgen, jamás se tiene oportunidad de referirse a la verdad católica en forma objetiva. Los prejuicios, las desviaciones educacionales, las deformaciones históricas estorban el camino y a veces hasta lo imposibilitan. De ese proceso resulta el estado de conciencia que se conoce técnicamente como bona fides, o buena fe. Incluye una creencia errónea no culpable y errores morales inevitables y justificables, y hasta laudables en ocasiones. En ausencia de buena fe, los asuntos del mundo frecuentemente se convierten en obstáculo para pasar de la herejía a la verdad. Si un gobierno, por ejemplo, favorece a los seguidores de la religión de Estado, la burocracia se convierte en un ejército de misioneros más poderoso que los ministros ordenados. Prusia, Francia y Rusia fueron ejemplo de ello.

Cristo, los Apóstoles y los Padres Hablan de la Herejía

La herejía, considerada como rompimiento con la fe, únicamente es posible cuando la fe ha sido promulgada por Cristo. Mateo 24, 11, 23-26 ya lo había vaticinado: “Surgirán muchos falsos profetas, que engañarán a muchos... Entonces si alguno os dice: ‘Mirad, el Cristo está aquí o allá’, no le creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes signos y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho!. Así que si os dicen: ‘Está en el desierto’, no salgáis. ‘Está en los aposentos’, no le creáis”. Cristo también definió las características de los falsos profetas: “El que no está conmigo está contra Mí” (Lc 11, 23); “Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad, y si hasta a la comunidad desoye, sea para ti como gentil y publicano” (Mt 18, 17); “El que crea y sea bautizado, se salvará, el que no crea, se condenará” (Mc 16, 16). Los Apóstoles siguieron las indicaciones del Maestro. Todo el peso de su fe y misión divinas cae sobre los innovadores. “Si alguno- dice san Pablo- os anuncia un Evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea anatema!” (Gal 1, 9). San Juan opina que un hereje es un seductor, un anticristo, un hombre que causa división en Cristo (I Jn 4, 3; II Jn 7). “No lo recibáis en casa ni lo saludéis” (II Jn 10). Fiel a su oficio y a su naturaleza impetuosa, san Pedro ataca a los herejes con una espada de doble filo: “... falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas y que, negando al Dueño que los adquirió, atraerán sobre si una rápida destrucción... Estos son fuentes y nubes llevadas por el huracán, a quienes está reservada la oscuridad de las tinieblas” (II Pe 1, 1, 17). a lo largo de toda su epístola, san Judas sigue una línea semejante. San Pablo advierte a los perturbadores de la unidad en Corintio diciéndoles: “Las armas de nuestro combate... son capaces de arrasar fortalezas, deshacer sofismas y cualquier baluarte edificado contra el conocimiento de Dios... Y estamos dispuestos a castigar toda desobediencia” (II Cor 10, 4- 6).

Pablo exhorta a todo obispo a llevar a cabo lo que él hizo en Corintio. Así, a Timoteo le dice: “Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta. Algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe; entre ellos están Himeneo y Alejandro, a quienes entregué a Satanás para que aprendiesen a no blasfemar” (I Tim 1, 18-20). Encarece a los ancianos de la Iglesia de Éfeso a tener “cuidado de vosotros y de toda la grey, en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios... Yo sé que, después de mi partida, se introducirán entre vosotros lobos crueles que no perdonarán el rebaño... Por tanto, vigilad” (Hechos 20, 28-29. 31). a los filipenses (3, 2) les escribe: “Tengan cuidado con los perros”, significando con esta última palabra lo mismo que “lobos crueles”. Los Padres no muestran ninguna misericordia respecto a quienes pervierten la fe. Un escritor protestante (Schaff-Herzog, s. v. Heresy) describe así la enseñanza de los Padres: “Policarpo consideraba a Marción como el hijo mayor del Diablo. Ignacio ve en los herejes a plantas ponzoñosas, o animales con forma humana. Tanto Justino como Tertuliano condenan sus errores considerándolos inspiraciones del Malo. Teófilo los compara a islas desiertas y rocosas contra las que naufragan las naves. Orígenes dice que los piratas colocan luces en puntos altos de los riscos para atraer y destruir las naves que buscan refugio y lo mismo hace el príncipe de este mundo, colocando en alto las luces del conocimiento falso para destruir a los hombres. Jerónimo (Ep. 123) llama “sinagogas de Satán” a las asambleas de herejes, y afirma que se debe evitar reunirse con ellos, así como se evita una serpiente o una alacrán (Ep. 130)”. Estas perspectivas primitivas acerca de la herejía han sido fielmente transmitidas por la Iglesia en épocas posteriores, y se ha actuado en concordancia. No ha habido rompimiento en la Tradición desde san Pedro a san Pío X (o al Papa actual).

Justificación de sus Enseñanzas

La primera ley de la vida, en el reino vegetal o animal, entre las personas individuales o reunidas en sociedad, es la preservación de si mismo. El descuido de esta ley conduce a la ruina y a la destrucción. En la vida de una sociedad religiosa, el tejido que une a sus miembros en un solo cuerpo y que los anima con una sola alma, es el símbolo de la fe, el credo o n|confesión]] a la que se adhieren como conditio sine qua non para su membresía. Deformar el credo es deformar la Iglesia. La integridad de la regla de fe es más esencial a la cohesión de un grupo religioso que la observancia estricta de sus preceptos morales. La fe tiene entre sus funciones primarias el otorgar los medios para corregir las deficiencias morales; la falta de fe, al cortar la raíz de la vida espiritual, es causa de la muerte del alma. En la larga lista de herejes solamente se encuentra el nombre de uno que se arrepintió: Berengario. El celo con el que la Iglesia guarda y defiende su depósito de la fe es idéntico al instinto de conservación y al deseo de sobrevivencia. Tal instinto no es ni siquiera peculiar de la Iglesia Católica; como es natural, es universal. Todas las sectas, denominaciones, confesiones, escuelas de pensamiento, y las asociaciones de cualquier tipo tienen un conjunto más o menos grande de postulados cuya n|aceptación]] es la condición de la que depende su membresía. En la Iglesia Católica esta ley natural ha sido promulgada divinamente, según constatamos en las enseñanzas de Cristo y los Apóstoles. Es una contradicción pedir la libertad de pensamiento en una iglesia, y querer hacerla extensible a todas sus creencias básicas. Al aceptar su membresía, los miembros aceptan las creencias esenciales y renuncian a su libertad de pensamiento en lo tocante a dichas creencias.

Pero ¿cuál autoridad es la que debe decidir qué es y qué no es esencial?. No puede ser, ni duda cabe, ninguna autoridad individual. Al ingresar a una sociedad, del tipo que sea, el individuo cede parte de su individualidad para hacerse parte de la comunidad. Y esa parte es precisamente la capacidad de hacer juicios individuales en lo tocante a lo esencial. Si reasumiera esa libertad dentro del grupo, ipso facto se separaría de su iglesia. Se puede afirmar, entonces, que el poder de decisión recae en la autoridad constituida, la cual en la Iglesia es la jerarquía en cuanto ésta actúa como maestra y guardiana de la fe. No se puede alegar, empero, que este principio limita indebidamente el papel de la razón humana. Es un hecho que sí limita dicho papel, pero no indebidamente, puesto que es consecuencia de la ley natural y divina. El que esa limitación no sea indebida queda evidenciado por otro elemento: (1) el depósito de la fe es, por si mismo, objeto de los más nobles esfuerzos intelectuales, elevando la razón humana sobre su esfera natural, ampliando y profundizando sus perspectivas, ejercitando sus mejores facultades; (2) a la par del depósito, pero conectada lógicamente con él, existe una multitud de puntos dudosos cuya discusión es libre dentro de los límites de la caridad- “in necesariis, unitas; in dubiis, libertas; in omnibus, caritas”. La substitución del Magisterio de la Iglesia por el juicio individual se ha convertido en el solvente que ha hecho desaparecer a cuanta secta lo ha adoptado. Las sectas que han mostrado cierta consistencia son aquellas que, si bien han adoptado el juicio individual en principio, en la realidad lo han considerado siempre como letra muerta y la enseñanza se realiza según ciertos credos y a través de catecismos elaborados por clérigos capacitados.

Legislación Eclesiástica sobre la Herejía

Siendo la herejía un veneno mortal que se genera en el seno mismo de la Iglesia, debe ser erradicado si es que se desea que ésta viva y lleve a cabo su misión de continuar la obra salvadora de Cristo. Su fundador, que previó la enfermedad, también proveyó la medicina. Dotó a la Iglesia de la infalibilidad al enseñar (Cfr. IGLESIA). El oficio de enseñar corresponde a la jerarquía, la Ecclesia docens, la cual, bajo ciertas condiciones, es el último criterio de verdad en asuntos de fe y moral (Cfr. CONCILIOS). Las decisiones infalibles también pueden ser tomadas por el Papa cuando enseña ex cathedra (Cfr. INFALIBILIDAD) (Cfr. Nos. 888-892, 2035 del Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por el Papa Juan Pablo II en 1992, N.T.). El párroco en su parroquia y el obispo en su diócesis tienen la obligación de conservar inmaculada la fe de su rebaño. Al pastor supremo de todas las iglesias se le ha dado el oficio de abrevar todo el rebaño cristiano. De ahí que el poder de erradicar la herejía es un elemento esencial en la constitución de la Iglesia. Al igual que otros poderes y facultades, el de erradicar las herejías se debe adaptar en la práctica a las circunstancias de tiempo y lugar y, de modo especial, a las condiciones sociopolíticas. En sus inicios, funcionó sin una organización especial. La costumbre antigua simplemente dejaba que los obispos se encargaran de encontrar las herejías en sus diócesis y vigilar por todos los medios a su alcance que no se difundieran. Cuando alguna doctrina errónea cogía fuerza y amenazaba con desunir la Iglesia, los obispos se reunían en concilios provinciales, metropolitanos, nacionales o ecuménicos. La autoridad de todos ellos juntos se ejercitaba en contra de las falsas doctrinas. El primer concilio fue una reunión sostenida por los Apóstoles en n|Jerusalén]] para poner fin a las tendencias judaizantes de algunos cristianos. Ese concilio se convirtió en el prototipo de todos los que lo siguieron: los obispos, unidos con la cabeza de la Iglesia y guiados por el Espíritu Santo, se constituyen en jueces finales sobre asuntos de fe y de moral. El espíritu que mueve a la Iglesia cuando ésta trata sobre herejías y herejes es de suma severidad. San Pablo escribe a Tito: “Al sectario, después de una y otra amonestación, rehúyele; ya sabes que está pervertido y peca, condenado por su propia sentencia” (Tit 3, 10-11). Esta antigua ley refleja una anterior, del mismo Cristo: “Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta la comunidad desoye, sea para ti como el gentil o publicano” (Mt 18, 17). Y también inspira toda la legislación subsecuente respecto a la herejía. La sentencia del hereje obstinado es invariablemente la excomunión. Se le separa de la compañía de los fieles, y se le deja en manos de “Satanás para mortificar su sensualidad, a fin de que el espíritu se salve en el día del Señor” (I Cor 5,5).

Una vez que Constantino tomó sobre sí el papel de obispo laico, episcopus externus, y puso el brazo secular al servicio de la Iglesia, las leyes en contra de los herejes se hicieron cada vez más rigurosas. Bajo la sola disciplina eclesiástica a ningún hereje obstinado se le podía someter a castigo físico; el único daño era el que su obstinación pudiera causarle a su dignidad personal al verse privado de la compañía de los demás hermanos cristianos. Pero durante el gobierno de los emperadores cristianos se comenzaron a aplicar medidas rigurosas incluso contra los bienes o personas de los herejes. Desde la época de Constantino hasta Teodosio y Valentiniano III (313- 424), se pusieron en práctica varias leyes penales en contra de los herejes, acusados de crímenes de Estado. “Tanto en el bódigo de Teodosio como en el de Justiniano se les consideraba personas infames; se prohibía la interrelación con ellos; se les privaba de cualquier oficio de beneficio y dignidad dentro de la administración pública, y se les cargaba con los oficios onerosos, tanto militares como administrativos; se les impedía que dispusieran de sus propios bienes libremente, o que aceptaran herencias de otras personas; se les privaba del derecho de dar o recibir donativos, de hacer contratos, de comprar y vender; se les imponían multas pecuniarias; con frecuencia se les proscribía y se les hacía desaparecer, y en algunos casos, antes de enviarlos al destierro se les flagelaba. Se llegó, en algunos casos muy graves, a dictar sentencia de muerte a los herejes, aunque en tiempos de los emperadores cristianos de Roma, raramente se ejecutaba dicha sentencia. Se narra que fue Teodosio el primer emperador que consideró la herejía como crimen capital. Esta ley se aprobó en 382 en contra de los encratitas, sacóforos y los maniqueos. Los profesores herejes tenían prohibido propagar sus doctrinas pública o privadamente; sostener debates públicos; ordenar obispos, presbíteros o cualquier otro cargo clerical; sostener reuniones religiosas; construir conventos o hacerse de dinero para tal fin. Era permitido que los esclavos informaran a la autoridad sobre sus amos herejes y que recuperaran su libertad llegándose a la Iglesia; los hijos de padres herejes no podían recibir su patrimonio o herencia a menos que volviesen a la Iglesia. Los libros de los herejes eran quemados. (Cfr. “Codex Theodosianus”, lib. XVI, tit. 5, “De haereticis”).

Esa legislación permaneció vigente, y con mayor severidad, durante el reinado de los bárbaros invasores que se alzaron con la victoria sobre las ruinas del Imperio Romano de Occidente. Fue en el siglo XI que por primera vez se ordenó la quema de los herejes. El sínodo de Verona (1184) impuso a los obispos la obligación de hallar a los herejes de sus diócesis y entregarlos al poder secular. Otros sínodos, y el IV Concilio de Letrán (1215), en el pontificado de Inocencio III, reiteraron y reactivaron dicho decreto, especialmente el sínodo de Toulouse (1229), que estableció inquisidores en cada parroquia (un sacerdote y dos laicos). Todo mundo tenía obligación de denunciar a los herejes; los nombres de los testigos se conservaban en secreto. Posteriormente al año 1243, cuando Inocencio IV ratificó las leyes de los emperadores Federico II y Luis IX contra los herejes, se empezó a aplicar tortura durante los juicios; los reos eran entregados a las autoridades civiles y algunos morían quemados. Pablo III (1542) estableció, y Sixto V organizó, la Congregación Romana de la n|Inquisición]], o del Santo Oficio, que era un tribunal de justicia para tratar asuntos de herejías y herejes (Cfr. CONGREGACIONES ROMANAS). La Congregación del Índice, instituida por Pio V, tiene como ámbito de trabajo el cuidado de la fe y de la moral en la literatura, y actúa en referencia a los libros del mismo que modo que el Santo Oficio actúa en referencia a las personas (Cfr. ÍNDICE DE LIBROS PROHIBIDOS). (La Congregación Romana de la n|Inquisición]], o Santo Oficio, ha sido reemplazada contemporáneamente por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y el Índice de libros prohibidos dejó de existir el 14 de junio de 1966, por orden del Papa Pablo VI. Algunas normas, sin embargo, referentes a la lectura y escritura de libros referentes a la fe y las costumbres quedaron descritas en los bódigos 831 y 832 del bódigo de Derecho Canónico de 1986. N.T.). El Papa Pio X ordenó que cada diócesis contara con un panel de censores y con un comité de vigilancia cuyas funciones eran encontrar e informar acerca de escritos o personas sospechosas de la herejía del modernismo (Encíclica "Pascendi", 8 septiembre., 1907). La legislación moderna acerca de la herejía no ha perdido nada de su antigua severidad, si bien hoy día las penas son estrictamente de orden espiritual. No está vigente ninguno de los castigos que requerían de la intervención del poder civil. aún en naciones donde el abismo entre lo espiritual y los poderes seculares no significa hostilidad o total separación, la pena de muerte, la confiscación de bienes, encarcelamiento, etc., ya no se aplican a los herejes. Los castigos espirituales son de dos tipos: latae y ferendae sententiae. Aquellos corresponden al mero acto de herejía, sin que medie sentencia judicial. Los últimos son aplicados después de un juicio en un tribunal eclesiástico, o por un obispo actuando ex informata conscientia, o sea, basado en cierta información y dispensando los procedimientos normales.

Las penas (cfr. CENSURAS, ECLESIASTICAS) latae sententiae son: (1) excomunión reservada especialmente al Sumo Pontífice. En ella incurren quienes apostatan de la fe católica, los herejes, cualquiera que sea su nombre y sin importar a qué secta pertenezcan, y todos aquellos que creen en ellos (credentes), quienes los acogen, apoyan y los defienden en alguna forma (Constitución “Apostolicae sedis”, 1869). En esa parte, se entiende por “hereje” a quien lo es formalmente, pero también a quien tiene dudas positivas, o sea, aquel cuyas dudas tienen el soporte de argumentos de razón. Excluye a quien duda negativamente, o sea, quien duda sin ni siquiera formular un argumento en su propia defensa. Los creyentes (credentes) en la herejía son aquellas personas que, sin someter su doctrina a examen, manifiestan un asentimiento general respecto a las enseñanzas de una secta.; los favorecedores (fautores) son aquellos que por omisión o comisión le brindan apoyo a la herejía y con ello favorecen su difusión. Los acogedores y defensores son quienes brindan a los herejes refugio en contra de los rigores de la ley. (2) “Excomunión reservada especialmente al Romano Pontífice, en la que incurren todos aquellos que, sin autorización de la Sede Apostólica, leen libros de los apóstatas o de herejes, en los que se defiende la herejía. Así mismo, los lectores de libros de autores prohibidos explícitamente en cartas apostólicas, o quienes posean, impriman o defiendan tales obras” (Apost. Sedis, 1890). Por “libro” se entiende aquí un volumen de cierto tamaño y unidad. Los periódicos y manuscritos- aunque no sean libros, sino publicaciones seriadas, pero que han de constituir un libro una vez que hayan sido concluidas- también caen en esta censura. Leer “a sabiendas” (scienter) implica que el lector sabe que el libro que lee es obra de un hereje, o que defiende una herejía, y que es, por tanto una obra prohibida. “Libros... prohibidos específicamente en cartas apostólicas” se refiere a libros condenados en bulas, breves y encíclicas escritas directamente por el Papa. No se incluyen ahí los libros prohibidos por decretos de las congregaciones romanas, aunque su prohibición tenga la autorización papal. Los “impresores” de obras heréticas son el editor que da la orden y el impresor que la ejecuta, e incluso quien revisa las pruebas, pero no el operario que realiza la parte mecánica de la publicación.

Las penas adicionales que deben ser decretadas por sentencias judiciales son las siguientes. Los apóstatas o herejes caen en irregularidad, o sea, quedan impedidos de recibir las órdenes sagradas o de ejercitar legalmente los derechos y obligaciones propias de aquellas. Caen en infamia, o sea, son públicamente notorios como culpables deshonrosos. La mácula de la infamia será heredada por los hijos y nietos de los herejes irrepentos. Los clérigos herejes y todos aquellos que los acogen, defienden o favorecen también quedan privados ipso facto de sus beneficios, oficios y jurisdicción eclesiástica. Si se diera el caso de que un papa llegara a ser claramente culpable de herejía, cesaría de ser papa porque cesaría de ser miembro de la Iglesia. Si alguien recibiera el bautismo de manos de un hereje declarado, dicha persona caería en irregularidad. La herejía constituye un impedimento para contraer matrimonio con un católico (mixta religio) del cual puede dispensar el Papa o algún obispo con tal poder (Cfr. IMPEDIMENTIOS). Lo que se llama communicatio in sacris, o sea, la participación activa de un católico en celebraciones religiosas no católicas, en si misma sí es ilegal, pero no es intrínsecamente mala de modo tal que no pueda ser dispensada en algunas circunstancias. Los amigos o parientes pueden, por buenas razones, acompañar un funeral, asistir al matrimonio o bautismo, sin causar escándalo, o brindar apoyo a la parte no católica, absteniéndose de tomar parte activa en las celebraciones. El motivo de la participación en esos ritos es la amistad o la cortesía, pero no debe implicar aprobación de los rituales. Los no católicos son bienvenidos a todas las celebraciones católicas excepto, claro, a los sacramentos.

Principios de Legislación Eclesiástica

Los principios rectores de la legislación eclesiástica en torno a las herejías son los siguientes:

La Iglesia distingue entre hereje formal y material. Al primero le aplica el canon: “Sostiene firmemente y no tiene duda alguna que los herejes y cismáticos tendrán parte con el Diablo y sus ángeles en las llamas eternas, a menos que antes del fin de sus vidas se incorporen y reingresen a la Iglesia Católica”. Nadie está obligado a ser parte de la Iglesia, pero habiendo alguien entrado una vez a través del bautismo, debe respetar las promesas que libremente hizo. Para controlar y atraer de nuevo a sus hijos rebeldes, la Iglesia utiliza tanto su poder espiritual como el secular que estén a su alcance. Frente a los herejes materiales, la Iglesia actúa siguiendo la regla de san Agustín: “No debe considerarse hereje quien no defienda sus opiniones falsas y perversas con celo pertinaz (animositas). Sobre todo si el error no es fruto de una audaz presunción sino que le ha sido transmitido al hereje por padres que han sido seducidos a su vez, y cuando esa persona anda en busca de la verdad con cuidadosa solicitud y dispuesto a ser corregido” (P.L. XXXIII, ep. XLIII, 160). Pio IX, en una carta escrita a los obispos de Italia (10 agosto de 1863), reafirma esta doctrina católica: “Es sabido por Nos y por ustedes que aquellos que están en ignorancia invencible respecto a nuestra religión, pero que observan la ley natural... y están dispuestos a obedecer a Dios y llevar una vida honesta y recta, pueden, con la ayuda de la luz y la gracia divinas, alcanzar la vida eterna... pues Dios... no permite que sea castigado quien no es deliberadamente culpable” (Denzinger, “Enchiridion”, 1529).

Jurisdicción Eclesiástica sobre los Herejes

Por el hecho de haber recibido el bautismo válidamente los herejes también está dentro de la jurisdicción de la Iglesia. Y si son de buena fe, pertenecen también al alma de la Iglesia. Su separación material, sin embargo, les impide el uso de los derechos eclesiásticos, excepto el de ser juzgados por la ley eclesiástica en el caso de ser convocados a un tribunal eclesiástico. Mas no están obligados a regirse por las leyes eclesiásticas emitidas para el bienestar espiritual de los miembros de la Iglesia, por ejemplo, los seis mandamientos de la Iglesia.

Recepción de los Conversos

Las personas que se convierten a la fe, antes de ser recibidos en ella, deben ser instruidos perfectamente en la doctrina católica. Es facultad de los obispos el reconciliar a los herejes, aunque esa función puede ser delegada a cualquier sacerdote con cura de almas. En Inglaterra se requiere un permiso especial para cada reconciliación, exceptuado el caso de los menores de 14 años o de personas agobiadas por enfermedades graves. Este permiso se concede cuando el sacerdote puede atestiguar por escrito que el candidato está suficientemente instruido y preparado, y que existe una razonable garantía de perseverancia. El procedimiento de esta clase de reconciliación es como sigue: primero, n|abjuración]] de la herejía o profesión de fe; segundo, bautismo bajo condición (esto se realiza cuando existe duda respecto al bautismo herético); tercero, n|confesión]] sacramental y n|absolución]] condicional.

Papel de la Herejía en la Historia

Generalmente, el papel de la herejía en la historia ha sido de perversidad. Sus raíces se encuentran en la naturaleza humana corrupta. Ha llegado a la Iglesia según lo predijo su divino fundador; ha destruido los vínculos de la caridad en las familias, regiones, estados y naciones; se han levantado las piras y desenvainado las espadas tanto en su defensa como en su represión; a su paso sólo han quedado ruina y miseria. La prevalencia de la herejía, con todo, no ha logrado probar que la Iglesia no tiene origen divino, así como tampoco la existencia del mal ha podido probar que no exista un Dios de bondad. Al igual que otros males, la herejía es permitida como una prueba de fe en la Iglesia militante, y quizás como castigo por otros pecados. El desmoronamiento y desintegración de las sectas heréticas también provee un sólido argumento para la necesidad de una fuerte autoridad de enseñanza. Las interminables controversias con los herejes han sido causa indirecta de los mayores desarrollos doctrinales y definiciones formuladas en concilios para la edificación del Cuerpo de Cristo. Así fue como los evangelios espurios de los gnósticos prepararon el terreno para que se determinara el canon de la Sagrada Escritura; las herejías patripasiana, sabeliana, arriana y macedonia fueron la oportunidad para que se aclarara mejor el concepto de la Trinidad; los errores nestorianos y eutiquianos propiciaron que la Iglesia definiera los dogmas de la naturaleza y persona de Cristo. Y así ha sido hasta el modernismo, que ha provocado una solemne n|afirmación]] del valor de lo sobrenatural en la historia.

Intolerancia y Crueldad

Frecuentemente se ha acusado a la Iglesia de tener una legislación cruel e intolerante con respecto a la herejía y a los herejes. Definitivamente sí es intolerante. Su misma raison d’être es la intolerancia de las doctrinas que puedan minar la fe. Pero esa intolerancia es esencial a todo lo que existe, se mueve o vive. Tolerar elementos destructivos dentro del propio organismo es equivalente al suicidio. Las sectas heréticas también están sujetas a la misma ley: viven o mueren en la medida en que son capaces de aplicar o desdeñar ese principio. La acusación de crueldad es fácilmente rebatible. Toda medida de represión necesariamente causa sufrimiento y molestia; es parte de su naturaleza. Pero eso no la hace cruel. El padre que castiga a su hijo culpable es justo y puede tener un corazón tierno. La crueldad hace su aparición cuando el castigo excede el grado conveniente. Los opositores dice: “Precisamente. Los castigos aplicados por la n|Inquisición]] excedieron todo sentimiento humano”. Respondemos: “Sí ofenden los sentimientos de generaciones posteriores, en las que hay menos cuidado por la pureza de la fe. Pero no los sentimientos de su tiempo, cuando la herejía era vista como algo más perverso que la traición”. Prueba de ello es que los inquisidores sólo juzgaban la culpabilidad del acusado y luego lo entregaban al poder secular para que fuera tratado según la leyes creadas por los emperadores y reyes. La gente del Medioevo no encontraba en el sistema los mismos defectos que le encuentran los críticos actuales. De hecho los herejes han sido quemados por el populacho desde siglos antes que la n|Inquisición]] existiera como institución. Y cuando los herejes han dominado la situación se han dado prisa a aplicar las mismas leyes. Ese ha sido el caso de los hugonotes en Francia, los husitas en Bohemia, los calvinistas en Génova, los estatistas elizabetanos y los puritanos en Inglaterra. La tolerancia hizo su aparición cuando la fe se debilitó. Curiosamente las medidas moderadas fueron utilizadas sólo cuando ya no existía la fuerza para aplicar medidas más severas. aún arden las brasas del Kulturkampf en Alemania; aún son un escándalo las leyes de separación y confiscamiento y el ostracismo hacia los católicos franceses. Cristo fue muy claro: “No crean que he venido a traer paz a la tierra; no traje la paz, sino la espada” (Mt 10, 34). La historia de las herejías verifica esta predicción y demuestra, además, que el mayor Número de víctimas de la espada está del lado de los fieles que se adhirieron a la Iglesia fundada por Cristo (Cfr. INQUISICIÓN).

(El lector encontrará una “nueva” mentalidad de la Iglesia respecto a los herejes, o personas que se han separado de la Iglesia Católica por razones de fe, en el Decreto “Unitatis Redintegratio”, del Concilio Vaticano II. Sin embargo, la Iglesia no ha olvidado su función como vigilante de la fe, y lo expresa en el bódigo de Derecho canónico, bánones 1364- 1377. N.T.)


Fuente: Wilhelm, Joseph. "Heresy." The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/07256b.htm>.

Traducido por Javier Algara Cossío