José
De Enciclopedia Católica
Después del regreso de Jacob a Canaán, diversas circunstancias hicieron a José el objeto del odio mortal de sus hermanos. Había sido testigo de algún acto muy perverso de varios de ellos, y ellos conocían que se había informado a su padre. Además, en su parcialidad a José, Jacob le dio una amplia túnica de colores, y esta prueba manifiesta del gran amor del patriarca despertó la envidia de los hermanos de José “hasta el punto de no poder ni siquiera saludarle”. Por último, con la imprudencia de la juventud, José le contó a sus hermanos dos sueños que sin duda presagiaban su futura elevación sobre todos ellos, pero que, por el momento, sólo hizo que lo odiaran mucho más (Gén. 37,1-11). En este estado de ánimo, se aprovecharon de la primera oportunidad para deshacerse de uno de ellos que hablaba como "el soñador". Un día que alimentaban las ovejas de su padre en Dotán (ahora Tell Dotán, cerca de quince millas al norte de Siquem), vieron venir a José desde lejos, que había sido enviado por Jacob para preguntar por su bienestar, y al instante decidieron reducir a la nada todos sus sueños de grandeza futura. En este punto la narración del Génesis combina dos relatos distintos de la manera en que los hermanos de José llevaron a cabo efectivamente su intención de vengarse de él. Estos relatos presentan ligeras variaciones, que son examinadas en detalle por los modernos comentaristas del Génesis, y que, lejos de destruir, más bien confirman el carácter histórico del hecho que José fue llevado a Egipto debido a la enemistad de sus hermanos. Para protegerse a sí mismos sumergieron la fina túnica de José en la sangre de un cabrito, y lo envió a su padre. A la vista de esta prenda manchada de sangre, Jacob, naturalmente, creían que una bestia salvaje había devorado a su amado hijo amado, y se entregó al dolor más intenso (37,12-35).
Mientras su padre lo lloraba como muerto, José fue vendido a Egipto, y tratado con la mayor consideración y la mayor confianza por su maestro egipcio, a quien Gén. 37,36 da el nombre de Putifar ["Aquel a quien Ra (el dios-sol) le dio"] y al cual describe como eunuco del Faraón y como el capitán de la guardia real (cf. 39,1). Rápido y confiable, José pronto se convirtió en asistente personal de su amo. Luego se le confió la superintendencia de la casa de su amo, un cargo más amplio y responsable, como era inusual en las grandes familias egipcias. Con la bendición de Yahveh, todas las cosas, "tanto en casa como en el campo", se volvieron tan prósperas bajo la administración de José que su amo le confió todo implícitamente, y "ya no se ocupó personalmente de nada más que del pan que comía.” Mientras cumplía así con perfecto éxito sus múltiples deberes de mayor-domo (Egipto mer-per), José estuvo a menudo en contacto con la señora de la casa, porque en ese tiempo había un tan libre intercambio entre hombres y mujeres en Egipto como lo hay hoy día entre nosotros. A menudo percibió al joven y apuesto capataz hebreo, y llevada por la pasión, a menudo le tentó a cometer adulterio con ella, hasta que al fin, resintiendo su virtuosa conducta, le acusó de las mismas criminales solicitudes con que ella misma lo había perseguido. El crédulo amo cree el informe de su esposa, y en su ira arroja a José a la prisión, donde también estaba Yahveh con su fiel servidor: le concedió el favor del alcaide, quien pronto colocó en José su confianza implícita, e incluso le confió a su cargo los demás prisioneros (39,2-23).
Poco después, dos de los oficiales de Faraón, el mayordomo principal y el panadero jefe, después de haber incurrido en el desagrado real por alguna razón desconocida, fueron encarcelados en la casa del capitán de la guardia. También fueron puestos bajo la custodia de José, y cuando vino a ellos una mañana, notó en ellos una tristeza inusual. No podían interpretar el significado de un sueño que cada uno tuvo durante la noche, y no había ningún intérprete de sueños profesional a la mano. Fue entonces cuando José interpretó sus sueños correctamente, e instó al mayordomo a recordarlo cuando fuese restaurado a su puesto, como de hecho lo fue tres días después, el día del cumpleaños de Faraón (cap. 40). Pasaron dos años, tras los cuales el propio monarca tuvo dos sueños, uno de las vacas gordas y las vacas delgadas, y el otro de las mazorcas completas y las marchitas. Grande fue la perplejidad de Faraón por estos sueños, que nadie en el reino podría interpretar. Esta ocurrencia, naturalmente, le recordó el mayordomo principal de la habilidad de José en la interpretación de los sueños, y le mencionó al rey lo que había ocurrido en su propio caso y en el del jefe de los panaderos. Citado a comparecer ante el Faraón, José declaró que ambos sueños significaban que siete años de abundancia serían inmediatamente seguidos por siete años de hambre, y sugirió además que una quinta parte de su producción de los años de abundancia se reservara como provisión para los años de hambre. Profundamente impresionado por la interpretación clara y plausible de sus sueños, y reconociendo en José una sabiduría más que humana, el monarca le encargó la realización de las medidas prácticas que él había sugerido. A tal fin, lo elevó a la categoría de guardián del sello real, lo invistió de una autoridad segunda sólo a la del trono, le otorgó el nombre egipcio de Safnat Panéaj (“Dios habló, y él vino a la vida”), y le dio por esposa a Asnat, la hija de Poti Fera, el sacerdote del gran santuario nacional de On (o Heliópolis, siete millas al noreste de El Cairo moderno).
Pronto comenzaron los siete años de abundancia predichos por José, durante los cuales almacenó maíz en cada una de las ciudades desde las que se han registrado, y su esposa, Asnat, le dio dos hijos a quien llamó Manasés y Efraín, por las favorables circunstancias del tiempo de su nacimiento. Luego vinieron los siete años de escasez, en los que, con su hábil gestión, José salvó a Egipto de los peores rasgos de la miseria y el hambre, y no sólo a Egipto, sino también los distintos países circundantes, que tuvieron que sufrir la grave y prolongada hambruna (cap. 41). Entre esos países vecinos se contaba la tierra de Canaán, donde Jacob vivía todavía con los once hermanos de José. Después de haber oído que en Egipto vendían maíz, el anciano patriarca envió a sus hijos allí para comprar algunos, manteniendo con él, sin embargo, a Benjamín, el segundo hijo de Raquel, "no vaya a sucederle alguna desgracia". Admitidos a la presencia de José, sus hermanos no reconocieron en el grande de Egipto ante ellos a aquel muchacho a quien habían tratado tan cruelmente veinte años antes. Los acusó bruscamente de ser espías enviados a descubrir los pases desguarnecidos de la frontera oriental de Egipto, y cuando ofrecieron voluntariamente información sobre su familia, él, deseoso de conocer la verdad sobre Benjamin, retuvo uno de ellos como rehén en la prisión y envió a los otros de vuelta a su casa para que trajesen a su hermano menor con ellos.
Al llegar donde su padre, o en su primera posada en el camino, descubrieron el dinero que José había ordenado que se colocara en sus sacos. Grande fue su ansiedad y la de Jacob, que por un tiempo se negó a permitir a sus hijos regresar a Egipto en compañía de Benjamín. Al fin cedió bajo la presión de la hambruna, y al mismo tiempo, envió un regalo para conciliar el favor del primer ministro egipcio. A la vista de Benjamín José entendió que sus hermanos le habían dicho la verdad en su primera comparecencia ante él, y les invitó a una fiesta en su propia casa. En la fiesta hizo que se sentaran exactamente de acuerdo a su edad, y honró a Benjamín con "una mayor ración", como señal de distinción (caps. 42-43). Luego se fueron a casa, sin sospechar que por orden de José su copa adivinadora había sido escondida en el costal de Benjamín. Pronto fueron alcanzados, acusados del robo de la copa preciosa, la cual buscaron y encontraron en la talega donde había sido escondida. En su consternación regresaron todos a casa de José, y se ofrecieron a permanecer como sus siervos en Egipto, una oferta que José rechazó, declarando que sólo retendría a Benjamín. Entonces Judá se suplica muy patéticamente que, por el bien de su anciano padre, Benjamín debe ser despedido libre, y que se le permitiera a él permanecer en el lugar de su hermano como siervo de José. Fue entonces cuando José se dio a conocer a sus hermanos, calmó sus temores, y los envió de vuelta con una apremiante invitación a Jacob a venir a instalarse en Egipto (caps. 44 - 45, 24).
Fue en la tierra de Gosén, un distrito pastoral a unas cuarenta millas al noreste de El Cairo, que José invitó a su padre y hermanos a establecerse. Allí vivieron como prósperos pastores del rey, mientras que en su miseria los egipcios fueron gradualmente reducidos a vender sus tierras a la corona, para asegurar su subsistencia de manos del todopoderoso primer ministro de faraón. Y así José causó que los anteriores terratenientes---con la excepción, sin embargo, de los sacerdotes---se convirtieran en simples arrendatarios del rey y le pagaban al tesoro real, por así decirlo, una renta anual de un quinto del producto de la tierra (46,28 - 47,26). Durante los últimos momentos de Jacob, José le prometió que lo enterraría en Canaán, e hizo que adoptara a sus dos hijos, Manasés y Efraín (47,25 - 48). Luego del deceso de su padre, mandó a embalsamar su cuerpo y lo enterró con gran pompa en la Cueva de Makpelá (50,1-14). También disipó los miedos de sus hermanos, quienes temían que ahora se vengaría de ellos por el anterior maltrato. Murió a la edad de ciento diez años, y su cuerpo fue embalsamado y puesto en un ataúd en Egipto (50,15-25). Al final, sus restos fueron llevados a Canaán y enterrados en Siquem (Éxodo 13,19; Josué 24,32).
Tal es, en substancia, el relato bíblico de la vida de José. En su maravillosa simplicidad, esboza uno de los más bellos caracteres presentados en la historia del Antiguo Testamento. De niño, José sentía el más vívido horror por el mal que hacían sus hermanos; y de joven, resiste con fortaleza inquebrantable las repetidas e insistentes insinuaciones de la esposa de su amo. Echado a prisión, despliega gran poder de resistencia, confiando en Dios para su justificación. Cuando fue elevado al rango de virrey, se mostró digno de tan excelsa dignidad por sus esfuerzos hábiles y enérgicos para promover el bienestar de sus compatriotas adoptivos y la extensión del poder de su amo. Un personaje tan hermoso hizo de José un muy digno tipo de Cristo, modelo de toda perfección, y es comparativamente fácil señalar algunos de los rasgos de semejanza entre el amado hijo de Jacob y el muy amado Hijo de Dios. Como Jesús, José era odiado y echado afuera por sus hermanos, y aún así logró su salvación a través del sufrimiento que le habían causado. Como Jesús, José obtuvo su exaltación sólo después de pasar por las más profundas e inmerecidas humillaciones; y en el reino que gobernaba, invitó a sus hermanos a unirse a los que antes habían visto como extraños, para que también disfrutaran de las bendiciones que había logrado para ellos. Al igual que el Salvador del mundo, José sólo tuvo palabras de perdón y bendición para todos los que, reconociendo su miseria, recurrieron a su poder supremo. Fue a José de antaño, como a Jesús, que todos tuvieron que pedir ayuda, ofrecer homenaje del más profundo respeto y rendir obediencia en todas las cosas. Por último, al patriarca José, como a Jesús, le fue dado inaugurar un nuevo orden de cosas para el mayor poder y gloria del monarca a quien debía su exaltación.
Mientras tanto, reconociendo el sentido típico de la carrera de José, no se debe perder de vista ni por un momento el hecho de que se está en presencia de un carácter claramente histórico. De hecho, se han realizados esfuerzos en ciertos sectores para transformar la historia de José en la historia de una tribu del mismo nombre que, en una época remota, pudo haber alcanzado gran poder en Egipto, y que, en una fecha muy posterior, la imaginación popular simplemente habría descrito como un individuo. Pero ese punto de vista del relato bíblico es decididamente inadmisible. A los estudiosos cuidadosos siempre se les hará más difícil pensar en José como una tribu que llegó al poder en Egipto, que como una persona que realmente pasó a través de las experiencias que se describen en el Génesis. Una vez más, siempre mirarán los incidentes narrados en la historia sagrada como muy naturales, y muy estrechamente relacionados, para ser totalmente el producto de la ficción. El mismo carácter histórico de la narración bíblica es poderosamente confirmado por el acuerdo sustancial entre los dos principales documentos (J, E), que los críticos contemporáneos se sienten obligados a admitir, que, según ellos, se han utilizado en su composición: tal concordancia señala manifiestamente a una tradición oral anterior, la cual, cuando fue puesta por escrito en dos formas distintas, no resultó materialmente afectada por las nuevas circunstancias de una época posterior; por último, está más allá de la posibilidad de duda, por la coloración egipcia que es común a ambos documentos, y que será descrita a continuación. Este elemento egipcio no es sólo un traje literario con el que la fantasía popular posterior y en una tierra distante pudo haber investido más o menos felizmente a los incidentes narrados. Pertenece a la esencia misma de la historia de José, y es claramente un reflejo directo de los usos y costumbres del antiguo Egipto. Su veracidad constante a las cosas egipcias prueba la existencia de una antigua tradición, que data tan lejos como el período egipcio, y fielmente conservada en el la composición del relato del Génesis.
El alcance de la antedicha coloración egipcia en la historia de José ha sido minuciosamente investigada por estudiosos recientes. Los israelitas de piel oscura que llevaron camellos ricamente cargados desde Oriente hasta el Nilo, son traídos a la vida en los monumentos egipcios, y los tres tipos de especias que llevaban a Egipto son precisamente aquellas que tendrían demanda en ese país con fines medicinales, religiosos o de embalsamamiento. La existencia de varios videntes en las casas de los nobles egipcios está en perfecta armonía con la sociedad egipcia, y el mer-per o superintendente de la casa, tal como era José, se mencionaba particularmente a menudo en los monumentos. La historia de José y la esposa de su amo tiene un notable y muy conocido paralelo en el “Cuento de los Dos Hermanos” egipcio. Las funciones y sueños del mayordomo y el jefe de panaderos son egipcios en sus más mínimos detalles. En las siete vacas que faraón vio pastando en la pradera, tenemos un equivalente en las siete vacas de Athor, representadas en la viñeta del capítulo 148 del "Libro de los Muertos". El cuidado que tuvo José en afeitarse y cambiarse de ropa antes de aparecer en la presencia de Faraón está de acuerdo con las costumbres egipcias. Su consejo de recoger el maíz durante los siete años de abundancia concuerda con las instituciones egipcias, ya que todas las ciudades importantes poseían graneros. La investidura de José y el cambio de nombre en su elevación, pueden ser fácilmente ilustrados haciendo referencia a los monumentos egipcios. La ocurrencia de hambrunas de larga duración, los exitosos esfuerzos realizados para abastecer de maíz al pueblo año tras año de por vida, encuentra su paralelo en las inscripciones descubiertas recientemente. La acusación de ser espías que formuló José contra sus hermanos fue natural habida cuenta de las precauciones que se sabe fueron adoptadas por las autoridades egipcias para la seguridad de su frontera oriental. La historia posterior de José, su copa de adivinación, el regalo a sus hermanos de prendas de vestir, el apartar la tierra de Gosén para su padre y hermanos, porque el pastor era una abominación para los egipcios, el embalsamamiento de Jacob por José, la procesión fúnebre para el entierro de aquél, etc. muestran de una manera sorprendente la gran exactitud del relato bíblico en sus numerosas y muchas veces someras referencias a los hábitos y costumbres de Egipto. Incluso la edad de 110 años en la que José murió parece haber sido considerada en Egipto---como lo demuestran varios papiros---como la edad más perfecta deseable.
Fuente: Gigot, Francis. "Joseph." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/08506a.htm>.
Traducido por Luz Hernández