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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «El Bien Supremo»

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Al bregar con el problema del [[bien]] supremo, los [[filosofía |filósofos]] [[cristianismo |cristianos]] necesariamente han mantenido a la vista las enseñanzas de la [[fe]], aunque basan su solución de ella sobre motivos de [[razón]].    Su sistema no es ni estrictamente deontológico-racional, ni tampoco del todo eudemonista, sino una mezcla consistente de ambos.    El fin último del [[hombre]] es ser colocado en la actividad racional perfecta, en la última [[Perfección Cristiana y Religiosa |perfección]] y en la [[felicidad]], no como en tres cosas diferentes, sino como en una y la auto-misma, ya que los tres conceptos son resolubles uno en el otro, y cada uno de ellos denota un objetivo de la tendencia humana, un límite más allá del cual ningún deseo queda satisfecho.  Aunque difieren un poco en sus varias maneras de formularlo, en el fondo todos concurren en que:  (1)  en la posesión bienaventurada de [[Dios]] se ha de hallar el objeto correcto de la [[razón]] (el fin deontológico-racional del [[hombre]]), y del [[Libre Albedrío |libre albedrío]] (su fin eudemonista); (2) que este fin eudemonista ---la satisfacción perfecta de la [[voluntad]] en la posesión de Dios--- no es simplemente un resultado [[accidente |accidental]] del primero, sino que es la determinación positiva de Dios, el autor de nuestra [[naturaleza]]; (3) que este fin eudemonista no puede ser deseado por la voluntad por su propio bien, con la exclusión del fin deontológico-racional, el cual, por su naturaleza, él presupone, y al cual está subordinado. 
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Fue [[Santo Tomás de Aquino]] quien mejor armonizó este sistema con la [[revelación]].  Su enseñanza puede ser resumida como sigue: 
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'''(a)'''  La suprema [[felicidad]] del [[hombre]] no consiste en el placer, sino en la acción, dado que, en la [[naturaleza]] de las cosas, la acción no es por placer, sino el placer es para la acción.  Esta actividad, sobre la que descansa la felicidad del hombre, debe, por una parte, ser la más noble y la más alta de la que su naturaleza es capaz, y, por otra, debe ser dirigida hacia el más noble y más alto objetivo. 
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'''(b)''' Este objeto más noble y más alto de la actividad [[hombre |humana]] no es el de la [[voluntad]], que se limita a seguir a y está condicionada por el [[conocimiento]]; debe ser más bien el conocimiento mismo. En consecuencia, la mayor [[felicidad]] del [[hombre]] consiste en el conocimiento de la [[verdad]] suprema, que es [[Dios]].  Al conocimiento de Dios debe, por supuesto, estar unido el [[amor]] de Dios; pero este amor no es el elemento esencial de la felicidad perfecta; no es más que un complemento [[necesidad |necesario]] de la misma (Summa Theol., I-II, Q. III, a. 2, c; Con. Gen., III, XXV, XXVI).
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'''(c)''' Dado que el [[conocimiento]] de [[Dios]] puede adquirirse de tres maneras ---por demostración, por [[fe]], y por [[intuición]] - surge la pregunta adicional: ¿cuál de estos tres tipos de conocimiento es la base de la [[felicidad]] más elevada del [[hombre]]?  No es el conocimiento por demostración, pues la felicidad debe ser algo universal y alcanzable por todos los hombres, mientras que sólo unos pocos pueden llegar a este conocimiento por demostración; ni puede el conocimiento por la fe ser una base para la felicidad perfecta, ya que este consiste principalmente en la actividad del [[intelecto]], mientras que en la fe la voluntad reclama para sí la parte principal, puesto que la voluntad debe determinar aquí el intelecto para dar su aprobación.  En consecuencia la felicidad sólo puede consistir en el [[Visión Beatífica |conocimiento intuitivo]] de Dios; y dado que esta es alcanzable sólo en la otra vida, se deduce que el [[destino]] último del hombre ---y por lo tanto su [[bien]] supremo--- alcanza más allá del [[tiempo]] a la [[eternidad]].  Debe ser eterno, de lo contrario no sería perfecto (Con. Gent., III, XXXVIII, ss.).
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'''(d)''' Este fin no es uno simplemente subjetivo que la [[razón]] se impone a sí misma.  Justo porque es una actividad, implica la relación con algún objeto externo. El [[intelecto]] representa esencialmente una [[verdad]] distinta de sí mismo, como el acto de la [[voluntad]] es una inclinación hacia algún [[bien]] no idéntico a sí misma.  La verdad a ser representada, por lo tanto, y el bien a ser alcanzado o poseído, son objetos a los que la [[felicidad]] se refiere como a otros fines, al igual que la imagen tiene referencia a un modelo y el movimiento a un objetivo.  La verdad, por lo tanto, y el bien son fines objetivos a los que corresponde la felicidad formal, como un fin subjetivo. El fin absolutamente último, por lo tanto, está en el orden objetivo, más allá del cual no queda nada a ser conocido y deseado, y el cual, cuando se conoce y se posee, da descanso a las facultades [[razón |racionales]]. Esto no puede ser otra cosa que la verdad [[infinito |infinita]] y el bien infinito, el cual es [[Dios]].  De ahí que el sistema no es puramente deontológico-racional, al constituir la [[razón]] como una [[ley]] para sí misma, la observancia cuya ley sería el bien supremo.
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'''(e)'''  Menos aún es puramente eudemonista, ya que el fin último y el bien supremo no coinciden con la [[felicidad]] subjetiva según enseña el [[hedonismo]], sino con el objeto de los actos más elevados de [[contemplación]] y [[amor]]. Este objeto es [[Dios]], no simplemente como el que nos beatifica, sino como la Verdad y Bondad Absolutas, [[infinito |infinitamente]] perfecto en sí mismo.
  
  
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'''Fuente''':  Dinneen, Michael. "The Highest Good." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6. New York: Robert Appleton Company, 1909. 17 Aug. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/06640a.htm>.
 
'''Fuente''':  Dinneen, Michael. "The Highest Good." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6. New York: Robert Appleton Company, 1909. 17 Aug. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/06640a.htm>.
  
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EL BIEN SUPREMO

Introducción

Siempre actuamos con miras a algún bien. “El bien es el objeto que todos persiguen, y en aras del cual siempre actúan”, dice Platón (República, I, VI). Su discípulo Aristóteles repite la misma idea en otras palabras cuando declara (Ética, I, Q) que el bien es "a lo que todos apuntan". Esta definición es, como observa Santo Tomás, a posteriori. Sin embargo, si lo apetecible no constituye la bondad, sin embargo es nuestro único medio de identificarlo; en la práctica, el bien es lo deseable. Pero la experiencia pronto enseña que todos los deseos no pueden ser satisfechos, que están en conflicto y que hay que privarse de algunos bienes con el fin de asegurar que otros. De ahí la necesidad de ponderar el valor relativo de los bienes, de clasificarlos y de comprobar cuál de ellos deben ser adquiridos incluso a la pérdida de otros. El resultado es la división de los bienes en dos grandes clases, los físicos y los morales, la felicidad y la virtud. Dentro de cualquiera de las clases es relativamente fácil determinar la relación de cosas buenas particulares entre sí, pero se ha probado ser mucho más difícil fijar la excelencia relativa de las dos clases de virtud y felicidad. Aún así, la pregunta es de suma importancia, ya que en ella están involucrados la razón y el destino final de nuestra vida. Como dice Cicerón (De Finibus, v, 6), "Summum auem bonum si ignoratur, vivendi rationem ignorari necesse est." Si la felicidad y la virtud son mutuamente excluyentes, tenemos que elegir entre los dos, y esta elección es de gran trascendencia. Pero su incompatibilidad puede ser sólo en la superficie. De hecho, siempre recurre la esperanza de que el sumo bien las incluya a ambos, y que hay alguna manera de reconciliarlas.

Ha sido la tarea de moralistas el examinar cuidadosamente las condiciones sobre las cuales esto se puede hacer. (1) Algunos reducirían la virtud a la felicidad; (2) otros enseñan que la felicidad se halla en la virtud; (3) pero, dado que ambos soluciones se encuentren siempre en contradicción con los hechos de la vida, las consiguientes vacilaciones de opinión se pueden rastrear a través toda la historia de la filosofía. En general, se pueden clasificar bajo tres encabezados, según que una u otra predomine, o se mezclen ambas, a saber: (1) eudemonismo o utilitarismo, cuando se identifica el bien supremo con la felicidad; (2) deontologismo racional, cuando se identifica al bien supremo con la virtud o el deber; (3) eudemonismo racional o deontologismo moderado, cuando se combinan la virtud y la felicidad en el bien supremo.

Eudemonismo

A. Sócrates (469-399 a.C.), el padre de la ética sistemática, enseñó que la felicidad es el fin del hombre; que consiste ---no en los bienes externos, señales de los favores inciertos de la fortuna, o de los dioses (eutychia)--- sino en una alegría racional, que implica la renuncia de los deleites comunes (eupraxia). Sin embargo, no llevó esta doctrina de moderación al grado de ascetismo, sino más bien insistió en el cultivo de la mente como de mayor importancia. El conocimiento es la única virtud, la ignorancia es el único vicio. Sin embargo, a partir de los Diálogos de Jenofonte se ve que desciende a la moralidad común del utilitarismo.

B. Aristipo de Cirene (435-356 a.C.) adoptó esta última fase de la enseñanza socrática, y, como representante de la escuela hedonista entre los antiguos, al afirmar, por una parte con Sócrates, que el conocimiento es virtud; y por otra, con Protágoras, que sólo podemos conocer nuestras sensaciones, y no lo que las causa, llegó a la conclusión de que lo que produce en nosotros los sentimientos más agradables es el bien supremo. La cultura y la virtud son deseables sólo como un medio para este fin. Como el placer está condicionado por los estados orgánicos, sólo puede ser producido por el movimiento, que, para ser agradable, debe ser suave; de ahí que de acuerdo a los cirenaicos, no es la mera ausencia de dolor, sino una emoción transitoria lo que hace al hombre feliz y constituye su bien supremo.

C. Aristóteles (384 – 322 a.C.) admite con Sócrates y los filósofos antiguos en general, que el sumo bien se ha de identificar con la felicidad más elevada; y, en la determinación de en qué consiste esta felicidad más alta, está de acuerdo con los cirenaicos que no es un simple disfrute pasajero, sino acción (en to zen kai energein, Eth, Nic., IX, IX, 5). Sin embargo, no es cualquiera y todo tipo de actividad la que el hombre puede encontrar agradable la que constituye esta felicidad suprema, sino la que le es propia (okeion ergon ---oikeia arete, Ibid, I, VII, 15). Esta no puede ser simplemente la vida que él comparte con plantas y animales, o la sensibilidad, que disfruta en común con los salvajes, sino el pensamiento, que es la característica distintiva del hombre. Por otra parte, como es en el ámbito de la actividad propia de cada ser vivo donde se ha de buscar su excelencia peculiar, se desprende que la actividad racional del hombre (psiques energeia meta logou, Ibid., I, VII, 15) es al mismo tiempo honorable y virtuosa (psyches energeia kat areten, loc. cit.). Dado que, sin embargo, hay varias de tales actividades, debe ser la más noble y la más perfecta de ellas. Esta no es otra que el pensamiento especulativo, o aquel que tiene que ver con la contemplación de "asuntos honorables y divinos" (kalón kai theion, Ibíd., X, VII, 10), porque este pertenece a la facultad más noble y tiende al objeto más noble; porque es el más continuo, el más placentero, el más autosuficiente (Ibid., I, X, 8).

Al definir así la felicidad humana, Aristóteles no tiene como objetivo determinar cuál bien es absolutamente supremo, sino sólo aquel que es relativamente más alto para el hombre en su condición actual ---el más alto obtenible en esta vida (to panton akrotaton ton prakton agathon, Ibid. , I, IV, 16). Así, aunque Aristóteles hace que la felicidad y el mayor bien consistan en una acción virtuosa, sin embargo, no excluye el placer, pero sostiene que el placer en su forma más aguda surge de la virtud. El placer completa una acción, se añade a la misma, como "a la juventud su floración" (oion tois akmaiois he ora, Ibíd., X, IV, 8). Dado que, por lo tanto, Aristóteles coloca el mayor bien del hombre en su perfección, que es idéntica a su felicidad y lleva consigo el placer, a él se le considera correctamente un eudemonista, aunque de un tipo más noble.

D. Epicuro (c. 340 – 270 a.C.), aunque acepta en substancia el hedonismo de los cirenaicos, no admite con ellos que el bien supremo yace en el placer de movimiento (hedone en kinesei), sino más bien en el placer del descanso (hedone kataskematike); no en el voluptas in motu sino en el stabilitas voluptatis, dice Cicerón (De Finibus, II, V, 3) ---el estado de profunda paz y satisfacción perfecta en la que nos sentimos seguros contra todas las tormentas de la vida (ataraxia). Alcanzar esto es el problema fundamental de la filosofía de Epicuro, a la que su lógica empírica (canónica) y su teoría de la naturaleza (el materialismo de Demócrito) son meramente preliminares. Así, la totalidad de su filosofía se construye con miras a su Ética, para la que prepara el camino y a la que completa.

Al afirmar que los placeres de la mente son preferibles a la voluptuosidad, en la medida en que duran, mientras que aquellos de los sentidos pasan con el momento que les da vida, él no es consistente, al ver que su materialismo reduce todas las operaciones de la mente a meras sensaciones. Por último, como de acuerdo a él la virtud es el tacto que impulsa al hombre prudente a hacer lo que contribuye a su bienestar, y le hace evitar lo contrario, no puede ser el sumo bien, sino sólo un medio para percibirlo. Mediante su materialismo Epicuro allanó el camino para el utilitarismo moderno, que ha asumido dos formas, a saber:

E. El utilitarismo individual coloca el sumo bien del hombre en su mayor bienestar y placer personal. Este es idéntico al hedonismo griego, y fue revivido en el siglo XVIII por los enciclopedistas, De la Mettrie (1709 – 1751), Helvecio (1715 – 1771), Diderot (1713-1784) y De Volney (1757-1820). También fue defendido por los sensistas, Hartley (1704-1757), Priestley (1733-1804) y Hume (1711-1776); y en el siglo XIX por los materialistas alemanes Vogt (1817-1895), Moleschott (1822-1893) y Büchner (1824-1899);

F. El utilitarismo social, el cual es principalmente de origen inglés, en su etapa temprana, con Richard Cumberland (1632-1718) y Anthony Cooper, Earl of Shaftesbury (1671-1718), todavía retuvo un carácter algo subjetivo, y colocó el bien supremo en la práctica de la benevolencia social. Con Jeremías Bentham (1748-1832) y John Stuart Mill (1806-1873), se vuelve totalmente objetivo. El bien más elevado, dicen ellos, no puede ser la felicidad del individuo, sino la felicidad de muchos, "la mayor felicidad para el mayor número". Expresado en estos términos, la proposición no es más que un truismo. Que, en general, la felicidad de una comunidad es superior a la felicidad de uno de sus miembros, es obvio; pero cuando llega a ser un asunto personal, el individuo ya no es una parte del todo, sino una de las partes opuesta a otros, y que de ninguna manera es evidente, desde el punto de vista positivista, que su felicidad personal no sea para él el bien supremo.

G. Herbert Spencer (1820 – 1903) intentó derivar este paso de mismo al no-mismo, del individuo a la comunidad, del principio evolutivo de "la supervivencia del más apto". Los individuos que evidentemente tienen una mejor oportunidad de sobrevivir son los que se oponen a sus enemigos como un cuerpo, y por lo tanto los que viven en sociedades (manadas, rebaños, asociaciones humanas); y por lo tanto, una vez más, los instintos sociales están destinados a sobrevivir y volverse más fuertes, mientras que los individualistas, pueden sólo desaparecer. El mayor bien aquí no es la felicidad del individuo, ni siquiera la felicidad de la generación actual, sino la suma total de las condiciones que hacen posible la supervivencia y el progreso constante de la humanidad en general. De ahí que en un sistema de filosofía sintética elaborada Spencer discute con más detalles las leyes de la vida y aquellas condiciones de existencia psicológica y social de la que, a partir de una premisa preestablecido, él recoge "La Información de la Ética", o la ética emancipada de la noción de la legislación divina.

Deontologismo

Bajo este título se pueden clasificar los sistemas que sitúan el sumo bien humano en la conformidad de la conducta con la razón. Asume una forma exagerada o moderada, de acuerdo a si excluye o admite la consideración por la perfección humana y la felicidad como uno de los elementos de la moral.

A. Platón , en común con Sócrates y las escuelas socráticas menores, afirma que la felicidad es el objetivo último y supremo de la actividad humana, y que esta felicidad es idéntica al bien supremo. Pero cuando trata de determinar en qué consiste este bien o felicidad, lo hace de acuerdo con los presupuestos de su sistema filosófico. Declara que el alma en su verdadera esencia es como un espíritu incorpóreo destinado para la intuición de la idea; de ahí su fin último y supremo bien se ha de alcanzar al apartarse de la vida de sentido y retirarse a la pura contemplación de la idea, que es idéntico a Dios. El hombre debe, por lo tanto, elevarse a Dios y encontrar su principal bien en Él. Este puede ser considerado como el mayor bien en el orden objetivo, y se encuentra inculcado en aquellos pasajes de los escritos de este filósofo en los que se busca la solución del problema supremo de la vida en la huida de la sensualidad (cf. Theat., 176, A;. Fedón , 64, E;. República, VII, 519, C ss., apud Zeller, págs.. 435-444). Pero en la medida en que esto es prácticamente inalcanzable en esta vida, se le dice al hombre que el bien supremo aquí se puede encontrar en hacerse como Dios, y que esto debe ser provocado por el conocimiento y el amor entusiasta de Dios, como el Bien Supremo. En el conocimiento, por lo tanto, y en el amor de Dios como el Bien Supremo consiste el mayor bien del hombre en el orden subjetivo. Esto se presenta en aquellos pasajes en los que se describe incluso la belleza sensual como digna de amor, y la actividad externa, el placer sensible, se incluye entre los elementos que componen el bien supremo (cf. Republic, X, 603, E ss.; Phil., 28,A ss.; Tim., 59, C).

B. Zenón de Citio (350-258 a.C.) fundó la escuela estoica. De acuerdo a sus seguidores el propósito supremo (bueno) de la vida humana no se ha de hallar en la contemplación (theoria), como diría Platón, sino en la acción. Su regla suprema de conducta era vivir de acuerdo con la naturaleza (homologoumenos te physei zen). Con esta no denotaban la naturaleza individual del hombre, sino la ley divina y eterna que se manifiesta en la naturaleza como la medida con la que todas las cosas en el universo deben conformar sus acciones. Por lo tanto, para el hombre vivir conforme a la naturaleza significa conformar su voluntad a la voluntad divina, y en esto consiste la virtud. La virtud sola es buena en el más alto sentido de la palabra, y la virtud por sí sola es suficiente para la felicidad. Como esta ley se impone a través de la razón, el sistema es llamado correctamente deontologismo racional.

C. Kant concurre con los estoicos en la colocación de la esencia del bien supremo en la virtud, y no en la felicidad. Sin embargo, él cree que nuestra concepción de la misma es incompleta, a menos que se la haga incluir la felicidad también. El mayor bien puede significar tanto el Supremo (supremum ) o el Completo (consummatum). El Supremo es una condición que es en sí misma incondicionada, o no está subordinada a ninguna otra cosa (originarium). El Completo, de nuevo, es un todo que no es en sí una parte de un todo mayor de la misma clase (perfectissimum). La virtud, o esa disposición para actuar de conformidad con la ley moral, no depende de la felicidad, pero sí hace al hombre digno de la felicidad. Es, por lo tanto, el sumo bien, la condición suprema de lo que puede ser considerado como deseable. Pero no es el todo, ni el bien supremo, lo que los seres racionales finitos anhelan; el bien completo incluye la felicidad. De ahí que el sumo bien concebible debe consistir en la unión de la virtud y la felicidad proporcionadas a la moral.

Esto es lo que quiere decir Kant por el bien completo o total. De sus dos elementos, la virtud, al no tener una condición mayor y al ser ella misma la condición para la felicidad, es el bien supremo. La felicidad, sin embargo, mientras que es agradable a la persona que la posee, no es buena en sí misma y en todos los aspectos; es buena sólo bajo la condición de que la conducta del hombre esté de conformidad con la ley moral. Esta es la razón por la que Kant solía decir que "nada se puede llamar bueno sin restricción, sino la buena voluntad"; y puesto que lo mejor que puede hacer en esta vida es luchar por la santidad, la lucha entre el deseo de obedecer y el impulso a transgredir debe continuar para siempre, haciendo inalcanzable el sumo bien en esta vida.

Eudemonismo Racional o Deontologismo Moderado

Al bregar con el problema del bien supremo, los filósofos cristianos necesariamente han mantenido a la vista las enseñanzas de la fe, aunque basan su solución de ella sobre motivos de razón. Su sistema no es ni estrictamente deontológico-racional, ni tampoco del todo eudemonista, sino una mezcla consistente de ambos. El fin último del hombre es ser colocado en la actividad racional perfecta, en la última perfección y en la felicidad, no como en tres cosas diferentes, sino como en una y la auto-misma, ya que los tres conceptos son resolubles uno en el otro, y cada uno de ellos denota un objetivo de la tendencia humana, un límite más allá del cual ningún deseo queda satisfecho. Aunque difieren un poco en sus varias maneras de formularlo, en el fondo todos concurren en que: (1) en la posesión bienaventurada de Dios se ha de hallar el objeto correcto de la razón (el fin deontológico-racional del hombre), y del libre albedrío (su fin eudemonista); (2) que este fin eudemonista ---la satisfacción perfecta de la voluntad en la posesión de Dios--- no es simplemente un resultado accidental del primero, sino que es la determinación positiva de Dios, el autor de nuestra naturaleza; (3) que este fin eudemonista no puede ser deseado por la voluntad por su propio bien, con la exclusión del fin deontológico-racional, el cual, por su naturaleza, él presupone, y al cual está subordinado.

Fue Santo Tomás de Aquino quien mejor armonizó este sistema con la revelación. Su enseñanza puede ser resumida como sigue:

(a) La suprema felicidad del hombre no consiste en el placer, sino en la acción, dado que, en la naturaleza de las cosas, la acción no es por placer, sino el placer es para la acción. Esta actividad, sobre la que descansa la felicidad del hombre, debe, por una parte, ser la más noble y la más alta de la que su naturaleza es capaz, y, por otra, debe ser dirigida hacia el más noble y más alto objetivo.

(b) Este objeto más noble y más alto de la actividad humana no es el de la voluntad, que se limita a seguir a y está condicionada por el conocimiento; debe ser más bien el conocimiento mismo. En consecuencia, la mayor felicidad del hombre consiste en el conocimiento de la verdad suprema, que es Dios. Al conocimiento de Dios debe, por supuesto, estar unido el amor de Dios; pero este amor no es el elemento esencial de la felicidad perfecta; no es más que un complemento necesario de la misma (Summa Theol., I-II, Q. III, a. 2, c; Con. Gen., III, XXV, XXVI).

(c) Dado que el conocimiento de Dios puede adquirirse de tres maneras ---por demostración, por fe, y por intuición - surge la pregunta adicional: ¿cuál de estos tres tipos de conocimiento es la base de la felicidad más elevada del hombre? No es el conocimiento por demostración, pues la felicidad debe ser algo universal y alcanzable por todos los hombres, mientras que sólo unos pocos pueden llegar a este conocimiento por demostración; ni puede el conocimiento por la fe ser una base para la felicidad perfecta, ya que este consiste principalmente en la actividad del intelecto, mientras que en la fe la voluntad reclama para sí la parte principal, puesto que la voluntad debe determinar aquí el intelecto para dar su aprobación. En consecuencia la felicidad sólo puede consistir en el conocimiento intuitivo de Dios; y dado que esta es alcanzable sólo en la otra vida, se deduce que el destino último del hombre ---y por lo tanto su bien supremo--- alcanza más allá del tiempo a la eternidad. Debe ser eterno, de lo contrario no sería perfecto (Con. Gent., III, XXXVIII, ss.).

(d) Este fin no es uno simplemente subjetivo que la razón se impone a sí misma. Justo porque es una actividad, implica la relación con algún objeto externo. El intelecto representa esencialmente una verdad distinta de sí mismo, como el acto de la voluntad es una inclinación hacia algún bien no idéntico a sí misma. La verdad a ser representada, por lo tanto, y el bien a ser alcanzado o poseído, son objetos a los que la felicidad se refiere como a otros fines, al igual que la imagen tiene referencia a un modelo y el movimiento a un objetivo. La verdad, por lo tanto, y el bien son fines objetivos a los que corresponde la felicidad formal, como un fin subjetivo. El fin absolutamente último, por lo tanto, está en el orden objetivo, más allá del cual no queda nada a ser conocido y deseado, y el cual, cuando se conoce y se posee, da descanso a las facultades racionales. Esto no puede ser otra cosa que la verdad infinita y el bien infinito, el cual es Dios. De ahí que el sistema no es puramente deontológico-racional, al constituir la razón como una ley para sí misma, la observancia cuya ley sería el bien supremo.

(e) Menos aún es puramente eudemonista, ya que el fin último y el bien supremo no coinciden con la felicidad subjetiva según enseña el hedonismo, sino con el objeto de los actos más elevados de contemplación y amor. Este objeto es Dios, no simplemente como el que nos beatifica, sino como la Verdad y Bondad Absolutas, infinitamente perfecto en sí mismo.


Bibliografía: UEBERWEG, History of Philosophy (Nueva York, 1872); TURNER, History of Philosophy (Boston, 1903); STOECKL-FINLAY, History of Philosophy (Dublin, 1903); KANT, Critique of Practical Reason, ed. ABBOTT (Londres, 1898); ZELLER, Aristotle and the Earlier Peripatetics, II (Londres, 1897); IDEM, Plato and the Older Academy (Londres, 1888); JANET AND SÉAILLES, History of the Problem of Philosophy, II (Londres, 1902), BYWATER, Aristotelis Ethica Nicomachea (Oxford, 1894); MING, Data of Modern Ethics Examined (Nueva York, 1894); MEYER, Institutiones Juris Naturalis, I (Freiburg im Br., 1885); S. Thomæ Aquinatis Summa Theologica; Summa contra Gentiles; SUAREZ, De Ultimo Fine Hominis.

Fuente: Dinneen, Michael. "The Highest Good." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6. New York: Robert Appleton Company, 1909. 17 Aug. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/06640a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina