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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Jeremías

De Enciclopedia Católica

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(EL PROFETA)

Jeremías vivió a fines del siglo VII y en la primera parte del siglo VI antes de Cristo; contemporáneo de Dracón y Solón de Atenas. En el año 627, durante el reinado de Josías, fue llamado en edad juvenil a ser profeta, y durante casi medio siglo, al menos desde 627 a 585, llevó la carga de la función profética. Perteneció a una familia sacerdotal (no de los sumos sacerdotes) de Anatot, una pequeña ciudad rural al nordeste de Jerusalén que ahora se llama Anatâ; pero no parece que haya realizado nunca deberes sacerdotales en el Templo. Los escenarios de su actividad profética fueron, durante un breve tiempo, su ciudad natal, y durante la mayor parte de su vida, la metrópoli Jerusalén, y durante la época posterior a la caída de Jerusalén, Mispá (Jer. 40,6) y las colonias judías de la Diáspora en Egipto (Jer. 43,6ss.). Su nombre ha recibido diversas interpretaciones etimológicas (“Sublime es Yahveh” o “Yahveh encuentra”); aparece también como el nombre de otras personas en el Antiguo Testamento. Las fuentes para la historia de su vida y época son, primero, el libro de profecías que lleva su nombre, y, segundo, los Libros de los Reyes y de los Paralipómenos (Crónicas). Sólo se puede comprender el curso externo de su vida, la individualidad de su naturaleza y el tema dominante de sus discursos cuando se pone en relación con la historia de su época.

Período de Jeremías

Los últimos años del siglo VII y las primeras décadas del VI trajeron consigo una serie de catástrofes políticas que cambiaron completamente las condiciones nacionales de Asia Occidental. El derrumbamiento del Imperio Asirio, que terminó en 606 con la conquista de Nínive, indujo a Necao II de Egipto a intentar, con ayuda de un gran ejército, dar un golpe decisivo al antiguo enemigo en el Éufrates. Palestina estaba en el camino directo entre las grandes potencias del mundo de esa era en el Éufrates y el Nilo, y la nación judía se puso en acción por la marcha del ejército egipcio a través de su territorio. Josías, el último descendiente de David, había comenzado en Jerusalén una reforma moral y religiosa “al modo de David”, cuya ejecución, sin embargo, se frustró por el letargo del pueblo y la política exterior del rey. El intento de Josías de detener el avance de los egipcios le costó la vida en la batalla de Meguido en 608. Cuatro años después, Necao, el vencedor en Meguiddó, fue asesinado por Nabucodonosor en Karkemish en el Éufrates. Desde ese momento los ojos de Nabucodonosor estuvieron fijos en Jerusalén. Los últimos y oscuros reyes en el trono de David, los tres hijos de Josías---Joacaz, Joaquín y Sedecías---apresuraron la destrucción del reino por su desafortunada política exterior y su política interna antirreligiosa o, al menos, débil. Tanto Joaquín como Sedecías, pese a las advertencias del profeta Jeremías, se dejaron engañar por el partido de la guerra en la nación al rehusar pagar tributo al rey de Babilonia. La venganza del rey siguió rápidamente a la rebelión. En la segunda gran expedición Jerusalén fue conquistada (586) y destruida tras un sitio de dieciocho meses, que sólo se interrumpió por la batalla con el ejército de socorro egipcio. El Señor apartó su escabel en el día de su ira y envió a Judá a la Cautividad de Babilonia.

Este es el trasfondo histórico de la vida y obra del profeta Jeremías: en política exterior una época de batallas perdidas y otros acontecimientos preparatorios a la gran catástrofe; en la vida interna del pueblo una época de infructuosos intentos de reforma, y la aparición de partidos fanáticos tales como los que generalmente acompañan los últimos días de un reino en decadencia. Mientras los reyes del Nilo y el Éufrates ponían alternativamente la espada al cuello de la Hija de Sión, los dirigentes de la nación, reyes y sacerdotes, se implicaban cada vez más en los planes de los partidos; un partido de Sión, dirigido por falsos profetas, ellos mismos engañados por la creencia supersticiosa de que el templo de Yahveh era el talismán infalible de la capital; un partido de la guerra fanáticamente temerario que quería organizar una resistencia a ultranza contra las grandes potencias del mundo; un partido del Nilo que esperaba de los egipcios la salvación del país, e incitaba a la oposición al señorío de Babilonia. Exaltados por políticos humanos, el pueblo de Sión olvidó su religión, la confianza nacional en Dios, y deseaba fijar el día y hora de su redención según su propia voluntad. Por encima de todas estas facciones la copa del vino de la ira se colmó gradualmente, para derramarse finalmente desde siete vasijas durante el Exilio a Babilonia sobre la nación de los profetas

Misión de Jeremías

En medio de la confusión de una impía política de desesperación ante la cercanía de la destrucción, el profeta de Anatot se yergue como “una columna de hierro, y un muro de metal”. El profeta de la hora undécima tuvo la difícil misión, en vísperas de la gran catástrofe de Sión, de proclamar el decreto de Dios de que en el futuro inmediato la ciudad y el templo serían derribados. Desde la época de su primer llamado en visión a la función profética, vio la vara de corrección en la mano de Dios, oyó la palabra que el Señor velaría por la ejecución de su mandato (1,11ss.). Su constante afirmación fue que Jerusalén sería destruida, el ceterum censeo del Catón de Anatot. Apareció ante el pueblo con cadenas alrededor de su cuello (cf. caps. 27 y 28) para dar una drástica ilustración de la cautividad y cadenas que predecía. Los falsos profetas sólo predicaban acerca de libertad y victoria, pero el Señor dijo: “Libertad para vosotros de la espada, de la peste y del hambre” (34,17). Estaba tan claro para él que la siguiente generación estaría implicada en el derrumbe del reino que renunció al matrimonio y a fundar una familia (16,104), porque no deseaba tener hijos que seguramente serían víctimas de la espada o se convertirían en esclavos de los babilonios. Su celibato fue, por consiguiente, una declaración de su fe en la revelación que se le hizo de la destrucción de la ciudad. Jeremías es así la contrafigura bíblica e histórica de Casandra en los poemas homéricos, que previó la caída de Troya, pero no encontró crédito en su propia casa, aunque su convicción fue tan fuerte que renunció al matrimonio y a todas las alegrías de la vida.

Junto a esta primera tarea, probar la certeza de la catástrofe de 586, Jeremías tuvo el segundo encargo de declarar que esta catástrofe era una necesidad moral, proclamarlo a los oídos del pueblo como el resultado inevitable de la culpa moral desde los días de Manasés (2 Ry. 21,10-15); en una palabra, explicar la Cautividad de Babilonia como un hecho moral, no meramente histórico. Fue sólo a causa de que la testaruda nación se sacudió el yugo del Señor (Jer. 2,20) por lo que debió inclinar su cuello bajo el yugo de los babilonios. Para despertar a la nación de su letargo moral, y hacer preparación moral para el día del Señor, los sermones del predicador de arrepentimiento de Anatot subrayaban esta relación causal entre castigo y culpa, hasta que se hizo monótono. Aunque fracasó en convertir al pueblo, y desviar así por completo la calamidad de Jerusalén, sin embargo la palabra del Señor en su boca se convirtió, para algunos, en un martillo que rompía sus corazones de piedra al arrepentimiento (23,29). Así, Jeremías tuvo no sólo que “desarraigar y demoler”, también tuvo en la obra positiva de salvación que “construir y plantar” (1,10). Estas últimas finalidades de los discursos penitenciales de Jeremías aclaran por qué las condiciones religiosas y morales de la época se nos pintan todas en el mismo tono oscuro: los sacerdotes no se preocupan de Yahveh; los mismos dirigentes se extravían por extraños caminos; los profetas profetizan en nombre de Baal; Judá se ha convertido en lugar de reunión de dioses extraños, el pueblo ha abandonado la fuente de agua viva y ha provocado la ira del Señor por la idolatría y el culto de los lugares elevados, por el sacrificio de niños, la profanación del Sabbath y por el falso sistema de pesar. Esta severidad en los discursos de Jeremías los hace el tipo más destacado de declamación profética contra el pecado. Una hipótesis bien conocida atribuye también a Jeremías la autoría de los Libros de los Reyes. En realidad el pensamiento que forma la base filosófica de los Libros de los Reyes y la concepción subyacente en los discursos de Jeremías se complementan mutuamente, puesto que la caída de los reyes se remonta en uno a la culpa de los reyes, y en el otro a la participación del pueblo en esta culpa.

Vida de Jeremías

Se ha conservado un retrato de la vida de Jeremías mucho más exacto que de la vida de cualquier otro vidente de Sión. Fue una cadena ininterrumpida de dificultades interiores y exteriores continuamente crecientes, una genuina “Jeremiada”. Por causa de sus profecías, su vida ya no estuvo segura entre sus conciudadanos de Anatot (11,21ss.), y de ningún maestro probó ser más cierto el dicho de que “nadie es profeta en su tierra”. Cuando trasladó su residencia de Anatot a Jerusalén aumentaron sus problemas, y en la capital del reino se vio obligado a aprender mediante el sufrimiento corporal que veritas parit odium (la verdad atrae odio sobre sí). El rey Joaquín nunca pudo perdonar al profeta por amenazarle con el castigo por causa de su manía desaprensiva de construir y por sus asesinatos judiciales: “Su entierro será el de un borrico” (22,13-19). Cuando las profecías de Jeremías se leyeron ante el rey, se puso tan rabioso que lanzó al fuego el rollo y ordenó la detención del profeta (36,21-26). Entonces vino a Jeremías la palabra del Señor de que el escriba Baruc escribiera de nuevo sus palabras (36,27-32). Más de una vez estuvo el profeta en prisión y con cadenas sin que la palabra del Señor fuera silenciada (36,5ss.); más de una vez pareció, según el juicio humano, condenado a muerte; pero, como un muro de metal, la palabra del Todopoderoso fue la protección de su vida: “No temas... no prevalecerán: pues Yo estoy contigo, dice el Señor, para librarte” (1,17-19).

La opinión religiosa que mantenía, de que sólo por un cambio moral podía una catástrofe en las condiciones exteriores preparar el camino a una mejoría, le puso en amargo conflicto con los partidos políticos de la nación. El partido de Sión, con su confianza supersticiosa en el Templo (7,4), incitaba al pueblo a rebelarse contra Jeremías, porque, en la puerta y en el patio exterior del templo, profetizaba el destino del lugar santo en Silo para la casa del Señor; y el profeta estaba en gran peligro de muerte violenta a manos de los sionistas (26, cf. 7). El partido de los amigos de Egipto lo maldijo porque condenaba la coalición con Egipto, y presentó también al rey de Egipto la copa del vino de la ira (25,17-19); también lo odiaban porque, durante el sitio de Jerusalén, declaró antes del acontecimiento, que las esperanzas puestas en el ejército de socorro egipcio eran engañosas (36,5-9). El partido de los patriotas vociferantes calumniaba a Jeremías como pesimista malhumorado (cf. caps. 27 y 28) porque se habían dejado engañar respecto a la seriedad de la crisis por las palabras aduladoras de Ananías de Gabaón y sus compañeros, y soñaban con la paz y la libertad mientras que el exilio y la guerra se estaban ya acercando a las puertas de la ciudad. La exhortación del profeta a aceptar lo inevitable, y a elegir la sumisión voluntaria como un mal menor que una lucha sin esperanza, se interpretaba por el partido de la guerra como falta de patriotismo. Incluso en la actualidad, algunos comentaristas desean considerar a Jeremías como un traidor a su país---Jeremías, que fue el mejor amigo de sus hermanos y del Israelitaspueblo de Israel (2 Mac. 15,14), tan profundamente sintió el bienestar y la aflicción de su tierra natal. Así fue Jeremías agobiado con las maldiciones de todos los partidos como la víctima propiciatoria de la ciega nación. Durante el sitio de Jerusalén fue condenado a muerte una vez más y arrojado a una fangosa mazmorra; esta vez un extranjero le rescató de una muerte segura (c. 37 a 39).

Aún más violentos que estas batallas externas fueron los conflictos en el alma del profeta. Al simpatizar plenamente con el sentimiento nacional, sentía que su propio destino estaba ligado con el de la nación; de ahí que la dura misión de anunciar a su pueblo la sentencia de muerte le afectara profundamente, y su oposición a aceptar este encargo (1,6). Con todos los recursos de la retórica profética buscaba traer de vuelta al pueblo a “los viejos caminos” (6,16), pero en esta empresa sentía como si estuviera intentando llevar a cabo que “el etíope cambie su piel, o el leopardo sus manchas” (13,23). Oía los pecados de su pueblo clamando por venganza al cielo, y expresa enérgicamente su aprobación del juicio pronunciado sobre la ciudad manchada de sangre (cf. 6). Al momento siguiente, sin embargo, ruega al Señor que aparte el cáliz de Jerusalén y lucha con Dios igual que Jacob por una bendición para Sión. La grandeza de alma del gran sufriente aparece más claramente en las fervorosas plegarias por su pueblo (cf. especialmente 14,7-9.19-22), que se ofrecían a menudo inmediatamente después de una vehemente declaración del futuro castigo. Sabe que con la caída de Jerusalén el lugar que fue la escena de la revelación y la salvación será destruido. Sin embargo, en la tumba de las esperanzas religiosas de Israel, aún tiene la esperanza de que el Señor, no obstante todo lo que ha sucedido, llevará a cabo sus promesas por respeto a su nombre. El Señor tiene “pensamiento de paz, y no de aflicción”, y dejará que lo encuentren los que lo buscan (29,10-14). Como se cuidó de destruir, así se cuidará del mismo modo de construir (31,28). El don profético no aparece con igual claridad en la vida de ningún otro profeta como a la vez un problema psicológico y una tarea personal. Sus amargas experiencias interior y exterior dan a los discursos de Jeremías un fuerte tono personal. Más de una vez este hombre de hierro parece en peligro de perder su equilibrio espiritual. Pide el castigo del cielo para sus enemigos (cf. 12,3; 18,23). Como un Job entre los profetas, maldice el día de su nacimiento (15,10; 20,14-18); le gustaría levantarse, salir, y predicar a las piedras del desierto: “¿Quien me dará un alojamiento en el desierto... y dejaré mi pueblo, y me separaré de él?”(9,2; texto hebreo, 9,1). No es improbable que el doliente profeta de Anatot fuera el autor de muchos de los Salmos que están llenos de amargo reproche.

Tras la destrucción de Jerusalén, Jeremías no fue conducido al exilio babilonio. Se quedó en Canaán, en el devastado viñedo de Yahveh, para que pudiera continuar su función profética. Fue en realidad una vida de martirio entre la hez de la nación que había sido dejada en su tierra. En fecha posterior fue llevado a Egipto por judíos emigrantes (41-44). Según una tradición mencionada en primer lugar por Tertuliano (Scorp. 8), Jeremías fue lapidado en Egipto por sus propios compatriotas debido a sus discursos que amenazaban con el futuro castigo de Dios (cf. Heb. 11,37), coronando así con el martirio una vida de pruebas y dolores constantemente crecientes. Jeremías no habría muerto como Jeremías si no hubiera muerto mártir. El Martirologio Romano asigna su nombre al 1 de mayo. La posteridad buscó expiar los pecados que sus contemporáneos habían cometido contra él. Incluso durante la Cautividad de Babilonia sus profecías parecen haber sido la lectura favorita de los exiliados (2 Crón. 36,21; Esd. 1,1; Dn. 9,2). En los libros posteriores se puede comparar Eclo. 49,8ss.; 2 Mac. 2,1-8; 15,12-16; Mt. 16,14.

Cualidades Características de Jeremías

El Libro de las Profecías de Jeremías

Análisis del contenido

Crítica Literaria del Libro

Condiciones Textuales del Libro

Lamentaciones

Colocación y Autenticidad de las Lamentaciones

Forma Técnica de la Poesía de las Lamentaciones

Uso Litúrgico de las Lamentaciones

Bibliografía: Para una introducción general a Jeremías y a las Lamentaciones ver la Introducción Bíblica de CORNELY, VIGOUROUX, GIROT, DRIVER, CORNILL, STRACK. Para cuestiones especiales de introducción: CHEYNE, Jeremiah (1888); MARTZ, Der Prophet Jeremias von Anatot (1889); ERBT, Jeremia und seine Zeit (Göttingen, 1902); GILLIES, Jeremías, el Hombre y su Mensaje (Londres, 1907); RAMSAY, Estudios sobre Jeremías (Londres, 1907); WORKMAN, El Texto de Jeremías (Edimburgo, 1889); STREANE, El Doble Texto de Jeremías (Cambridge, 1896); SCHOLZ, Der masoretische Text und die Septuagintaübersetzung des B. Jeremias (Ratisbona, 1875); FRANKL, Studien über die LXX und Peschito zu Jeremia (1873); NETELER, Gliederung der B. Jeremias (Münster, 1870). Comentarios sobre Jeremías publicados en las últimas décadas.–Católicos: SCHOLZ (Würzburg, 1880); TROCHON (París, 1883); KNABENBAUER (París, 1889); SCHNEEDORFER (Viena, 1903). Protestantes: PAYNE SMITH en el Speaker's Commentary (Londres, 1875); CHEYNE en SPENCE, Commentary (Londres, 1883-85); BALL (Nueva York, 1890); GIESEBRECHT en NOWACK, Handkommentar (Göttingen, 1894); DUHM en MARTI, Kurzer Hand-Commentar (Tübingen y Leipzig, 1901); DOUGLAS (Londres, 1903); ORELLI (Munich, 1905). Comentarios sobre las Lamentaciones:–Católicos: SEISSENBERGER (Ratisbona, 1872); TROCHON (París, 1878); SCHÖNFELDER (Munich, 1887); KNABENBAUER (París, 1891); MINOCCHI (Roma, 1897); SCHNEEDORFER (Viena, 1903); ZENNER, Beiträge zur Erklärung der Klagelieder (Friburgo de Br., 1905). Protestantes: RAABE (Leipzig, 1880); OETTLI (Nördlingen, 1889); LÖHR (Göttingen, 1891); IDEM en NOWACK, Handkommentar (Göttingen, 1893); BUDDE en MARTI Kurzer Hand-Commentar (Friburgo de Br., 1898). Para monografías ver los comentarios más recientes y las bibliografías en los periódicos bíblicos.

Fuente: Faulhaber, Michael. "Jeremias." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/08334a.htm>.

Traducido por Francisco Vázquez. L H M.